Crónicas

Miguel, de Sandra Di Luca

                                                                                                  Dónde guardo tantos años, tantos sueños que no fueron más allá                                                                                                                                                                                      Alejandro Filio                                                                                                                                         

Miguel no aparecía por ningún lado. Ya no sabían por dónde buscarlo. Tenía veintitrés años y estudiaba Periodismo en la Escuela Superior de calle 44. Sus compañeros se organizaron, fueron a las radios, los diarios, los canales de TV. Pusieron afiches con su foto. El afiche que vimos con Pablo en la Terminal.

La familia sabía que había ido a cuidar la casa de unos amigos que vivían cerca del río, en la zona de Punta Blanca. Su novia Carolina y su hermano Guillermo fueron a buscarlo. Encontraron ropa desparramada en la orilla del río. No había manchas de sangre en la ropa. Estaba su bicicleta azul apoyada en un árbol.

Los padres se habían acostumbrados a esas escapadas de Miguel, fiel a su personalidad: libre, rebelde. Guillermo volvió a su casa con la noticia. En la cocina Rosa preparaba mate con cascaritas de limón. Parecía no entender. O no querer entender. Guillermo insistía: Mamá, Miguel no aparece...

Rosa y Néstor se habían conocido en el campo, en la zona de Pigüé, al sur de la provincia de Buenos Aires. Después de un tiempo de noviazgo, un 16 de julio de 1970, nació Miguel. No tardaron mucho en mudarse a Berisso. Néstor trabajó de chofer de colectivos hasta que un conocido de la familia lo hizo entrar en la policía. Después llegaron los otros: Guillermo, Diana y las mellizas: Silvina y Paola.

Cuando Guillermo contó que Miguel no aparecía empezó la búsqueda. Fueron a hacer la denuncia a la comisaría de Villa Argüello, donde trabajaba Néstor.

Así empieza Rosa a buscar a Miguel.

Así empieza a sentir su ausencia.

Nosotros cubríamos un caso que nos iba a marcar para siempre. Nosotros, digo. Los que en ese momento desde diferentes medios contábamos la historia. Pablo y yo éramos parte de ese nosotros.

Esa semana se organizó una marcha pidiendo a las autoridades que profundicen la búsqueda. La marcha concentraba en la puerta de Periodismo. Rosa sostenía una bandera con una pregunta:

¿Dónde está Miguel?

Los medios inmortalizaron esa imagen. Esa imagen recorrió el país. La mayoría de los que cubríamos la marcha nos conocíamos. No estábamos cubriendo un caso más. Teníamos que contar una historia que nos atravesaba. Y Rosa. Que era tan parecida a cualquiera de nuestras madres. Caminábamos rodeándola, quizás para que se sintiera menos sola.

El caso estaba en la agenda. Seguíamos cada novedad de la causa. A medida que pasaban los días, los meses, se consolidaba la hipótesis: Miguel podría haber sido víctima de abuso policial. Para muchos era increíble pensar que todavía alguien pudiera desaparecer. Miguel no estaba. Surgían datos. Una mala relación con la comisaría Novena. Denuncias de vecinos por ruidos molestos que venían de la casa que Miguel compartía con amigos en la calle 69, entre 1 y 115, donde ensayaban con una banda de rock: Chempes 69. También se hablaba de amistades relacionadas con la zona roja. Prostitución y droga eran parte de ese combo.

Rosa nos esperaba en su casa. Nos cebaba mate, el mismo que le cebó a Guillermo cuando le dijo que Miguel no aparecía, el que tantas veces preparó para Miguel.

La escuchaba sentada en su casa, en los pasillos del juzgado, en la facultad, en la calle. A veces se le caía alguna lágrima. La acariciaba, le pasaba mi mano por el hombro.

Todavía mi mano siente ese hombro. Me preguntaba cómo podía seguir alguien su vida después de la desaparición de un hijo. Me lo había preguntado antes al ver a las Madres de Plaza de Mayo, a las Abuelas. Y ahora Rosa. Esa mujer menudita, hija de inmigrantes, cargando el peso de un hijo que no aparecía por ningún lado. Construyendo su fuerza. Y atrás de ella aparecían otras banderas, denunciaban otros casos de abuso policial. Se chocaban los carteles, las caras, los dolores.

Rosa iba día tras día a Tribunales. Se sentaba en el pasillo, cerca del despacho del juez Amílcar Vara, un peso pesado de la Justicia. A veces el juez no aparecía. Pero ella seguía yendo. Insistía. Esperaba. Día tras día. Todos los días. Los rastrillajes en el río seguían sin ningún resultado. Rosa caminaba en esa orilla. Entre el agua y la tierra, la ansiedad de querer encontrar algo y al mismo tiempo, el terror; el deseo de que no apareciera nada que le quitara la mínima esperanza de un milagro que le devolviera a su hijo con vida.
   
Nosotros estábamos ahí. Pablo, yo, y muchos más. Y Rosa no paraba. Enfrentaba al aparato policial, a la justicia y a la política.

Y la mujer chiquita crecía y crecía.

Se supo que harto de la situación, Miguel había denunciado en fiscalía al servicio de calle de la Novena por los allanamientos ilegales y hostigamientos que sufrían en la casa de calle 69. Y una noche lo fueron a buscar. Lo llevaron a la comisaría. Según los testigos, otros presos que estaban ahí, lo golpearon hasta matarlo. Luego ocultaron su cuerpo. Se lo vio por última vez el 17 de agosto de 1993 en la comisaría Novena.  

Rosa avanzaba como una topadora contra todo. Contra el dolor que se le notaba en la voz, la mirada, la respiración. Hablaba entrecruzando los dedos, apretándose las manos como para darse calor, o más que calor, para que no se le fuera algo de las manos, algo invisible que sostenía hacía tiempo.

Y yo con mi primer embarazo. Rosa buscaba a su hijo y yo gestaba al mío. Sentía algo extraño al abrazarla. Ella, cariñosa, me preguntaba cómo iba todo, si sabíamos el sexo, el nombre. Mi panza crecía, cada vez entendía más su dolor.

Un año después llegó el juicio. Los policías acusados de la muerte de Miguel fueron condenados. Ese día se sentó un precedente: hubo condena sin que exista un cuerpo. Fue un paso importante para Rosa. Pero ella aún no sabe qué pasó con Miguel, dónde está su cuerpo. Rosa lo sigue buscando.

Y para seguir su lucha, y también para ayudar a otros, crearon la Asociación Miguel Bru que asesora a víctimas y familiares de violencia institucional. 
  
Cada 17 de agosto a la noche los Bru realizan una vigilia en la puerta de la comisaría Novena. Llevan velas, las encienden y las dejan en la puerta. Con la luz recuerdan la vida de Miguel, iluminan el lugar donde se lo vio con vida por última vez.

El día que Rosa recibió el pañuelo de las Madres se le mezclaron los sentimientos. Nunca pensó que iba a tener ese pañuelo. Agradeció, emocionada, con una sonrisa triste. Se cumplían veinte años de la desaparición de Miguel. Pablo pensó en escribir un libro. La historia se había contado por partes de muchas maneras, pero no desde el inicio y en un libro. Me pareció una buena idea y le dije que contara conmigo.

Habíamos compartido esa historia en nuestros primeros pasos como periodistas y en el inicio de nuestra relación de pareja. Y veinte años después nos encontraba otra vez juntos en un proyecto que se proponía reconstruir el caso. Y eso nos movilizaba. Era casi como hacer un repaso de nuestra vida.

Una mañana llegamos a la casa de Rosa y Néstor. El mate siempre listo. Esta vez no había cámaras. Íbamos a conversar tranquilos. Hablábamos, preguntábamos, íbamos recordando detalles. Aparecían caras, voces, imágenes. Sobre la mesa había varias fotos de la familia, de los chicos, unas del casamiento de Néstor y Rosa. Había otra de Miguel en la primaria con guardapolvo. De vez en cuando alguna sonrisa de Néstor y Rosa al recordarlo.

Y aparecían recuerdos de alegrías. Como el día que Miguel con el primer sueldo de su trabajo como cadete en un estudio contable le compró a Rosa la entrada para un recital de Dyango. Ella conocía casi todas sus canciones. 
 
Lo cuenta y por un instante se ilumina. Lo ve venir con las entradas en la mano, con la emoción por sorprenderla, a ella, a su madre, con entradas de Dyango.

La presentación fue en el Rectorado de la Universidad. La Universidad en la que nos formamos. Fuimos varios ese día. Eran veinte años sin Miguel. Llegaron periodistas y fotógrafos que cubrieron el caso, otros colegas, compañeros, abogados.

Los hermanos y hermanas de Miguel. Amigos de Miguel.

Rosa y Néstor.

Nosotros y nuestros hijos.

Nuestros sueños viejos y nuevos. Los que afloraron en el proceso de la escritura de ese libro. Una forma distinta de seguir buscando. Un resguardo para la memoria. Rosa tenía el libro en sus manos. Lo leía una y otra vez. Encontraba cosas que no recordaba, una imagen, un color. Néstor con el suyo. Pero Rosa en la presentación estaba de lo más inquieta. Lo abría, lo cerraba. Leía con anteojos, sin anteojos. Escribía a mano sobre el libro.

En la tapa se lo ve a Miguel casi sonriente, con una gorra y una remera blanca, un cigarrillo en la boca y los sueños que no fueron más allá.

Rosa nunca deja de buscar un dato, un detalle. Sus ojos siempre atentos. Su corazón sin descanso. Por lo que falta. Porque necesita saber dónde está Miguel.

Su vida atravesada por esa pregunta. Quizás algún día encuentre la respuesta. Quizás logre saber dónde está Miguel.

A veces sueño o me viene la imagen de esa historia que querría contar. Me veo en el noticiero de la noche. Mi expresión tiene algo de alivio, el consuelo de saber que no hay búsqueda. Que Rosa sabe. Que lo encontró. Que tiene dónde llorarlo. Entonces la imagino a ella, marcha en una multitud sin carteles, porque encontró la respuesta que buscaba. Ella, adelante de esa marea de gente, ella gigante, con la respuesta a su dolor.   

 

Sobre la autora

María Sandra Di Luca nació el 4 de mayo de 1966. Vivió en Balcarce hasta que, en 1984 vino a estudiar Periodismo a la Universidad de la Plata, donde se graduó como periodista y licenciada en Comunicación Social. Desde 1991 es cronista y conductora de Somos Noticias. Es docente en la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP, profesora Titular del Taller de Producción y Contenidos de Narrativas Audiovisuales I, Cátedra I. Como realizadora audiovisual produjo el ciclo de documentales para televisión El círculo, relatos (2000-2010). Entre otras producciones, dirigió Huellas en el Viento, donde se narra la historia del regreso de ocho excombatientes a Malvinas veinticinco años después de la guerra. El documental, que se filmó en las islas durante una semana del mes de mayo de 2007, fue premiado en el Festival de Cine Latinoamericano de La Plata en la competencia La Plata Filma, en septiembre de 2012. Fue emitido en distintos canales regionales y nacionales y proyectado también en el colegio Mayor Argentino en Madrid y en la Casa Argentina de París. “Miguel” forma parte de un libro en proceso de edición en editorial Malisia.

Con gringos, de Juan Duizeide

 

                                                                                                                                              …y su ansiedad por un barco  se                                                                                                                                                            confundió con su ansiedad por partir.                                                                                                                                                    Todo era una  misma y única cosa.                                                                                                                                                                            Sudeste, Haroldo Conti

Al salir de La Plata, la calle 60, tras unas pocas cuadras, se convierte, según el mapa, en Avenida del  Petróleo Argentino. Una desmesura de otra época, de cuando soñar aún parecía útil.  Por afán  de  síntesis, o por resignación, alguien suprimió el gentilicio de los carteles indicadores que hacen equilibrio a la vera del asfalto resquebrajado. Ocho kilómetros más allá, tras dejar atrás los brillos de la destilería Repsol-YPF, se llega a Berisso.

En lugar de apellidos de militares supuestamente heroicos, o para nada heroicos, buena parte de las calles tienen nombre de puerto. La más renombrada de  todas fue siempre la Nueva York. Hace más de medio siglo era requerida por sus fondas desde donde brotaban aromas de  todo el  planeta, era  buscada por  el  bar  de  Dawson adonde los marineros entraban con  una sed  de millas  y de donde salían haciendo eses a la deriva, era admirada por sus milongas, era deseada por sus mujeres, era  temida por  sus  entreveros. Hoy se quedó en  leyendas y nostalgias. Pero también están la Río de Janeiro, la Habana, la Valparaíso, la Lisboa, la Londres, la Hamburgo, la Cádiz, la Marsella, la Nápoles, la Atenas. Esa profusión de extranjería no es un capricho o un delirio toponímico, …y su ansiedad por un barco  se confundió con su ansiedad por partir. Todo era una  misma y única cosa. Sudeste, Haroldo Conti sino  un  tributo al áspero cosmopolitismo de  las primeras décadas, cuando la mayor parte de la población venía de otras tierras y a este destino arribaban buques de los rumbos más diversos.

Justo en la esquina de Montevideo y Génova está el muelle de lanchas colectivas. A poco de zarpar desde él por un cauce estrecho y barroso, al que flanquean quemas de basura, pero también árboles que de tantos trinos parecen a punto de volar, se enfila por el Canal del Saladero. Como tantas otras cosas por la zona, su nombre alude a algo que ya no existe: el establecimiento alrededor del cual creció la ciudad, fundado en 1871 por el inmigrante italiano Giovanni Battista Berisso, cuando a causa de las sucesivas epidemias de cólera y fiebre amarilla clausuraron su predio del Riachuelo, señalado como uno de los culpables de esas pestes. A unos cientos de  metros, tampoco son más que ruinas los frigoríficos que lo sucedieron, donde millones de vacas fueron muertas, trozadas y despachadas por  miles de  proletarios alborotadores que cantaban y puteaban en  árabe, hebreo, ruso, polaco, yugoslavo, griego, gallego, portugués, italiano, francés, inglés, armenio, euskera. Entre ellos, según se  jactan las  habladurías locales, un  yanqui alcohólico, depresivo y pendenciero que sería Premio Nobel de Literatura: Eugene

O´Neill. A minutos de los que trajinan por las calles ignorando estas aguas, este viento, estos árboles, el canal desemboca en una auténtica selva. Contra el verde se recorta la silueta de un velero. Sorprende como un anacronismo feliz, parece escapado de algún relato de  Jack London. Sobre el gris pálido que engalana a esta hora el río Santiago, flota como una enorme ave marina en reposo, extranjera y ensimismada. Su porte es de lejanías, de viaje siempre a punto de recomenzar. Alrededor, pese a la contaminación, no dejan de saltar las lisas: vuelan en un relámpago de agua abierta y de tiempo suspendido, vuelan y caen.

El paraje fue  cementerio de  barcos durante décadas. Había tramp steamers, bulk carriers, remolcadores, dreadnoughts, avisos, barreminas, recostados unos contra otros a la espera de los chatarreros. Ahora seguirán con su vocación ultramarina andando por ahí en forma de hoja de  afeitar o lata  de  anchoas, mientras acá se quedaron algunos restos disfrazados de  jungla  sobre los  que se  posan los  biguás y las  garzas. Contra la ribera de  Berisso, invadido por ceibos que a principios del verano lo encienden de rojo, aguanta pese a la herrumbre el Cormorán, un buque de  guerra construido en Alemania a principios del  siglo que pasó. Enfrente, la vegetación desmadrada ganó la  isla  Paulino, que proveía de fruta,  verdura y vino a toda la región, además de ser el gran recreo popular. Eso antes de la “puta creciente del 40” que barrió con todo; antes de media docena de golpes de Estado y una tonelada de ministros de economía, que arrasaron con industrias y trabajadores de estas costas con  tanta saña como las  olas  se llevaron pistas de  baile, hotelitos y churrasquerías.

Todo  llama, por aquí, a los fantasmas.

Fantasmas de aquellas polcas, valsecitos y milongas tocados con lo que hubiese. Banjo, balalaika, bandoneón, verdulera, armónica, violín, guitarra, qué más da. Pero con ganas. A salvo por un rato de los capataces que tronaban insultos y órdenes chapoteadas en whisky. Melodías como salieran, convirtiéndose de a poco en otro pulso, en otra danza, en una lengua de todos. Desafinadas todavía, pero suficientes para sacarse de adentro el frío de las cámaras frigoríficas, donde los que por más tiempo le gambeteaban a la parca eran los rusos.

Fantasmas de aquellos bailarines que se amaban sobre la arena blanca después del último acorde, envueltos en esa otra música, la voz del río casi mar, desnudos y acariciados por el sol naciente.

Fantasmas de los inmigrantes y los presidiarios que sudaron codo a codo, abriendo a pala el canal de acceso al puerto, parece mentira pero hay fotos, para que los ganados y las mieses llegaran en barco a Europa, y allá los niños bien pudiesen tirar manteca al techo.

Fantasmas de los barcos del loco Brown, que fondearon a menos de una milla de  acá, antes de  agarrarse a cañonazos con los godos por aquello de la libertad, la igualdad, la fraternidad. ¿Alguien se acuerda?

Fantasmas de los que desde estas orillas vieron llegar a los invasores barbados, valientes, sucios, enfermos de  alta  mar, de fiebre, de espejismos, de codicia.

Hasta el mismo velero al que esta frase va acercándose resulta una aparición del  más allá.  Mínimas chorreaduras de óxido sobre su costado de hierro pintado de blanco lo vuelven más real. A diferencia de  los dioses o damas que se estilaban, su mascarón de proa es una indígena de rasgos angulosos y tetas que desafían a las tormentas. En popa y amuras se repiten los mismos trazos en cursiva: Gringo. Hay que trepar por una escala de gato, a bordo espera su capitán, Fernando Zuccaro. Descalzo en  la cubierta de  madera, de mangas cortas pese a  que el  sudeste ya  se  hace notar, recibe sin protocolo, o de acuerdo con un protocolo que le es propio:

—¿Qué  tal, hermanito?

Tiene la cara tallada por los vientos y el rojo del sol pegado a la piel para siempre. Ningún isleño de los que pasan en sus embarcaciones deja de saludarlo alzando una mano mientras con  la  otra  lleva  el  timón. Todo un homenaje para  lo que es el laconismo de los lugareños. Navegando en otro velero —un Coral, de  madera, diseñado por Frers— cruzó el Atlántico desde la boca del Amazonas, donde había convivido un mes con los yanomamis.  Quería llegar  a Irlanda. A punto de  alcanzar la  meta, se  topó con  un  temporal. Un helicóptero guardacostas se acercó dispuesto al rescate. Asegurar la vida implicaba abandonar el barco. Prefirió no hacerlo.

—Suerte que mi único tripulante estaba tirado del mareo, no fuera cosa que aceptara… —cuenta, y otro brillo le gana los ojos claros, le despeja la mirada.

Aunque memorable, ese episodio, como tantos, forma parte de  su prehistoria. Lo importante empieza cuando se le ocurrió comprar un remolcador radiado para irse a vivir en él. Consultó a dos que andaban en el trapicheo. No se lo quisieron vender. —

Te conocemos las mañas. No vas a aguantarte las ganas de navegarlo y vas a terminar culo al norte, —le recriminaron.

Mejor que se buscara alguno de los últimos mercantes  a  vela, aconsejaron. Aquellos barcos tenían buenos cascos. El Guaraní, el Noruego, el San Antonio, el Ciudad de La Plata. Y por sobre todos, esa goleta con una historia que las tripulaciones desparramaron por los boliches de la costa, donde se agrandó hasta el heroísmo: la Pegli. Según se contó por años sin que ningún mamado saltara a negarlo, durante una sudestada de rompe y raja había cruzado a Uruguay en cuarenta y cinco minutos. Aún andaba su  nombre entre los  viejos  más viejos  del  río y las  islas, hombres que mentan cuadernas y pantoques de fulanas esquivas como si hablaran de barcos, y se enternecen hablando de naves hace rato naufragadas como si fueran el amor de sus vidas. Pero la goleta, ¿dónde estaba?

Se  hizo devoto de una sombra. Las  variaciones fantasiosas de su leyenda, contadas por voces broncas, entre vaso  y vaso  de  vino de  la costa, le llegaron hondo, se convirtieron en capricho, en obsesión, en amor. Salió entonces sin mapa detrás de un improbable tesoro, porque los mandatos del corazón saben ser imperiosos, incluso violentos. Revisó cada rincón del estuario. Se encontró con  fósiles pegados al barro, ya sin esperanzas de flotar. Dudó  y siguió  y volvió a dudar y a seguir. Hasta que un tal Beto, por un andurrial del Luján, le señaló algo y le dijo:

—Esto es lo que buscás.

Solamente asomaba lo que parecía ser el techo de la timonera. Para verificar el dato no había otra que bucear en el agua turbia. Fernando se zambulló. A oscuras, fue sintiendo en las manos, como quien reconoce en la noche el cuerpo amado, las formas de la goleta más veloz que surcara el Infierno de los Navegantes, mal llamado Río de La Plata.

Ubicó al dueño. Para que no le pidiera demasiado, argumentó que iba a vender como chatarra los pedazos que rescatara de ese casco. Tuvo que vaciarlo de barro y de basura. Para ponerlo a flote le inyectó aire a los tanques. Qué desesperación cuando comenzaron a brotar burbujas. Volvió a zambullirse y se  dio  cuenta: habían robado las válvulas. Fue necesario sellar los agujeros  y volver a intentarlo. No flotó completamente. Pero al menos se  desprendió del  fondo. En el Delta, por remates y galpones, fue comprando cuantas bombas de achique encontró. Había que sacarle el agua que se pudiera. Lo hizo. Luego, con aparejos afirmados en los árboles, lo fue levantando. Cada vez que se acercaba una embarcación grande, corría a aprovechar las olas alzadas a su paso, que sumaban su fuerza para izarlo otro poco.

—Era un trabajo piramidal. Pero tenía treinta y cuatro años y muchas ganas. Por eso nada era  imposible —rememora catorce años después.

Los del Rincón de Milberg, lo miraban raro. En voz baja, pero no lo suficiente como para que él no se enterase, lo llamaban “el gringo loco”. Dormía en la timonera destartalada. Todas las noches soñaba lo mismo.

Para dar el gran  salto, contrató una chata arenera.

—Estaba robándole al río un cadáver gigante. Si trataba de hacerlo por las mías nomás, se me podía escapar, plantarse en medio del Luján y yo terminaba preso.

Cuando al fin estuvo del  todo a flote,  se quedó siete días  mirándola. Sí. Era ella. La goleta. ¿Y ahora?

Estaba podrida de proa a popa. No se rindió a semejante evidencia.

Llevó esos restos a un pequeño astillero cercano, los sacó a tierra y se puso a  trabajar. Cuando casi  había terminado, el establecimiento se fundió, como tantos por aquellos años de revolución productiva, generosos en  desguaces de  toda laya.  Para devolver a su elemento el casco de 37 metros de eslora y 8 de manga, había que cavar un zanjón. Lo hizo. Instaló precariamente un motor, lo probó, anduvo. Y un día de niebla cerrada se dijo ahora o nunca. A algunos de Prefectura que de tantas andanzas ya lo tenían fichado, les avisó que estaba “por mandarse una cagada grande” y zarpó. Bajó el río Luján con los dientes apretados, encaró la marejada del río abierto y rumbeó hacia este mismo fondeadero, donde ahora conversamos a bordo de  aquel barco, a fuerza de trabajo y fantasía, ya otro. 

Van y vienen las palabras mientras el viento le  arranca escamas de luz al agua.

—A cada rato  venían los  de  Prefectura. Yo les  decía soy cuidador, el dueño no  está… —cuenta sin parar de  reírse—. Hasta que un  día  se aparecieron con  una lancha grande. Querían llevarse la  goleta a remolque, decían que era  un peligro…

Me entregué.

Como en Argentina los barcos no se restauran, sino que se abandonan o se desguazan, los uniformados no entendían de qué se trataba. Para ellos era un potencial problema, la posibilidad de un obstáculo a la deriva, una colisión, un  sumario. Nada más. Costó discusiones largas y entreveradas volverlos cómplices de ese espejismo.  Mucho menos tardaron en ponerse de su lado los soldadores del Astillero Río Santiago, habituados a parir barcos y ver cómo se van por el mundo. Así, un círculo se consumaba: allí mismo, en 1954, a la altiva goleta, hasta entonces un velero puro, le habían sacado un  palo y le habían puesto motor. Ya en los 70, la habían desarbolado del todo para convertirla en una chata más de las que van y vienen por nuestro litoral. Ellos, los trabajadores del más grande astillero de  Sudamérica, prestaron sus manos baqueanas para concretar los últimos detalles. Con una comilona a la vera del río celebraron todos juntos la nueva vida de ese prodigio náutico. Pero hubo gente no tan comprensiva. Algunos de los más cercanos —amigos, parientes, amores— lo conminaban a Fernando: —Eso no va a navegar.

—Eso se hunde.

—Dejate de joder.

¿Habrán sentido celos, las mujeres, de esa quimera que se llevaba sus fuerzas, peor que una amante, como una muerta enamorada? Difícil competir con una goleta, es hacerlo con una sirena: felicidad de rumbos, risa de agua.

Los planos que debían estar en el Registro Nacional de Embarcaciones, en algún momento habían engordado polillas o ratas si es que no fueron a  parar a  la  basura. En cambio, en  el  Museo Naval  de  Nueva York guardaban algunos datos: esa goleta había sido botada como Luigi Palma en  el astillero Roncallo, de Génova, en 1886. Los únicos documentos con  que se contaba para reconstruir su aparejo eran fotos ajadas que corrían el peligro de volverse polvo en las manos de quien las interrogara con demasiada insistencia. En ellas, retratada con la luz de otro tiempo, lucía dos palos con  velas cangrejas y escandalosas, el mayor a popa, y tres foques.

Una tarde, un viejo se apareció por la goleta. Fue como si un fantasma se encontrara con otro fantasma. Se presentó: Fausto Braganti, italiano, marino. Había pasado buena parte de su vida a bordo de ese barco. Lo creía hundido adonde lo abandonaron en 1974, después de  su último viaje a Paysandú. Él confirmó que los cálculos de lastre, superficie vélica y altura de los palos —más de veinte metros— eran correctos. Además, acercó la parte olvidada de su historia.

A partir de la botadura en 1886, sucesivas tripulaciones navegaron de la Toscana, donde cargaban mármol de Carrara, a Irlanda. Allí la nueva carga era carbón de piedra. Cruzaban el Atlántico y lo iban descargando en puertos de Brasil, en Montevideo y finalmente en Buenos Aires. También llevaban inmigrantes como bulto, pagando el precio en carbón del  volumen que ocupaban. Eran  responsables de sus  provisiones, y como nunca lograban calcular bien o no  tenían con qué adquirir lo suficiente para la travesía, pronto se les terminaban. No era raro que se armara bronca entre los hambreados y los remisos a compartir lo suyo y someterse a racionamiento. En Buenos Aires, una vez vaciadas las bodegas, la marinería las limpiaba a escoba, con  las mismas escobas a modo de brochas las pintaba, cargaban trigo, y vuelta a Italia. Todo eso les  llevaba entre ocho y catorce meses. Así fue hasta 1933, cuando el barco pasó a dueños argentinos y, pese a la superstición náutica que condena los cambios de nombre, se la rebautizó Pegli por el distrito de Génova del que provenían sus marineros. Entonces comenzaron a transportar papas y cebollas a Rio Grande do Sul o carga general a Mar del  Plata y Necochea. Los últimos años transcurrieron lejos del mar, yendo a buscar madera y fruta a puertos del Paraná.

Después, llegó la tercera vida. Y para ella, un nombre nuevo. Fernando, como sus predecesores, desoyó a  quienes auguran las  más crasas calamidades a cualquier artefacto flotante que no conserve el apelativo con el  que fuera botado. No se trataba de una dificultad menor. El bautismo de una embarcación es cosa seria. Define su carácter. Lo saben quienes recurrieron a la música de algún nombre entrañable y se toparon, en medio de  una singladura tan comprometida como reveladora, con asperezas y caprichos de esos capaces de echar abajo el más antiguo y firme amor. Quizás como un  modo de  conjurar semejantes sorpresas del  azar  o del  destino, un  pescador de  Quequén le puso a su  lancha Esta  sí  me la esperaba. En cambio la elección de Fernando, lejos de ese barroquismo conceptista o de  la efusión sentimental, fue  casi  una no elección.

El nombre se lo puso la gente —asegura.

Nació cuando a él, en voz no tan baja, le decían “gringo loco”. Eso que principió como una fórmula de los lugareños para calificar a un hombre de afanes inexplicables, pronto se extendió al objeto de sus  desvelos. Se dio  así, entre hombre y nave, la comunión a la cual los más empinados amores aspiran.

Recorremos la goleta. Brilla el barniz de la timonera rejuvenecida. A proa del palo trinquete, la cubierta está despejada para la maniobra o el ocio. Ese era el emplazamiento original de la cocina: al aire libre, expuesta al viento y a las olas, lo cual restringía las chances del cocinero apenas empeoraban las condiciones climáticas. En caso de tempestad había que resignarse a comer galleta y tasajo mientras no amainara. Ahora,  en  cambio, hay una cocina bajo cubierta con  todas las comodidades modernas. Eso sí, nada de molinetes de última generación; las velas se siguen izando, arriando y cobrando como en el siglo XIX, a brazo pelado, aunque  con la ayuda de aparejos que combinan cuadernales y motones para multiplicar la fuerza. De otra manera sería imposible. El foque más pequeño tiene tanta superficie como la mayor de un velero actual de entre veinte y treinta pies de  eslora. Cuando el viento lo infla, puede remontar como un barrilete a un hombre pesado que intente dominarlo.

En los interiores, que incluyen alojamiento para veinte personas aparte del capitán y los tripulantes, dura el perfume a madera, como si hubiese un piano nuevo recién desembalado a la espera de las manos que lo hagan cantar. Nos ponemos cómodos en los sillones del salón, que sería amplio para una casa, Fernando Zuccaro cuenta:

—La primera navegación fue la peor. Esto  era  un  galpón y mucha voluntad. Pero estaba listo para navegar. Había hecho una fiesta de inauguración y tenía como setenta personas a bordo. Pasó un pampero, pasó otro. Con el tercero arranqué para Colonia… No sabía cómo parar. Iba a más de quince nudos. Estaban todos medio muertos del mareo y del  susto. A  mi hija  Clarita,  de  tres  meses, no  había quien la pudiera atajar.

—Me porfían que si la vendo me compro un  buen auto, una buena casa y me  queda guita. ¿De dónde sacan que quiero deshacerme de ella? No saben lo que es ver la vida desde otro lado. Si la goleta no navegara, por ahí…

Pero la goleta puede navegar. Y cómo.

Cuando el viento alcanza la intensidad suficiente, hace tabletear contra los palos las drizas de los veleros que esperan en sus amarras. Ese concierto de percusión vale como advertencia para los  marinos. Hay otro punto en la escala, cuando el viento ha arreciado unos cuantos nudos, en que hace cantar a los obenques con voces que bien podrían ser las de los navegantes ahogados. Esa queja tiene su  traducción precisa en alarmas y recaudos. Hay otro punto, más allá, en que desborda el horizonte un bramido que parece venir desde algún lugar en el fondo del  cielo. Esa llamada es intraducible. Cuando suena, es  el momento más propicio para la goleta. Cuando ya hace rato que los demás tuvieron que reducir velamen y buscar refugio, comienza a gozar de la tormenta. Así ha hecho en  horas viajes que demandan días, vibrando como si fuera un instrumento musical.

Volvemos a salir a cubierta.

—Viene más viento, —comenta Fernando después de estudiar las nubes y se queda callado.

Acaricia la madera pensativo. Parece que acechara alguna señal entre el chapoteo del agua, los susurros del juncal, los aleteos y las zambullidas de los biguás, las olas que rompen a la distancia contra los malecones.

Hasta que su voz vuelve:

—El sueño de  irme lejos  es  permanente, me  flagela, —confiesa de  un tirón.

El viento se levanta. En la cara nos golpea el aliento de las islas. Pega una sacudida la cadena del ancla y la goleta se estremece bajo  nuestros pies.

Pequeña bitácora del texto
Una primera versión de esta crónica, con el título “Un amor a toda costa”, fue publicada en la sección “Mirada de autor” del diario Clarín (acompañada por una foto errónea, correspondiente a un barreminas de la Primera Guerra Mundial). Posteriormente, fue incluida como primer capítulo del libro Crónicas con fondo de agua. Aquí estrena un nuevo título que es un homenaje y un par de correcciones. Sabemos que “el concepto de texto definitivo no corresponde sino a la religión o al cansancio” (“Las versiones homéricas”, J. L. Borges). La goleta, finalmente, zarpó. Anda por Angra dos Reis y es justicia, pero se la extraña en Río Santiago.
 

Sobre el autor

Juan Duizeide nació en Mar del Plata, egresó del Liceo Naval Almirante Brown como guardiamarina de la reserva naval, posteriormente se recibió de piloto de ultramar en la Escuela Nacional de Náutica Manuel Belgrano. Estudió Periodismo en la UNLP. Publicó  Kanaka, Lejos del mar y La canción del naufragio (novelas), Noche cerrada, mar abierto  (cuentos),  Crónicas con fondo de agua  (no ficción); Alrededor de Haroldo Conti, Luis Alberto Spinetta, el lector kamikaze  y  Federico Moura, ironía y romanticismo  (ensayo) y también la antología  Cuentos de navegantes.  Formó parte de  la Fundación Para  Promover  la Cultura  del Agua y se desempeñó como jefe de navegación de su velero escuela La Sanmartiniana durante la travesía marítima 2014–2015.

En busca de la máquina de lluvia, de Martín E. Graziano

El agua, alguna vez, fue generosa. En el centro mismo de la pampa argentina, montaron balnearios de aguas termales para las clases pudientes y se pusieron la mano como visera para ver el horizonte brillante. Sin embargo, en febrero de 1939, ya construían espigones. La laguna Epecuén era ese miserable charco que se alejaba y, a su alrededor, todo era animales sedientos, tierra reseca y cosechas perdidas. El miércoles 8 algo pareció cambiar. El viento empezó a soplar, persistente, desde el norte. Los pobladores de la zona dirigieron sus miradas al cielo y luego —de inmediato—, hacia el castillo que se recortaba sobre los primeros nubarrones. Allí, en una de sus torres, el Ingeniero Juan Baigorri Velar operaba los comandos de su máquina misteriosa.

Unos días atrás, el tren atravesó la zona levantando una nube de polvo. En la estación de Carhué —el pueblo más cercano al balneario de Epecuén—, lo esperaban los hoteleros y comerciantes que habían viajado a Buenos Aires para contratarlo. Baigorri tenía buenos antecedentes: los diarios decían que ya lo había logrado en Santiago del Estero y hasta en Buenos Aires. El hombre delgado, de traje y bigotes, descendió con elegancia de su vagón. Desde la estación lo condujeron hasta el castillo, el edificio más alto en kilómetros a la redonda. Construido a la vera de la laguna por una viuda francesa, en homenaje a su marido muerto en la Primera Guerra, ese lugar inverosímil era perfecto para el trabajo de Baigorri. Allí instaló cables y antenas, realizó mediciones y consultó aparatos de su invención. Después, puso la máquina en funcionamiento.

Cincuenta y dos horas más tarde, el cielo estaba encapotado. La gente se agolpó al pie del castillo, su rumor se hizo cada vez más fuerte y subió hasta la torre donde Baigorri ajustaba los últimos detalles. El viento caliente aumentó su velocidad y las nubes negras crujieron. Desde el cielo, se desprendió la primera gota. En la cara de Juan Baigorri Velar, el ingeniero que los diarios bautizaron “el mago de la lluvia”, se dibujó una sonrisa. Luego —de inmediato—, llovió.  
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Durante el breve período que duró su exposición masiva, Juan Baigorri Velar fue entrevistado muchas veces. Entre otras cosas, aseguró haber nacido hacia 1891 en Concepción del Uruguay. Era mentira. Dijo que tenía un solo hijo, fruto de su único matrimonio. Eran mentiras. Dijo haberse formado en el prestigioso Colegio Nacional de Buenos Aires y cursado estudios de ingeniería geofísica en la Universidad de Milán. Nunca fue posible probarlo. Dijo haber regresado a la Argentina tentado por el ingeniero y general Enrique Mosconi para incorporarse a las filas de YPF, la incipiente petrolera pública. En los archivos de la institución no hay registros que lo certifiquen. Se desconoce la naturaleza de sus viajes anteriores, su modus vivendi y permanece en sombras todo su pasado hasta 1938. Por entonces, cuando apareció con una máquina que, afirmaba, hacía llover, la totalidad de la comunidad científica y buena parte de la población argentina aseguraron que Baigorri era un estafador. Un farsante o un loco. Nunca fue posible probarlo.

El 3 de enero de 1939 fue El Día: la piedra angular de su gloria o de su infamia descansa en ese vértice. La máquina, dice el relato popular, desapareció en la noche de los tiempos. “Para desorientar a la gente decía que era una, pero había dos máquinas —revela su nieto, varias décadas después—. Una máquina estaba en el ejército y se perdió. La otra, no sabría decir. Uno tiene que tener sus reservas”.
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“Al poco tiempo de hacer una búsqueda muy sistemática, muy fina, me di cuenta que había una especie de cuento oficial —revela Diego Huberman, autor del libro Baigorri hacía llover—. Un relato canónico basado fundamentalmente en algunos artículos que recopilaron de la tradición oral. Pero de esa tradición oral, también se recopilaron los errores”.

Como prueba Huberman, Juan Pedro Baigorri Velar nació el 4 de enero de 1892 en la ciudad uruguaya de San José. Enseguida, el camino se vuelve difuso. Todo parece indicar que pasó su adolescencia en Buenos Aires y que, apenas terminó el colegio secundario, partió hacia Europa para estudiar ingeniería. En Italia despuntó su pasión por la geofísica y comenzaron los experimentos. En algún momento, quizás con su título bajo el brazo —quizás no—, regresó a la Argentina y conoció a Camila Maquieira, una joven española. Se casaron y tuvieron tres hijos que, si bien heredaron el apellido de su padre, jamás lo volvieron a ver. El matrimonio con Camila se disolvió de hecho, porque la Ley de Divorcio no se promulgó sino hasta 1987. Sin embargo, en el acta de casamiento que firmó en 1922 junto a María Arminda Saccardo, su estado civil decía “soltero”. El único hijo de esa unión fue William Francisco, que nació en 1925 durante una breve estancia laboral en Valparaíso. Suponer que estaban allí para desembarazarse de rumores no es descabellado. A fin de cuentas, ante la ley, Baigorri era un bígamo. 

Entre sus escarceos amorosos, el ingeniero ya trabajaba duro en su laboratorio. Día y noche fue dándole forma a una máquina para medir potenciales electromagnéticos y encontrar tanto metales como cursos de agua. Aún en su fase experimental, esa invención le permitió lanzarse a un viaje iniciático por Rusia, Francia, Bélgica, Estados Unidos, Perú, Chile y Bolivia. El tenor, las experiencias de esos viajes, son inciertas. Con el tiempo, sin embargo, algunos experimentos tomaron estado público.

“Estaba trabajando en busca de cierta combinación de metales que me hacía falta y, sin darme cuenta, la antena comenzó a funcionar y todo el laboratorio se inundó de una luz blanca que estuvo a punto de enceguecerme —dijo frente al diario Crítica—. Entonces vi a lo lejos un resplandor extraordinario y algo como una espada de fuego que descendió de los cielos y se perdió en el seno profundo de la noche”. Sobrevinieron otras pruebas en el interior del Uruguay, que ofrecieron resultados positivos y algunos efectos inesperados. Baigorri comenzó a incubar la idea de que su máquina era, en realidad, otra cosa.

En 1926 desembarcó en el altiplano boliviano, uno de los lugares más áridos del continente, para buscar napas subterráneas de agua y paliar la sequía. Puso en marcha el mecanismo y, unas horas más tarde, el cielo se oscureció. Luego se desató una llovizna que complicó el trabajo de la máquina sobre el suelo mojado. Todos estaban sorprendidos y felices, menos Baigorri. No podía estar feliz porque la lluvia le impedía continuar su labor. No podía estar sorprendido porque eso ya había ocurrido. Pero en esa ocasión, acaso por primera vez, se permitió sospechar que sí, que podía ser. Que esa máquina hacía llover. 

Baigorri tramó sus planes. El primer paso era establecerse en Buenos Aires. Recién llegado, tomó el Tranvía 2 munido con un altímetro y su libreta de apuntes. Afirmado contra la ventanilla, cruzó la capital de este a oeste, anotando los resultados que arrojaban las mediciones. Cerca del final del trayecto encontró los números más altos. Descendió ahí mismo. Alquiló una casa en la intersección de las calles Ramón L. Falcón y Araujo y, en la parte más alta, más allá del patio florido y una escalera externa, instaló su laboratorio. Desde ese altillo, el cielo azul de Villa Luro era una cúpula radiante. Baigorri lo consideró perfecto.
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Postales después de El Día
“Tras el esplendor, hubo una brecha de silencio —recuerda Alejandro Baigorri, hijo de William y nieto del ingeniero—. Entre las rencillas con el periodismo, las burlas y la falta de respaldo, mi abuela sufría. Y sobre todo, su hijo. Entonces, como familia, decidieron protegerse. Creo que mi abuelo, que era una persona muy lúcida y reservada, se desilusionó mucho. Las agresiones lo fueron consumiendo y lo llevaron a encerrarse en la casa”.

Puertas adentro, sin embargo, Baigorri no abandonó sus experimentos. Mientras el país asistía al ascenso de Juan Domingo Perón, el ingeniero hacía trabajos privados como rabdomante y mantenía una disciplina férrea para sus tareas de laboratorio: cuatro horas matutinas y cuatro vespertinas. Después bajaba a compartir unos mates con su familia, mientras María Arminda amasaba los fideos y William preparaba su ingreso en el ejército.

A principios de los 50 pareció llegar la revancha. Raúl Mendé, ministro de Asuntos Técnicos de Perón, entrevistó al ingeniero para convenir una puesta a prueba de su máquina. Con el cargo de asesor, le fueron encomendadas algunas misiones experimentales para casos perdidos. Lo enviaron, por ejemplo, a Caucete: un pueblito en la provincia de San Juan donde la última lluvia databa de ocho años atrás. “Para fortuna de los pobladores, llovió en tres oportunidades —dice el periodista Daniel Balmaceda en Historias inesperadas de la historia argentina (Sudamericana)—. En noviembre el gobierno nacional lo destinó a la provincia de Córdoba. Durante su intervención, además de lluvias, se generó un devastador tornado. (…) Al año siguiente viajó a La Pampa, donde ya crecían chicos que no sabían lo que era una lluvia. Muy poco después de que Baigorri pisara la ciudad, lo supieron”.

Para Baigorri eran pruebas contundentes y, en noviembre de 1952, solicitó el respaldo definitivo. Como respuesta, recibió un telegrama del gobierno: “A fin de considerar su invento, es imprescindible que Ud. remita un informe con las bases técnico-científicas del mismo”. Baigorri hizo silencio. No quería. O no podía. “El discurso científico de Baigorri era, digamos, poco claro —dice Huberman—. No se llega nunca a saber si tenía la intención de confundir, de ocultar, o simplemente trataba de dar cuenta de un fenómeno que creía controlar y al que no era capaz de dotar de una explicación”.

La máquina sigue siendo la única manera de desmontar el enigma. Oscar Barros Barbieto, representante del Círculo de Inventores que premió a Baigorri por su trabajo, ofreció hace años una pista sobre su paradero: “entiendo que el aparato fue confiscado por el Ejercito, que prohibió su uso”. 
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1938. Algunos meses antes de El Día
Sentado detrás de su escritorio, Donald McRae —el gerente del Ferrocarril Central Argentino— aceptó recibir al ingeniero que traía el plan extravagante. Baigorri entró en su despacho y, con aplomo, desplegó el proyecto. No pedía demasiado: sólo facilidades para trasladarse hacia alguna zona seca, logística y confianza. Si bien su propósito era de una naturaleza inusual, la presencia de Baigorri irradiaba convicción. Más curioso que convencido, McRae aceptó el convite y convocó al jefe de Fomento Rural de la empresa para que acompañara a Baigorri. Se trataba del ingeniero agrónomo Hugo Miatello: un hombre sobrio, de legajo intachable. Dentro del Ferrocarril, el profesional más idóneo para fiscalizar el procedimiento y llevar un informe detallado. Juntos marcaron el primer destino: Santiago del Estero.

El 11 de noviembre de 1938 arribaron a la estación Pinto y,  desde allí,  se trasladaron a la Colonia Los Milagros. Enfrentado a un paisaje desolador, Baigorri comenzó a preparar el instrumental. Luego, ante la mirada azorada de los lugareños, puso en marcha la máquina: una caja de madera de unos cinco kilogramos —no más grande que un televisor de 21 pulgadas— que, para lograr su cometido, debía permanecer en marcha unas cincuenta horas. Su tablero de comandos tenía perillas, cables, algunos recipientes para líquidos y una conexión hacia dos antenas metálicas. En el frente, grabadas sobre la tapa, las iniciales del ingeniero: BV. El resultado era magnético: por un lado, tenía la apariencia de un objeto doméstico, pero esa misma condición de caja cerrada fortalecía su ilusión de magia. “No podría decir más que se trata de una combinación de cinco metales radioactivos —decía Baigorri— fortificados en su acción por el aditamento de sustancias químicas”. Para evitar que cayera en las manos equivocadas, Baigorri procuraba no patentar su invento. Tampoco conservaba planos. “Todo está acá”, decía, señalándose la frente.
  
Redactado con prosa seca y funcional, el informe que Miatello fechó el 25 de noviembre apuntaba: “llegamos con un tiempo completamente normal, día de sol fuerte y viento norte. (…) A los pocos minutos de haber comenzado a funcionar [el aparato], se pudo observar que el característico viento norte, caliente, cambió de dirección, soplando del este, siendo casi fresco. A las 12:30 de la noche, o sea a las ocho horas y media de funcionamiento del aparato, hubo una ligera tormenta de viento fresco, acompañada de un ligero chaparrón”.

La experiencia no alcanzó los resultados esperados. La llovizna fue breve y dio paso, en el anochecer, otra vez al viento norte. El ingeniero alegó algunos problemas técnicos. “Ahora Baigorri construirá un aparato de mayor potencia —continuaba Miatello— y en diciembre volvemos a Pinto para continuar con los experimentos”.

Las autoridades del Ferrocarril dieron el visto bueno y para el 22 de diciembre, Baigorri y Miatello ya estaban de regreso. En la estación de trenes compraron El Liberal, el periódico de la zona. Su pronóstico del tiempo anunciaba tiempo “bueno y caluroso, con poco cambio de temperatura”. Mientras preparaban el procedimiento en una granja-escuela cedida por el gobierno provincial, algunos curiosos pasaron a pedir —no sin ironía— que se postergara la lluvia para después de los festejos por Nochebuena. Impermeable, Baigorri siguió adelante.

“A las 55 horas de estar en funciones el referido laboratorio se produjo un chaparrón, que por sus características fue observado con la mayor curiosidad por el público —publicó el diario La Nación—. El ingeniero Baigorri Velar ha manifestado que enseguida de ocurrir ese fenómeno dio mayor potencia a los aparatos que tiene instalados en su laboratorio con el propósito de provocar una precipitación pluvial importante, la que fue registrada en las primeras horas de esta madrugada (…). El radio de influencia del laboratorio instalado en la escuela-granja es muy amplio, y la lluvia de hoy alcanzó a 55 milímetros”.

Precedidos por la fama, los ingenieros llegaron en tren a Buenos Aires. Desde los andenes de Retiro, vieron la sonora multitud que los esperaba. Fueron cargados en andas hasta la Torre de los Ingleses y, luego, hacia el aposento de su mecenas: las oficinas del Ferrocarril Central Argentino. Aún lejos de su casa, pero a un paso de la leyenda.
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Otras postales, veintisiete años después de El Día
Tras una temporada en la base militar de Bahía Blanca, el ingeniero militar William Francisco Baigorri, cuarenta y un años, fue trasladado nuevamente a Buenos Aires. Unos meses atrás, el 28 de junio de 1966, su madre había muerto de un cáncer fulminante. Si bien la relación con su padre no era la mejor, estar cerca después de la pérdida no podía ser menos que un bálsamo. Junto a Fanny —su mujer—, y sus dos hijos —Alejandro y Ricardo— alquilaron un departamento en el barrio de Palermo. Una tarde como cualquier otra se instalaron frente al televisor para ver Sábados circulares, el programa más popular de aquellos años. En la pantalla, de rústico blanco y negro, 
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un Baigorri envejecido enfrentaba la cámara: “señor, yo puedo hacer llover con mis aparatos en cualquier zona seca del país. Para eso, me someto a las pruebas”. Para la familia no fue una sorpresa grata. Con sorna y una crueldad apenas solapada, el programa enredó a Baigorri en un desafío para hacer llover al día siguiente.

El domingo se fue acercando un considerable grupo de gente hasta Villa Luro. Frente a la vieja casa de Falcón y Araujo, alrededor de los móviles televisivos, se reunieron para esperar el resultado de la afrenta. Las horas pasaban y apenas si un viento tímido amenazaba. Se hizo la noche y, mientras el domingo languidecía, el público comenzó a disiparse. A la medianoche, se retiraron los móviles de televisión y los vecinos más estoicos. Entrada la madrugada del lunes, un vecino volvía caminando de su trabajo nocturno. “Cuando pasé frente a su casa, lo vi a Baigorri en la vereda —recuerda Benjamín Morón—. Estaba solo, mirando el cielo”. Benjamín abrió la puerta y le dijo a su mujer: “está Baigorri afuera”. Cuando Carmen se asomó por la ventana, ya estaba cayendo una lluvia fina sobre la ciudad.

“Después de ese programa hubo un distanciamiento entre mi abuelo y mi padre —dice Alejandro—. Me acuerdo bien de ese sábado, y la verdad es que no nos cayó nada bien el programa porque se burlaron y no sé si él se dio cuenta. A mi viejo eso no le gustaba nada. Dolía en la familia. A veces yo tenía encontronazos con mis amigos porque me hacían cantitos: ‘que llueva, que llueva / Baigorri está en la cueva / enciende el aparato / y llueve a cada rato…’ ” ***

Diciembre de 1938. Algunos días antes de El Día

Aunque Baigorri era esencialmente un hombre discreto, las fotos que poblaban los diarios lo mostraban radiante, cubierto por un aura de científico iluminado. El hombre que acababa de triunfar en Santiago del Estero posaba junto a su máquina, junto a su hijo y su máquina, con su mujer María Arminda, con el ingeniero Miatello. Desde Londres, un periodista de The Times lo entrevistó telefónicamente. Desde Estados Unidos, llegaron ofertas para comprar su invención: “no se vende, es para mi país”, respondía Baigorri.

Con una atención que no tardó en virar a indignación, Alfredo Galmarini siguió la saga paso a paso. Aquellas noticias lo comprometían: Galmarini era el director del Servicio Meteorológico Nacional. “No constituye solamente un atentado a la ciencia, sino al más elemental criterio —dijo, consultado por Crítica—. Según la panacea que se anuncia, ya no tendremos más desiertos y a este respecto, entiendo que los que han defendido este sistema, si lo han hecho con sinceridad se han quedado cortos en las proyecciones del invento, pues si con una cajita se ha conseguido hacer llover en una extensísima zona del país (…) deberíamos llegar a la conclusión de que aumentando la potencia del aparato y multiplicando en gran cantidad su número, podríamos llegar sin mayor esfuerzo mental al diluvio universal”.

Baigorri acusó el agravio. El 27 de diciembre, frente a un grupo de cronistas gráficos, firmó un comunicado de replica: “como respuesta a las censuras a mi procedimiento, regalo una lluvia a Buenos Aires para el 3 de enero de 1939”. Era un camino sin retorno. Luego selló el desafío con un gesto lacónico. Le envió a Galmarini un paraguas, con una tarjeta escrita de su puño y letra: “para que lo use el 3 de enero”. Detrás de la estocada de floretista, la sonrisa del ingeniero.

La pulseada alcanzó la estatura de un duelo público y Buenos Aires fue el gran escenario de la disputa. La ciudad se dividió, dialéctica, entre ‘llovistas’ y ‘antillovistas’. Baigorri y Galmarini fueron motivo de debate y hasta de humor político en las páginas de las revistas de la época. Los titulares fogueaban el duelo: “El mago de la lluvia está provocando perturbaciones en las nubes y en los espíritus”; “La ciencia oficia frente a Baigorri”; “El pueblo está con Baigorri”.

La mañana del 30 de diciembre, el ingeniero atravesó el patio de su casa y subió las escaleras hasta su laboratorio. Descubrió teatralmente su máquina frente a los periodistas a los que, en esa oportunidad, permitió presenciar la escena. Inspeccionó el contenido del aparato, graduó reactivos, antenas y, luego, puso en funcionamiento el mecanismo. “Me creerán un loco —dijo—; ¿pero acaso a Galileo no le sacaron los ojos? Yo todavía veo. Y si él dijo eppur si mueve pegando un puntapié a la tierra, yo, salvando las distancias del genio y las del simple inventor, podré decir el día 3 de enero próximo ‘a pesar de todo, está lloviendo’”.

A través de la radio, la voz del presidente Roberto M. Ortiz cortaba la noche caliente de Buenos Aires con su mensaje de año nuevo. Entre el turrón y la sidra, cada mesa familiar recuperaba el desafío y los niños miraban las cañitas voladoras que cruzaban el cielo despejado. Al mediodía siguiente, aparecieron las primeras nubes. Para la noche, el cielo estaba cerrado y el verano porteño era un infierno nebuloso. Estático. Baigorri habló una vez más: “pido disculpas a los ciudadanos de Buenos Aires por el estado atmosférico que les estoy haciendo soportar. Pero ya vendrá la lluvia bienhechora, el aire se hará respirable y correrá el viento sur”.

La noche en la víspera de El Día no fue muy diferente. Baigorri se sentó a la cabecera de la mesa familiar para cenar con William y María Arminda. Quizás deslizó algún comentario sobre el clima y, antes de retirarse a descansar, subió al laboratorio. Allí estaba la máquina. Baigorri escrutó el cielo y empezó a paladear la victoria: una multitud en el alba frente a su casa, las tapas de los diarios, su mano saludando. Así sería. Después se recostó en su cama, escuchando el murmullo de las primeras gotas sobre el techo. A las cinco de la madrugada del 3 de enero de 1939, el estruendo lo sobresaltó. Era un bramido metálico, plural. Se abrazó a María Arminda y, juntos, abrieron las ventanas.  Llovía, poderosamente.
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Varias décadas más tarde, apoltronado en un sillón de la Biblioteca Alfredo Galmarini del Servicio Meteorológico Nacional, el experto Eduardo Piacentini explica:

—Baigorri es un pintoresco, un correcto pintoresco. Nada más. No tiene fundamento teórico científico. Si apareciera Baigorri ahora no duraría un instante. Imaginate el andamiaje que hay acá. No había profesionales muy grandes en esa época. —Por entonces, ¿con cuánto tiempo se podía pronosticar?
 
—Los satélites meteorológicos aparecieron hacia fines de la década del 60. Así que se podía pronosticar con éxito a doce, veinticuatro o, como mucho, treinta y seis horas.  —Pero Baigorri pronostica una lluvia con seis días de anticipación. ¿Cómo lo explica? —Mera coincidencia. Pudo no haber llovido. 
                                                                                                       ***
Alejandro Baigorri, que es un hombre parco, flaquea frente la imagen que recupera. El recuerdo es del 23 de marzo de 1972. “En el cortejo éramos pocos. Estábamos bajando el cajón en el cementerio de Flores, para enterrarlo al lado de mi abuela. Y me acuerdo que lloviznaba. Parecía mentira”. Juan Baigorri Velar tenía ochenta y dos años cuando una complicación operatoria, durante una cirugía menor por hernias, le produjo un paro cardíaco. Una muerte ordinaria. A la hora de las necrológicas, los diarios argentinos contaron su historia como la de un personaje pintoresco. Un correcto pintoresco. Después, el puñado de dolientes llegó al cementerio sin saber que, mientras lloraban, los meteorólogos festejaban. El 23 de marzo es, desde 1950, el Día Mundial de la Meteorología.

“Mi abuelo no me dejaba tocarla, pero yo vi la máquina. Las máquinas —corrige su nieto—. Para desorientar a la gente decía que era una, pero había dos máquinas”. El departamento donde revela su secreto es triste. En el comedor, bajo la penumbra, hay cajas y muebles cubiertos con lonas. Una de las habitaciones tiene la puerta cerrada. En la otra, también a oscuras, agoniza su madre. “Una máquina estaba en el ejército y se perdió. La otra, no sabría decir. Uno tiene que tener sus reservas. No quiero que me vuelva a pasar lo que le pasó a mi abuelo, que me tomen como el semi-dios que maneja el clima. O como un loco”. Alejandro Baigorri, que es un hombre parco, clava su mirada sobre la puerta cerrada. Luego se clausura: “hasta ahí voy a contar”.

Sobre el autor

Martín  E.  Graziano  se graduó como licenciado en Comunicación Social en la UNLP. Es autor de los libros  Estación Imposible  (2007, reeditado en 2016), Cancionistas del Río de la Plata (2011), Tigres en la lluvia (2017), la novela Sanputa (2019), los guiones para varios ciclos de Canal Encuentro y la película Charco. Sus textos son y fueron publicados en medios como La Nación, Rolling Stone, Orsai, La Mano, Gatopardo, Billboard, Rumbos, G7, Zona de Obras, La Agenda BA y el suplemento Radar de Página 12. Durante cinco años se desempeñó como editor de música en el portal Infonews, fue Jurado de los Premios Konex a la Música Popular y uno de los fundadores del seminario Periodismo Alternativo, Rock y Contracultura. Es el conductor de El Fondo de la Noche en Radio Universidad de La Plata. 

El Estado y sus laberintos, de Rosario Hasperué

El 8 de junio de 2013 a la 1:54 de la mañana estallé y canalicé en una escritura verborrágica la historia de una niña embarazada de la que fui testigo por esas cosas de la vida y el azar. Me dispongo a contar en esta crónica los padecimientos por los que deben transitar las personas en los mayores niveles de vulnerabilidad social para las que existen recursos y programas que, lejos de ser efectivos, terminan convirtiéndose en laberintos estatales de los que es difícil escapar.

I. Necesito contarlo

Rocío, como esas pequeñas gotas que mojan casi sin tocarte. Tan livianas que no se sienten, pero que empapan. Así es Rocío. O así llegó Rocío. Sola. En la calle. Embarazada.

Primero conocí a Miguel. Miguel el vulnerable. El niño grande. El que dijo: “siento que no soy nada”. El que se quería recuperar de sus adicciones por amor. El que después de ocho años de calle, limpiavidrios, venta de rosarios en las esquinas, peleas, robos y cárcel, se enamoró. De ese amor callejero, de esa vida en el límite de la clandestinidad social, al filo de la muerte, surgió la vida. Y ese bebé en ese vientre nómade, que se gestó en la puerta de un edificio, le dio un motivo para vivir.

Y Miguel pidió ayuda. Un día se apareció en la CTA, en el Foro por la Niñez, con esa ropa maloliente, con el pelo pegado a la cabeza por la presión de la gorra, con los ojos brillosos de niño sin niñez. Temblaba. Y lloró. Llamamos a todos los lugares que pudimos, pero los veinte años es una edad maldita para ser joven y pobre. Entonces nos fuimos en auto a recorrer lugares, e irónicamente, los centros de prevención de adicciones estaban cerrados por el Día de la Salud. La única clínica pública que abordaba esa problemática, llamada Reencuentro, estaba cerrada.

Miguel tomó un té, y volvió a la calle.

Un día se apareció de nuevo. Se había peleado con la novia. Estaba nervioso. Otra vez temblaba. Otra vez los ojos brillosos. La expresión del niño sin niñez. Compramos rosarios, con esa plata fue al locutorio a encontrarse con ella. Ese era siempre su punto de encuentro. Al día siguiente aparecieron los dos. Ella diecisiete. Le habían hecho firmar en la Dirección de Niñez que no quería estar más en los hogares. Él veinte.

Ningún lugar albergaba a una pareja con edades imposibles para este sistema que separa en dieciocho el derecho a la niñez de la juventud sin derechos.

Entonces empezaron a venir a cocinar a la CTA. Una comida caliente. Fideos con menudos de pollo que les regalaban. Los dos, como adolescentes, peleaban y se besaban en cuestión de segundos. Y después, se metían en el Facebook. Ninguno contaba con documento de identidad, pero los dos tenían cuentas en la red social. Se quedaban horas navegando en ese mar donde no importa quién sos realmente, si vas o no a la escuela, si tenés o no tenés un lugar para dormir.

Nuestra preocupación crecía con la panza. Hicimos notas explicando la situación de calle de la pareja, él decía que un amigo le conseguiría un terreno y que en el Patronato de Liberados, donde estaba yendo a firmar, le iban a conseguir una casilla. Mientras, en la iglesia Sagrado Corazón les guardaban las frazadas. De día el locutorio y de noche la puerta de algún lugar. Entonces les ofrecimos la posibilidad de quedarse en el comedor de una compañera. En eso estaban cuando discutieron por cosas de pendejos, nunca llegaron al lugar que les recomendamos y no se vieron más.

Poco después Rocío vino a nuestra oficina llorando. Miguel había desaparecido, él no desaparecía así.

Llamamos a la Novena. Nada. Temimos lo peor.  

Llamamos al servicio local de Protección de Derechos de la Niñez para buscarle alojamiento a Rocío. Ella había nacido en Lomas de Zamora; desde el municipio respondieron que le correspondía ocuparse a ese distrito. Entonces llamamos al Servicio Zonal y la respuesta fue la misma

—Pero está en esta ciudad, sola, embarazada —insistí.

—¿Y cómo sabés que está embarazada?, dijo la funcionaria responsable de esa oficina estatal.

Rocío había ido al hospital por un golpe, y allí le detectaron el embarazo y le hicieron una ecografía que resultó ser una prueba necesaria para que los personeros del sistema “le creyeran”. Así y todo argumentaron que  no podían hacer nada, que no les correspondía “por jurisdicción”.  Entonces hablamos con el Servicio Zonal que corresponde a Lomas de Zamora.

—Rocío, sí, vamos a ver qué podemos hacer. Todos conocían a Rocío. Porque a Rocío la institucionalizaron a los nueve años. Porque Rocío transitó de Hogar en Hogar, de sistema en sistema, porque estuvo ocho años bajo la tutela del Estado para llegar a los diecisiete en situación de calle, abandono y embarazo. Y en todos esos años el Estado no hizo más que enviar notificaciones a su familia.

¿Pudo el Estado no enterarse?

Rocío vivió siete meses en los pasillos y rincones del Hospital San Martín, eludiendo a los guardias, sin que nadie advirtiera el desamparo. Y para el servicio local, el zonal, la secretaría y hasta para los juzgados, Rocío no era más que “un caso difícil”. Una chica “border”. Como si el desamparo social fuera una patología del desamparado.

Fue necesario que llamara un abogado y gritara un poco para que hicieran lo que debían hacer: alojar a una niña, embarazada, en situación de calle y en extrema vulnerabilidad social. La “alojaron” en el Hogar “maternal” Arruyos.

Después supimos que Miguel había caído preso. Robo de moto. Algo así.

Durante dos meses Rocío venía al Foro, buscaba las cosas que le pedía Miguel e íbamos a la Unidad 34 de Romero a dejarlas en la puerta, porque ninguna de las dos podía entrar.

Del Hogar la expulsaron. Su cara quedó desfigurada en una pelea de cuarto. Y la echaron.
  
—Rocío es difícil. No se adapta a la institución. Pelea con sus compañeras y las trabajadoras le tienen miedo.

—Pero, ¿a dónde va a ir?

—No sé, a lo de la madre, la hermana, la suegra.

Lugares de los que sabían había sido también expulsada y en los que no sería vuelta a recibir.

Logramos que la aceptaran en otro Hogar pese a que los directivos de la institución se rehusaban porque “no querían trabajar con el zonal de Lomas”. 

El Estado tiene instituciones que se caen a pedazos. Trabajadores mal pagos, sin capacitación, insuficientes, con guardias interminables. Faltan equipos técnicos. Los edificios están en las mismas condiciones. Con goteras, rajaduras, humedad. Falta todo. Falta hasta comida. Y en algunos directivos y funcionarios falta humanidad.

La echaron, otra vez. Ella prefería la calle al destrato. Una noche de mucho frío, con el cura de la iglesia la convencimos de volver al Hogar, que la calle era peligrosa, que no podía quedarse ahí, sola. Que en la institución la iban a cuidar, que la iban a ayudar a tramitar la asignación, el permiso para ver a Miguel, que la iban a vincular con la escuela, al estudio de algún oficio. Que la iban a preparar para el nacimiento de su bebé. Que tenía que estar preparada para eso. Cuando la convencimos, cuando la fui a buscar y la llevé con su bolsa de frazadas y lo puesto, en el Hogar no quisieron recibirla…

—Pero son las once de la noche, hace frío, está embarazada, tiene diecisiete años, hablamos con el Zonal, con la directora de hogares, y con el papa Francisco — ironicé— y nos dijeron que la traigamos acá. 
  
—A mí no me dijeron nada, no puedo recibirla, la cocina está cerrada, no hay comida, no hay cama, no hay frazadas.  

Rocío bajaba la mirada, la posaba en algún punto, como perdida.

Finalmente la aceptaron, de manera violenta, a regañadientes. Al día siguiente la invitaron a irse. Ni bien cruzó la puerta hicieron todos los papeles sobre abandono de “medida de abrigo”. Esa fue la última vez que estuvo en ese Hogar, cuyo nombre era Esperanza.

Se quedó en lo de una amiga donde vivían un montón de personas más. Volvió la rutina. Las tardes en el Foro. En Facebook. Las llamadas de Miguel. Las peleas a la distancia con Miguel. Y de nuevo quedó en la calle. Con los turnos perdidos para el control del embarazo. Nos volvimos a comunicar con el primer Hogar, aquel en que nos habían dicho que iban a tratar de acomodar las cosas para que Rocío volviera. En el Hogar no habían hecho absolutamente nada para que algo cambiara. Estaban esperando a que cumpliera los dieciocho años para no tener ninguna obligación de hacerlo.

En eso fue publicada en El Día una nota sobre un programa del municipio para personas en situación de calle. Trataba sobre políticas coordinadas entre Desarrollo Social y la Dirección de Niñez. Se mencionaba un parador modelo donde se alojaba a las personas y se las asistía “hasta con hijos”. Llamamos y la nada. Que si ella era de Lomas de Zamora que no tenían nada que ver. Y que si era menor de edad que tampoco.

—Pero cumple dieciocho en un mes, ¿ahí si la van a aceptar? 

Que no sabían, que tenían mucha demanda. Que pasemos más adelante a averiguar.

En tanto, Rocío con su embarazo avanzado, escribía mensajes de texto desde la calle esperando que alguno fuera a salvarla de aquel laberinto infernal. 

A veces, los muros que construye el Estado son altos e impenetrables. Ya en el año 2012 nos encontramos con estas encrucijadas cuando denunciamos desde el Consejo Local de Niñez la situación de abandono y negligencia en la que se encontraba Primavera, una niña con insuficiencia renal grave que al momento de conocerla estaba sin tratamiento en un Hogar del Estado. También denunciamos la situación de abandono de las ONGs y Centros de Día. La situación de los chicos de la calle. Y Rodrigo Simonetti apareció muerto. Aún hoy su crimen continúa impune. Funcionarias provinciales, defensoras de una gestión con más huecos que queso gruyer, se habían excusado diciendo que venían “trabajando” con la familia de Rodrigo y que existía bibliografía donde se fundamentaba que los chicos que estaban en situación de calle era “porque querían estarlo”.

Primavera murió al poco tiempo de conocerla. Antes murieron de causas evitables Melody y Martín Cantarelli. Entre tantos otros niños y niñas, que se nos van al cielo o a la cárcel.

II. La historia sin final feliz

La última vez que escribí sobre Rocío ella estaba por ser madre y cumplir los dieciocho años. Lo que siguió fue una historia de solidaridad, pero también de más burocracia y hechos humanamente inaceptables. La historia es un sin fin de padecimientos con una trama que, pese a algunos esfuerzos aislados, se puso cada vez más sombría. Peor de lo que se puede llegar a percibir en esta crónica.

El parto

Antes de que tuviera a su bebé logramos alojar a Rocío en el parador municipal para madres con hijos en situación de calle. Ella ya tenía la mayoría de edad y esta vez no pudieron rechazarla.

El parador era un lugar inmundo. Un solo baño, diminuto. No había cocina. No había lavadero. No había patio. Sí había varias mujeres con hijos que sólo podían permanecer en el lugar para dormir. A la mañana afuera; a la tarde debían buscar el permiso en la Secretaría de Acción Social para poder volver a entrar a la noche. Les daban una cena que entraba en un taper. Llegaba un tanto fría y a veces no alcazaba, y eso producía peleas.

Ese era el refugio para mujeres en situación de calle. Allí estaba Rocío, quien con un embarazo avanzado se veía obligada a mantenerse afuera durante el día, caminar hasta buscar el permiso, y luego llegar caminando de vuelta a su cama. No recibía atención de ningún tipo. Sólo desde el Foro la seguíamos acompañando para que completara sus comidas diarias y pudiera seguir asistiendo a los controles médicos. El trajín adelantó el nacimiento.   
  
El día que entró en trabajo de parto me avisó por mensaje de texto. Avisé a su vez al área de Niñez municipal y cuando llegué al Policlínico San Martín la abogada de Niñez doblaba ropa usada y sin lavar “para el bebé de Rocío”. Estábamos en el piso de maternidad cuando escuché gritos. Era ella. No solo gritaba ella sino quienes la atendían que la estaban retando por “no ayudar”. Entonces entré. Esgrimí respuestas que parecían contundentes ante todos los que intentaron sacarme en el camino. Entré con ella a la sala de parto, estaba acostada, con las piernas abiertas pujando con dolor, lloraba y pedía agua. Una enfermera le decía que no podía tomar nada, la partera le decía que así no iba a parir y media docena de residentes miraban por un vidrio el espectáculo. Aguanté la bronca que me provocaba toda la situación de violencia obstétrica y le dije: “Vos Podés Ro, tu hija ya viene. Dale que vos podés”.

Con un par de pujos más ella pudo y nació Milagros. Después del nacimiento de mis propios hijos esa fue la situación más emocionante que me haya tocado presenciar.

Tuvimos que protagonizar más escenas naturalizadas por el sistema médico hegemónico: el destrato, la falta de información, un lavaje del estómago innecesario con sonda por boca —una de las prácticas más cruentas que vi sobre bebés— son algunas de ellas.

Otros trabajadores y profesionales fueron sensibles. Al menos logramos que los primeros días Rocío pudiera estar ahí con su bebé. Pero eso duró poco. El bebé tuvo que pasar a neonatología por una ictericia y vino otro calvario.

El Hospital no le daba el alta si ella no tenía un lugar para vivir que contara con las condiciones para alojar a un bebé prematuro.

Mediamos para que la dejen volver al parador con su bebé, gestionando un lugar más propicio en esa “casa”, única propuesta del Estado para ella y toda mujer en su situación.

No se destinaron los recursos suficientes, como suele ocurrir, y al poco tiempo de su estadía en el parador Milagros enfermó, teniendo que ser internada en el Hospital de Niños de La Plata. Allí Rocío pudo alojarse en una habitación pensada para las madres de bebés que debían permanecer internados. Hasta que la beba mejoró y debían dejar el lugar. Sin embargo, desde el Hospital tampoco le podían dar el alta si no tenía a dónde ir en las condiciones adecuadas.

Volvimos a la carga con el Hogar Maternal. Era el único en la ciudad y toda la provincia que tenía lo necesario: habitación, cocina, lugares para estar durante el día, personal adecuado. El Hogar podría alojar a unas veinte madres, pero no contaba con más de cinco o seis. Sin embargo no querían dar el cupo para Rocío y para Milagros, se excusaban en que era mayor de edad.

Nos reunimos con el área social del Hospital de Niños. Coordinamos con los abogados del Foro y con el abogado del Hospital. Presentamos un amparo ante un juez que falló a favor de que le dieran el lugar a Rocío. Y el Hospital le dio el alta porque el fallo del poder judicial era más contundente que la negativa de la funcionaria.

Así fuimos a buscar a Rocío y a Milagros y las llevamos al Hogar con la nota en mano.

—No pueden venir, nos dijeron.

Y lo que primero fue una negativa pasó a ser un desalojo violento. La vicedirectora, que había sabido tener discursos rimbombantes sobre los derechos de la niñez, comenzó a empujarnos. Literal, nos bajaron a los empujones por las escaleras hasta la calle. Reescribo: la vicerrectora de un Hogar Maternal para madres adolescentes perteneciente al Estado provincial expulsó por la fuerza a la calle a una mamá adolescente con su bebé recién nacida, prematura y con la necesidad de cuidados especiales, y que debía ser alojada allí de acuerdo a la medida cautelar y amparo del Juzgado en lo Contencioso y Administrativo Nº1.

Hablamos con la Dirección de Personas en Situación de Calle y la Dirección de Niñez Municipal. Conseguimos que alojaran otra vez a Rocío y a su bebé. También conseguimos donaciones de todos lados y a Milagros no le faltaron cuna, ropa, cochecito, pañales ni juguetes. Así pasó los primeros meses.

Hasta que un nuevo amor apareció, el parador ya no alojaba y ella tuvo el sueño de formar una familia en algún otro espacio, más propio. Entonces empezaron a buscar casillas con su pareja. Un poco acá, otra vez allá. Milagros creció, y así también los descuidos y la falta de alimentación adecuada. Golpes. Al año hubo que institucionalizar a Milagros. Rocío también necesitaba una asistencia adecuada pero perdimos su rastro por un tiempo.

El revuelo de esta historia que llegó a ser tapa de diario y circuló por redes sociales, originó la intervención de un defensor oficial y comenzó un juicio al Estado para que garantizara la vivienda y la atención necesaria. Hubo audiencias, recomendaciones y promesas. Muchas personas opinaban y sugerían. Pero como siempre, pocas intervenciones efectivas y muchas mal hechas.

Rocío fue madre de otra niña.

Después de un tiempo volví a verla. Le habían quitado a sus dos hijas y las habían dado en adopción.

Cinco años más tarde volvió a ser madre. Pero en esta ocasión se pudo quedar con su hijo.

La última vez que vi a Rocío estaba más deteriorada. Se notaba el paso del tiempo, de la pobreza, del abandono y del fracaso de todas las políticas e intervenciones que se hicieron sobre ella. “Estás más vieja” me dijo.

El terreno que le dio el Estado para construir su casilla tras la mediación judicial estaba “muy lejos”, “en medio de la nada” me contó, y el módulo habitacional “todavía no pude ir a buscarlo”, dijo como culpándose.

No supo más nada de Miguel. Pero sigue viviendo con Pablo. Cobra la asignación universal de la que solo le quedan 400 pesos por mes, ya que el resto se lo queda el ANSES y alguna empresa de las que lucran con el negocio de la pobreza, por un préstamo que sacó para comprar los muebles usados con los que equipó la casilla que alquila en uno de los barrios sin servicios en donde el Estado solo aparece en forma de policía. Extraña a sus hijas. Sigue en la calle. En la misma esquina de siempre.

A veces siento una terrible impotencia por tanto esfuerzo y tan poco resultado, por la felicidad que parece que para algunos nunca llega. Trago saliva y vuelvo a pensar en los recursos destinados para personas como Rocio y sus bebés y me cuesta discernir si el fracaso es por inoperancia, voluntad política o desinterés social. O todo eso junto. También pienso que el relato, la difusión de estas historias, puede ser útil para lograr mayores niveles de consciencia.

Tal vez, algún día, ella y tantos otros niños y niñas dejen de ser sometidos a tantas trampas y podamos encontrar la salida de este laberinto infernal. 
 

Sobre la autora

Rosario Hasperué nació en La Plata, tiene tres hijos, es docente y periodista egresada de la UNLP. Se define como feminista y activista social. Trabaja en el Foro por los Derechos de la Niñez, donde se encarga de la prensa y la gestión de proyectos. Es delegada en la Red Internacional en Defensa de la Niñez en Condición de Calle (RIDIACC). En radio Keops y radio Estación Sur condujo junto a Lorena Ribot el programa Vos sabés. En televisión participó de Demasiado humo y Buenos días, Buenos Aires; actualmente es parte de Ciudadanos que se emite por Somos La Plata. Fue secretaria de redacción de la revista Malas Palabras, para la que aún escribe, y editora de Primer tiempo. Colaboró con el periódico Resumen latinoamericano y con Alerta de Bolivia cubriendo la asunción de Evo Morales en La Paz; fue secretaria de prensa de la CTA regional La Plata-Ensenada y, desde el 2014 y hasta la actualidad, ejerce el mismo cargo en la CTA Autónoma a nivel provincial. Publicó junto a Lorena Ribot y Ana Clara Sosa el libro Relatos paridos (2016). Escribe cuentos y reflexiones con los que dice buscar tozudamente aportar a la paz y la felicidad de los pueblos desde su experiencia y el respeto a la diversidad.

Víctimas del baile, de José Maldonado

Escenas del surgimiento de la música electrónica en La Plata

Hay tres chicos de poco más de veinte años subidos al escenario. Es una noche de invierno de 1988 y esa zona del centro de La Plata se parece bastante a un desierto oscuro y silencioso. Adentro de un local abandonado, en la esquina de 7 y 42, abajo de una estructura de tubos fluorescentes, con un teclado, algunas programaciones, una máquina de ritmos, una guitarra y unas chapas, los tres se preparan para tocar por primera vez frente a un público de amigos. No lo saben, pero están a punto de encender una chispa que no se apagaría en las próximas tres décadas.

Al frente, con un vestuario y una actitud que desafían cualquier standard de modernidad, Rudie Martínez dispara programaciones MIDI desde un teclado. Tiene, además, una caja de ritmos Yamaha RX11. A un costado, un joven Francisco Bochatón, futuro líder de Peligrosos Gorriones, golpea con un fierro la chapa de un calefón que había encontrado en la calle y que ahora transformó en instrumento de percusión del que saltan chispas con cada beat. El triángulo lo completa Alfredo Calvelo. Su guitarra lanza riffs repetitivos e hipnóticos parecidos a nada de lo que cualquier otro guitarrista tocaba por esos años. Sobre el escenario hay, además, un changuito de supermercado del que conectaron micrófonos.

Ese primer show de Víctimas del Baile, el trío de techno industrial que agrupó a esos chicos surgidos de las aulas del Colegio Nacional y Bellas Artes, trajo a la ciudad un sonido y un concepto absolutamente disruptivo que seguiría proyectando eco años después. Como se suele decir de la Velvet Underground, muchos de los que vieron esa primera presentación en vivo de Víctimas del Baile terminaron  armando una banda o convertidos en disc jockeys.

La historia del surgimiento y de las primeras experiencias con música electrónica en La Plata tiene una de sus escenas iniciales en el debut de Víctimas del Baile esa noche perdida en aquellos años bisagra entre el desencantamiento de la primavera alfonsinista y el menemismo. Después, siguió su curso en sótanos, bares, discotecas y casas ocupadas por toda la Ciudad, hasta convertirla en el semillero de un movimiento cada vez más vibrante.
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La vuelta a la democracia y el sueño de una nueva era de libertades hizo surgir en el país una explosión de nuevos sonidos que funcionaron como un canto de sirena para cientos de jóvenes que buscaban en la música un canal de descompresión y fantasía. Y Alfredo Calvelo estaba listo para sumarse a esa movida. 

“Había pasado la dictadura, Malvinas y todos de repente nos empezamos a fascinar con el rock”. Alfredo todavía recuerda con un brillo en los ojos la primera vez que vio una guitarra eléctrica, en la casa de un compañero del Colegio Nacional. Había estudiado piano con formación clásica toda su infancia, hasta convertirse en profesor a los trece años. Pero el brillo, la forma y los colores de ese instrumento lo cautivaron para siempre.

 “Todo lo que estaba pasando por esos años en la ciudad y en Buenos Aires era muy potente”, dice ahora sentado en su estudio de grabación. Calvelo, responsable como músico, productor e ingeniero de algunos de los discos más importantes del rock platense, todavía recuerda con detalles los primeros encuentros con quien se convertiría en su aliado perfecto al frente de Víctimas del Baile.

“Yo iba muchísimo a ver bandas a Buenos Aires, al Parakultural, ese tipo de lugares. Éramos muy pocos los pibes de La Plata que íbamos ahí. Y la situación siempre era la misma: esperar el micro a las tres de la mañana para volver a La Plata. Los cinco o seis que íbamos a ver shows a Buenos Aires todos los fines de semana nos empezamos a conocer”, dice.

Es un mediodía caluroso de enero en City Bell. Calvelo hace memoria sentado frente a una enorme consola desplegada como una bestia silenciosa en el corazón de Hollywood, el estudio de grabación que armó y dirige. “Ahí, en esas noches, me hice amigo de Rudie, hablando de música. Lo conocí en la calle”.

Rudie Martínez era, a su modo, un personaje como casi ningún otro en ese ecosistema de jóvenes músicos platenses de mediados de los ochenta que orbitaba en torno a dos disquerías por las que circulaba información privilegiada: Jeu, en Diagonal 78, a unas cuadras de Plaza Italia, y Swan, en la galería de 8 y 48. “Eran espacios de formación cultural”, dijo alguna vez Cabe Mallo, actor y músico, uno de los integrantes de esa camada.

En ese grupo de freaks con pelos parados que viajaban a Buenos Aires a ver en vivo a Sumo, Soda Stereo y Los Encargados, Rudie sobresalía no sólo por la precisión de su gusto musical sino por un espíritu emprendedor que haría que toda esa maquinaria dormida se ponga en funcionamiento.

“Tenía una mirada muy artística, muy disruptiva y todos nos enganchamos con eso. Nosotros  veníamos  del  rock  y   él    nos    hablaba  de  Kraftwerk”, resume Alfredo Calvelo. En el radar de Martínez no estaban sólo los pioneros alemanes de la electrónica. Por esos años, sus principales referencias para el nuevo sonido que buscaba estaban básicamente en Gary Numan, el pionero del synth pop y del rock industrial inglés, Human League, Depeche Mode y, sobre todo, Einstürzende Neubaten.

A la sociedad entre los dos se sumó Francisco Bochatón, quien luego encabezaría el estallido del nuevo sonido alternativo de La Plata con los Gorriones. Por entonces, tocaba la batería junto a Alfredo Calvelo en bandas efímeras como Dios y Pistoleros. La casa de la familia Bochatón, en el barrio norte de La Plata, fue la sede de esos primeros encuentros, en los que Rudie fue inoculando la idea de armar un grupo de post rock con la mirada puesta en la pista de baile. 
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Para fines de la década del ochenta, la escena musical y artística en el país atravesaba su propio proceso de reciclaje. Después de la espuma de la recuperación democrática, de la explosión de Virus y del ascenso de Redonditos de Ricota en las ligas porteñas, se abría un escenario en el que las referencias empezaban a apuntar en otra dirección. La desilusión después de la frustrada primavera alfonsinista no sólo había dejado un colapso económico que tuvo su cara más fiera en la escalada inflacionaria que eyectó a Alfonsín en 1989. Además, el país atravesaba una especie de vacío ideológico que fue el preludio al gobierno de Carlos Menem.

“Ese debut de Víctimas del Baile fue la primera vez que en La Plata sonó techno tocado en vivo”, jura ahora Rudie Martínez. Rudie toma café en el living de su departamento en Palermo, mientras prepara el que será el próximo show en Mar del Plata de Adicta, la banda que creó junto a Adrián Nievas y que ahora rearmó con nueva formación para volver a subir a los escenarios.

“Éramos terroristas. Tocábamos con changuitos de supermercado, micrófonos en el cuerpo. Y fue en 1988. El techno industrial de La Plata iba en paralelo al techno industrial de Londres. Antes de eso, no había nada. Todo lo inventé yo”, dispara.

Cada vez que habla de La Plata, el tono es el mismo. “Es un pueblo con gente que nunca miró más allá de sus manos”, se queja. No hay arrogancia en la voz. Apenas algo de cansancio, ese malestar que a veces le provoca hacer memoria. Y a la vez una dosis de fastidio por el poco reconocimiento que su trabajo tuvo en su ciudad natal.

Víctimas del Baile, dice, fue el fruto de toda la música que había pasado por sus oídos desde mediados de los ochenta. “Iba mucho a Buenos Aires y me acuerdo de una noche entrar a un lugar que se llamaba Bajo Tierra, en el que pasaban techno. Me explotó la cabeza. Ahí ví, por ejemplo, al primer Avant Press, la banda de Leo García. Ellos hacían techno pop cantado. Y yo dije: ‘quiero hacer esto, pero instrumental, cien por ciento bailable”.

Ese primer recital de Víctimas del Baile, que terminó con Rudie y Bochatón golpeando chapas sobre el improvisado escenario, fue fundacional en varios sentidos. “Ese día conocí a Dan —recuerda Rudie—. Nos asociamos y juntos empezamos a hacer techno como nadie lo estaba haciendo en esta ciudad”.

Dan es Daniel García, el músico en el que Rudie encontró un aliado esencial para mutar esa propuesta inicial hacia un proyecto ciento por ciento de música artificial como Audioperú, el nombre con el que la electrónica nacida en La Plata terminó conquistando la disco porteña de fines de la década del noventa y principios de 2000. 
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Para algunos, las primeras huellas del desarrollo de una propuesta de música electrónica en la Ciudad hay que buscarlas en ese mismo ecosistema. Una de las primeras bandas en hacer algunos recitales de música electrónica fue Topogragía Difusa, un proyecto en el que estuvieron el actor y dramaturgo Cabe Mallo y el baterista Luciano Mutinelli, que luego formó el primer Estelares con Manuel Moretti. Por allí también tuvo un paso fugaz Rudie Martínez. 

Quizás hasta la palabra under le quede grande a esas presentaciones. “Eran chicos de veinte años que se juntaron en las aulas del Colegio Nacional o de Bellas Artes”, recuerda Oscar Jalil, periodista, escritor y entonces responsable del Suplemento Joven del diario El Día, el único espacio que existía en la prensa escrita para el rock local.

Desde su escritorio en la vieja redacción de diagonal 80, Oscar no sólo fue testigo del nacimiento, el surgimiento y la explosión de la música electrónica en La Plata a lo largo de la década del noventa. Además, fue un actor clave. Él, por ejemplo, fue el primero en incluir presentaciones de DJs y fiestas electrónica en la legendaria agenda de los viernes del suplemento, el único medio de difusión de la actividad de los músicos platenses.

Cada semana, Oscar recibía en la redacción del diario a esta generación naciente en la que estaba Víctimas del Baile, Peligrosos Gorriones y Peregrinos, que le llevaban gacetillas para la difusión de las fechas. “Era una generación de músicos nuevos con muchas ideas. Para mí, una de las grandes influencias de todos ellos fue Daniel Melero, que introduce mucho discurso en el rock argentino. A los músicos les planteó cuestiones como qué escuchan, por qué escuchar determinada música, por qué a veces es más importante el ensayo y el laboratorio que tocar en vivo...”, dice Oscar.

“Hay que pensar lo que era La Plata a principios de los noventa. El país estaba devastado. Había un vacío ideológico que fue el preludio al menemismo. En Buenos Aires estaba surgiendo ese rock ‘auténtico’ y nacionalista, con Divididos y Los Piojos. Y en La Plata estaba naciendo esta escena”.

Con su propuesta inspirada en grupos techno como Front 242, pero también en Einstürzende Neubauten, el faro del techno industrial berlinés de esos años, Víctimas del Baile dejó varios registros grabados y dio decenas de shows en La Plata. Hubo algunos míticos, como el que dieron en el Tinto A Go Go, un bar que sería clave para entender la evolución de toda esa escena a lo largo de la década del noventa. En el Tinto, Rudie, Dan y Alfedo, ayudados por ese grupo de amigos en los que había estudiantes de Bellas Artes, montaron unos treinta televisores en el escenario y en distintos puntos del bar en los que se proyectaban películas porno. “Ese show porno fue directamente una locura”, dice Alfredo. 
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A mediados de los noventa, la búsqueda musical de Rudie y Dan ya estaba centrada en la pista de baile. Entonces decidieron dejar atrás Víctimas del Baile y formar Audioperú.

Si Víctimas del Baile había sido un grito primigenio, tribal en clave techno industrial en medio del desierto platense de fines de los ochenta, Audioperú fue el proyecto que puso a Rudie en el centro de las miradas, con una repercusión que lo llevó casi instantáneamente a una consagración en el circuito electrónico de Buenos Aires, a abrir shows para todos los DJs más importantes del momento y a tener la bendición de Gustavo Cerati.

“Yo quería salir a bailar, pero estábamos rodeados del Nuevo Rock Argentino. Todo eso me chupaba un huevo. Así que me puse a hacer la música que me gustaba”, dijo alguna vez Martínez en una entrevista con el diario Clarín.

La mutación a una propuesta cien por ciento electrónica también tuvo que ver con cuestiones logísticas. “El formato de banda de rock no nos convencía. No teníamos baterista, algo por lo que nos criticaban muchísimo. Y entonces pensamos en armar una formación para tocar en bares y discos”, recuerda Alfredo.

La primera etapa de Audioperú estuvo marcada por el peso de la figura de Dan. Hijo de una familia de clase media que llegó a La Plata desde Tucumán, Dan García fue, desde chico, un apasionado por la electrónica y las cuestiones técnicas vinculadas a la música. “Iba al baño y leía manuales de los equipos. Un personaje absoluto, con muchísimo ingenio e inteligencia para resolver cualquier cosa”, elogia Calvelo. “Además, era el que tenía los sintetizadores”, se ríe. “Era capaz de sacarle sonido a una licuadora. Él me enseñó a programar un sinte y un sequencer”, reconoce Rudie.

Pero había algo más. “Dan era lo más cercano que yo ví en esa escena a Federico Moura”, dice Oscar Jalil. “Súper elegante, súper informado. Muy agradable en el trato. Brillaba”.

El encuentro con Dan fue una bisagra en la carrera de Rudie. “A mí me gustaba el techno, pero seguía haciendo techno pop. Dan fue el primero en La Plata que trajo discos de Junior Vazquez y de toda la movida new beat de Bélgica. Música instrumental bailable al palo que a mí me partió la cabeza”.

Con Audioperú, Rudie, Dan y Alfredo comenzaron a trabajar sobre el concepto de trance sonoro. En un gesto artístico que al principio generó desconcierto en el público, el trío encaraba el show como un set y no hacía pausas entre tema y tema.

La propuesta, concentrada  en un techno  instrumental bailable, tuvo una excelente recepción en el incipiente circuito electrónico de la capital, a donde Rudie se mudó por esos años.

Para 1995, Audioperú era un número habitual en la noche dance porteña. Ave Porco, El Cielo y El Dorado eran escenarios por donde la banda se instalaba ya con naturalidad.

En seguida, también, surgió la posibilidad de grabar un primer disco, para el que eligieron un título que funcionó como una declaración de principios: 100% Artificial Music.

La grabación del disco estuvo atravesada por la enfermedad de Dan, quien se había contagiado HIV unos años antes.

Sin Dan, que murió en el 95, Audioperú se convirtió en el proyecto personal de Rudie, que lo llevó a una propuesta electrónica de pista con la que abrieron noche para todos los DJ que empezaban y que luego se transformaría en estrellas, desde Carla TIntoré hasta Hernán Cattaneo.

El 98 fue el año en el que todo explotó. Rudie compuso y produjo Peruvian, el segundo disco, que significó según los críticos un vuelco hacia el techno más purista. De allí salió el tema “Valvular”, con un videoclip en el que se lo veía a Sergio Pángaro corriendo en traje por una plaza de la Ciudad.

Peruvian  llegó a manos de Charly Alberti, el baterista  de Soda Stéreo, que contrató a Rudie para su sello URL, por donde Audioperú editó su tercer disco. Please Delete, en el que colaboraron Tweety González, Daniel Melero y el ex Brujos Fabio Rey, se convirtió en uno de los discos del año. De un golpe, como había hecho antes con Víctimas del Baile, Rudie puso Audioperú en standby  y dio  vuelta la página. Se juntó con Sergio Pángaro y Fabio Rey y formó San Martín Vampire, el efímero grupo que mezcló electrónica, lounge y pop que dejó un elogiado disco, el inspiradísimo Debut y Despedida.                                                                                                                                                  ***
Pero la figura de Rudie no sólo fue clave en su rol de músico. A lo largo de casi toda la década del noventa, fue el DJ que animó las noches alternativas platenses en dos lugares claves para la incipiente escena de aquellos años: El Bar y el Tinto.

Con Rudie en el Tinto, consideran muchos, empezó la idea del DJ residente en La Plata, que después se extendería por bares y locales de toda la ciudad.

A Rudie le había enseñando a mezclar otro de los DJs pioneros de la Ciudad, Federico Monti. Él había sido el primero en La Plata en tener un Roland TB 303, el emblemático sintetizador que tuvo un papel clave en el desarrollo de la música electrónica en los 80 y 90. “Habíamos ido juntos a ver a Carla Tintoré y yo no entendía nada. Después Fede me invitó a su casa y me dijo: ‘mirá, el beat es así y asá’. Lo agarré al toque. Me tomó dos semanas aprender a mezclar”, asegura.

En el 93, cuando se empezaba a formar Audioperú, Rudie se instaló como DJ residente del Tinto por invitación de su dueño, Piero, a quien conocía de las aulas de Bellas Artes. Su rol como musicalizador de esas veladas que juntaban a las tribus de chicos alternativos con ganas de bailar fue fundamental, coinciden hoy todos los que vivieron la noche en la ciudad por esos años.

Rudie ponía, literalmente, lo que quería. Mezclaba a Gary Numan con Michael Jackson y a Nick Cave con Lía Crucet. Pasaba un estilo que nadie escuchaba en la ciudad, en el que coexistían Danny Tenaglia y el house de Nueva York con Rafaela Carrá. Y creó un estilo que pronto exportó a discos y bares de Capital, donde se integró a la escena que formaban, entre otros, colectivos de DJs como la Urban Groove.

Para Jalil, lo de Rudie en el Tinto fue la piedra sobre la que se apoyó la movida electrónica que en La Plata terminaría explotando algunos años después. “A partir de ahí comenzó a extenderse la idea de un DJ residente, que copiaron muchos otros lugares para mediados y fines de los 90, cuando empieza a cobrar auge toda la escena de la música electrónica que termina explotando para el 2000, con movidas como las de La Boutique”.

La experiencia en el Tinto fue fundacional. Desde mediados a fines de la década del noventa, en La Plata hubo una explosión de la movida electrónica que acompañó a la expansión del género en el país. En bares, casas y sótanos, cada vez más los DJs comenzaron a ganar protagonismo.

Mil nueve noventa y nueve fue el año del pico de esa movida. Una nota publicada en mayo de ese año en el “Joven” del diario El Día daba cuenta de la expansión del fenómeno. “DJ’s platenses. El santo oficio de pinchar discos”, era el título del artículo que reunía el testimonio de cuatro de los más influyentes pinchadiscos de la ciudad de esos años: Federico Monti, que entonces hacía un estilo basado en el hard techno; Rodrigo Villegas, exponente del house local; Seba Díaz, cultor del big beat, y Esteban Carbonella.

En ese mismo año, en una casa de altos arriba del Bazar X, Luis Zerillo empieza a pasar los primeros  discos y da los primeros pasos para convertirse en un personaje clave para todo lo que vendrá. 
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Luis Zerillo se dio cuenta muy chico que lo que más le gustaba era la música y la noche. Había empezado a salir a bailar a principios de los 80, cuando en La Plata se hacían las primeras fiestas dark y new romantic que agrupaban a un puñado de freaks vestidos de negro, con ojos delineados y pelos parados: pequeños clones locales de Robert Smith.

Pero su epifanía, la manifestación de algo que cambiaría todo para siempre en su vida, llegó en 1987, cuando pisó por primera vez X-Press, la disco de la avenida Santa Fe que reunía a la incipiente movida porteña de la electrónica y músicos.

“Llegué a esas fiestas invitado por unos amigos que había conocido en la playa, de vacaciones. El boliche quedaba en un primer piso y a medida que subía la escalera empecé a sentir un bajo que me pegaba en el esternón. Nunca en mi vida había sentido algo así. Fue una experiencia física”, dice. 
  
A Zerillo —el hombre que se transformaría en uno de los DJs más importantes de La Plata y que llegaría a tocar ocho veces en la fiesta Creamfields y en las cabinas más importantes del país— las historias y anécdotas de esos primeros años de descubrimiento de la electrónica le salen a borbotones.

“Lo primero que escuché cuando entré a X-Press fue Inner City —dice—. Y después el tema ‘French Kiss’, el clásico del house de fines de los 80”. El choque, asegura, fue gigante. En la noche platense de esos años no había nada parecido. En Metrópolis, la legendaria disco de la esquina de 47 y diagonal 74, los chicos todavía bailaban los temas de A-Ha, de Duran Duran y de Virus.

Para colmo, estaba todo el otro componente: la idea de la noche como un lugar de libertades tanto para lo estético como para lo sensorial. Un espacio donde el trance sonoro va de la mano de la sensualidad y la fiesta de los cuerpos. “De esa primera noche en X-Press, una de las imágenes que más recuerdo es la de dos chicas y un chico completamente desnudos, con los cuerpos pintados de negro y blanco que bailaban con la gente en la pista. Yo tenía dieciocho años y me explotó la cabeza. ¿Qué pasa acá? ¿Qué es todo esto?”.

Zerillo quedó fascinado con esa idea de un club de acid house en donde todo giraba en torno al DJ, la figura más importante de la noche. Y decidió traerla a La Plata. Con un grupo de amigos, todos vinculados a la música y amantes de los discos como él, logró conseguir un local donde empezaron a organizar las primeras fiestas de acid house de la ciudad. “El lugar quedaba en la esquina de 8 y 44, se llamaba Maximiliano. Nosotros ahí abrimos Relieve, el primer espacio donde empezó a interactuar gente de distintos palos en torno al house. Traíamos a los DJs y hasta le decíamos qué discos se tenía que comprar y qué temas tenía que poner”, recuerda Luis. Zerillo hace memoria y toma café, la bebida favorita de los sobrevivientes de la noche. Hoy, a treinta años de todo aquello, sigue atrás de una bandeja, poniendo música en todos lados. En 2019, los DJs son las estrellas en el firmamento de la noche en La Plata y los bares, cervecerías y hasta los restaurantes se pelean por tener a alguien detrás de una computadora o unas bandejas. Así que Luis, que tiene status de leyenda en la noche de la ciudad, tiene trabajo todos los fines de semana.  

Relieve, ese primer espacio de acid house que abrió a principios  de los  90,  con otros chicos que como él trabajaban de relaciones públicas en boliches, terminó siendo una experiencia que mezcló a músicos, DJs y bailarines pero también a artistas y estudiantes universitarios. “En el fondo, unas  chicas que trabajaban con bandas como Las Canoplas, terminaron tirando visuales. Todo muy under y experimental. Pero venía público de todos lados”, resume. La movida después se trasladó a X-Change y fue expandiéndose hacia otros puntos de la ciudad, como Chicano, Cosmopolaris y Urbano.

Esa escena de la música electrónica platense de los 90 tuvo una figura clave que pasó por todos esos lugares y que todavía hoy es rescatada por todos: Aldo Calotti. Había crecido en un hogar de clase media de La Plata y había estado en contacto con todas las experiencias de la incipiente movida electrónica local. 
  
“El era gay y tenía su pareja en Nueva York, a donde viajaban todo el tiempo. Fue una antena para todos nosotros. Tenía una información que nadie tenía y la compartía. Cuando trajo el disco Delight fuimos a su casa a escucharlo. Después lo pasamos en Chicano y la gente directamente no entendía nada. Era súper vanguardista”, recuerda Luis.

Calotti había sido testigo de todo el desarrollo de la movida techno en Nueva York en los 90 y trató de importar ideas a La Plata. “Nos contaba de fiestas a las que iba allá que se hacían en iglesias, a las que entrabas con contraseña”, dice Zerillo.

“Yo creo que Aldo fue la figura principal de La Plata en esos años, donde de alguna manera hay muchos que se arrogan haber sido protagonistas, haber estado acá o allá  —asegura—. Y me dejó de legado discos inconseguibles, maxis originales del sello Mute, cosas rarísimas”.

Calotti murió de una descompensación cardíaca en 2003, a los treinta y tres años, después de haber sido parte de la explosión electrónica en La Plata, que tuvo como pico La Boutique. Para entonces, las drogas sintéticas se habìan ubicado en el centro de la movida electrónica, convirtiendo básicamente a los metilenodoxianfetaminas (MDMA) en la vedette de las noches interminables en las pistas de baile. El éxtasis, dicen quienes estuvieron ahí, desembarcó con fuerza entre fines de los 90 y principios de los dos mil en la escena de La Plata. Aldo había conocido esas pastillas mucho antes, en Nueva York. Y de alguna manera, también había traído esa data a la ciudad. “Nos hablaba de una droga alucinante pero que tenía una sola contraindicación: no se podía mezclar con alcohol —cuenta Zerillo—. Por eso nosotros al principio no queríamos saber nada”.

Luis hace años que se limpió de drogas y ahora ni siquiera toma alcohol. Hasta se queja, a veces, porque cree que las nuevas generaciones están más motivadas por las experiencias químicas que por la música.

Lo cierto es que las pastillas, goteros y polvos estuvieron presentes desde casi siempre en la escena, más allá de la tragedia en la infame fiesta Time Warp. En abril de 2016, en un predio de la Costanera, la fiesta con varios DJs anunciados juntó a más de veinte mil personas. Había, dicen los que estuvieron, cientos de dealers vendiendo pastillas por las pistas. Las canillas estaban cerradas y las barras se quedaron sin botellas de agua. Deshidratados y con las pulsaciones a mil, decenas de chicos y chicas se descompensaron. Cinco murieron y otros cinco quedaron internados después de tomar un tipo de pastillas que, se sospecha, estaban adulteradas. “Eso fue una guerra entre bandas para quedarse con el negocio —asegura Zerillo—. Lo sabe todo el mundo”. 
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La explosión de la escena electrónica porteña se produjo a fines de los 90, con el desembarco en Buenos Aires de las primeras raves, un movimiento acompañado por surgimiento de figuras como DJ Dero y la radio Energy. De repente, todos escuchaban “marcha” y todos parecían fascinados con esos ritmos y esos sonidos modernos.

Pero en La Plata, otra vez, estaba pasando otra cosa.
“Toda esa onda ravera porteña. Nosotros le decíamos el `carnaval carioca’. La campanita, el silbato... Para todos los que veníamos del acid house nos sonaba como cumbia”, dice Luis Zerillo.

A fines de los 90, la música electrónica, sobre todo de la mano del big beat, se había transformado en la nueva gran cosa. Fueron esos años en los que Zerillo, un melómano que conocía con precisión obsesiva cada disco importante y raro que andaba dando vueltas, se convenció de dejar de ser organizador de fiestas y relaciones públicas y ponerse atrás de una bandeja. Su primeros pasos los dio en Barro, otro de los lugares emblemáticos de la movida electrónica, que quedaba en los altos de la esquina de 6 y 50.

Luis estaba cautivado por esos tiempos con un sonido nuevo que en La Plata encontró muchísimos fanáticos y cultores: el trip hop, surgido en Bristol, Inglaterra, después de la resaca del acid house. Era un beat nuevo, distinto, con Portishead, Massive Attack y Tricky como abanderados, que marcó muchísimo a su generación. “A mí, directamente, me devolvió a la música electrónica. Fue una marca para todos nosotros”, dice Zerillo. “Por eso, cuando empecé a pasar música en Barro le escapaba al bombo en negra. Pasa drum ‘n bass, trip hop, break beat. Me costaba un huevo conseguir esos discos alemanes, que ya tenían una cosa latina mezclada con jazz y bossa. La rompíamos con el disco de Thievery Corporation”.

Para el Turco Jalil, el sonido del trip hop fue esencial en el desarrollo de esa escena. “Desde mediados de los 90 estaba muy presente en La Plata. Ese primer disco de Portishead sonó muchísimo”  Después, dice, ese sonido y esa influencia inglesa comenzó a mezclarse con el french touch y toda la corriente del house francés como Dimitri from Paris, Justice y, por supuesto, Daft Punk. “De esa mezcla, por ejemplo, sale Sergio Pángaro y San Martín Vampire, donde estaba el lounge, mezclado con el bolero y el easy listening”, describe el periodista.

En Barro comenzó a reunirse una fauna particular. Iban cultores de la electrónica, DJs, periodistas y bailarines, pero también muchos músicos de rock. “Me parece central lo que hacía Zerillo en Barro. Ahí convivía la escena electrónica con la escena stone. Todo tenía un toque cool y sofisticado que estaba muy presente”, dice Jalil.

La carrera como DJ de Zerillo fue meteórica. “A los seis meses de empezar en Barro estaba pasando música en la cabina de Pachá”. Después llegó la Creamfields, donde integró el line up en ocho ocasiones, y miles de cabinas más.

Pero antes llegaría La Boutique, la experiencia que cambió todo en La Plata.
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A poco del cambio de siglo, Argentina vivía otra de las crisis recurrentes. El país atravesaba la resaca del menemismo y el experimento de la convertibilidad estaba enfrentando un proceso final tumultuoso. Con ese escenario de fondo, un grupo que integraban DJs como Luis Zerillo y Finger Vodoo, pero también hombres de la noche, como Pablo Torello, artistas y escenógrafos como Sara Tomatti, pusieron en marcha con ingenio una experiencia que duró apenas algunos meses, que se convirtió en un éxito inmediato, con más de mil asistentes a cada fiesta, y que fue escenario del desembarco de los 
DJs más importantes del país en La Plata: La Boutique Cultural.

“Yo estaba estudiando plástica mientras trabajaba como DJ. Y tuvimos la idea de fusionar la electrónica con todo ese mundo. Fue Pablo el que consiguió el lugar. Un día vino y me dijo ‘Tengo el Teatro’. A mí me daba miedo porque era un lugar gigante y pensábamos que no iba a ir nadie. Por eso al principio pusimos mesas y sillas. A la segunda noche las mesas volaron porque ya estaba al palo de gente”, recuerda.  

La Boutique funcionó apenas algunos meses durante el año 2000 en el Teatro Costamagna, en 42 entre 7 y 8. Pero pese a lo fugaz, se convirtió en un ícono de la noche electrónica platense. Condensó, para muchos, todo lo que se había venido cocinando en las experiencias desde principios de los 90. Beats rabiosos, magia, liberación sexual y un combo que también incluía pequeñas performance teatrales y de artes visuales.

“La idea era fusionar la música con la plástica —dice Zerillo—. Yo estaba estudiando en un atelier que fue parte de mi época de salida de las drogas y de búsqueda interna. Pero a la vez muy enganchado en hacer todo esto, con la idea de que mucha gente tuviera esa sensación física y espiritual que yo sentí la primera vez que entré a esos clubes de acid house en Buenos Aires en los 80”.

Muchas de las ideas habían sido importadas por Pablo Torello, que todos los años viajaba a Ibiza. El nombre lo tomaron de un boliche inglés que se llamaba The Beat Boutique, la meca del breakbeat por donde pasaron desde Chemical Brothers hasta Prodigy pasando por Fatboy Slim y Primal Scream.  
 
El lugar se convirtió en la nueva gran cosa. Cada viernes y sábado, unas mil personas se agolpaban en el Teatro Costamagna a bailar y otros cientos quedaban afuera. Con el tiempo, se convirtió en leyenda. “En La Boutique estaba esa cuestión de juntarse y reunirse, entre clandestina, rebelde y dionisíaca que forma parte de la esencia de La Plata”, resume Jalil. “Porque es la esencia de la Universidad. Viene de los Redonditos de Ricota y los shows en el Teatro Lozano, los famosos ‘lozanazos’, pero también de los espectáculos multimedia que hacía Virus con Renata Schussheim”. “La Boutique fue un movimiento lógico por lo que venía pasando”.

En las noches de La Boutique podía pasar casi cualquier cosa. Desde pequeñas actuaciones de artistas y bailarines que irrumpían en la pista hasta proyecciones audiovisuales poco habituales para esa época.

En seguida, la movida atrajo a un montón de público porteño y se convirtió en el escenario de música electrónica por donde pasaron los mejores DJs del momento, desde Carla Tintoré, Diego Ro-K y Carlos Alfonsín hasta Javier Zuker y Bad Boy Orange. Pero la cumbre máxima fue la actuación de la mayor estrella del firmamento de la música electrónica argentina que piso esa única vez La Plata para tocar su música. “Hernán Cattáneo venía de tocar en Japón y se hizo un hueco para estar en La Boutique. Ese día decidimos que el DJ salga de la cabina y lo ubicamos en el medio de un escenario. Igual que lo hacen ahora. Sólo que en ese momento no lo hacía nadie”, se enorgullece Zerillo.

 Todo terminó pronto y abruptamente. El crecimiento de La Boutique, dicen los que estuvieron ahí, molestó a muchos bolicheros platenses que veían cómo ese cabaret moderno de música electrónica se quedaba con todo el público. La noche anterior a la clausura, habían llegado algunas advertencias para que no abrieran. Pero decidieron hacerlo igual. La multitud que comenzó a agolparse contra la puerta ese sábado se encontró con una faja de la Municipalidad. 
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Ya pasaron casi dos décadas de aquellas noches delirantes que sacudieron la ciudad. Desde entonces, La Plata se fue convirtiendo en el escenario de una movida cada vez más grande y cada vez más vibrante relacionada con el mundo de la electrónica. Para 2019, quienes conocen de cerca la escena aseguran que hay más de mil DJs en actividad, tocando cada fin de semana para un público cada vez más numeroso, cada vez más joven. La Plata, ciudad que lleva el sello de cuna del rock y del indie, hoy está más electrónica y bailarina que nunca.

Falta poco para que amanezca en el barrio de Meridiano V y adentro de Ciudad de Gatos, la cervecería que abrió sus puertas a la movida electrónica, hay casi cien chicos y chicas bailando apretados los últimos temas del último set de la noche. Atrás de las bandejas y los controladores están las Vurkina, el dúo que integran dos de las DJs con más proyección en la Ciudad, Victoria Jáuregui y Val Spirito. Tienen veinte años, tocan todos los fines de semana y cada vez tienen más público y seguidores.

Las Vurkina están tocando abajo de un cuadro enorme pintado por Falopapas con la leyenda “VÍCTIMAS DEL BAILE”. Hace algunos años, el artista grafitero platense hizo una muestra de cuadros inspirada en la banda de Rudie, Alfredo y Dan que hace treinta años abrió el camino del techno en La Plata. Uno de ellos terminó en la cervecería, como un guiño de los tiempos a las nuevas generaciones.

Las Vurkina terminan el set mezclando un tema del disco debut y despedida de San Martín Vampire. “Sin pensar, comenzaba a ser feliz/ a olvidar mi mal/ no soy quien pensás” canta Sergio Pángaro sobre el sintetizador de Rudie. La línea melódica se funde con los beats. El volumen sube un poco. El vecino está a punto de llamar otra vez a la patrulla de Control Urbano. Los chicos siguen bailando un rato más. 

 

Sobre el autor

José Maldonado nació a fines de los 70 en La Plata y trabajó en distintas redacciones desde que tiene dieciocho años. Estudió Sociología en la UNLP, pero siempre prefirió el periodismo. Hace más de una década se dedica a escribir sobre política bonaerense en el diario El Día. En 2018, fundó con un grupo de periodistas platenses una web de periodismo musical, donde se anima a escribir sobre rock. Tiene una hija que se  llama Antonia y vive en Villa Elisa.

Debajo del nombre, de Juan Manuel Mannarino

Un año enfermo.

Todo empezó con puntadas en el estómago. Reflujos, acidez, diarrea.

Después gripe, anginas, gastroenteritis.

Varias veces amaneció con un hilo de voz, casi sin poder hablar.

Tuvo cefaleas y hasta infección en la uña de una mano.

Contracturas en el cuello, en la espalda. Días tirados en la cama, inmóvil.
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El sábado 8 de septiembre de 2018, cerca de la medianoche, el pianista Ignacio Montoya Carlotto regresaba a su casa después del concierto de un amigo cuando encontró, en el celular, un audio de WhatsApp de un número desconocido. “Ignacio, demasiadas cosas te hicimos los argentinos como para no darte un premio mínimo, mínimo… ¡que es estar al lado mío!”, decía la voz. Pensó que se trataba de una broma. Incrédulo, volvió a escuchar. Pero la voz era, en efecto, de Diego Maradona. 
 
“De todos los que me contactaron en estos cuatro años era al que más secretamente esperaba”, dice Ignacio Montoya Carlotto por mensaje de texto desde su casa de Loma Negra, un pueblo de 3500 personas a 400 kilómetros de Buenos Aires.

Maradona le envió el audio antes de tomar un avión y viajar a México, donde el Dorados de Sinaloa lo había contratado como entrenador.

—Me invitó a visitarlo.

—¿A México?

—Claro, así, de la nada. Fue loquísimo, nunca antes habíamos hablado. Una sorpresa total. ¡Es el 10! Ya está. Creo que con esto me retiro, ja.
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Pocos días antes del mensaje de Maradona, y por segunda vez en una semana, Ignacio Montoya Carlotto había tenido una pesadilla.

—Se hicieron familiares. Y es algo que me inquieta. Antes no pasaba de un resfrío y ahora el cuerpo lo siento como un obstáculo —dice por teléfono, mientras viaja en colectivo a Buenos Aires para dar un concierto de piano en el bar Café Vinilo y le parece importante aclarar que no salió en su auto Volkswagen Gol modelo 2012 por “el valor imposible de la nafta”.

—¿Qué soñás? —No sé, sólo retengo las sensaciones.

—¿Y cuáles son esas sensaciones?

—De miedo. 

En junio de 2014 tuvo su primera sesión psicoanalítica. Al poco tiempo, y de forma paralela, empezó una terapia alternativa con Valentín Reiners, guitarrista con el cual forma un dúo.

—Valentín es uno de mis mejores amigos y me hace sanación pránica. Es una terapia oriental. Ojo, hay que estar preparado porque después te mata. Quedás desencajado. Pienso que en los últimos años viví como dos vidas. No sé… como que antes era más feliz.  
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Ignacio Montoya Carlotto es Pacho. En su entorno lo llaman así y en su casa de Loma Negra, una tarde lluviosa del invierno de 2018, presenta con voz rasposa a su gata Dominga, a su perra Chicha, y sube una escalera de metal hasta su estudio de música, que bautizó La puerta al otro lado del mundo. Tiene los ojos grandes; el pelo rizado y entrecano.

Loma Negra parece un pueblo común salvo por un detalle: allí está la piedra caliza que se usa para fabricar la cal y el cemento. En 1926 el empresario Alfredo Fortabat creó la cementera Loma Negra, una de las compañías más importantes del país. Su esposa, Amalia Lacroze de Fortabat, heredó el negocio en 1976, cuando empezó la dictadura militar en la Argentina, que terminaría en 1983, y comenzó a hacer su fortuna en esa época, al tiempo que los represores asesinaban al abogado Carlos Moreno, defensor de  los trabajadores de la empresa.

—Perdoná la voz, estoy hecho mierda. Si sigo enfermándome, van a tener una excelente nota —se ríe 
    
Montoya Carlotto, de mediana estatura, y señala el cielo negro, cargado de nubes—. Te digo el título: “La última vez que habló el nieto de Estela de Carlotto”.

Estela Barnes de Carlotto, de ochenta y ocho años, es la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, una organización no gubernamental creada en 1977 por un grupo de abuelas que empezaron a buscar a sus nietos cuando centenares de bebés fueron secuestrados con sus padres o nacieron en centros de detención clandestinos. Junto a las Madres de Plaza de Mayo, y en plena dictadura, las Abuelas hacían tareas detectivescas visitando juzgados de menores, orfanatos y oficinas públicas mientras investigaban las adopciones ilegales de la época: los militares daban en adopción a los bebés nacidos en cautiverio.

Reconocida como una figura de los derechos humanos a nivel global, Estela de Carlotto suele ser candidata al premio Nobel de la Paz. Casada de joven con Guido Carlotto, un pequeño empresario dueño de una fábrica de pinturas, tuvo cuatro hijos: Laura, Guido, Remo y Claudia. Estela trabajaba como directora de escuela cuando los militares secuestraron a su hija mayor, Laura, embarazada de dos meses, estudiante de Historia, militante de la Juventud Universitaria Peronista y de Montoneros, una organización política que defendía la lucha armada. La llevaron al Centro Clandestino La Cacha, de La Plata, capital de la provincia de Buenos Aires.

Cuando secuestraron a su hija, la vida de Estela cambió para siempre: dejó su cargo de directora y fue a entrevistarse con diversos militares hasta que un 25 de agosto de 1978 la llamaron desde una dependencia policial: el cadáver de su hija estaba en Isidro Casanova, en el conurbano bonaerense. “¿Dónde está el bebé?”, preguntó Estela al comisario, que sólo respondió que Laura había sido “abatida en un enfrentamiento”. Dos días después, y sin ningún documento que acreditara su identidad, la enterraron en el cementerio de La Plata. Por el contacto con sobrevivientes de La Cacha, y el testimonio de un ex conscripto, supieron que el hijo de Laura había nacido en cautiverio, que ella lo había llamado Guido y que se lo habían quitado cinco horas después de nacido. Dos meses más tarde, los militares la fusilaron a la vera de una ruta. Pero fue recién en 1984, cuando los restos de Laura fueron exhumados e identificados por el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), que la certeza de ese nacimiento tuvo respaldo científico. “Por la pelvis supimos que Laura tuvo un bebé”, confirmó Estela de Carlotto en 1999 durante una entrevista.

En 1987, ya con Estela como presidenta de la institución, Abuelas creó el Banco Nacional de Datos Genéticos, un organismo clave junto a la Comisión Nacional por el Derecho a la Identidad (CONADI) para la identificación de los nietos apropiados ilegalmente durante la dictadura militar. Hasta el momento se encontraron 130. Pero, aunque cada nieto es importante, la noticia de la aparición del nieto número 114 dio la vuelta al mundo.

El 5 de agosto de 2014 la jueza argentina María Servini de Cubría llamó a la sede de Abuelas de Plaza de Mayo en Buenos Aires, pidió hablar urgentemente con Estela de Carlotto y le dijo que su nieto había aparecido. 

“Tras trenta y seis años de búsqueda se hizo la luz. Apareció mi nieto Guido”, confirmó Estela de Carlotto poco después a la prensa. Ahora pasaron cuatro años y su nieto está con fiebre, de pie en la planta alta de su casa, y habla de quien es su pareja desde hace nueve años, Celeste Madueña.

—Me encerré mucho en este último tiempo. Ella sabe que algo me pasa y no se anima a subir  al estudio.

El 2 de junio de 2018, Ignacio cumplió cuarenta  años. Sus amigos lo llaman Pacho. Pero para los que no lo conocen no es Ignacio ni Pacho. Es Guido.

Hasta los treinta y seis había sido Ignacio Hurban, hijo único de Juana Rodríguez y Clemente Hurban. Era un pianista y docente del interior, reconocido por un círculo chico formado por otros músicos de folklore y jazz. Alguien que se había criado en la vida bucólica, acostumbrado a una rutina silenciosa y solitaria, de caminatas en calles de tierra, siestas y asados con amigos. Alguien que había sido educado por dos puesteros rurales católicos en Colonia San Miguel, una comunidad de inmigrantes alemanes a 24 kilómetros de Olavarría. Ya de chico lo llevaban a bailes que se hacían en clubes de campo, con bandas de música en vivo, y poco tiempo después lo empezaron a mandar a clases de piano. Aquellos bailes eran una de las pocas salidas que hacían en familia. Juana y Clemente cuidaban a tiempo completo la estancia Los Aguilares, propiedad de Carlos Francisco Pancho Aguilar, un terrateniente de la zona que criaba ganado y caballos, presidente de la Sociedad Rural de Olavarría que, en 2007, llegó a ser candidato a segundo concejal en la lista de Unión-PRO, alineado al presidente Mauricio Macri.

Pero durante la adolescencia, Ignacio Montoya Carlotto empezó a sospechar de su origen. No había ningún parecido físico entre él y sus padres, Juana y Clemente. No había fotos de su nacimiento. Pero se llevaba bien con ellos y las sospechas no pasaron de eso. Muchos años más tarde, en 2010, durante un encuentro de Música y Memoria en Buenos Aires, escuchó la historia de Francisco Madariaga Quintela, el nieto 101 de los 128 recuperados hasta entonces por Abuelas de Plaza de Mayo.

Esa noche tuvo un pensamiento fugaz y lo compartió con Celeste, su pareja, antes de acostarse: “Che, ¿y si mis viejos no son mis viejos?”. Sin embargo, nada pasó hasta cuatro años más tarde, el 2 de junio de 2014, su cumpleaños número treinta y seis. Ese día la militante sindical de Olavarría Celia Lizaso le contó algo a Celeste, de quien era amiga. Su padre había trabajado en el campo de Pancho Aguilar y había escuchado decir, allí, que Ignacio era adoptado. “Sé que hoy es su cumpleaños y quizás no sea el mejor momento. Perdón, pero no me lo pude aguantar más”, le dijo.

Era lunes. Cuando Celeste volvió a su casa después del trabajo, Ignacio abrió la puerta esperando un saludo. Ella estaba seria y lo trató algo distante. Eso no era común y menos en su cumpleaños. Celeste se sentó y empezó a llorar.

—Celia Lizaso me contó que Juana y Clemente no son tus viejos. Sos adoptado, Ignacio.

Celeste lo abrazó sin esperar respuesta. A medianoche Ignacio salió a caminar solo. Recordó que meses atrás había renovado la licencia de conducir y le habían hecho una extracción de sangre. Él se había fijado por primera vez en el factor: cero positivo. Alguien le había dicho que la única forma de tener ese grupo sanguíneo era que al menos uno de sus padres también lo tuviera. Pero él sabía que Juana y Clemente no eran cero positivo. Prolongó la caminata y antes de volver a su casa, lloró, en privado y largamente.

Al día siguiente le dijo a Celeste: “Nací en 1978 ¿No seré hijo de desaparecidos?”. Entonces buscó el mail de Abuelas de Plaza de Mayo, escribió y le respondieron enseguida. Después de una serie de intercambios, viajó a la sede en Buenos Aires.

—Si voy a fondo con mi identidad, ¿les va a pasar algo a mis viejos Juana y Clemente? —preguntó, cuando lo atendieron.

—Si ellos no tuvieron ningún vínculo con la dictadura, seguramente no les pase nada —le respondieron los asesores de Abuelas.

Ignacio accedió, entonces, a hacerse una prueba de ADN. Hizo consultas a referentes de derechos humanos de Olavarría, como Rosana Casataro, que le dijo: “Fijate cuando te den la partida de nacimiento. En las identidades dudosas suelen poner direcciones de domicilios particulares, y no de hospitales o clínicas”. Fueron días agotadores. Lo paralizaba la idea de hablar con Juana y Clemente. Pero finalmente los invitó a su casa, un domingo. Preparó un mate y, sin dilaciones, les contó que sabía que era adoptado.

Juana y Clemente se miraron en silencio. Y minutos después habló Juana. Dijo que Pancho Aguilar, su patrón, sabía que ellos no podían tener hijos. Un día se apareció en la estancia y les dijo que había un bebé en La Plata, que era de una familia que no lo quería, que él se iba a encargar de los papeles. Que era todo legal. Entonces se subieron al auto de Aguilar y fueron hasta La Plata. Ellos —le dijeron a Ignacio— habían recibido al bebé de manos de Aguilar en un sitio que no recordaban. Jamás habían visto a la familia del bebé ni a ninguna otra persona. “Por la salud del niño es preferible que nunca le digan nada”, les dijo el patrón. 

—Te quisimos contar miles de veces, hijo, pero tuvimos miedo de tu reacción. Lo único que quiero que sepas es que te amamos. Nunca hicimos nada malo —terminó Juana.

—Te amamos, hijo —acompañó Clemente.

—Yo también los amo con locura, viejos. Pero quiero decirles que voy a averiguar todo —respondió Ignacio. 

—Sí, hijo, nosotros te vamos a apoyar —dijo Juana. Días después Ignacio fue al Registro Civil. Le dieron una copia de su partida de nacimiento. La dirección que figuraba no era la de un hospital ni la de una clínica: era la dirección de la casa de Pancho Aguilar —que murió en 2014—, justo frente al Conservatorio de Música donde Ignacio daba clases de piano. 
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Tras la prueba de ADN, se confirmó que Ignacio Montoya Carlotto es hijo de Laura Carlotto y Walmir Puño Montoya, dos militantes políticos del peronismo que fueron secuestrados en 1977 y asesinados, en distintas secuencias, por la dictadura militar. El cuerpo de Montoya había sido enterrado como NN en el Gran Buenos Aires y recién en 2009 sus restos fueron identificados por el  EAAF. Laura tenía veintitrés años y Puño, que había nacido en el sur argentino y era baterista y piloto civil, veinticinco. Se habían conocido en La Plata. Se cree que Ignacio nació en cautiverio en un hospital militar, aunque no hay precisiones. Lo que está claro es que nació el 2 de junio de 1978.

La causa judicial que actualmente investiga la apropiación ilícita de Ignacio Montoya Carlotto involucra a Clemente Hurban y Juana Rodríguez —quienes lo inscribieron como hijo biológico el mismo día de su nacimiento y le pusieron el apellido Hurban— y al médico policial Julio Sacher, acusado de manipular el acta. La única querellante es su abuela materna, Estela Barnes de Carlotto. Juana y Clemente están acusados de “falsedad ideológica” y “alteración del estado civil de un menor” y  podrían ir a prisión por delitos de lesa humanidad. El procesamiento está firme y se espera el juicio oral.

El robo de bebés fue una práctica sistemática del terrorismo de Estado, y por este delito, considerado como crimen de lesa  humanidad “en el marco de un genocidio dirigido contra militantes sociales, barriales, sindicales y estudiantiles” —según consideró la Justicia argentina—, el dictador Jorge Rafael Videla fue condenado a 50 años de prisión en 2012. 
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Dos mil dieciocho fue el año de su vida en el que Ignacio más se enfermó, y durante el cual también cambió ciertas costumbres. Conduce más lentamente, se alimenta mejor, pasa tiempo en el placar eligiendo la ropa, aprendió a nadar y dedica tardes a juntadas con amigos sin mirar el reloj. Dice que antes solía ser charlatán.  Ahora no.

—Y no es que me mande la parte de que escucho mejor a las personas, eh. Empecé a estar más callado.  Me siento otra persona. Y no lo digo con orgullo. Lo digo con asombro.
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Las familias crean los paladares de sus miembros. Eso piensa Ignacio cuando habla de las comidas de Juana, la “mamá”, como suele nombrarla.

—Me encantan sus estofados y hay una torta de chocolate con vinagre que es una bom-ba —dice, acentuando las sílabas.

En el campo, Juana sacaba los productos frescos de la huerta. Ignacio dice que hasta hoy suele organizar encuentros con amigos sólo para probar su comida. La pastafrola. Los alfajores de maicena. Los escabeches. El lemon pie. Los sorrentinos.

La primera vez que fue a comer con los Carlotto dice que sintió un choque de sabores. Lo habló luego con sus primos. Para Ignacio, los Carlotto cocinan fuerte. Un par de veces se descompuso. “Estoy habituado a la comida casera, soy quisquilloso para cocinar y elegir los productos”, dice. Viajar por el mundo en los últimos años le hizo conocer otros platos. Se pone contento cuando recuerda la pizza de pepperoni en Nueva York, el cacio e pepe de un restaurante de Roma y el escalope de las Islas Galápagos. A sus nuevos tíos les debe el gusto por el whisky y por los vinos de alta gama. 

Pero la comida más rica que existe, según Ignacio, es la de Juana.

—Mis viejos me ocultaron que fui adoptado pero les creo que no sabían nada más, siempre fueron sumisos con el patrón para el que trabajaron cincuenta años. 

Es otoño de 2018 y llueve. En el pueblo todos duermen la siesta. En el centro del estudio de Ignacio hay un piano Yamaha de cola —modelo C7, importado de Japón, año 2015—. Sobre la mesa, un equipo de mate, la novela Rey de Azares, de Silvina Melo —con dedicatoria de Celeste del primer aniversario de novios: “Un año juntos. Te amo”—,  y una computadora prendida. Tiene la agenda tomada por recitales que llevará adelante con sus distintas formaciones como músico: Ignacio Montoya Carlotto Septeto, Ignacio Montoya Carlotto Trío, el grupo de blues Forasteros, un dúo de tango y otro dúo de música argentina con el guitarrista Valentín Reiners. Ceba mate amargo.

Por los amplios ventanales de su estudio se distingue un monte de árboles frondosos. Su casa es la última de la calle Perón, de tierra, y la única con planta alta. De a ratos se escuchan los ladridos de Chicha y algunas ráfagas de viento. Abajo están Celeste, de cuarenta y dos años, y Lola, la hija de ambos que acaba de cumplir dos.

—Celeste empezó a joderme que me parecía a Estela de Carlotto y yo decía en broma que ojalá me tocara esa suerte, ja.  

El martes 5 de agosto de 2014, por la mañana, había comprado unos bizcochos y estudiaba ejercicios de piano cuando sonó el teléfono de su casa. Era un número de Buenos Aires que no conocía. Del otro lado, la voz de una mujer.

—La mujer se presentó como Claudia Carlotto, presidenta de la CONADI. Me dijo que la prueba había dado positiva y que era el nieto de Estela de Carlotto. Y dijo que era mi tía. Recuerdo que le respondí: “Bueno, gracias por la información”. Lo primero que hice fue llamarla a Celeste y gritó como loca. Después a mi amigo Valentín Reiners y se quedó shockeado. Me quedé en silencio en mi estudio y después me metí en Internet. Para entonces el país ya me llamaba Guido, el nieto de Estela. El nieto recuperado 114. Ah… y esos bizcochos no los compré nunca más. Eran mis favoritos.

Tres días después, las pantallas de la televisión repetían la imagen de un grupo de personas eufóricas que orbitaban alrededor de la figura de Estela de Carlotto en la sala principal de Abuelas de Plaza de Mayo. A su lado estaba sentado un joven de rulos blancos que agarraba tímidamente un micrófono. Fue la conferencia de prensa más exitosa en la historia de las Abuelas, un pico de rating: había aparecido, después de treinta y seis años de búsqueda, el nieto de Estela de Carlotto, una de las referentes de los organismos de derechos humanos más cercanas al entonces gobierno de Cristina Fernández de Kirchner.

—Buenas tardes a todos. Yo soy Ignacio… o Guido, porque ella, la abuela, está muy firme con esa decisión —decía el hombre de rulos blancos. 
   
Y hacia el final, en tono grandilocuente:

—Sé que con esta nueva vida entraré en los libros de historia.
Pasaron cuatro años de eso y ahora Ignacio Montoya Carlotto está en la cocina de su casa preparando una salsa para los fideos. Cuando repasa esa conferencia y otras palabras de entrevistas que dio dice que, muchas veces, se siente avergonzado.

—No había tiempo de pensar, repetía frases hechas. Había una urgencia tremenda y muchos me exhibieron como un trofeo político. El precio de saber la verdad es muy costoso. Y quizás no me cuidaron demasiado. Pero bueno, me dejé llevar por ese momento. Cuando me vuelvo a leer o a escuchar es como si hubiera alguien dictándome un guión.

—Ese día de la conferencia hubo gente que lloró y se abrazó en la calle…

—Sí, me alegró mucho ver la emoción de las personas. A mí todo eso me pasó por encima. Lo viví como una película donde era el protagonista pero a la vez estaba ausente, en otra parte. De pronto descubrí a dos familias desconocidas, me recibió la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, viajé a visitar al Papa Francisco. Me ofrecieron cargos políticos. Yo me reconozco en el pensamiento de izquierda, pero no me gusta que la militancia se meta con el arte.

—¿Y ahora?

—¡Y ahora acá me ves cocinando! Y en el medio hubo un cambio de gobierno, hubo dos mundiales de fútbol, fui papá. Y terminé la casa con mis propias manos. ¿Sabés que soy maestro mayor de obras? Es mi único título, porque nunca me recibí en el conservatorio de música. 

La primera vez que vio una pianola fue en la estancia donde se crió. Su primer piano se lo compró a los 21 años. “Me costó un ojo de la cara. Mis viejos me apoyaban con la música y trabajaban doble turno pero tuve que hacer mis propios ahorros. Una señora de una casa de música me dijo que, con la plata que yo tenía, me podía comprar una parrilla, pero no un piano. Volví hace poco, me atendió la misma mujer y le fui usando todos los pianos. Le decía ´éste es una porquería, es un robo lo caro que está´ y así hasta que me fui”. 

A pocos metros de ese piano hay un cuadro que le dedicó el ilustrador Liniers. Recibió otros cientos de regalos, como un rosario que usaron los sobrevivientes de la tragedia de Los Andes de 1972, e incluso hay cajas que aún no abrió. En una mesa, detrás de una fila de botellas de whisky, hay un juego de mates que le regaló una artesana.

—Nunca los usé. Dicen que la misma colección sólo la tienen la ex presidenta Cristina y el Papa. Pero estoy cómodo con mi mate. 

Cuando se hizo conocido, el presidente de River, el club del cual Ignacio es fanático, lo invitó a la cancha. Él nunca había ido y fue con sus mejores amigos. Le preguntaron qué nombre quería que le estamparan a la camiseta. “Ignacio”, respondió. Poco después se hizo el nuevo documento de identidad, donde mantuvo su nombre de siempre. 
     
Al principio acepté que me llamaran Guido porque creí que iba a sumar —dice y se echa hacia atrás en un sillón—. Pero estaba haciéndoles un favor a los demás, quería quedar bien con todos. Fue un error. Y me di cuenta que la carga simbólica del nombre Guido tapaba a Ignacio. ¿Sabés qué? Muy poco después del llamado de mi tía Claudia Carlotto y de todo lo que me pasó, abrí un documento de Word en mi tablet y escribí Ignacio Montoya Carlotto. Y jamás lo borré.  

En 2015 se publicó el libro El nieto. La trágica y luminosa historia de Ignacio “Guido” Montoya Carloto, de Roberto Caballero y María Seoane. Cuando lo tuvo en sus manos, Ignacio se enfureció y pensó en llamar a la editorial Sudamericana.

—No lo podía creer. Sentí un retroceso enorme, porque durante meses trabajé mucho en posicionarme como Ignacio y acá aparecía el nombre Guido entre comillas. Se publicó con apuro —dice y ahora lo hojea, en la biblioteca de su estudio.

En el libro tachó con lápiz el nombre Guido, todas las veces en las que aparece. 

—Es increíble que la gente me siga llamando Guido. Yo no siento que haya recuperado mi identidad. En tal caso, se me completó el cuadro identitario. Antes de aparecer como el nieto de Estela tenía una vida de 36 años. Eso no había sido una mentira. Supongo que cada nieto tiene su propia historia, hay quienes vivieron en un círculo de horror. Creo que el nombre es una construcción, mientras que el apellido es una herencia. Y yo me cambié el apellido, pero la gente sigue viendo lo que quiere ver. —Hace un largo silencio. 

—Que mis viejos Juana y Clemente puedan terminar en la cárcel por mi historia… es algo que no podría soportar. Todo un buffete de abogados sigue la causa judicial, a mí me estresa. Ellos viven cerquita de casa, tienen una hermosa relación con nosotros y con mi hija. 

En julio de 2018 circuló en portales periodísticos que había dicho que le “pagaron por participar en el fraude para ser nieto de Estela” .

—Es un desgaste de energía, me veo obligado a desmentir. Y otra cosa que jode es recibir amenazas. Tanto por izquierda como por derecha. Hay mucho comisario ideológico que escupe odio porque no me puse el nombre Guido, como si hubiera sido una ofensa a los principios de los 70 por rechazar a mis padres militantes. Y, en la otra vereda, están los fascistas. Hace unos días una señora escribió en Twitter: “Este vago tendría que estar muerto. Qué flojos estuvieron mis queridos militares”. Puff.
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Es un lunes de septiembre de 2018 en la sede principal de Abuelas de Plaza de Mayo, en Buenos Aires, y Estela de Carlotto camina desde su despacho hacia una pequeña sala con piso de madera.

—¿Qué es eso? ¿Quién lo dejó acá? —pregunta a una secretaria mientras señala un mueble en un rincón.

Son tiempos agitados. Sus agentes de prensa dicen que los organismos de Derechos Humanos, desde que asumió el presidente Mauricio Macri, están en estado de alerta. En noviembre de 2018, la justicia argentina liberó a Rufino Batalla, uno de los represores condenados por el asesinato de Laura Carlotto, su hija.

—Me canso rápido, mi agenda está completa. Cuando vengo a Abuelas es como si estuviera con mi familia. Es cierto que mi ritmo es lento, una pierna me molesta pero no pienso operarme— dice y entrelaza las manos en su rodilla derecha, hasta donde llega el ruedo de su pollera negra.

Huele a crema y a perfume, tiene un collar blanco, pulseras, anillos, aros, un maquillaje sobrio.  Dice que la última vez que vio a su nieto fue hace veinte días en el recital de Café Vinilo, en Buenos Aires.

—En un momento agarró el micrófono y me saludó especialmente. Me vibró el cuerpo. Cuando vio por primera vez a su nieto, sin embargo, se desilusionó.

—¡Me indigné porque no se parece en nada a Laura! —dice, abriendo la boca y dejando ver unos dientes blanquísimos. —Se parece físicamente al padre, a Puño Montoya. Y la vocación artística también la sacó de él, que era baterista. Ojo, mi marido era un gran aficionado a la música y está mi vocación docente que él tiene también, eh. Y en carácter es parecido a Laura. Una personalidad fuerte, decidida, frontal.

Abre la palma derecha de su mano y cuenta con los dedos.

—Faltan recuperar más de trescientos nietos. El tiempo apremia. Por eso me apuro con el mío y le exijo más comunicación.

—¿Cómo se llevan?

—Bien, puedo decir que nos conocemos más o menos —hace un ademán con la mano—. Me encontré con un hombre ya formado. Al principio lo vi entusiasmado, los primeros tiempos fueron de unidad. Viajamos por el mundo, conoció lugares que le abrieron las puertas a su música. Creo que se desconcertó porque vio que éramos muchos. Los Carlotto somos bochincheros y pesados, tengo otros trece nietos, imaginate.

Su pestañeo es lento, apenas mueve los ojos. De pronto, mira a su alrededor: en una mesa hay una estatuilla a las Abuelas de Plaza de Mayo por su trayectoria y, en la pared, cuelga un cartel con fotos de militantes políticos desaparecidos por la dictadura militar.

—Él hizo un impasse. Sé lo difícil que es descubrir el engaño, saber que tus padres no son los que decían que eran —la voz suena severa—. Pero mi verdad es otra. A mi nieto se lo robaron, no fue que otros lo habían abandonado y estos lo adoptaron después. Él dice que los perdonó, yo no soy quién para perdonar ni para juzgar, en toda caso sería Laura. Y Laura no está. Ella lo había esperado con mucho amor. Laura es una mártir, había perdido dos bebés antes y en cambio a él lo tuvo sano y en condiciones inhumanas. Esa herida no cicatriza.

Todo el cuerpo se sostiene, recto y firme, en el respaldo del sillón. Cuando habla parece tener una sonrisa permanente, casi como un reflejo de los músculos de la cara.

—Su hija, Lola, tiene una conexión especial conmigo —dice, cambiando bruscamente de tema—. Me ve y se pone contenta. En el último cumpleaños de Pacho con mi hija Claudia le compramos una bandeja carísima, de las que pasan música vieja. Y le llevé cositas que eran de Laura. Le trato de meter familia con regalos —dice y ríe. Laura Carlotto trabajaba en la fábrica de su padre y en sus ratos libres pintaba objetos. Como unos platos que su madre guardó por décadas hasta que en el último tiempo se los llevó a su nieto a Olavarría. El último obsequio fue para su bisnieta Lola: un anillo con perla que le regaló a Laura cuando había cumplido quince años.

—Me dolió mucho que no se haya puesto Guido como nombre, en su documento. Pero lo respeté, me llamó para comunicármelo.

—¿Y qué le dijo?

—Me explicó que Guido estaba borrando a Ignacio y le respondí que su mamá quiso llamarlo Guido, como su abuelo. Contestó que yo podía llamarlo Guido cuando quisiera. Pero a partir de ahí no puedo decirle Guido. Como tampoco le puedo decir Ignacio, porque no sé de dónde salió ese nombre. Entonces le digo Pacho. Me enteré que así le habían puesto en el secundario sus amigos porque era pachorra y me dio ternura. Como es ahora, una personalidad lenta.                 

En los pasillos de Abuelas de Plaza de Mayo suena un teléfono y se escuchan conversaciones de oficina.

—Él está en otra etapa, más distante, pero no sin cariño —continúa, como si sólo hablara consigo misma—. No es demostrativo, no te abraza, no te besuquea. Nunca me dijo: “Te quiero, abuela”. Trato que él sea feliz, no ser un impedimento de nada. Para mí, ellos no son sus padres adoptivos, son apropiadores. Para él son sus padres, que lo criaron bien y con amor. Entonces trato de que no sufra por cómo pienso. Me invita a su cumpleaños y voy sabiendo que ellos están en el mismo salón, pero no voy a tener ninguna conversación con esa gente porque hay algo que me trasciende y es el dolor. Es mi hija la que está ahí. 

Habla de comidas. Cuenta que le encantan los fideos que amasa su nieto cada vez que viaja a visitarlo. Dice que Pacho se lleva “muy bien” con su hija Claudia, que tiene un buen trato con el resto de sus hijos y que “es compinche” con sus primos. 

—Y yo siempre quiero más, y más, y más. Mis hijos me critican que estoy pendiente de él, pero le rogué tanto a Dios… No me quería morir sin encontrarlo, lo busqué por el mundo, y ahora le pido que me deje vivir bastante para seguir conociéndolo. Si lo hubiera encontrado a sus cinco años, habría sido distinto.

—¿Cómo ve la causa judicial por la apropiación de su nieto?

—La justicia está actuando y no podemos detenerla. Fue caratulada como delitos de lesa humanidad y eso complica la situación. Entiendo que los que hicieron de padres adoptivos fueron víctimas de un patrón autoritario. Pero son responsables del robo de un bebé. Y deben pagar por ese delito. La ignorancia más el temor a perder el trabajo pienso que fueron determinantes para que se mantuviera el secreto. Ahora… me cuesta entenderlo.

—¿Por qué?

—Porque la gente de campo tiene códigos.  Si viene un ternero con la marca de nacimiento de una hacienda vecina, ¿qué hace un peón? ¿Se lo carnea y se lo come? ¿O busca devolverlo a los dueños? Me cuesta pensar que no hayan buscado a los verdaderos padres. ¿De dónde venía ese bebé? Esa es una pregunta naturalmente humana, es difícil pensar que no se la hayan hecho. Se detiene como si buscara las palabras justas.

—Hay otros nietos que me dicen “Estela, tuviste suerte. Yo para querer a mi abuela tardé seis o siete años. Y la odiaba”.  Mi nieto no. Vino, se integró y ahora está haciendo un proceso. A mí me da pena que esté sufriendo en algo que no tiene por qué. Y… tiene su personalidad, vamos. Los músicos piensan mucho en ellos. Les juega el ego.

Hace pocas semanas, buscando una partida de nacimiento de su hija Laura, encontró un “muñequito” que guarda como un amuleto desde los 80, cuando se lo encontró en un parque de Bruselas, Bélgica, antes de una entrevista en la OEA. Es otro de los presentes que desea dar a su nieto.

—Con mi nieto ya nos habíamos cruzado sin saber quiénes éramos —dice mientras mira un punto de la pared y, de pronto, parece orgullosa—. Nos habíamos visto en la Universidad Nacional de Quilmes y en los juegos bonaerenses de Mar del Plata, él había ido a tocar con su piano. Te voy a contar un secreto.

La familia Carlotto suele festejar la nochebuena en la casa de Claudia, su hija, en las afueras de La Plata. Allí arman un árbol navideño y cada uno deja un mensaje, como si pidiera un deseo. “Puedo dar fe que el 99.9 se han cumplido”, dice ahora Estela, que la única vez que se animó a dejarlo fue en 2013 cuando escribió en un papel: “Encontrar a mi nieto Guido”.

—Quedamos poquitas abuelas, pero hay muchos nietos que nos ayudan y van a tomar la posta.

—¿Y su nieto participa de las actividades de las Abuelas de Plaza de Mayo?

—No, él ha tomado distancia de los organismos. Por supuesto me gustaría que estuviera más acá. Pero él está en su música. Lo de él es un proceso. Hace poco me llamó por teléfono. Decidió que esas personas —por Juana y Clemente— sean también los abuelos de Lola. Eso es mentirle. Mi temor es que haya gente que le esté dando malos consejos. Por ejemplo, vos podés tener un psicólogo que en vez de hacerte bien, te haga mal.

Antes de cortar el teléfono, en esa charla, Estela le dijo: “¡Vos tenés la sangre de Laura! Laura te tuvo nueves meses en la panza. Ella es la abuela!”.

Luce desconcertada. Menea la cabeza en señal de negación.

—El año pasado en España un periodista quiso hacernos una entrevista y él se negó. Fue una puñalada. He leído cosas de él que me han molestado, como lo que escribió en su Facebook cuando se cumplieron cuatro años de que lo encontramos. No entiendo por qué escribe esas cosas.

Una secretaria llama a la puerta con un par de golpes rápidos. Le avisa que el remís para llevarla de regreso a La Plata, donde vive, está esperando en la puerta.

—Por favor, resaltá que lo amo mucho. Lo único que quiero es que esté bien y pueda ser feliz. 
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“Hace cuatro años atrás, dentro de unas horas recibiría un llamado (…) Del colgar esa llamada en adelante se desató una suerte de alegría colectiva, como no tengo registros antes. Habían encontrado una más, de las cerca de trescientas personas, quizás de las más buscadas del país, buscadas a lo largo de la nación, y a lo ancho del mundo entero. Esa alegría, que vi en los demás, que entendí durante meses en los ojos de los otros, no se vivió, ni se vive igual en la primera persona mía (…) 
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Una puerta se abrió ese día a una tempestad trágica; de politización, noticias, periodismos varios, amenazas, expectativas y simbolismos; que quizás poco tienen que ver con la cosa, una especie de convidado de piedra a esa alegría de todos. Ese vendaval mudó en tierra arrasada muchas de las cosas mías; la calma, lo hecho hasta ahí, lo merecido, lo anterior a ese llamado, hasta mi nombre se fue al olvido en las vidrieras de las noticias. Por eso, siento este día, con la serena calma de lo justo. Vamos a encontrar los que faltan. PAZ”.

El 5 de agosto de 2018, a cuatro años de conocer su identidad, Ignacio Montoya Carlotto publicó ese texto en su muro de Facebook. Dos días antes, las Abuelas de Plaza de Mayo habían anunciado la identidad del nieto restituido número 128, Marcos Eduardo Ramos.

—Sólo interpretaron bien mis palabras los que me conocen —dice Ignacio Montoya Carlotto por teléfono acerca de las repercusiones negativas de su texto mientras viaja a tocar en un Congreso Internacional de Educación y  Salud en la Universidad de Córdoba. Tras la publicación, recibió comentarios de referentes de organismos de derechos humanos del tipo “no podemos creer que estés triste por lo que te pasó” . —En general hay una floja comprensión del texto. Cuando estás tan anclado en tu ideología, es difícil pensar que lo que leés te transforme. Esto me hace dar cuenta de que, para ser más claro, hay que ser brutal.
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Valentín Reiners es guitarrista, docente y director de una orquesta de jazz. 

—Me siento como el hermano mayor de Pacho, hace más de veinte años que lo conozco —dice apurando el paso por el centro de Olavarría para buscar a uno de sus tres hijos que está en clase de computación.

Valentín fue una de las primeras personas que llamó cuando le confirmaron que era el nieto de Estela de Carlotto.

¿“A que no sabés de quién soy nieto”?, le dijo Ignacio. “No sé, Pacho. Decime”, respondió Valentín. “Soy el nieto de Estela, boludo”, dijo Ignacio. Pocos minutos después, el Facebook de quien entonces era Ignacio Hurban estalló. Su página www.ignaciohurban.com.ar, donde estaban sus datos como músico, colapsó el servidor. Valentín llamó a sus amigos y acordaron no hablar con la prensa. Por esas horas, Ignacio salió en el auto para buscar a Juana y Clemente. Ellos no querían dejar el campo, pero los convencieron.

—Se lo veía avasallado por el entorno. Fue el momento de lo que en la sanación pránica conocemos como “cristalización del karma”. Lo acompañamos a Buenos Aires en dos autos. Él quería ver a Estela, estaba intrigado —dice Valentín Reiners—. Después, ya no era “vamos a comer una pizza o tocar en un concierto” sino que para muchos era estar con el nieto de Estela. Sobre los hombros de Pacho empezó a crecer una gran presión. Y ahora, después de todo ese shock, se debe estar preguntado “¿cómo sigo con mi vida?”.

A pocas cuadras del centro de Olavarría, Tito Roselló riega las plantas de su casa. Da clases en una escuela de música. Es la voz y batería del grupo de blues “Forasteros”, donde Ignacio Montoya Carlotto toca los teclados.

—Cuando se descubrió su identidad y lo conoció todo el mundo grabamos un disquito en un estudio de Buenos Aires súper profesional. Eso no hubiera pasado nunca. Un día Pacho me llamó: “Che, voy a tener que suspender el ensayo”. Le dije que no se preocupara, y me respondió: “Es que estoy acá con Cristina, la presidenta, y no sé cómo hacer”. Él nunca dejó de tocar en los clubes de barrio, los centros culturales, los bares chicos.

Tito enseña la sala de ensayo de “Forasteros”: un pequeño galpón que antes era el despacho de una verdulería familiar. Un cuadro de la banda de rock  Almendra,  pintado por su hijo, cuelga en una de las paredes.

—Acá se pone Pacho con su teclado y su consolita. Nunca entendí cómo se le dio tocar con nosotros siendo tan sofisticado en lo musical. A veces trae cosas y le tenemos que decir “está piola, pero para tu disco solista”. Lo veo como un tipo arraigado a su familia, reservado como sus padres. Juana y Clemente han ido a recitales, se sientan en primera fila y después se van.

En las redes sociales, cuando empezó a tocar en escenarios conocidos de Buenos Aires, una de las opiniones más extendidas y desfavorables contra Ignacio Montoya Carlotto fue vincularlo a favores del poder político, en particular del kirchnerismo.

—Me consta que no fue así —responde por teléfono y desde Capital Federal Karina Nisinman, que empezó a manejarle la prensa en noviembre de 2014—.  Él pudo aprovechar el envión, se le abrieron un montón de puertas por ser el nieto de Estela, pero no quiso aceptar más nada. ¡Hay que rechazar mudarse a Buenos Aires, que es el centro de la movida musical del país! Él antes era reconocido por músicos consagrados como Liliana Herrero. Y de repente parecía Mick Jagger. A los medios les importaba su aparición como nieto, no su música.
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Claudia Carlotto se sienta en un largo sillón en su casa del barrio de Gonnet, en La Plata. Tiene el pelo corto, con mechones de color remolacha.

—Encontrarlo vivo me hizo la mujer más feliz del planeta. Pacho tuvo un país en su espalda y se plantó. Sabe lo que quiere.

Claudia era directora de la Comisión Nacional por el Derecho a la Identidad (CONADI) cuando el 5 de agosto de 2014 tomó el teléfono y marcó un número de Olavarría. No era algo extraordinario: en su rol ya había llamado a más de cien nietos para darle la noticia de la recuperación de sus identidades. Aquella mañana las manos le transpiraban. Como estaba agitada habló rápido, trató de usar un tono neutro.

—Al principio estaba seria, pero a los pocos minutos se me fue el protocolo a la mierda. Cuando le dije que el ADN había dado positivo y que por en ende era mi sobrino, sentí que él reaccionaba como si le confirmara un trámite menor. Los nietos suelen responder con desconcierto, pero parecía como si estuviera desconectado.

Desde aquel momento Claudia Carlotto, que tiene seis hijos, dice que prefiere viajar sola a Olavarría a encontrarse con él. 
    
—Quería un vínculo personal, de tía a sobrino. Y se dio una relación de amor, casi incondicional. Lo voy a defender a muerte. Si me pide que me corte un brazo, lo hago.

Cuando se reencuentran no suelen hablar demasiado. Miran películas, cocinan. Pacho le abre la puerta diciéndole: “Bienvenida al spa”. Claudia se pasa largas horas tirada en el sillón de la casa, descansando, haciendo zapping. Es la madrina de Lola y hace poco viajaron juntos por Europa, de vacaciones.  —Cuando Pacho apareció, colapsé del estrés. Los Carlotto lo avasallábamos y él retrocedía.

Ceba un mate y dice que respeta el amor mutuo entre Ignacio y Juana y Clemente.

—Ellos tuvieron responsabilidad pero no les guardo rencor. Es una lástima que Pancho Aguilar se haya muerto justo antes que encontráramos a Ignacio. La justicia llega tarde.

A su madre, Estela de Carlotto, le muestra en persona los videos de Lola que su sobrino le envía con frecuencia desde su WhatsApp.

—Discuto con ella porque dice que lo idealizo. Nosotros dejamos la vida para buscarlo, pero Pacho es la víctima, él no eligió nada. 
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Cuando cumplió dieciocho años, el por entonces ignoto Ignacio Hurban fue a estudiar piano a un conservatorio de la ciudad de Avellaneda, a pocos kilómetros de Capital Federal. Allí conoció a Gustavo “Tavo” Angelini, un músico que en aquella época vivía cerca del Parque Lezama, que acaba de cumplir cuarenta y nueve años y trabaja en la construcción

—En  los recreos él se ponía a tocar el piano y yo cantaba —dice el Tavo por teléfono desde su casa, en Buenos Aires—. Pero nos hicimos amigos cuando trabajamos juntos haciendo changas. Pintábamos casas, fuimos ayudantes de albañil y después armamos escenografías para espectáculos de jazz. Había noches que recorríamos el under. Le decía que se quedara a dormir en mi casa pero prefería volver a la suya, de madrugada, quedaba lejísimos. Era muy rígido con su rutina de estudio y no se relajaba. Y ya componía cosas de avanzada. Hasta que un día llamó y me dijo que se volvía a Olavarría, que quería dedicarse a la música en su tierra. 

El músico Lucas Chamorro lo conoció en 2001 y dice que nunca pudo descifrar el aura misteriosa de su personalidad. 

—Era filoso como pocos. Yo tocaba la armónica en un grupo suyo. Una noche después de un concierto me dijo: “Che, Luquitas, ahora voy a buscar la escoba con la pala para juntar todas las notas que no tocaste”. Sabíamos que se crió en el campo y entonces le solíamos preguntar, “Pacho, ¿vos de dónde carajo saliste?”. Encima el tipo leía a Borges, a Cortázar, escuchaba todo tipo de música.

—¿Y qué les respondía?

—“No sé a quién mierda salgo. Qué se yo”. 
                                                                                                          ***
Sierras Bayas, a 15 kilómetros de Olavarría, es tierra de picapedreros.

—Me crié acá, con vista a un cerro que ya no existe. Nuestros viejos nos decían “cierren la puerta que entra el viento con el polvo”.  Las cenizas estaban por todas partes.

Daniel Fitte es artista plástico y amigo de Ignacio Montoya Carlotto. Es una noche de otoño de 2018 y en su atelier se escucha Caetano Veloso. En una pared cuelga su obra Guantes de obreros usados.

Cuando Ignacio Montoya Carlotto era director de la Escuela de Música de Olavarría, cargo que dejó en agosto de 2014, Daniel Fitte encabezaba la lucha de los docentes por mejores condiciones de trabajo.

—Él nos apoyaba en la lucha. Y ahí nos conocimos.

Dice que una de sus últimas muestras de arte se llamó Patio blanco. Los participantes tenían que elegir un objeto y taparlo de cemento. Uno de los invitados fue Ignacio.

—Me trajo su antiguo documento. Él iba tapándolo con el pulgar hasta que de repente no quiso cubirlo más y dejó “Ignacio Hurban” sin cementar. El tipo sigue siendo él, el apellido es una circunstancia. Su abuela Estela tuvo suerte de encontrarse a un tipazo, que encima defiende su causa. Pacho tocaba todos los 24 de marzo en el Día de la Memoria en Olavarría.

En el barrio Procrear de Olavarría el guitarrista y docente Juan Loza, que fue vicedirector de la Escuela Municipal cuando Montoya Carlotto era la máxima autoridad, prepara un mate. Es otra tarde de otoño, y el sol se asoma entre los nubarrones.

—A una gran parte de la comunidad local no le importó la historia de Pacho. Es una ciudad conservadora y que apoyó a los militares, no revisa el pasado. Hace poco una colega me comentó: “Ahí está. El nieto agarró un puesto político”. Otro vecino comentó que se enteró que Pacho se había ido a vivir a una mansión en Buenos Aires. 
                                                                                                     ***
Tose cada cinco minutos. Se sienta al piano en su estudio de música y toca una improvisación melancólica inspirada en Bill Evans, uno de sus ídolos del jazz.

—Esto es lo que hago cuando no soy nieto —ríe Ignacio, con la mirada pícara—. Me levanto, tomo un café y subo al estudio. Ocho y cuarto miro al tipo que tiene un taller enfrente y empieza a laburar a esa hora. Hay gente que cree que me hice músico gracias a Estela de Carlotto. Cobré la indemnización por tener padres biológicos asesinados por la dictadura y por sustitución de identidad, algo que corresponde por ley. Y la mitad de ese dinero la destiné para pagar deudas. 

Pasea la mirada por la biblioteca, donde hay fotos de él en conciertos y con su abuela, Estela de Carlotto. En una de ellas, los dos están de pie en la sede de Abuelas de Plaza de Mayo y se miran con ternura, a centímetros de distancia.  La fotógrafa Anabela Gilardone tomó la única foto que existe de Ignacio Montoya Carlotto abrazado a sus dos abuelas, Estela de Carlotto y  Hortensia “Tenchi” Ardura de Montoya, la madre de su padre Walmir “Puño” Montoya. Tenchi murió en 2016, a sus noventa y cuatro años.

—Es curioso que hable poco de Tenchi, pero es una de las personas más agradables que conocí —dice Ignacio, ahora con los brazos en jarra—. Los Montoya son menos conocidos en esta historia y curiosamente es ahí donde estoy cómodo. Hace poco fui de vacaciones a un campo de ellos en el sur y sentí como si volviera a mi infancia. Tenchi, por ejemplo, llamó a Juana y Clemente para agradecerles cómo me habían cuidado. 

En una repisa, al fondo del estudio, hay dos cuadros pequeños con cuatro fotos de Laura Carlotto, de pie, sonriente, y una sola de Walmir Montoya tocando la batería. No había ninguna de Juana y de Clemente hasta que, en noviembre de 2018, decidió imprimir una.

—Es de un día que salimos a comer. Son muy tímidos, pero hice “click” y justo se abrazaron.

La biblioteca ocupa casi todas las paredes del estudio. Se detiene en un cuadro con la foto del pianista Horacio Salgán —“el maestro, el único”—. Resaltan los libros de Borges, Cortázar, Roberto Fontanarrosa, de Agatha Christie —“los leía mi vieja, pero ahora no ve un carajo”— y cómics. Pero los libros que cuida celosamente forman parte de la colección amarilla y de tapa dura de Robin Hood.

—Me los traje del campo donde me crié, y siguen acá —dice mientras abre las páginas de La isla del tesoro, de Robert Stevenson—. Eran de la biblioteca del patrón y estaban abandonados. Me la pasaba leyéndolos de chico y me transportaba a la selva.

Dice que se alegró cuando su abuela Estela lo llamó después que River le ganara a Boca, en la final de la Copa Libertadores. Ese día fue uno de los más felices de su vida. Como cuando organizaba de joven unas fiestas en su pueblo que llamó La Pacho Fest, donde vendía un fernet casero hecho por él. 

—No soy el pibe de campo inocente que era hace cinco años atrás. Pero tengo que recuperar algo de mi esencia. El otro día estaba reunido con la familia Carlotto por las fiestas de fin de año y estaba muy cómodo, pasándola bárbaro. Y en un momento me dije “¿Qué carajo hago acá?”. Hay una enorme distancia en cómo me crié, en cómo pienso mi vida respecto de ellos. Y no es que haya un problema, ni nada por el estilo. ¿Se entiende?

Abre las cortinas de los ventanales de su estudio. Está anocheciendo. Desde allí se ve el cerro Luciano Fortabat. Dice que esa vista no la piensa cambiar por nada en el mundo. 

—Todo esto fue como si yo hubiera venido por la ruta, hubiera chocado contra un camión y sobreviví. Y la gente, en vez de preguntarme cómo me siento, me sigue mirando y se pone contenta. Pero por ellos, no por mí. ¿Y qué les voy a decir?

 

Sobre el autor

Juan Manuel Mannarino es periodista y licenciado en Comunicación Social por la UNLP. Estudió en la misma institución el Profesorado de Historia. Ejerce la docencia y se especializa en el periodismo gráfico y  narrativo.  Sus  textos se    publicaron  en  diversas antologías, como Anfibia, Crónicas y Ensayos/1, La Pulseada, 12 años y Punteros, fantasmas y criminales. Fue parte del equipo de investigación del libro Voltios. La crisis energética y la deuda eléctrica, coordinado por Leila Guerriero. Integró diversas redacciones periodísticas como La Pulseada, Infojus Noticias, APN, Perycia y TUCO web, y hoy es colaborador free-lance de Gatopardo, Infobae, Nuestras Voces, Revista Ñ, Anfibia, La Agenda, Marcopolo y Brando, entre otros. Su texto Marché contra mi padre genocida recibió numerosos premios. El siguiente perfil fue publicado en septiembre de 2019 en revista Gatopardo.

"Al macho lo escracho", de Marisol Ambrosetti

El rumor corre en voz baja de banco en banco durante la primera clase de Teoría Política de 2018.

Es el mes de abril y en un aula de la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de La Plata, el profesor Germán Soprano se esfuerza porque sus alumnos comprendan a Maquiavelo. De pronto tres estudiantes salen y, al cabo de unos minutos, regresan con varios más. Uno toma la palabra, pide al docente interrumpir la clase porque “en el aula hay un acosador”. Lo señala, dice las cosas que hizo. El docente interviene y pide que lo dejen hacer su descargo. El escrachado reconoce que intimidó a una compañera, que insultó a otro por ser gay, que trató de “putita” a una profesora en Facebook. Pide disculpas, dice que ya se dio cuenta y promete no volver a hacerlo.

Los escrachadores arremeten: “Estamos siendo bastante light con vos ahora, en otras clases te sacamos del aula”. Otro propone: “Habría que ver qué piensa la mayoría . ¿Se queda o se va?”. Se hace un silencio. El profesor se sacude el desconcierto y recupera el habla: “Momento, esta es mi clase, las autoridades no me informaron de esta situación así que no vamos a continuar”. 

La escena no es la primera de este tipo. Los escraches por acoso sexual y abuso comienzan a ser habituales en la UNLP, incluso entre adolescentes del secundario como el de Bellas Artes. Las redes sociales son el vehículo ideal para hacerlos públicos y efectistas.

Dos mil dieciocho es el año en que el reverdecer de los feminismos emerge con inusitada fuerza en la generación que nació con el siglo, la generación de mi hija. En La Plata, la ciudad en la que nací y me criaron, en la que parí y crié somos casi 900 mil habitantes y estudian o trabajan en la Universidad más de 126 mil personas.

 Dos mil dieciocho es el año en que los pañuelos verdes se anudan en las mochilas de casi todas las pibas de la ciudad: ya no solo se ven en aulas de la UNLP o en las marchas del movimiento #Niunamenos, se los ve en los barrios y en el centro, en bicicleta y en micro, aparecen en el súper y en la cola del cajero. Tanto se popularizaron que los lucen hasta algunos varones jóvenes.

La Iglesia, perturbada pero rápida de reflejos, copia la estrategia: elige un pañuelo celeste cielo y convoca a marchas en las que reemplaza a la clásica Virgen en andas por fetos gigantes de papel maché.

En abril de 2018 todavía es posible creer que el aborto será legal, seguro y gratuito en Argentina. Y, para esa fecha, todavía no asistimos al escrache más famoso del país: el de la actriz Thelma Fardín —con pañuelo verde en la muñeca—, contra el actor Juan Darthés.

El profesor en la mira

Los videos están publicados desde mediados de 2016 en la página de Facebook “Campaña contra el acoso en la FAHCE” (Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación)”. Aparecen chicas con la mitad del rostro cubierto. De a una, miran de frente a la cámara y dan su testimonio: “Durante meses, ya sea en persona o por correos electrónicos, me invitó recurrentemente a su casa con la excusa de que la bibliografía estaba ahí y que no iba a traerla a la facultad”. Otra dice: “La segunda vez que me pegó con un fajo de hojas en la cabeza me dijo que tenía derecho a pegarme semana por medio”. La siguiente agrega: “A la salida de la clase me agarró la mano muy fuerte y le daba besos, fue horrible”.

Los testimonios son breves y numerosos. Se refieren, con nombre y apellido, a un docente de primer año de la carrera de Letras que fue escrachado con posteos en las redes sociales, con afiches pegados en las paredes de la facultad y con intervenciones en las aulas en las que un grupo de estudiantes advierten a las ingresantes que tengan cuidado porque cursarán con un acosador.

Con diez mil alumnos de veintinueve carreras y mil empleados, entre docentes y no docentes, la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación es la mayor caja de resonancia de este nuevo feminismo, lleno de vertientes e internas pero con dos objetivos comunes: la lucha por los derechos de las mujeres y contra la violencia machista.

Miro los videos de las pibas en Facebook, al escucharlos siento bronca y pienso en voz alta. ¡Qué tipos pajeros!  Me parece una obviedad que las mujeres seamos 14 feministas, no serlo es estar en contra de nuestros propios derechos. Voy a las marchas de mujeres, tengo mi propio pañuelo verde y, sin embargo, con los escraches no me identifico, hasta diría que me incomodan. Tal vez por ese aire a justicia por mano propia que siempre rechacé y porque no estoy segura de si este método suma o resta a la causa. Se multiplican las preguntas: ¿Qué pasa después con el acusado? ¿Aprende la lección? ¿Qué pasa si alguna denunciante miente? ¿Pensar así me convierte en una traidora?

Quiero las respuestas. Entonces decido ir a hablar con las organizadoras de los escraches en Humanidades, integrantes de la Comisión de Géneros, creada a partir de la impotencia que sintieron frente al primer profesor denunciado porque, me cuentan, “las autoridades tardaron mucho en darnos una respuesta satisfactoria”.

 Acuerdo una entrevista para el primer viernes de mayo y voy a verlas. Mientras camino la Facultad de Humanidades sonrío con placer al pensar que todo esto pasa en el mismo predio donde funcionó un batallón de infantería de la Marina, el antiguo BIM 3 de El Dique, en Ensenada, donde el feminismo era mala palabra, cosa de locas o de putas.

Me reciben tres representantes de la Comisión de Géneros. Una de ellas, Camila Fernández, estudiante de tercer año de Letras, se acomoda con gracia su cabello azul y me explica que la Comisión “es un espacio horizontal, de base, que reúne a unas veinte compañeres entre mujeres y personas de identidades disidentes, todes estudiantes de varias carreras y de diferentes agrupaciones políticas”.

En las reuniones semanales se habla sobre las 15 denuncias, se debate sobre qué medidas tomar y, si alguna lo pide, organizan nuevos escraches. Mantienen activa una página de Facebook bajo el nombre “Comisión de Géneros de la FAHCE”. Ahí, además del profesor, están las fotos de dos estudiantes y de un no docente, también acusados y escrachados por violencia, abuso y acoso sexual.

Amparo Lemunkuyen, otra estudiante de Letras, se ocupa de aclarar: “Mirá que llegamos al escrache como última instancia y sólo a pedido de le denunciante que, por supuesto, no participa del escrache en sí, porque eso sería revictimizarla”. También cuentan que en la Comisión de Géneros no hay lugar para varones cis: “Nuestro principio es construir desde la sororidad, la comprensión entre quienes alguna vez atravesamos una situación similar y creemos que, al menos en este momento, la presencia de un varón puede inhibir a las compañeras a la hora de contar situaciones de acoso machista”, explica Camila.

Eva Sánchez, estudiante de Historia, agrega que “por más aliado de la causa feminista que sea un varón, no puede comprender la violencia de género del mismo modo que quien la padece, sin ir más lejos, en el caso del profesor, muchos compañeros lo veían como el piola o el copado y no entendían nuestra incomodidad”.

Hasta ahora, mayo de 2019, realizaron cinco escraches. La modalidad varía: puede ser una advertencia en las redes sociales o en una asamblea, una pegatina de afiches con la foto del acusado o el ingreso a las aulas para advertir a las demás que en la facultad hay un acosador.

“¿Por qué tenemos que estar con miedo o incómodas nosotras?” se preguntan, y aclaran que el objetivo de escrachar es “recuperar ese espacio que está ocupando la persona que nos violentó, rehabitarlo, porque la facultad 16 es súperimportante: tenemos derecho a la educación pública y a que esa educación sea en un espacio seguro”. Les pregunto si no tienen miedo de equivocarse, de acusar a alguien que no es culpable. Dicen que “es prácticamente imposible que haya denuncias falsas”.

Qué hizo la Universidad

El caso del profesor denunciado por acoso obligó a las autoridades de la Universidad a tomar cartas en el asunto. Crearon el Protocolo de Actuación ante situaciones de Discriminación y Violencia de Género de la Universidad Nacional de La Plata.

En el comunicado oficial que emitió la Facultad de Humanidades con fecha del 23 de junio de 2017 se lee que, ante las denuncias de las alumnas, “se ha decidido desafectar al profesor de todas sus funciones docentes a partir de la fecha, hasta tanto se determinen las medidas que corresponde tomar”.

El protocolo comenzó a debatirse hace cuatro años bajo la órbita de la Prosecretaría de Derechos Humanos de la UNLP, con sede en el Rectorado. La idea fue crear procedimientos específicos para denuncias de discriminación o violencia de género, algo que no estaba contemplado específicamente en sus reglamentos.

Se creó, también, la dirección de Género, Diversidad y Derechos Humanos, a cargo de la licenciada Eliana Vázquez. Decidí llamarla para saber qué pensaban de los escraches en sus aulas las máximas autoridades de la UNLP. Vázquez dijo que como institución “no deslegitimamos 17 ninguna forma de expresión política, pero no son formas que nosotros adoptemos para pensar el abordaje de estos problemas”. En suma: si bien no apoyan la metodología, no pueden prohibirla ni sancionarla.

“Estamos abocadxs a la construcción de una política institucional respecto de la atención de esta problemática en la UNLP con el propósito de canalizar las demandas. Nuestra responsabilidad institucional está vinculada a construir las mejores respuestas a un tema que está en la agenda pública”, dijo Vázquez.

Para aplicar el protocolo, la Universidad decidió que cada facultad cree una Unidad de Aplicación con personal especializado para que se encargue de varios aspectos del procedimiento: recibir las denuncias, citar al acusado, contener a las denunciantes y tomar decisiones sobre cada caso puntual. Entre otras medidas, el protocolo establece un plazo de cinco días desde el momento en que se formula la denuncia hasta que se cita al denunciado.

En Humanidades la Unidad de Aplicación está formada por una socióloga, Paula Provenzano, y por una psicóloga, Tamara Rosenbluth. En abril de 2018 acaba de asumir el decanato una mujer, la profesora de Historia Ana Julia Ramírez.

Les propongo una entrevista y nos reunimos las cuatro en el edificio “A” de la facultad. La decana y las integrantes de la Unidad de Aplicación me advierten de entrada que no me darán datos puntuales de los casos denunciados por razones de confidencialidad.

Cuando les pregunto qué piensan de los escraches la decana dice que “es el resultado de una problemática general, de cómo el movimiento de mujeres está 18 instalando temas en la agenda pública”. Tanto ella como la socióloga y la psicóloga entienden que las denuncias “generan ansiedad en las estudiantes”, pero no están de acuerdo con los escraches como modo de resolución de los conflictos. Les recuerda aquellos que se hacían a los represores de la dictadura, cuando reinaban las leyes de impunidad. Hoy, insiste, “tenemos otras herramientas institucionales posibles”.

Con ellas parece coincidir  la socióloga e investigadora Dora Barrancos, una de las principales referentes del feminismo en el país. Me doy cuenta un año más tarde, cuando leo una entrevista en  Anfibia. Allí Barrancos dice:  “Una cosa es el escrache al genocida porque hay impunidad, pero cosas que tienen que ver con paridades de género tienen que ser bien ponderadas. Nosotras no podemos aterrorizar, hay algo que no se compadece con el feminismo y es la punición. La punición es la matriz patriarcal”.

Decido escribirle para que me amplíe la idea sin muchas esperanzas de obtener respuesta. Es que en este clima de época, esta mujer de setenta y nueve años, directora en el CONICET y de la maestría en Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad de Quilmes no para. Hace poco fue homenajeada en la UBA y hasta ella misma está sorprendida: “Es impactante, lo que hacemos académicamente está mucho más proyectado que en el pasado y, en parte, es obra del acrecentamiento de la lucha de las mujeres”. Sólo en marzo dio más de treinta charlas y seminarios en diferentes provincias del país.

Para mi sorpresa, Barrancos responde y me pide que la llame. Le pido que  amplíe su opinión sobre los 19 escraches, sobre la punición como matriz patriarcal. Y dice:  “¿Quién ha sido históricamente el gran retador, el sojuzgador, el que empleó siempre la punición a la que se salía del molde? ¡El  patriarcado, querida! El castigo es un invento patriarcal. Nosotras, las feministas no podemos caer en lo mismo, y mucho menos podemos caer en zonas de venganza, de ojo por ojo y diente por diente, nada que nos acerque a las conductas fascistas que nos atribuye el enemigo”. Dice que sobre los escraches “las viejas feministas, las ‘vacas sagradas’ como Rita (Segato) o yo, incluso la misma Judith (Butler) estamos de acuerdo”.

No obstante, se ocupa de aclarar que esto no quiere decir que eliminemos toda conducta punitiva, porque “cómo no va  a haber conducta punitiva frente a un femicidio o una violación, está claro que ahí corresponde, con el debido proceso por supuesto. Lo que digo es que debe haber fórmulas de sanción proporcionales al daño que se denuncia, y que esas fórmulas deben ser funcionales y sobre todo pedagógicas”.

Le agradezco su claridad y me quedo pensando en cómo todo se está moviendo, en cómo lo que teníamos por natural, que el macho acose, opine y disponga de nuestros cuerpos se pone en cuestión, por fin. Con más de 300 femicidios al año, un movimiento de mujeres cada vez más visible y masivo pareciéramos estar a mitad del recorrido que describe Juan Carlos Volnovich, psicoanalista experto en género, quien habla del camino que va “del silencio al grito y del grito, a la palabra”.

 

Sobre la autora

Marisol Ambrosetti  se define como mujer, madre, periodista, peronista, feminista y platense. Estudió Periodismo en la UNLP. Lleva veinte años como trabajadora de Prensa en el ministerio de Salud de la Provincia de Buenos Aires. Fue editora y redactora en agencia de noticias DIB. Trabajó en la conducción y producción de los programas 12/8 Salud en Radio Provincia de Buenos Aires y Vademecum en 221 Radio.

Este año obtuvo el Premio Boehringer Ingelheim a la Innovación en Periodismo Científico por su trabajo periodístico sobre ACV; en 2017 recibió una distinción en el marco del Premio al Periodismo de Investigación en VIH Latinoamérica y el Caribe organizado por AHF; en 2010 obtuvo el segundo premio en el  VI Concurso Latinoamericano de Periodismo en Salud sobre Sífilis Congénita convocado por la Red-Salud.  Colabora con diario El Día de La Plata y brinda asesoramiento en Prensa y Comunicación a instituciones de la ciudad

Ellos no mataron a nadie, de Facundo Arroyo

Una banda llamada El mató a un policía motorizado renovó la escena actual del rock argentino con una estructura casera: internet, un par de guitarras guardadas en el placar y un letal estado de simpleza en su música.

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Prólogo a la presente edición

Este es un texto nómade, al que le costó encontrar su lugar. Originalmente fue pensado para la revista Orsai, pero a la hora de la edición, coordinada por Josefina Licitra, el plan fracasó porque no era posible hacerlo entrar en los rígidos formatos de la crónica canonizada. Luego fue planteado para la portada número 80 de De Garage (Diario de rock), pero esa edición nunca llegó a la calle. Los datos que aquí se expresan fueron congelados en el contexto de aquel tiempo (2004-2014). Son diez años de gira y análisis con la banda que refrescó la conservadora escena del rock argentino. Llega hasta el abismo del underground. En la actualidad, El mató es cartel en todos los festivales del mundo.

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En la esquina sin luz hay una casa donde —paredes adentro— se mezclan la música y los gritos. En el living dos pibes están sentados en un sillón que huele a vómito, miran un televisor sintonizado en una película clase Z. De repente en la pantalla alguien dice una frase al paso: “Él mató a un policía motorizado”. Primero los envuelve un silencio inspirador y luego piensan: acaban de encontrar un nombre para su banda de rock.

—Queríamos un nombre que fuera novedoso, que nos llamara la atención estéticamente. Que les llame la atención estéticamente —dirá unos años después Manuel, alias Pantro Puto, uno de los guitarristas de la banda y que, junto a Santiago Motorizado (Chango, para los amigos) llevaría adelante su única preocupación, armar una banda estable.

Al comienzo del siglo XXI, el rock en Argentina vivió algunos años de transición. Pero en 2004 —año en el que El Mató a un Policía Motorizado sacó su disco debut— ocurrieron hechos extraños. Se cumplía una década de la muerte de Kurt Cobain, La Renga metía 74 mil personas en River sin hacer publicidad y, por sobre todas las cosas, sucedía una tragedia argentina: el incendio de República Cromañón dejó 194 muertos, centenares de heridos y una estela trágica que hablaba de la cultura joven, pero también de la corrupción política y empresarial, de la música y del mercado. Ese año nació la banda. Mandaron un mail a sus contactos y si bien me sorprendió —era la primera vez que una banda me avisaba por correo electrónico que lanzaban un disco— recién pude prestarle atención a fin de año. En diciembre logré salir del hospital donde estaba internado en terapia intensiva mi primo, víctima de Cromañón.

—Nosotros empezamos a tocar en el peor contexto del rock argentino —dice Niño Elefante, el otro guitarrista de la banda—, y a partir de ahí nunca paramos.

La tapa de aquel disco tenía cuatro fotos. Eran una sucesión del derrumbe de un edificio doble, casi gemelo, pero que en realidad era el derrumbe de dos edificios siameses que estaban unidos por una extraña estructura de pasillos en cada uno de sus pisos. La década también era la del derrumbe terrorista y el fin maya; el nuevo siglo de bandas con esos raros nombres nuevos.

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Una de las ventajas de ser gordo para Chango es andar siempre en bermudas, aún si es invierno, “tengo kilos de grasa que me protejen de cualquier radiación”, dice. Santiago Motorizado (Chango) es el cantante, bajista y letrista de la banda. También se encarga de la imagen; en el secundario estudió en Bellas Artes y eligió Dibujo. Cuenta que en algunas materias y en los recreos compartía el tiempo con los chicos de Música. A Santiago le gustan películas como Arma mortal, Rocky y Volver al futuro, “no entiendo por qué las desestiman. Ahí también hay cosas para rescatar”, dice. Hace cinco años, cuando lo entrevisté por primera vez, le comenté que por City Bell (barrio lindero de la ciudad de La Plata) había visto un auto muy parecido al Delorean (ese con el que viajan al futuro y al pasado el Doctor Emmett L. Brown y Marty Mcfly) y luego me arrepentí. Santiago posteriormente se me acercaba en cada bar, centro cultural y recital donde nos encontrábamos y me pedía especificaciones.

—¿Pero cómo era la cuadra por dónde lo viste?, ¿no te acordás la dirección de la calle?, ¿había casas o era descampado? Para mí es muy importante —me advirtió una de las últimas veces.

Santiago tiene un padre que siempre se interesó por la música (tocaba la guitarra) y un hermano mayor que es ilustrador (realizador de comics) y que se fue a vivir a España hace unos años. Sin embargo, la madre me aclara: “Yo en lo único que lo incentivaba era a que termine la escuela”, lo dice riéndose por el celular que heredó de su hijo y al que yo llamo equivocado bastante seguido cuando intento hablar con él.

Chango vive solo hace unos meses en una casa de Barrio Jardín (se la alquila a un pariente), zona lindera al casco urbano de la ciudad donde todavía hay calles de tierra, y desde allí maneja las principales tareas de la banda: dibuja cada afiche, flyer, tapa de disco o ilustración para otros eventos; cierra fechas en el interior del país y hasta se pone en contacto con sellos independientes de —por ejemplo— Brasil y España para organizar recitales en esos lugares. También cuando se desocupa piensa en cómo instalar la sala de ensayo en un cuarto que le sobra y además arma las entrevistas que van saliendo. Y en uno de esos encuentros se refiere a su inicio musical:

—Cuando vi a Joey Ramone (cantante de la banda punk The Ramones) en vivo sentí algo especial. Me movilizó. Era feo y desprolijo, no tocaba tan bien la guitarra y casi que no bailaba. Después averigüé si sabía bailar pero nadie me supo responder. Ahí supe que él se parecía mucho a mí y encima lo noté contento...

Apenas dice eso, el Chango reta a Monchito —su perro— con un “Salée Monchito” y se lo lleva para adentro. Luego vuelve al patio, se sienta en un pedazo de tronco y sigue:

—Yo lo único que quería era estar con mis amigos y seguir escuchando música, tener tiempo para hacer esas dos cosas —dice mientras se acomoda el cuello de su remera de Kizz.

Al Chango también le gusta contar la respuesta que le da a su madre cuando se preocupa porque su hijo anda en bermudas con tres grados de temperatura:

—A mi vieja le digo que se quede tranqui, que no necesito usar pantalones-largos-prolijos porque soy una estrella de rock del submundo. El Chango se ríe y ve venir a Monchito a toda velocidad. El cusco acaba de aprender a abrir puertas. Corre hacia su dueño como si hubiera matado a un policía motorizado.

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Pantro Puto es el alter ego de Manuel. Mide 1,82, es flaco y rubio. Tiene un bigote castaño claro y habla como si estuviera congestionado. Además de la banda se dedica a la docencia en la Facultad de Periodismo y Comunicación Social (UNLP) y en la escuela secundaria Normal 1. Juega al fútbol de delantero y hasta hace un tiempo manejó un Toyota Karina modelo 82 que supo llevar de gira a la banda por Córdoba y Rosario. Una vez probó activar un supuesto piloto automático mientras él dormitaba un rato pero no funcionó; tuvo que tirarse a la banquina. Después de Chango es el que más habla en las entrevistas, y antes, era el que componía las canciones hasta 28 que se dieron cuenta de que Santiago “tenía algo adentro que era explosivo y hermoso”. En vivo salta con las dos piernas juntas y no se sale de los límites de una baldosa. En su casa —que en realidad es una propiedad de sus padres que pusieron en venta hace bastante— cuida que su perro esté siempre abrigado, es un perro Pila y, fiel a su raza, no tiene pelo, salvo en su cabeza que le salió una cresta de tono castaño claro. Como el bigote de Pantro Puto.

—¿Sabés cómo se llama?

—Me mira y se ríe.

—¿Cómo?

—Yoda.

Pantro Puto explica la manera de difundir a la banda durante estos diez años. En esa enumeración entra internet (redes sociales, sitios de música independiente, formatos on-line para chatear, plataformas gratis para subir la información de la banda: fotolog, MySpace, SoundClound, Bandcamp), una estética bizarra y freak para las imágenes de la web y el papel y una cabeza Matrix capaz de mantener toda esa información en constante circulación: Chango. Y Pantro Puto mientras le pone dibujitos nacionales a su hijo de casi tres años, resume:

—A nosotros nos alcanzó con internet. Tuvimos todo a mano y lo seguimos haciendo de la misma manera. Después queda la parte práctica: a cada lugar donde vamos, hacemos muchos amigos.

Willy (Doctora Muerte) es el batero y cuando vino una de sus bandas predilectas (Neu!) a Argentina no dudó en comprarse la entrada. No se acuerda de las canciones. “Sólo presté atención a la batería”, dice mientras explica 29 que su forma de tocar viene por ese lado. Antes tuvo otras bandas, como todos los integrantes de El Mató a un Policía Motorizado, pero algunas duraban sólo dos ensayos; las más afianzadas se terminaban separando una vez que registraban sus primeras canciones en formato casete o CDR. Fue al colegio de Bellas Artes con Chango y es el que tuvo la computadora más completa para registrar las primeras canciones de la banda. “Sábado”, fue el debut de Chango como compositor y la canción que terminó por afianzarlos.

—¿Cómo son los ensayos después de las giras?

—consulto a Pantro Puto— ¿Y cómo son cuando presentan un disco nuevo?

—No ensayamos.

—Ah, está bien, ¿ensayan cuando comienzan a pensar nuevas canciones?

—No, no; no ensayamos. Es raro que ensayemos.

“El Mató a un Policía Motorizado es en vivo una de las bandas más afiladas del circuito independiente”, dice la edición Argentina de Rolling Stone en su número anuario de 2012. Una vez que terminaron de grabar su primer disco, la banda no paró de tocar, durante el 2012 y 2013 tuvieron más de quince recitales por mes.

—Es que tocamos tanto desde siempre que a veces es medio al pedo, —dice Niño Elefante.

Al año de haber editado su primer LP y de tocar por bares, centros culturales, salones de fiesta, casas de desconocidos de La Plata y el sur del conurbano, la banda comenzó a planear su próximo movimiento discográfico. Tenían varias ideas pero a Chango había una que le reventaba la cabeza: pensar una trilogía de 30 eps (que rocen el LP, es decir, de más de seis canciones) sobre “El nacimiento, la vida y la muerte”. Fue así que comenzaron con Navidad de reserva, editado finalmente en 2005 y caratulado como “el primer disco navideño del rock argentino” por el periodista Juan Ortelli, secretario de redacción de Rolling Stone.

—No somos ninguna agrupación terrorista —me aclara Chango cuando hablamos sobre las interpretaciones que se hicieron con el nombre de la banda—. Somos pibes con bocha de amor para dar.

Y eso pide en la Sala Polivalente del Pasaje Dardo Rocha en la ciudad de La Plata cuando presentan su primera entrega de la trilogía, Chango le está pidiendo al público sentado que se acerque al escenario, que habrá canciones para bailar. A Chango le da vergüenza hablar en los recitales pero como es el cantante lo tiene que hacer. No dice mucho, se pega al micrófono y con voz gruesa y entonación risueña repite entre tema y tema: “Gracias. Gracias por venir. Vamos a tocar una canción. Hoy tocamos unas canciones”.

Niño Elefante le dicen a Gustavo. Gusti. Él toca la guitarra en Elmató (así se abrevia el nombre de la banda, ellos lo inducen: su página es elmato.com.ar y su Twitter @elmató) y vive con sus padres. Niño Elefante no habla, sólo contesta monosílabos si alguien le hace alguna pregunta y luego vuelve a agachar la cabeza tapando sus ojos con un flequillo lacio y negro. Intentó estudiar en Bellas Artes y luego en el Conservatorio Gilardo Gilardi pero ambas instituciones cuentan entre sus materias con Coro y Canto. “Si no apruebo esas materias, no puedo 31 avanzar. Me parecía una boludez ir a cantar el Ave María”, cuenta. En vivo se para igual que Jonny Greenwood (también sus facciones se parecen bastante), el guitarrista de Radiohead: bien quieto, a veces de espaldas y cabizbajo. Cuando todos sus amigos comienzan a bailar y a saltar en el escenario él permanece con la misma postura.

Pero a pesar de algunos prejuicios, Niño Elefante, en la intimidad de un bar y sin sus amigos que lo secunden es amable, inquieto y opina sobre música, propone puntos de vista y hasta polemiza con el propio Chango:

—A mí Los Redondos (la extinta banda de rock independiente más convocante de Latinoamérica) me marcaron y Chango los odia. Lo que pasa es que él es muy tranqui para declarar. Pero me gusta esa idea de que a Elmató se los relacione con Los Redondos por su manera de manejar el proyecto artístico. Yo lo veía a Skay con la guitarra y flashaba con que el loco tenía una vida perfecta.

Y Niño Elefante cuando piensa en las primeras épocas de la banda se acuerda de lo que les decía Gato (cantante de 107 faunos, otra banda de La Plata que convive con la misma idiosincrasia y que forma parte del núcleo de amigos desde la secundaria): “Primero construyan las bases y después van a estar más tranquilos”. Una idea peronista del rock underground que Nino Elefante celebra y resume diciendo: “Miro el cielo agazapado en la oscuridad”, frase de una de las canciones de Navidad de reserva.

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En 2006 El Mató a un Policía Motorizado saca la segunda parte de su trilogía: Un millón de euros y dos 32 de sus canciones (“Chica rutera” y “Amigo piedra”) comienzan a tener buena rotación en las radios de la ciudad de Buenos Aires y La Plata. En uno de los recitales de presentación, y a la vuelta de su primera gira por Brasil, tocan en un bar naranja sin nombre y en el pogo hay un colega al que siempre presté atención en la Universidad. Es retacón y tiene dientes de conejo, escuchó muchos discos y se explaya con buen criterio para analizar el rock del nuevo siglo; pero ahora está en el pogo. Sentado desde una baranda miro cómo se le van los ojos para atrás mientras grita muy fuerte: “Chica rutera, espero que vuelvas, espero que vuelvas, chica rutera”. Es todo lo que dice porque la canción es todo lo que dice.

Esa noche lo único que me contesta Chango sobre su viaje a Brasil es “zarpado”.

—¿Cómo les fue en Brasil?

—Zarpado.

—¿Cómo estuvo el festival donde tocaron?

—Zarpado.

—¿El sonido de las bandas de allá les gustó?

—Sí, zarpado.

La entrevista que les hice fue antes del recital en el bar sin nombre, y los dos únicos que se quedaron sentados y sigilosos fueron Chango y Pantro Puto.

Durante el 2007 la banda tuvo fuerte repercusión en los medios especializados de Buenos Aires: salieron en Rolling Stone, revista La Mano, sonaron en Mega, Rock and Pop y Universidad y fueron tapa de Inrockuptibles, del NO (suplemento joven del diario Página 12), del SÍ! (suplemento joven del diario Clarín), entre otros.

Sobre las primeras repercusiones mediáticas, los músicos siempre estuvieron atentos y a la vez tuvieron calma.

—Nunca pude dejar de hacer caras graciosas en las sesiones de fotos —dice Pantro—. Mi vieja, que tiene una carpeta con cada una de las notas donde hablan de Elmató, no puede mostrar contenta ni una foto sin avergonzarse.

—Todos los chicos deberían tener una banda de rock —dice Chango— y eso no tiene nada que ver con querer salir en las revistas.

Sebastián Almada es su representante. “En los noventa fui mánager de Peligrosos Gorriones (banda que la prensa apuntó como la renovación de un nuevo rock) y trabajé con Los Brujos y Babasónicos. Siempre me dediqué a producir con el rock, ya sea prensa o directamente mánager”. Luce pelo lacio y largo y posee facciones indígenas. Parece un cacique moderno. Mientras cuenta su experiencia y bastantes anécdotas me pregunta en qué medio va a salir la nota. No me cree demasiado cuando le digo que es una nota que me va a llevar varios meses de trabajo y que quizás nunca salga publicada. Pero él me insiste y me recomienda algunos enfoques que quedarían bien con “la banda de los chicos”. Sebastián Almada aparece por primera vez registrado en el contenido de El Mató a un Policía Motorizado en Día de los muertos, EP que se presentó durante el 2008. En su arte, dibujado una vez más por Chango, dice: Booking y Prensa por Alejandro Almada. Este disco completa la trilogía que reflexiona sobre el nacimiento, la vida y la muerte y sale justo cuando las lecturas ajenas y erróneas de los mayas predecían el fin 34 del mundo, al menos como lo conocemos hasta ahora. En la canción que recibe el mismo nombre del disco, la voz del Chango suena apocalíptica: “Se acercan las tormentas, y yo mirando la pared, besando la pared”.

A partir de Día de los muertos, la banda giró por la Provincia de Buenos Aires, el interior del país, América del sur y Europa. Alex, de siete años e hijo de un músico platense, fue llevado a la dirección por la maestra porque no había respetado las reglas de una tarea: “Escribir la frase de una canción que te guste” y Alex, que en realidad hizo exactamente lo que le pidió la maestra, tuvo que ser ayudado por su padre para explicarle a la maestra que “Ahora estoy arriba de mi casa con un rifle” es una canción de una banda que se llama El mató a un Policía Motorizado. “Y de terroristas no tienen nada, señora”, dijo el padre ante la cara de horror de la maestra y su directora. Ellos hablaban de “Mi próximo movimiento”, tema que pertenece a Día de los muertos y que fue uno de los más mencionados por radios y diarios de todo el país.

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En un show durante el año 2007 en el Ayuntamiento, un bar histórico de La Plata que ya cerró, hay una pareja sobre el borde del escenario besándose mientras Chango grita: “Amigo piedra necesito que me ayudes con mi auto otra vez, para viajar a ese mundo nuevo, otra vez”. Atrás, a la izquierda, donde no apunta ninguna luz, el de la taquilla me asegura que hay más de 350 personas.

Jo Goyeneche —cantante de Valentín y los Volcanes, banda de rock de La Plata, y co-fundador junto al Chango 35 de Aneurisma (por consenso: la huella musical local más fuerte antes de Elmató) —me confiesa en el bar Pura Vida: “Elmató es una síntesis original y auténtica de toda la música que conmovió a mi generación durante años; y Chango tiene, creo yo, una de las voces más expresivas y particulares de la última década. Cada una de las piezas de la banda es irreemplazable y las canciones que logran son himnos instantáneos”.

En un show durante el 2011 en el Centro Cultural Malvinas hay un grupo de ocho amigos y amigas abrazados en ronda, giran como si fueran calesita. Entre los festejos por haber logrado organizar el festival independiente más grande de la región, uno de sus productores me asegura que hay más de 500 personas.

Lautaro Barceló —músico y compositor de rock platense ahora instalado en España— dice: “Una de mis teorías, es que el periodismo de rock nos lavó la cabeza. Nunca me podría gustar una banda que cante “Ey nena, Johnny, Jenny”, les falta Jimmy nomás... Sin embargo, canturreo las rolas todo el día como un zombie. Algo me puede”.

En un show durante 2012 en La Trastienda platense, una chica de gafas con marcos gruesos y una mochila roja le declara su amor a Chango. La chica está en andas de lo que parece ser su novio. Al costado de la salida de emergencia, Almada me asegura que hay más de 800 personas.

Augusto Dalac —periodista— dice: “Lo primero que me llama la atención de El Mató a un Policía Motorizado es la simplicidad de las letras. Con pocas palabras son capaces de graficarte una historia imposible. El ejemplo más claro es ‘Chica rutera’: un final abierto con el ‘espero que vuelvas’. Después, las guitarras juegan solas y en ese 36 sentido salen cosas espectaculares, cruces que te llevan al krautrock o punteos que te percuten una y otra vez en la cabeza y que los coreás hasta el hartazgo. Por otra parte, no creo que haya una banda que transmita tanto en vivo: las sensaciones que viví en los recitales, dentro y fuera del pogo, son por ahí comparables con eso de ir a la cancha, alentando a más no poder. Es un estado de locura tan único que siempre te hace encontrar algo nuevo”, concluye y se me viene a la cabeza aquella secuencia del bar sin nombre.

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Luego de presentar la trilogía, la banda de La Plata comenzó a participar de grandes festivales en Buenos Aires (BUE, Personal Fest) y a salir de gira por América Latina, Europa y durante este año también llegaron a México y Estados Unidos.

—Es genial porque nos llevan, en casi todos esos festivales, en carritos de golf —dice Chango.

El periodista Juan Barberis explica que esas son puertas que antes estaban cerradas para bandas que no contaban con el apoyo de una discográfica de peso o de algún auspiciante poderoso. Se refleja en las nuevas visitas de bandas platenses y del conurbano. Llegan a los lugares por donde antes pasó Elmató. “Un fiel reflejo de eso son 107 Faunos, Go Neko! y NormA en la edición 2013 del Primavera Sound”. Barberis se refiere al festival que se realiza en Barcelona (España) caratulado como el evento independiente más grande de Europa.

—Fuimos manejando por el DF siempre de día 37 porque de noche no nos dejaban. Tienen todo ese chamullo de las pandillas narcos, nosotros las queríamos conocer pero no pudimos. Después seguimos por Guadalajara y llegamos a Austin, un flash, en esos festivales la fiesta está en toda la ciudad. Es como el carnaval de Jujuy pero con bandas locas de Japón y Egipto. Todo bien con tocar en el Vive Latino pero las mejores fechas fueron en patios de locos re zarpados.

Cuando Pantro Puto desde la tranquilidad de su casa comienza a contar, sin pausas, su reciente gira por el Norte de América salta del sillón y se prepara un Shirley Temple con jugo de naranja para rebajarlo.

—Sea en Rosario o en el DF nosotros siempre nos queremos hacer amigos. Es la única manera de volver a esos lugares —respira tranquilo mientras sorbe un trago. Y esa frase queda retumbando cuando, durante junio de 2013, hablan con el coordinador del nuevo teatro de Mario Pergolini y cierran su primera fecha.

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—Te contamos un secreto si no lo difundís...

—¿Qué secreto?

—Seguí con buena velocidad, mantenete sobre la mano izquierda y mandate por donde dice “Telepeaje”.

—Pero no tengo Telepeaje...

—No importa, funciona igual. Lo tenemos suficientemente comprobado.

Y funciona. Luego de que la baranda se me levante sin sacar mi mano por la ventanilla y dejar algunos pesos a alguien que está cansado de saludar, mi cuenta al final de la noche es la siguiente: tengo 20 pesos a favor, 38 si hubiéramos pasado en hora pico me alcanzaría para volver a cargar el tanque de gas.

Pero una vez que pasamos la barrera y ellos miran mi cara, dicen que estaría buenísimo que ahora aparezca el FBI o que nos sigan un par de policías hasta el final de la autopista por no pagar su peaje.

Hoy El Mató a un Policía Motorizado tiene la fecha más importante de su historia en Capital Federal y Pantro Puto cuando me lo dice mira cómo cambia el color del semáforo que nos falta atravesar para dejar atrás la ciudad de La Plata. Cuando me enteré de la fecha en el Teatro Vorterix lo llamé y le pregunté si podía ir con ellos, estar todo el día

—¿Vos podés conseguir un auto?, me preguntó.

—Sí, el de mi papá.

—Joya, entonces sí, porque si no en el auto de Chango no entramos todos.

A finales del 2012 Elmató sacó La Dinastía Scorpio, su segundo LP y quinto registro discográfico, sumado a los simples y eps más artesanales. Además de ese lanzamiento, tuvieron reediciones de sus discos anteriores en Brasil y España. A la vez, un sello español, Limbo Starr, les editó este último trabajo en vinilo, casete y en tarjeta de memoria para descargarlo directamente en alta calidad en cualquier reproductor.

—No pensamos tanto en el formato sino más bien en el fetiche —dice Doctora Muerte mientras se traga entera una Big Mac de McDonald´s. En la mesa también está Chatrán, el quinto integrante de la banda que, en los papeles se incorpora desde este último disco, pero ya viene 39 tocando hace varios años con ellos. Chatrán tiene los ojos achinados y su buzo le queda grande, cuando habla arrastra casi todas las palabras y se detiene cortante cada vez que pasa alguna muchacha con una bandeja de comida.

—Vivir todos los fines de semanas de esta manera se me complica, pero igual está buenísimo —dice mientras también se traga un cuarto de libra de la cadena más grande de comidas rápidas. Mientras comienzo a ponerle mayonesa a mi hamburguesa, ellos dos se paran para ir a pedir el pequeño flan que les viene de regalo.

—Con Eduardo Bergallo (trabajó con artistas como Soda Stereo, Fito Páez y Caetano Veloso) como ingeniero de sonido logramos una base sonora mucho más profunda, —dice Doctora Muerte y Chatrán carraspea la voz con un pedazo de hamburguesa rozándole la garganta:

—Antes el Chango se clavaba en la mezcla y se pasaba horas buscándole el mejor sonido.

Los dos se quedan callados y miran a través del enorme ventanal que da a la calle. Chatrán se para y trae más servilletas, a punto de sentarse se vuelve a parar y se pone a hablar con una chica, luego le suena el teléfono y grita “hola” un par de veces hasta que escucha a un amigo que le pregunta si habrá pizza antes del recital. Doctora Muerte dice que cada tanto necesita recargar energías con alimentos y es capaz de comer dos horas sin parar. Son las seis de la tarde y desde que está despierto —unas siete horas— no había comido nada. Los dos se paran y se preguntan cómo habrá sido la promoción de su fecha en Vorterix. Se sientan. Se paran. Se sientan. Dicen vamos que tenemos que comprar cigarrillos, cómo es posible que no haya un kiosco frente a Vorterix, pero al toque 40 se dan cuenta que hay uno al lado. Cruzan, se fuman uno. Vuelven al camarín donde la banda ya está reunida luego de la prueba de sonido. Tienen una heladera llena de cervezas y agua mineral, un plasma con el partido final del fútbol argentino y un par de sillones negros. Allí estarán por más de cuatro horas.

Mientras discuten sobre fútbol a Chango lo apura un mánager de un sello independiente que aprendió a manejarse en la industria de la música con algunas ideas del mercado. El mánager parado en el medio del camarín le habla a los ojos del Chango que, tirado en uno de los sillones negros, sigue la discusión sobre Heinze (defensor de Newell´s) y de rebote liga los innumerables datos que el mánager le tira por segundo: “en la compañía Apple se manejaban de esa manera, de verdad son tipos que te dan una mano, cuando estás a punto de salir del under esto es lo que necesitás, a pesar de ser un sello multinacional ya comprenden el desarrollo de las escenas emergentes. En fin”, dice, le dice, Chango sentado, que no es como él se piensa, que quizás Elmató debería acercarse a algunos de los ofrecimientos que tiene. Que el mánager lo puede acercar en cuestión de segundos, “están en Vorterix, esperando que la banda salga a tocar”.

Chango dice que banca a muerte a Heinze y que, a pesar de no tener buen manejo de pelota, transpira la camiseta, y mirando de reojo al pibe mánager le explica:

—Te agradezco, pero de verdad ya tengo demasiados amigos.

Cuando pasaron las cuatro horas en el camarín, el personal de Vorterix completa nuevamente la heladera, 41 y en el cuarto de tres por cinco ya no hay diez personas, sino veinticinco. Almada se asoma sólo unos segundos y le pregunta el precio de los vinilos a Chango. Se lleva la mitad de los que hay y le dice que en diez minutos arrancan. Todos los integrantes de la banda están inmersos en diferentes charlas a los gritos dentro de ese mismo lugar. Chango dice “chicos” y en cuestión de segundos Elmató está tocando “El magnetismo” (primer tema de La Dinastia Scorpio) con el telón cerrado y del otro lado se escucha el murmullo de casi mil personas. Al menos eso es lo que me anota Almada en un papel. Cuando se abre el telón y la banda engancha la canción con “Mujeres bellas y fuertes”, esas casi mil personas se funden en el pogo.

Chango está de pantalones cortos y tiene el mismo bajo desde el primer disco; lo pegó con cinta en uno de sus extremos. Doctora Muerte tiene la cabeza empapada de chivo. Pantro Puto salta en una misma baldosa y nunca cambia el efecto de sonido que usa con la guitarra. Niño Elefante está cabizbajo, casi de espaldas a la gente, y su cuello está apretado por el último botón abrochado de una camisa cuadrillé. Por la mitad del recital tocan “Más o menos bien”, “algo así como el himno del año” dice un periodista por la radio de Vorterix en vivo y allí hay algunos versos que el Chango entona con amor: “Ahora somos nuevos creadores de rock and roll, tranquilos todo va a estar más o menos bien”, pasa todo muy rápido y Doctora Muerte se fuma uno tirado en un sillón que no se ve desde el camarín, “guitarras guardadas en el placard”, Chango ya no pelea con los dueños del boliche, ahora se queda detrás del telón hablando con un iluminador sobre 42 un equipo de fútbol, “Mirando la comida ya fría, espero que esté hecha con amor”, por la autopista Buenos Aires-La Plata todos duermen y, sin que se enteren, no paso por el Telepeaje, pago cinco pesos, “Pa, necesito un poco de plata para que siga todo más o menos bien”, y Chango que no guarda secretos y “Amigo, no llores por las noches, es hora de buscar lo esencial”. Los chicos están de vuelta en casas prestadas, Monchito bate records con sus saltos. La ciudad de La Plata aparece casi amanecida, hay leche en la heladera. Tranquilos, que todo va a estar más o menos bien.

 

Facundo Arroyo es licenciado en Comunicación Social con orientación en Periodismo y profesor en Comunicación Social de la UNLP. Escribe sobre música hace diez años. Colaboró en medios como Rolling Stone, Billboard, Orsai, Tiempo Argentino, Infonews, El Día, Página 12, Silencio y La Agenda BsAs, entre otros. Fue editor del diario De Garage y publicó Bardo (2012) junto a Nacho Babino. Actualmente conduce El fondo de la noche (FM Universidad) junto a Martín Graziano, trabaja para un documental sobre Jorge Cafrune (apoyado por INCAA y Fondo Nacional de las Artes) y en un libro sobre Mercedes Sosa para Gourmet Musical. Como docente dio clases en UNLP, UCALP, EMU y dictó distintos talleres siempre con el foco puesto en la música de tradición popular, la escritura y el periodismo. 

Los enigmas del Princesa, de Daniel Badenes

 

Los recuerdos siempre viajan como polizontes (Maluco, acto III)

Vio nacimientos y muertes. La solidaridad de los italianos que construyeron La Plata y la topadora que motoriza el ordenamiento urbano de la nueva época. Fue un cine masivo, el primer salón de tango platense y un teatro experimental. Un trozo de la historia de la ciudad se condensa en el misterioso edificio de diagonal 74 que ahora se ofrece como una oportunidad inmobiliaria. Personajes, leyendas, escenas y preguntas sobre un sitio que es bastante más que un “lote” en venta.                                                        

En pleno centro, a la vuelta de la terminal, sobre la diagonal por la que miles de micros y autos salen de la ciudad, se levanta una especie de castillo encantado. Columnas imponentes que remiten a los griegos, enormes portones de madera y un enrejado oxidado aportan un halo de misterio a la añeja construcción que parece abandonada.

—Dicen que fue una logia masónica —arriesga un vecino de años, que habla de un barco ahí adentro que para ser sacado requirió tirar abajo una pared.

Fue mucho después del esplendor de la sociedad de italianos que construyó este edificio, que fue salón de baile y uno de los primeros cines platenses, además de acoger consultorios médicos y otros servicios para los inmigrantes que hicieron la ciudad.

Dos carteles derruidos señalan su última identidad: Hermandad  del  Princesa.  Así lo llamó Mario Quico García, el empresario aventurero, poeta, cineasta y realizador teatral que lo alquiló y luego lo compró a principios de los 90, tras décadas de abandono, para montar la obra más deslumbrante que conoció el teatro independiente local. Era el apogeo de la cultura menemista y los espacios que resistían al “sálvese quien pueda” se contaban con los dedos de una mano. El Princesa era uno. A dos décadas del estreno de Maluco, mientras otros centros culturales florecen dentro y fuera del casco, en el Princesa ronda el fantasma del Código de Ordenamiento Urbano. En mayo de 2013 —con la decisión tomada por los herederos de García— la inmobiliaria porteña Toribio Achával colocó un cartel rojo que anunciaba la venta e indicaba cuántos pisos se pueden construir…

La leyenda del 1900

El revoque descascarado ya no deja leer la inscripción que sobrevivió tanto tiempo en el frontis: Societá Unione e Fratellanza di Mutue Socorres. En otro tiempo, el italiano se oía en las calles, en bares, almacenes y viviendas obreras. Incluso se publicaban periódicos en esa lengua. Corría fines del siglo XIX y en La Plata, nacida “de cero”, habitada primero por los obreros que la construyeron, los italianos llegaron a ser mayoría: en 1884, cuando la ciudad contaba 10407 habitantes, sólo 1278 eran argentinos. Cuatromil quinientos ochenta y cinco venían de Italia.

Algunos de ellos habían creado, en junio de 1883, a menos de siete meses de fundada la ciudad, aquella “obra social” que creció a pasos agigantados. En 1889 inauguraron el edificio de diagonal 74 entre 3 y 4: “Debía albergar a la primera institución de la colectividad italiana en La Plata, que aspiraba al prestigio y la grandeza. Eso exigía una imagen sólida y monumental”, explica la historiadora del arte Mónica Lagomarsino, que cuando estudiaba en Bellas Artes preparó una monografía sobre el lugar.

Los servicios de la sociedad eran diversos: facilitaba las comunicaciones con Italia, daba subsidios a socios por enfermedad o viudez, apuntalaba la “educación patriótica” y ofrecía actividades culturales que combinaban baile y teatro. Para eso tenían una sala enorme: 30 metros de largo por 12 de ancho y 10 de alto. “Es un volumen impresionante”, explica el músico Daniel Gismondi, que entró al lugar un siglo después de su construcción, convocado por García para formar La Hermandad del Princesa: “Las dimensiones que tiene son absolutamente precisas para una buena sala lírica. Es como la representación a escala de Alla Scala de Milano, un descubrimiento acústico de los italianos”.

“Es un teatro del siglo XIX —agrega—, cuando había muy pocos en toda la provincia de Buenos Aires. El Princesa en 1890 no debía ser un teatro local. Venían del interior... Venían a bailar tango, y en el escenario había variedades: tocaba una orquesta típica, un número de folclore; el show duraba todo el día. El entretenimiento era ese, se juntaba la familia, era el lugar de encuentro”. 

Al costado de la gran sala había un buffet, en un salón alargado que hacia la década del 10 dio paso a una serie de salas que fueron oficinas y consultorios médicos. Todavía hoy llama la atención una de esas habitaciones, con piso, paredes y techo revestidos de venecitas verdes. Allí atendió, entre otros, el doctor Rodolfo Rossi —que hoy da nombre a un hospital público—, italiano de nacimiento pero argentino de crianza, que se hizo conocido como jefe de sala del Policlínico entre 1922 y 1955.

Gismondi conoció ese dato en los 90, en las horas y horas que pasaba trabajando en el teatro. Una tarde cualquiera, en el patio, junto al sitio donde vivieron los caseros que cuidaban Unione e Fratellanza, que luego funcionó como sala de ensayo. Por el portón que da a la calle 4 apareció un viejito de unos noventa años que le pidió permiso para entrar. “Empezó a recorrer todo y miraba con una meticulosidad que me llamó la atención —rememora—. Cuando me acerco lo veo lagrimeando. Estaba emocionado. Y el viejo me dice: ‘En esta habitación nací yo; acá pasé toda mi infancia”.

“Estando ahí estos datos aparecían”, dice Gismondi, y sugiere que hay mucho más en esa historia nunca escrita. Aquel hombre, hijo de los primeros caseros del lugar, le contó que el doctor Rossi había intervenido en su parto y señaló un árbol:

—Este laurel lo plantó mi padre cuando nací yo —le contó.

En un siglo, el árbol convivió con la sociedad italiana, un cine masivo y el cuasi abandono de varias décadas, y vio revivir el lugar como teatro, con la Hermandad fundada por García. En abril de 2012, una tormenta lo derribó. Fue en los días en que Quico sufrió el ACV que lo llevó a la muerte. Una de las tantas historias circulares que rodean al Princesa.

La llegada del cine

Las fiestas sociales y los consultorios médicos datan del apogeo de Unione e Fratellanza, que en 1909 alcanzó los 4913 socios y tenía sucursales en Los Hornos y Ensenada. Eran muchos, y no eran los únicos: para entonces, en la ciudad funcionaban unas veinticinco asociaciones de acción colectiva y ayuda mutua. La colonia italiana ya había fundado su propio hospital, adonde desde diagonal 74 derivaban a los enfermos graves. Durante la guerra europea iniciada en 1914 hicieron colectas y estuvieron atentos a las noticias, mientras mantenían reuniones, actuaciones corales y bailes populares.

“Fue el primer salón de baile de tango de La Plata”, señala el investigador Sergio Pujol, autor de Historia del baile: “Le decían La Fratellanza, y le disputaba los favores de los milongueros al Coliseo Podestá, que antes era el Politeama Olimpo, y a la Gauloise, entre otros sitios”. La Gauloise —que funcionaba en 4 entre 45 y 46, en el viejo local del Club Francés—, pionero en la proyección de cine desde 1908, era uno de los centros culturales más reconocidos. Su interior era una réplica exacta del teatro Molière de París.

La Sociedad Italiana también ofrecía teatro. Contrataba distintas compañías, locales e internacionales, y llegó a tener un elenco propio: el grupo filodramático Unione e Fratellanza. “Era un teatro más popular que la sala lírica del Teatro Argentino —caracteriza Gismondi—: más de la clase obrera que vino a construir la ciudad…”

Con los años, la actividad decayó y surgieron dificultades económicas. Hacia 1930 la crisis se afrontó concesionando la sala, que se convirtió en cinematógrafo. Era común ver junta la programación de los cines Astro (48 entre 7 y 8) Sarmiento (5 entre 63 y 64) y Princesa, al que muchos nombraban como La Fratellanza. La empresa Lombardi y Compañía concentró la administración de esos cines, además del San Martín (7 entre 50 y 51), el cine bar América (51 entre 5 y 6) y los cines Astro y Social en Ensenada. El San Martín es el único que queda en pie.

Al principio acompañaban los filmes con una ejecución de piano, pero pronto llegó el furor del cine sonoro, que generó una concurrencia masiva e instauró el “cine en continuado”, que ofrecía tres películas por una misma entrada.

En la segunda mitad de los 30, el platense José Gola —ya conocido por haber ingresado a los catorce al elenco del Coliseo Podestá— se convertía en una estrella del cine nacional en su época de gloria. Actuó en quince películas en seis años y murió de peritonitis al finalizar la década, mientras filmaba en la selva misionera. Tenía 35 años. Su concurrido funeral se hizo en las instalaciones de diagonal 74.

La identidad del lugar como Cine Princesa se mantuvo más de dos décadas, hasta que a principios de los 50 la Sociedad Italiana decidió vender el lugar. Después de algunas inspecciones municipales, corría el rumor de que el gobierno peronista quería quitarles el cine-teatro. Cerraron las puertas y firmaron la venta. Ironías de la historia: seis décadas más tarde, la Sociedad de Socorros Mutuos que sobrevive en la actualidad, sostenida por descendientes de aquellos italianos, visita los despachos de legisladores peronistas pidiendo una expropiación del lugar.

Un castillo abandonado

Lo que sucedió allí las cuatro décadas siguientes es una incógnita y alimenta todo tipo de leyendas. Algunos cuentan que los compradores eran dos, que se pelearon poco después y nunca más se pusieron de acuerdo: ni para ponerlo a funcionar, ni para venderlo. Otros dicen que ahí dentro funcionó un astillero y recuerdan el apellido del dueño: Rasilla.

En 1953 José Rasilla, en su carácter de propietario, presentó planos en el municipio y derribó parte del muro que está junto al pórtico. En lugar de la ventana original abrió un enorme portón para que pasaran camiones o barcos. Además reemplazó el piso de madera por cemento liso y abrió una fosa en el salón principal, convertido en galpón. “En ese momento nadie se quejó de la rotura. Por entonces la ciudad ya estaba siendo rota toda. Destruida por todos, con el beneplácito de los gobiernos”, se queja Ricardo “el Mono” Ibarlín, que entró a ese sitio como actor, cuando ya tenía una inmensa cortina metálica en el muro.

En los 80, cuando el pasado esplendoroso se alejaba, los movimientos del Princesa eran un misterio. Se decía que vivía una familia, que tenían un velero…

Ibarlín evoca la historia de un crucero de 14 metros, El Tony, que había construido Jaboco Peuser en la primera mitad del siglo XIX. Rasilla se lo compró y “lo guardó donde funcionaba el cine, muchísimos años”. Según su versión, el barco lo adquirió luego Máscara del Río, personaje platense que quería dar la vuelta al mundo.

Otra ironía de la historia: Quico García llegó al Princesa en 1992 buscando un lugar para experimentar y poner en escena Maluco, una obra protagonizada por marineros, que trata sobre la vida de Magallanes e indaga sobre la vigencia de las utopías.

“Jorge Ponce fue quien me contó la historia del crucero —completa Ibarlín—. Su padre, ingeniero, fue el encargado de prepararlo y sacarlo de ahí. Me dijo que cuando entró al espacio teatral del Maluco, que semejaba un barco, sintió lo mismo que cuando vio allí por vez primera al Tony, barco que él había calafateado”.

“La primera vez que fuimos con Quico el lugar era increíble: había armaduras medievales y estaba lleno de autos, motos, vehículos de colección —recuerda Gismondi—. Rasilla era un coleccionista y tenía una fortuna ahí adentro. Pero el lugar estaba polvoriento y lleno de palomas volando. Miles de palomas. Por las claraboyas entraban los rayos de sol, me acuerdo… Era una imagen surrealista. Estaba hecho mierda cuando entramos. Este Rasilla vivía ahí adentro y algunos vecinos pensaban que era una casa abandonada donde vivía un croto. Entraba y salía; para los vecinos era un ocupa. Y era millonario”.

—¿Cuál fue la inquietud que te movió para alquilar el Princesa? —le preguntó Lagomarsino a García hace más de veinte años, para su investigación.
—Nace en 1992 con el único fin de hacer teatro. Buscaba una infraestructura, El Princesa me la brindó, pero no hay una idea conservacionista. Mi metiér es el teatro.

El arribo de Maluco

Quico venía de una muerte súbita. Sí: a fines de los 80, absorbido por su cadena de pinturerías y otras tensiones, un día empezó a sentirse mal y fue al hospital. Llegó justo. Cuando despertó le contaron que estuvo muerto y que pudieron resucitarlo por haber estado ahí. “Eso le hizo un clic… —recuerda Gismondi—. Ya en el hospital empezó a escribir la obra”.  Junto a Marcelo Vernet pensó una versión libre de Maluco, la novela histórica que acababa de publicar el uruguayo Napoleón Baccino Ponce de León.

“El arte debe trasladar al espectador a otra realidad”, planteaba García, que mientras acondicionaba el lugar fue convocando actores, plásticos, músicos y técnicos que formaron la Hermandad del Princesa. “Estuvimos un año encerrados. Íbamos desde las 6 de la tarde hasta las 2 de la mañana, todos los días —cuenta Gismondi—. Quico ponía lo económico, nosotros hacíamos una inversión de tiempo fenomenal. Fue una experiencia más que interesante. Yo había estudiado teatro, pero lo más groso lo aprendí ahí. Se hicieron muchos seminarios. El grupo hacía un entrenamiento muy fuerte, tanto físico como intelectual”.

El estreno ocurrió en noviembre de 1993 y fue deslumbrante. Maluco utilizaba toda la sala, incluso en altura: “Trabajábamos en rampas a 12 metros, en trapecios, bajábamos con sogas, una cosa monstruosa”, detalla Ibarlín, que se anima a considerarla “una de las mejores obras que se han hecho en el mundo”, aunque aclara: “Por supuesto la conocieron muy pocos, salvo los platenses o gente que venía de Buenos Aires especialmente. Fueron 15000 personas a verla”. Estuvo cuatro años en cartel y la sala nunca estaba vacía.

“Maluco fue una obra espectacular”, sintetiza Lagomarsino. “Estaba todo muy bien planificado. Vos llegabas y el Princesa tenía un olor particular. En todas las obras fue así: el clima se iba creando a medida que vos entrabas. Te iba ambientando, con sahumerios, con luces, hasta que llegabas a la sala. Era un teatro especial”.

La actriz Laura Valencia, que en esa época integraba La Rosa de Cobre (51 y 16) y poco después montaría el espacio cultural La Fabriquera (2 entre 41 y 42), recuerda al Princesa como “un castillo maravilloso, con una altura imposible y muy raro: entrabas y perdías la noción de dónde estabas parado. Y la puesta de Maluco era increíble”.

“Era un encanto ir ahí”, coincide Andrea Iriart Urruty, integrante del colectivo La Grieta —surgido en esa misma época— que estudiaba escenografía en la Escuela de Teatro y andaba de sala en sala para ver qué se hacía: “El Princesa era un punto de encuentro en la ciudad. Los espacios que daban teatro eran los lugares de encuentro. No había centros culturales como ahora, espacios abiertos a muchas propuestas diversas, sino espacios de teatro. Por fuera de eso uno iba al Tinto a GoGo (10 y 49), a los bares…”

—¿Y había grupos culturales, además de La Grieta?

—Había unos chicos que se juntaban… Poesía está en las calles. Editorial Turkestán, ya estaba también (ver páginas 34-35 de la revista ya citada). Recuerdo transitar las calles y ver las gigantografías de Turkestán. Los de Poesía… no sé quiénes eran, recuerdo haberlos visto una vez en 71 y 17, frente a la Estación, en el medio de la nada… Era re difícil la posibilidad de construcciones colectivas, me parece. Lo que nos salen, fíjate, son espacios: La Gotera (13 y 71), La Fabriquera…

Los entrevistados coinciden en los lugares que enumeran, que son bien pocos. “¡Había un desierto total en la ciudad!”, resume Iriart, y por eso destaca los trabajos de La Gotera o el Princesa: “Eran puestas totales. Eran puestas políticas, sociales, ideológicas… Era construir un pensamiento en el medio de… de esa nada. De ese remanente de invierno, como decía en ese momento Rafael Spregelburd”, un autor que recién empezaba a publicar y La Gotera ya leía.

Gismondi también destaca el rol que jugaron los teatros y agrega que cada grupo era “una especie de trinchera ideológica”. “Éramos todos amigos, pero se daban discusiones sobre cómo debe ser el arte, cómo organizarse, la forma de producción. Era una discusión concreta: se llevaba a cabo con la realización de los espacios… En La Fabriquera, la Hermandad y el Viejo Almacén El Obrero (La Gotera) era donde más se trabajaban los principios estéticos. Estábamos experimentando y tratando de encontrar cuál es el teatro que nos representa”.

“En La Gotera el trabajo estaba más cooperativizado —distingue—. Eso en el Princesa no sucedió tanto, porque Quico era un personaje muy dominante, un hombre muy fuerte en sus deseos y en sus realizaciones. Así fue que también surgían conflictos…”

Experimentar siempre

Fue García, de hecho, el que decidió que Maluco terminara antes que su éxito y se embarcó en un nuevo proyecto. Así, con una Hermandad más reducida, pasó a Canon perpetuo (1998) y luego a Ritual mecánico (2003). El método fue el mismo: “Había mucha improvisación, Quico tomaba nota, aportaba textos, filmábamos los ensayos, después los veíamos, retomábamos ideas. Era muy laborioso”, explica Gismondi. Siempre, además, repensaban el espacio: “Era súper interesante, te llevaba meses construir el lugar donde después ibas a actuar”.

Para ese entonces se había sumado a trabajar en el teatro Beatriz Catani, la compañera de Quico desde 1999, que hizo allí sus propias obras y compartió trabajos con la Hermandad. La última puesta de García en el Princesa, Si es amor de verdad, fue una obra de ambos. Además, Catani llevó allí sus talleres, lo que provocó una nueva vía de ingreso al lugar.

“Yo llego para hacer un taller de dramaturgia con Beatriz —cuenta Guillermina Mongan, que terminó como asistente de dirección de Quico—. Era algo muy loco: las obras llevaban años de ensayos y vos te podías pasar la mitad de tu vida ahí, armando el espacio y haciendo cosas sin importar a cambio de qué. No sé cómo se generaba eso… Pasaba las horas de una manera muy rara. Era como un túnel del tiempo. Oscuro, con eco cada vez que caminabas. Y todo siempre tuvo como una carga enigmática. La propia gente que lo habitaba era como un mito. Dónde quedaba escondida la llave… todo tenía un halo de secreto. Creo que Quico nunca tuvo intención de perder esa cosa de cofradía”.

Con el tiempo, el grupo original se fue dispersando y el teatro quedó con poca actividad, reducido a las iniciativas de García y Catani. Y sin ningún subsidio del Instituto Nacional de Teatro, como sucede a varias salas independientes a raíz de la falta de habilitación municipal. “Después de Cromañón —explica ahora Beatriz— se nos empezó a exigir una reglamentación muy difícil de cumplir para nuestros presupuestos, que nos demanda las mismas condiciones que las discotecas o lugares donde hay mucha más gente”. Al principio hubo excepciones y prórrogas, pero ya no: “Después de 2010, el Princesa no recibió ningún subsidio”.

En sus interiores la humedad es feroz. Cada recoveco, los candados olvidados en alguna puerta y la angosta escalera que conduce al sitio donde vivió el último casero, exacerban el misterio. En abril de 2012, Catani quedó sola con el monstruo, de prestado, al no ser la heredera de los bienes. Así y todo, siguió haciendo teatro. En junio de este año, en una pequeña sala montada en el patio, junto al laurel que sobrevivió a aquella tormenta, hubo función de su última obra: Patos hembras. Para entonces, varios vecinos y organizaciones de la ciudad se unían para reclamar por un bien patrimonial ofertado como “Lote de 1300 metros cuadrados”.
      
En venta

La decisión la tomaron los hijos de García. La última compañera de Quico no los juzga: “Ellos no tienen ninguna relación con el teatro y es algo totalmente vacío para ellos”. Menos cercana, Lagomarsino lo lamenta: “Es una pena que los hijos no hayan interpretado el sentir del padre, todo lo que hizo por ese teatro. Respetarlo y reactivarlo, a través de su pareja o de tanto grupo independiente que hay acá... Y que no pase como últimamente pasa en La Plata: que las grandes casas, los grandes lugares, terminan vendiéndose para levantar edificios”.

Precisamente, el anuncio inmobiliario incluía el dato del FOT (abreviatura de Factor de Ocupación Total), que determina los metros cuadrados que está permitido construir en la zona. FOT 3 significa que se puede hasta tres veces la superficie del terreno, es decir, 3900 metros cuadrados: por ejemplo, un edificio de 110 monoambientes.

El cartel duró muy pocos días. Alertados por un desconocido, los administradores de la página de Facebook Museo de lo Cotidiano, dedicada a la memoria de la ciudad, sacaron una foto y la publicaron en su muro el 16 de mayo. En seis días la compartieron 1400 usuarios y fue vista más de 70 000 veces. Por medio de la red, varias personas y organizaciones como Defendamos La Plata convocaron a una reunión. Hubo encuentros callejeros y reacciones institucionales.

El Colegio de Arquitectos local advirtió que el Princesa figura en el Catálogo del Patrimonio Arquitectónico formulado en 2006. También se manifestaron organizaciones de la colectividad italiana, y la vieja Unione y Fratellanza llegó hasta la Legislatura, donde el senador Emilio López Muntaner presentó la propuesta de expropiar el inmueble y entregarlo a la Municipalidad para que lo restaure como “centro cultural, teatral, de memoria e historia de la región”.

Futuros posibles

“Hay cuestiones legales que nos superan. Cuestiones afectivas es lo que ese teatro más tiene —dice Mongan, una de las pocas allegadas al Princesa que participaron de la convocatoria vecinal, donde primaba una preocupación por el patrimonio—. Dos domingos después de eso hubo función de la obra de Beatriz. Eso es muy loco. Mientras en el lado de diagonal 74 la gente se junta, del otro lado hay una obra de teatro, en un patio. ¿Qué onda? ¿Por qué no está unido?”, se pregunta.

“Además de una cuestión arquitectónica hay un teatro funcionando —necesita subrayar Catani—. Puede ser que algunos ignoren lo que hacemos, porque no somos un teatro popular. El tema son las ganas de ser ignorante. Algunos no han tenido interés en acercarse a preguntar. Más allá de que es una joya arquitectónica, indudablemente, no puedo desligar al Princesa de las puestas que se hicieron”.

—¿Qué futuro le ves?

—Es muy incierto. Creo que es muy difícil la venta: tiene un montón de restricciones y la gente prefiere invertir donde tiene una rentabilidad más asegurada, aunque el espacio sea hermoso. Pero como puede llegar en cualquier momento también es difícil proyectar. En principio no podría irme así, cerrar y decir ‘hasta luego’, porque es una parte de mi vida muy grande: acá me divertí, sufrí, hice las mejores obras, estuve con Quico. Pero no sé si puedo quedarme en estas condiciones, con incerteza absoluta para programar… Ahora quiero hacer algo que tenga que ver con un diálogo del teatro con las obras que se hicieron acá y con la ciudad. Tengo varias ideas y estoy empezando a entusiasmar a la gente. De alguna manera el ciclo se fue terminando…

Los históricos de la Hermandad llevan un equipaje de recuerdos pero no piensan en la vuelta del Princesa. “Se está viniendo abajo de a poco. Creo que no tiene recuperación”, dice Ibarlín.

Gismondi comparte: “Con toda la carga emotiva que tiene para mí, pienso que no es recuperable como sala de teatro, a no ser que realmente haya una voluntad extrema… Yo pienso que el teatro no son los edificios. El lugar del teatro es el lugar donde transcurre el teatro”.

Así, mientras organizaciones preocupadas por lo patrimonial demandan intervención del Estado sin más propuesta que “recuperar el Princesa”, desde el mundo artístico varios dudan cuando miran a su alrededor: “El teatro Argentino está casi en estado abandónico y la Comedia igual —sugiere Gismondi—. Si además van a arreglar el Princesa…” Para Valencia “uno no tendría que salir sólo a pedir que no vendan el Princesa a un Building sino a decirle al Estado que nosotros somos capaces de gestionar la cultura. ¿Por qué llamás a un empresario al que no le importa nada? ¿Por qué hay una búsqueda privada en el Argentino? Tenemos que preguntarnos qué cultura queremos…

” Por ahora, el futuro del Princesa es un enigma. Está en venta. La reacción ciudadana fue tan intensa como breve. En consecuencia, el proyecto de expropiación no tuvo el “tratamiento urgente” que requería. Y el teatro sigue ahí, a la vista de automovilistas y peatones que transitan la diagonal, como un castillo abandonado. En el fondo, algo resiste:

—Es curioso pero el árbol que cayó no se murió. Quedó agarrado de un pedacito. No se puso muy amarillo…—se asombra Beatriz mientras recorre el patio—.Esta es la parte del árbol que se cayó, ves que está verde, es increíble. Es como que lo alimenta algo… 

 

Sobre el autor

Daniel Badenes nació en Quilmes y se crio en La Plata. Vive en La Plata y trabaja en Quilmes. Cuenta que viaja en el Roca, donde lee mucho. Es periodista, editor y docente. Desde hace quince años integra el staff de la revista La Pulseada. Fue parte del grupo La Grieta. Hoy participa de Futura, la radio comunitaria que transmite desde hace treinta y dos años desde Villa Elvira. Vive de su trabajo en la Universidad Nacional de Quilmes, donde dirigió la carrera de Comunicación Social entre 2012 y 2016. Publicó varios libros, entre ellos Un pasado para La Plata, una historia de la historia local (EME, 2015).

“Los enigmas del Princesa” fue publicada originalmente en La Pulseada, en agosto de 2013.  

El retiro del exorcista, de Sebastián Benedetti

“El retiro del exorcista” fue publicado en Séptimo Sentido, El Salvador, en 2012.
   
En Argentina, el único exorcista de la Iglesia Católica que suele hablar acerca del ritual, se retiró de su parroquia para comenzar el último tramo de su vida. Una práctica de siglos, oscura y misteriosa que divide a la propia Iglesia, en la voz de Carlos Mancuso: expulsando a Satanás durante un cuarto de siglo.

El sacerdote cumplió lo que había prometido: entregó las llaves de la parroquia  en la que había dormido, orado, casado y bautizado durante más de tres décadas. Ofreció su última misa, puso las llaves en las manos del nuevo párroco, tomó un té  y partió hacia a su nueva vida.

Las llaves eran las de parroquia San José, en La Plata, una ciudad ubicada a sesenta kilómetros de la capital argentina. Ese día el hombre tenía setenta y cinco años y había empezado a ser inhallable.  

El Padre Carlos Mancuso no da por ningún motivo el teléfono del sitio en el que  vive ahora. Intenta que no se conozca la dirección. Su única obligación es seguir atendiendo a sus “seguidores” en otra parroquia, la San Francisco, a unas pocas calles de su nueva casa. Como especialista en temas del espíritu —autodidacta, contará después— esos fieles no admiten que Mancuso corte los encuentros y entonces, dos días a la semana, durante sólo un puñado de horas, mantiene el contacto con esa gente. Esos son los únicos momentos en los que, por estos días, ellos saben dónde está.

Este sacerdote católico que está dejando atrás su vida como encargado de una parroquia, lo que sucede obligatoriamente cuando cumplen setenta y cinco años, es el único autorizado oficialmente por la Arquidiócesis de La Plata para hacer el Ritual Romano, la regla escrita y oficial para realizar un exorcismo, y el único en hablar abiertamente sobre uno de los eventos más oscuros y misteriosos de la liturgia católica: ese momento que permite enfrentarse, dicen, cara a cara con el Diablo.

Carlos Mancuso es, probablemente, el único en su especie en el país, aunque ni él ni la Iglesia lo saben con certeza. Sea como fuere, intenté ubicarlo durante varias semanas, primero en la parroquia de San José, luego en la de San Francisco y en el teléfono móvil de su asistente Gerardo. Nunca pude encontrarlo. Hasta que, finalmente, una tarde sonó mi teléfono y una voz, al otro lado, dijo:

—Habla Carlos Mancuso, el exorcista. No es tan difícil encontrarme, ¿vio?

                                                                                                             ***
Suave es una palabra que ayuda a definir al Padre Carlos. Cuesta imaginarlo confrontando a ese que, afirma, lo insultó mirándolo a la cara, lo sacudió, lo hizo rodar por el suelo. Da la mano como una pluma, se deja caer sobre un sillón y por momentos, tras sus lentes de aumento, sus ojos se cierran en plena charla, agotado. “Es el cambio de casa y de horarios”, dice.

Estamos en ese hogar que prefiere mantener en la “clandestinidad”. “Es que hay mucho loco dando vueltas. Mucha gente viene a verme porque cree que está endemoniada. Pero no lo están. Y uno tiene que, con diplomacia, con cautela, con mano delicada, llevarlos poco a poco a un tratamiento adecuado, con la gente que se necesite”.

Mancuso nació en 1934, un 8 de febrero, en el barrio de Los Hornos, una zona hoy alejada del centro de la ciudad de La Plata. Hacia 1951 no necesitó trasladarse demasiado para entrar en el Seminario Menor de La Plata, en ese mismo barrio. Mancuso se recuerda como un “bicho raro” que, además de seguir la rutina del Seminario, pasaba mucho tiempo leyendo el lado B de la teoría católica: esoterismo, espiritismo, costados ocultos, resbalosos. “Un autodidacta”, lo definirá mas adelante el rector del Instituto de Teología local, Raúl Gross. Un curioso caminante de los márgenes.

En 1976 llegó a la parroquia San José. “Y eso duró hasta agosto de 2009. Treinta y tres años, cuatro meses y veinte días”, dice.

I. La premonición

Luis tenía más o menos veinte años a mediados de los ochenta. Era apuesto, según dice Mancuso, y lo quería todo, parece. “Quería amor, quería mujeres, tenía muchas fantasías. Y quiso tomar por la izquierda, no por la derecha. Alguien le habló de magia negra y lo convenció”. 
   
Todo esto se lo contó Luis al Padre Mancuso, tiempo después de superado su “problema”.

Luis llegó al sacerdote a través de un eslabón clave: el cura español Antonio Sagrera. Él era por esos días el único religioso católico de la zona que daba crédito al fenómeno de la posesión. Y por eso Mancuso se le acercó con la voracidad de un discípulo.

Los encuentros de Luis con otros participantes de los rituales habían ocurrido en un lugar donde lo hacían desnudar y entrar a oscuras en una habitación. Ahí, sentía cómo todo su cuerpo se fundía con la piel de sapos y víboras, con el caminar lento de los escorpiones. La misión era concreta: resistir. Y así lo hizo una y otra vez. Extasiado, una tarde, en medio del rito, tuvo su encuentro con el Diablo. El trato fue así, según Mancuso: el “Príncipe” materializado le prometió todo lo que él deseara, pero sólo hasta los sesenta años. En ese momento el pacto se haría humo y Luis y su alma deberían partir rumbo al infierno. Trato aceptado. “Pero claro, el Diablo quiere sangre”, dice Mancuso. Al poco tiempo, una nueva aparición fue menos metafórica: se necesitaba una ofrenda, un sacrificio. Y ese fue el fin de la amistad entre el santiagueño y el Príncipe de las Tinieblas. “No”, dijo Luis.

—El Diablo le respondió “No te quiero más”. Y le pegó en la nariz —dice el  sacerdote.

—¿El Diablo le dio un golpe? ¿Físicamente?

—Claro, yo lo vi.  “Me pegó el Diablo”, me dijo Luis.

—Cuando fuimos al lugar, entramos en la casa y encontramos al muchacho tirado en el suelo, como un animal. Torcía la mirada y la boca. Nos acercamos con el agua bendita y salió corriendo a través del campo.

Cuando algunos familiares pudieron dar con él lo llevaron hasta la parroquia San Cayetano. Esos eran los dominios de Antonio Sagrera. Él llevaría adelante el exorcismo. En la parroquia, Luis, por instantes lúcido, les suplicaba: “átenme, que ya vuelve”. Lo sentía en el bullir de la sangre. Lo pudieron acostar en el piso, rodeado de ayudantes que lo sostenían con fuerza. El ritual no fue de los más largos e impactantes, pero fue el primero frente a los ojos de Mancuso. “Luis vivió veinte años más desde el exorcismo. Yo creo que haber alojado a Satanás le perjudicó la salud. Sin dudas, le acortó la vida”, dice.

Rituale romanum, la palabra santa

Desde el living de la casa de Mancuso se puede ver un pequeño patio, más bien un mínimo jardín de luz. Es ahora un lindo día, con buen sol. Sus canarios están adentro y cantan casi con desesperación. A menos de un metro de la pureza de los pájaros, en un pequeño bolso negro que ahora reposa sobre un mueble, el hombre tiene siempre a mano un kit centenario: agua bendita, crucifijo y libro. Muchas veces no se tiene tiempo para nada, dice. “Estamos aquí y se manifiesta el Diablo, y hay que hacer un exorcismo”.

Como todo rito de la liturgia católica, el despojar a un cuerpo de una posesión demoníaca se ramifica hasta dos mil años atrás, y encuentra ejemplos en las sagradas escrituras. San Marcos muestra a Jesucristo expulsando demonios. Se trata de un sacramental, un evento litúrgico instituido por la Iglesia, y el primer texto que dio una herramienta formal para hacerlo llegó recién en 1614. Ese Rituale Romanum (Rituale Romanum, Pauli V, Pontificis Maximi jussu editum) era una especie de compendio de puntos que debe seguir el exorcista autorizado al momento de comenzar el round contra el ángel caído de turno: desde la necesidad de ayuno y oración, hasta las palabras que deben pronunciarse a lo largo de la “bendición”, como prefieren suavizar algunos el término.

El ritual tuvo que esperar casi cuatrocientos años para tener una única actualización formal, que llegó recién a fines del siglo XX. En 1998 el Papa Juan Pablo II le dio el visto bueno a la versión definitiva.

El chileno Jorge Arturo Medina Estévez, Cardenal y Prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos —algo así como el área encargada de las formas para las ceremonias oficiales— salió el 16 de enero de 1999 a presentarlo al mundo. Con su firma, decía: “El exorcismo constituye una antigua y particular forma de oración que la Iglesia emplea contra el poder del Diablo” y citaba al catecismo: “El exorcismo tiene como objeto expulsar a los demonios o liberar de la influencia demoníaca, mediante la autoridad que Jesús ha dado a su Iglesia. (…) Es importante, por lo tanto, asegurarse, antes de celebrar el exorcismo, que se trate de una presencia del maligno y no de una enfermedad”.

La remozada versión del Rituale tuvo un eco relativo: los obispos poco afectos a la imagen del Diablo, no lo tomaron en cuenta. Y Mancuso, hasta cierto punto. Hilando fino, las modificaciones más sustanciales parecen hijas de su tiempo. El nuevo ritual aclara que no podrá ser presenciado ni transmitido por ningún medio de información, que no se expondrá a los exorcizados, y que se deberá contar siempre con el apoyo de los psiquiatras y psicólogos.

Para la zona cada vez más ínfima donde la razón no llega está siempre, más grande o más pequeño, el colchoncito de la fe. 

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De allí al nombre de Gabriele Amorth hay un paso. Amorth es una de las voces más serias en este tema. Fue exorcista oficial del Vaticano, creador de la Asociación Internacional de Exorcistas y autor de un libro que tituló Habla un exorcista. Mancuso estaría en esa línea: los exorcistas católicos que hablan.  

Amorth define, esquematiza. La acción de Satanás no se limita sólo a la imagen mediatizada que tenemos sobre la posesión, esa que nos transporta a Linda Blair y su cabeza giratoria en El Exorcista (el film de 1973, de William Friedkin). Amorth abre un abanico de seis distintas influencias: los sufrimientos físicos, la vejación diabólica, la obsesión, las infestaciones de casas, y la sujeción o dependencia diabólica (habla ahí de la consagración a Satanás), y la posesión (la más grave, cuando se apodera de un cuerpo).

El objetivo de un exorcismo es doble: la liberación, pero antes el diagnóstico. Es decir, el ritual mismo sería el último paso para comprobar si se está ante una posesión verdadera. ¿Cuándo se puede quedar poseído? Por un maleficio, dice Amorth, y dice Mancuso. Por magia negra. ¿Signos inequívocos de posesión? Tres o cuatro: 
   
El sansonismo, la xenoglosia, la clarividencia. O, menos difícil, una fuerza sobrehumana, hablar en lenguas, saber de hechos y personas más allá del tiempo y el espacio. Y siempre, el rechazo visceral hacia los símbolos sagrados. Todo eso que se mezcla en las películas sobre exorcistas, sólo que en una película se suele ver lo que un exorcista ve en muchos años. “Es como si en un solo día pasaran por el cielo todas juntas las nubes que debieran pasar durante todo el año. Sería espantoso, tenebroso. Pero no es así. Lo que se plantea en la película (se refiere puntualmente a El Exorcista), alguna vez se pudo haber visto, en diferentes casos. Pero no en uno solo”, dice Mancuso.

En ese punto, él está más cerca de El exorcismo de Emily Rose (un film de 2005, basado en el caso real de la alemana Anneliese Michel, que murió luego de varios días de sufrimiento). Ha presenciado, dice, mucho de lo que sucede ahí. Ha visto y oído las contorsiones y los gritos, las lenguas extrañas, la fuerza increíble.

Nunca hay dos casos iguales y los demonios intentan por todos los medios no ser descubiertos, teoriza Amorth.

II. La confirmación

Para mediados de 1985, Mancuso ocupaba cada día más tiempo en meter las narices en textos de temas esotéricos. Era un día de primavera, y el teléfono sonó insistente en la parroquia. La familia de Claudia no encontraba ninguna respuesta al porqué de los cambios en la chica. Malestar físico, trastornos en su personalidad, síntomas de una enfermedad que los médicos no podían 
develar. Así, Mancuso vio la posibilidad de acercarse por primera vez en soledad a un caso de esos para los que había estado estudiando.

—Era un pasillo muy largo —recuerda—.  Me recibió su padre, y fuimos directamente al dormitorio. La cama donde estaba Claudia tenía los pies hacia la puerta. A un lado, la madre, y al otro un religioso carmelita. Estaban como velándola.

Mancuso entró en la habitación. Como si hubiese sentido una descarga eléctrica, Claudia se levantó en su cama, con los ojos desorbitados (“como dos huevos fritos”, exorcista dixit), dio vuelta la cabeza y le clavó los ojos.

—¡Fuera, Basura! —gritó. Y escupió con fuerza hacia un costado de la cama.

—Vos te vas a ir de ahí —le ordenó el sacerdote—.

Te vas a ir porque este te va a echar —le dijo señalando el crucifijo.

La chica lo miró. Y dice Mancuso que le dijo el Diablo, a los ojos, con voz fuerte:

—A ese ya lo vencí. ¡Que no me miren esos ojos!, gritó. Y escupió un vómito rosado.

El sacerdote les pidió a los familiares que la llevaran a la parroquia, y así lo hicieron. El gesto de la chica se desfiguró al dar los primeros pasos dentro, y Mancuso atinó a gritar: “¡Ténganla!”

—Y ahí se dio vuelta el Diablo, en ella, y me dijo: “Ah, ¿tenés miedo?”

El sacerdote principal seguía siendo Sagrera. La cosa se puso muy complicada, dice Mancuso. En el momento de mayor excitación, cuando el cuerpo se retorcía con violencia, su espalda se arqueaba y las pulsaciones deberían haber estado en las nubes, la tomaron de la mano y los latidos pasaban apenas los setenta. “Eso demuestra que la pantomima la hace el Diablo y no la persona”, dice el cura. En un momento, otro de los sacerdotes le advirtió: “Padre, fíjese que es con usted la cosa, eh?”. “El Diablo me miraba con odio, con su mirada llena de rencor…”

Luego de un buen rato de lucha —esa es la imagen que guarda Mancuso— el cuerpo de Claudia se desplomó. Despertó aturdida. Aliviada, pero con la memoria reciente en blanco. “Libre”.

—Usted menciona también a otros asistentes ¿ninguno se dedicó luego a esto, como usted?

—No.

—¿Por qué?

—Porque es un tema que no interesa. A mí sí. Porque alguien lo tiene que hacer. 

Rituale romanum, y el diablo olvidado

Tan natural que uno se olvida de que está ahí. O tan tajantemente ignorado que de la cuestión no se habla. A esos dos puertos —tan distantes— pueden llevar las conversaciones acerca del ritual con miembros de la Iglesia, pero siempre queda claro que no está en la agenda cotidiana.

“Todos los meses tratamos un tema pastoral en reunión de Clero. Tengo treinta y cinco años como sacerdote y nunca se trató nada relativo a este tema. Y en el medio pasaron cuatro obispos”, me dice Monseñor Raúl Rodolfo Gross. Gross, de hablar pausado y timbre límpido, es rector del Instituto de Teología de la Arquidiócesis platense, y sacerdote de la iglesia más antigua de la ciudad, San Ponciano. Es, hoy, la persona señalada por el Arzobispo Héctor Aguer para dar la mirada oficial acerca de Mancuso. Habla maravillas de él: gran trabajo apostólico, fuerte obra con los jóvenes, sólida formación. Y “un autodidacta en este tema”.  

La Iglesia, con el tiempo, dejó de creer en el exorcismo. El propio Amorth, dijo hace un tiempo, a los ochenta y tres años: “La Iglesia Católica abandonó durante siglos la práctica de los exorcismos porque en el pasado se habían cometido graves excesos (…) Cuando me hicieron exorcista, en 1986, yo también desconocía al Diablo”. Casi dos décadas antes, había escrito: “Considero sobre todo una carencia imperdonable, de la cual acuso a los obispos, haber dejado que se extinguiese toda la pastoral exorcística: cada diócesis debería tener al menos un exorcista en la catedral; debería haber uno en las iglesias más frecuentadas y en los santuarios. Hoy al exorcista se lo ve como un ser raro, casi imposible de encontrar. (…) La jerarquía católica debe entonar fuertemente el mea culpa”.

Sin embargo, los Congresos de Exorcistas y Auxiliares de Liberación que se vienen realizando en México se levantan como botones de muestra de  que en algunas diócesis el rol del exorcista volvió a ganar metros en los últimos años. En Italia, en 2005, un congreso reunió a ciento ochenta de ellos, saludados por Benedicto XVI. En ese punto, el mapa argentino se ve más bien desolado. Escalando en el árbol genealógico de los exorcistas católicos autorizados resuena el nombre de Ramón Morcillo, párroco de Villa Adelina. 
   
—¿Conoce al Padre Ramón Morcillo, de la diócesis de San Isidro?

—le preguntaré, después, a Monseñor Gross.

—No.

—Siendo tan pocos exorcistas oficiales, pensé que quizás conocía su nombre.

—No. En el trabajo cotidiano el exorcismo es un tema que no se trata.

—Evidentemente, la Iglesia prefiere hablar lo menos posible…

—Lo menos posible. 
                                                                                                      ***
La instancia del Rituale Romanum parece una ley de último recurso, o tal vez un placebo necesario. Lo cierto es que en el camino de charlas con protagonistas y familiares, sacerdotes y psiquiatras terminan poniendo más fieles en la bolsa de los problemas mentales que en esa en la que Satanás metió la cola.

“Hay mucho loco dando vueltas”, me había dicho Mancuso aquel primer día. Cuenta que estudia los bemoles de la psiquiatría y la psicología. Asegura que el trabajo conjunto con el ala “de la razón” es fundamental. Así, cuando aparece un caso de presunta posesión, la idea es que un profesional evalúe junto al sacerdote el estado de la persona y dé su opinión antes de llegar al ritual.

Ahora, mientras camina por la iglesia San Francisco, Mancuso se pasea por frases y diálogos en los que el Diablo entra y sale del escenario con una naturalidad pasmosa. Cuando narra, convencido, “…y el Diablo me dijo…”, pienso que es natural sentir algo extraño. Remarca que los diálogos son siempre muy violentos, y que lo necesario es ayudar a la persona. Con su voz blanda dice: “Tengo un gran respeto por ellos: que yo los tenga tirados en el suelo con una rodilla en el pecho para que no se muevan, no significa que no los respete”.

Su camino puede verse como una pista de dos carriles. Por un lado, a lo largo de años —décadas— Mancuso ofreció misas corrientes cada domingo, bautizó con sus manos a pequeños niños, trabajó con adolescentes en diferentes misiones catequistas, unió parejas en sagrado matrimonio. Y por otro, decidió a mediados de los 80, tomar la posta que Sagrera dejaría con su muerte, ocurrida en esos años. “Se ve que el Señor, en sus planes misteriosos me tenía destinado este trabajo muy distinto del de los demás sacerdotes”. Sin profesores formales: del “bicho raro” del Seminario a investigar en soledad los pormenores del Rituale Romanum. Así, dice, fue convenciéndose de que las posesiones diabólicas son hechos más comunes de lo que puede pensarse. Y por lo tanto, los exorcismos, también. “Al hacer un exorcismo sabemos que no estamos luchando con esquizofrénicos, como piensan algunos médicos. Estamos luchando con un ser malvado que está queriendo hacer daño. El demonio perturba la libre disponibilidad del cuerpo. El endemoniado está tranquilo, pero al momento del exorcismo quien aparece es el Diablo”.

Sin embargo, dice que es imposible calcular cuántos exorcismos “reales” ha hecho en estas últimas dos décadas —Amorth los cuenta por miles—.  En algunos, incluso duda si algún demonio anduvo rondando en verdad. “También hay mucha gente con trastornos de la personalidad —como dicen ahora los psiquiatras— que no se conforman con los médicos y quieren probar otra cosa. ‘Yo tengo un mal espíritu adentro’, dicen. ‘Y como los médicos no entienden de malos espíritus, a mí no me pueden ayudar’. Pero ese mal espíritu tiene nombre y apellido. Se llama esquizofrenia”.
                                                                                                      ***
Alejandro Parra, un poco habitual caso de doctor en Psicología y a la vez parapsicólogo, es director del Instituto de Psicología Paranormal, en Buenos Aires. Habla mucho, rápido, va y viene. Parece tener una mente permeable a lo que la ciencia no puede explicar. Pero la ciencia se encarga de que el terreno de lo inexplicable nunca sea demasiado vasto. “Hay algo que los psiquiatras han consensuado, y es reconocer ciertas limitaciones que no tienen que ver con factores de corte espiritual, sino estrictamente cultural”, dice. “El ritual cumple el papel terapéutico para la persona y su familia (es importante la familia, porque el contexto coopera para que el poseso se sienta más poseído o menos poseído). Y es obvio que si un poseso cae en manos de un psiquiatra, al psiquiatra no le importa nada la cuestión espiritual involucrada. Para mí no hay ningún síntoma que permita hacer un diagnóstico y diferenciar entre un brote psicótico y una posesión. No hay ningún indicador que no pueda tener una lectura psiquiátrica”.

Parra hablará luego, y durante un buen rato, de alucinaciones. Del Síndrome de Gilles de la Tourette, de sus movimientos involuntarios y sus vocalizaciones incontrolables. Hablará de esquizofrenia. De los Trastornos de Personalidad Múltiple y de cómo pueden cohabitar varias personas en un solo cuerpo. Hablará de los síndromes dependientes de la cultura. Concluirá diciendo que “un poseso cree por sugestión que está poseído por un espíritu, y un exorcista cumple un rol de la persona que va a extraer el mal. Y eso funciona”.

III. El exorcismo de los cuatro días

El Padre Carlos recuerda muy bien el mes de enero de 2007. En un primer llamado, un hombre dijo hablar en nombre de su primo, Miguel, que vivía en la provincia de Entre Ríos.

Ya los trastornos de personalidad eran inmanejables, comentó el hombre. Iba al psiquiatra y le recetaba pastillas. Nada cambiaba. Tenía sueños recurrentes, imágenes, señales. Veía rostros. Veía a una monja, y veía a un hombre. Imágenes que iban y volvían en su cabeza. Cuando el sacerdote le dio el visto bueno para recibirlo, se montaron en un auto y viajaron hasta La Plata.

—El Diablo no se quería ir, dio muchísimo trabajo — recuerda Mancuso—. En un momento mi asistente me dijo “póngase del otro lado, Padre, que el Diablo quiere verlo”.

—Podemos negociar… —dijo Satanás en boca de Miguel, mientras el joven se retorcía.

—Con vos no hay negociación posible… —retrucó Mancuso.

—Tu Dios no existe —gritó el muchacho, con voz grave.

—¿Ah, si? ¿Y a vos quién te mandó ahí, entonces?, —dijo el sacerdote.

—Dios me ha abandonado. 
    
Los diálogos y la lucha se prolongaron por cuatro días. Sólo paraban para darle descanso al cuerpo de Miguel. La violencia fue disminuyendo hasta que, dicen, el Diablo, simplemente se fue. Y Miguel unió todo en un plano que antes no podía ver con claridad. El rostro de Carlos Mancuso era el que se multiplicaba en sus sueños, pero esa cara no aparecía sola: había también una mujer, una monja que señalaba al cura. Antes de volver a su provincia, el joven pasó por la iglesia Catedral de La Plata. Flanqueó el portal principal, atravesó la santería y miró al pasar la colección de estampitas.

—Esa es la mujer que se aparece en mis sueños —le dijo a uno de sus primos, azorado.

La historia se ataba en sus extremos. La monja de la estampa y los sueños era Sor María Ludovica (1880-1962), una religiosa italiana que dejó una fuerte marca en la zona de La Plata y que fue beatificada por el Papa Juan Pablo II. En algún momento de la década del cincuenta, Sor Ludovica conoció personalmente a un joven seminarista llamado Carlos Mancuso. 
                                                                                                         ***
En los órganos eclesiásticos, no saben cuántos, ni dónde, ni nada acerca de los exorcistas oficiales en Argentina. “Creo que Mancuso debe ser el único”, dice un funcionario del Arzobispado de Buenos Aires. “No recuerdo otro”, responden desde la Conferencia Episcopal Argentina.

El hombre pasó los setenta y cinco años, dejó la parroquia, y sus encuentros con los fieles son ahora menos frecuentes, pero dice que está dispuesto a mantenerlos mientras pueda. En la recta final de su vida, con un texto de cuatrocientos años bajo el brazo, aviva una realidad con sus propias leyes y lógicas, como quien sopla una última brasa entre las cenizas.

Mancuso avanza con paso cansino hacia la puerta de la parroquia San Francisco. En un amplio salón de espera aguardan por él unas veinte personas adultas, varias con niños. Luego los atenderá, uno a uno, en privado, y escuchará sus problemas y temores. Una rutina que no lo aleja de un sacerdote común y corriente. Muchos buscarán alivio ante problemas físicos y afectivos, otros querrán sólo saludarlo y tener su bendición, y algunos, dirán, sienten al Diablo en sus entrañas.

Mientras cambia de mano su maletín negro y acomoda, como hizo una y mil veces, sus gruesos lentes, le pregunto si cuando él ya no esté alguien quedará en su lugar. Si hay un discípulo.

—No

—¿Por qué?

—Ya se lo dije. Porque esto a nadie le interesa

 

Sobre el autor

Sebastián Benedetti es periodista. Formalmente, licenciado en Comunicación Social y Especialista en Periodismo Cultural por la UNLP. Sus notas, crónicas y coberturas de viajes fueron publicadas en Página/12, La Nación, Brando, Rumbos, La Pulseada, Diagonales, Gatopardo  (México) y  Séptimo Sentido  (El Salvador). En 2007 publicó el libro Estación Imposible. Expreso Imaginario y el periodismo contracultural —en coautoría con Martín E. Graziano— que se reeditó en 2016 a través de Gourmet Musical Ediciones. En 2019, Lado B. Historias desde las fronteras de la realidad (FPyCS-FACSO). En 2013 fue premiado por el Senado de la Nación por su ensayo acerca de la contracultura impresa en el país, texto que forma parte del libro La contracultura en Argentina: 1973-1989. Actualmente conduce el ciclo Los Subterráneos, apuntes de una cultura rock de papel, en Radio Universidad de La Plata.

Como docente, es Profesor Adjunto de Redacción Periodística en la UNLP y en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires (UNICEN).

Textos 2

Yo no quería, de Julieta Novelli

Ayer pasé por tu departamento viejo, de conmigo. Te mudaste y dejaste, en la esquina, colgando del árbol, un cadáver mío
de joven con las palmas y el cuello hacia arriba. La entrega, pienso, yo era la Señora entrega con vos y quedé ahí tan joven y pálida, con el pelo bien nutrido, el acné bastante resuelto, los brackets y el gesto de la generosa. Un cadáver mío de joven que cuelga de la luz y yo miro tambalearse con tiempo. Después el almacén con el pizarrón apoyado en la puerta en que comprábamos lo que vos querías siempre, y yo pensaba que también, porque vos ya habías sorbido todas mis cositas y mis gustos, porque sí, decías, porque mi mundo te gustaba tanto que me lo ibas robando, re gil y copión, onda hermano menor. Así que yo siempre no quería roquefort, panceta y coca cola; no quería soñar con familias y negocios de alguna hippie de la tele; yo siempre no quería besarte tan fuerte hasta perder los brackets y la sangre en el acolchado, y que me lleves desmayada a la guardia, que me agarres bien fuerte los brazos y me prometas que ibas a dejar de matarme, otra vez, para siempre. Yo no quería que grites todo lo que me amabas y sacudas, así, a la enfermera, que te golpees la cabeza contra la pared de la guardia y susurres mi nombre, como gastándolo, tocándome a mí y a la virgen de porcelana, a mí y a la virgen de porcelana. Yo quería
algo pero no me acuerdo, no sé.

Hoy: un sueño violador, Julián había casteado para todos los personajes. Todos en esa fiesta tenían sus ojos y su gestito, así, hacían. Yo que me iba de la fiesta para no verlo y dejar que se vuelva tan todo, en la calle estaba él que hacía, también, de todos los papeles... después corríamos –porque parece que casteó para ser yo– y se volvió que no te cuento. Me dejó sin: alguna decisión, el poder de conjugar mis verbos, mis miradas de navidad y mis consecuencias. Me cerré toda, me volví una bolita negra para matarlo conmigo. Después yo me despierto y siento que no lo merezco, soy la criada por la tele, la señora de los pelos, la amiga de los amigos. Te pregunto, dios, ¿por qué tanto para Xuxa o Shakira o Sharapova? Yo solo te pedí que me salvaras de los vampiros, ni un disco pop, ni un abierto gran slam, ni una cadera de beneficiada...
yo
quería
lejos
a los vampiros.

“Pero a veces hasta el más payaso merece un poco de amor y si es el tuyo mejor, porque el tuyo es el mejor” suena en este mp3 con auriculares de mi vieja. Y me acordé que vos me escribiste un día, allá por el 2012, un mensaje que decía “pero a veces el más payaso merece un poco de amor y si es el tuyo mejor, porque el tuyo es el mejor”, así me pusiste... igual a lo que dice la canción,qué ganas de mearte la cara si te viera ahora. La última vez que te vi estabas con tu hijo y él tenía una de esas espadas de plástico con sonido y luces, “chananana-chanananana” sonaba mientras vos me saludabas bien como empleado público, “chananana-chanananana” y qué-garrón-me-estoy-comiendo, pensé. Esos mensajes con canciones que me mandabas me daban bronca, como que te las adueñabas, me lo hacías a propósito para que cada vez que las escuche piense en vos, como cada vez que veo un barrilete pienso en el camino a Punta Lara o así. Mi mayor deseo en este momento: no ser diabética, el documental de Discovery me dejó muy manija con ese tema. Le tengo que preguntar al oso si me va a buscar el libre deuda en la moto. Y a vos, te tengo que preguntar tantas cosas a vos, por qué nunca bailamos? Imaginate esto: vos, yo y la Mona Jiménez o Rodrigo o Gilda para matarnos de risa, borrachos hasta las tetas, riéndonos de mi joroba y de tus dientes. Cuando puedo imagino qué hubiese sido de mí si no estuviese así, yo soy maga como vos me dijiste, y no sé lo que eso significa, qué carajo se supone que soy. Hubiese preferido que me digas que soy linda o loca o canchera o mortal, algún lugar común para poder ir y reclamar mi identidad, llenarme de eso. Pero no, “soy maga” y la puta madre que te parió, qué hacen, dónde comen, por qué lloran, compran o qué. Me dejaste bautizada pero no me dejaste algún padrino que me guíe si no estabas vos, me dejaste desnuda en la pila bautismal para que hable un poco con Cristo y San Benito, para que sienta frío y te fuiste a mirar Terminator con ese hijo horrible que tenés, porque es feo, es un chico, que es feo, que le diría a tu mujer que le deje el pelo largo para que se le venga bien a la cara, a los dos, porque encima vinieron de a dos.
Mi versión más humana te extraña y cambiaría ese monstruito con espada por este monstruito de no-hijo que me clavaste.

Ayer en lo del Oso, estábamos buscando mi ascendente en internet y yo no sabía a qué hora había nacido, entonces, le mandé un wasap a mamá, que ya sabía que no estaba, pero ¿hasta qué punto? si yo le mandé un mensaje, fue casi como que esté, solo que faltó la respuesta... es ahí que se muere, otra vez, en mi cabeza. Después, toda esa información está registrada, porque al Estado esas cosas le importan. Pero ¿las que no importan?, pensé.
Esas se las llevó mamá, con ella, como si el tápper donde guardaba toda la información que no importa se hubiera roto, se hubiera vaciado y ahora no tengo a quién reclamarle info: cómo fue sacar mi cuerpo del suyo, cómo fue sentir que no me gustaba algo de ella por primera vez –como que no se pinte los labios como la mamá de Marissa–, o dónde se escondía para tomar alcohol cuando venía Manuela, la novia de Martín, a comer. Bueno, eso, como que ese tápper se rajó y ya no puedo llenarme de eso...
Como una compu sin back up, ¿así se dice? y ahora me quedé como medio sin profundidad, sin historias. Bueno, al final, tengo ascendente en acuario y está todo bien. Ahora no puedo parar de ser eso, la de ascendente en acuario y me hago la incomprendida con vos, más hoy que hay luna llena.

Es que a mí me dolió que no estés el día que se murió mamá por primera vez en mi cabeza. Me dolió tanto que te hubiese meado la cara o peor me hubiese gustado llegar tarde a la cama y vomitarte con odio mientras cogíamos como dos puestos que se miran con los ojos bien abiertos. Es que siento que las últimas veces nos sobraban los ojos, yo te miraba y era como que casi me caía de tus bordes y vos eras todo tu mundo, toda tu casa, te miraba, pestañeaba diciendo tu nombre y entraba todo: tus banderas de la pieza, tus entradas a cosas, tu manera de leer los mensajes de texto o de decir que “coleccionás” libros. Y ahora que te miro, por wasap, sos como mucho más que tus cositas al final, porque me sobran los ojos y te volviste medio todo. Breack, breack, breack, breack. Así estamos, que no paramos de no estar nunca, de ali- mentar todo esto que no tenemos y que yo ya no puedo... que que ya voy a dejar de jugar a ser dios y perdonarte, porque yo ya no puedo perdonarte. Que te perdone dios, Julián, porque a mí no me da el imaginario.

Estoy tan triste que no sé si pueda dejar la primera persona y ponerme a escribir otra cosa. La tristeza invadió todo: mis ideas, mis pronombres y conjugaciones. Estos últimos días estuve creyendo fuertemente en la idea de que pinchaste un muñequito con mi cara, lo re pienso de verdad, lo hiciste de enojado pero lo pinchaste y todo tiene sentido: los sueños, las miradas de odio de los extraños y el qué dirán. Invocaste a todos los dioses o lunas con mi foto en la mano, en la terraza de tu edificio y  después te reíste de mí mientras tomabas vino con una “rebelde breack rules”, juntos se hacían los desdichados y los artistas golpeados, me da en las bolas esa escena, lo del sexo me parece trivial, no me molesta, me da en las bolas tu lujo. A veces tengo miedo de enfermarme raro: la enfermedad sería confundida y tomada por depresión pero en verdad hay cosas de la psiquis y de velas, de gurúes, tu cara me acompañaría al menos en tres sueños de la semana, algún conocido tuyo en el micro dos o tres veces al mes, un reinicio de celular donde me caerían interminables tus mensajes pidiéndome que vuelva, que por favor no te haga esto, unos minutos dedicados a adivinar dónde estarás antes de dormir y una persecución irreprimible de que estás viéndome cada vez que salga de noche a un lugar con mucha gente. Es una enfermedad llevadera pero agotadora, con posibilidades de devorarme sobre todo si estoy encerrada y es de noche. Esta es mi manera de limpiar, ahora, mientras escribo, mi alma, deseo que las palabras hayan, de a poquito, desclavado cada parte de mi muñequito, que mi foto salga volando por la terraza hasta pasar por Plaza Moreno, que abajo estén jugando al carnaval y yo me moje toda para apagar tu gualicho y desde mañana poder escribir en tercera persona algunas oraciones.

Ayer a la noche tuve mucho miedo, soñé con vos y yo, muy peludos que corríamos en una playa nublada, en un amanecer
que era todo eso que no es, que nunca amanecía, que nunca era.
Vos me dabas la mano y era como si no fuese solo la mano lo que me dabas, me dabas como teléfonos cuando apretabas la mano, me dabas prospectos de medicamentos para nuestros no hijos, me dabas entradas -de recitales, de cine, de boliche, de cancha- y unos boletines. Bueno, corríamos de la mano, que era mucho más que la mano, que me pesaba y no quería dejar caer nada yo pero estaban esos pozos en la arena como pozos viejos, como pozos de la tarde, de cuando había nenes y familias construyendo castillos o llevando agua, una, otra y otra vez, así, llevar agua hasta que el viento de Mar del Plata te saque de la playa o hasta que te agarren fuleras ganas de hacer caca. Había pozos mojados de ese agua, cargada por enanos con voz de bocina y conjugaciones extranjeras de tanto mirar Disney junior. Nosotros seguíamos corriendo, vos un poco más adelante, un poco nomás pero era como si me miraras igual, vos siempre me mirabas mientras me dabas entradas a cosas. Me levanté cascoteada y tuve mucho miedo de nuestra vida surrealista. “Yo, la cajera” pienso mientras me miro al espejo como si fuese protagonista de algún videoclip mientras suena la radio de la iglesia que es la única que engancho. “Yo, la cajera” digo como para saborear las letras, pienso como si fuese una poeta berreta y te escribo un inbox que dice “yo, la cajera nunca conocí un precio tan alto como el que estoy pagando ahora, en cada siesta que no estás, en cada risa que no te veo y beso en la espalda en la madrugada, cuando alguno de los dos cambiaba de posición”. En la radio de la iglesia suena una frase que me mata “agradecer al prójimo todo acto de confianza” y esto me hace llorar, soy cajera, no poeta y no voy a mandarte, a decirte, a darte, porque vos confías en que yo puedo ser grande y aprender a no molestarte como hace la gente grande, cuasi vieja, que tiene tiempo y espera, espera para no molestarse. Así, mientras toma mate, mientras habla, mientras trabaja, espera a que lleguemos corriendo, con la arena pegada y que vos digas que tenés frío y yo quiera caminar a caballito porque yo también vi Diario de una pasión y quiero ser la chica que todos queremos ser, la chica del chico, la de la peli que ellos se encuentran después de un tiempo y no sabemos qué pasa hasta que nos damos cuenta que la vieja tiene alzheimer como en El hijo de la Novia que está Darín.

Nos fuimos dejando caer la baba, la lengua colgando afuera, casi como cayéndosenos de la boca y de la cara. Vos te fuiste apareciendo en mis recuerdos como con hijos a upa, hijos que no tuvimos y que no tuviste, aunque sí otros, todavía. Vos y nuestros no hijos invadieron todos los recuerdos, hasta los sexuales, los de borrachos, siempre estás ahí con ellos a upa, no importa si estábamos vomitando en navidad o besándonos por horas, en un momento, ahí está: el no nacido.
Quiero que sepas que si no te vuelvo a buscar y te dejo perdido, como a los platos prestados después de un cumpleaños, es por esta nueva adquisición que te pintó tener en mis recuerdos. Después, yo no sé, no sé dónde andarás afuera de mis recuerdos, si te seguirás sintiendo como sin hacer pie en una pileta. A mí se me dio por lastimarme los brazos, pellizcarlos hasta moretón y olvidar.

Lo que le pasa a mamá con San Expedito, desde el día que Marcela, la panadera, le dijo que había experimentado una verdad, es conmovedor. Una semana antes de su cumpleaños compartió su imagen en Facebook con una oración que decía Mi San Expedito de las causas justas y urgentes, intercede por mí junto a Nuestro Señor Jesuscristo, para que venga en mi socorro en esta hora de aflicción y desesperanza. Mi San Expedito tú que eres el Santo guerrero. Tú que eres el Santo de los afligidos. Tú que eres el Santo de los desesperados. Tú que eres el Santo de las causas urgentes, protégeme, ayúdame, otorgándome: fuerza, coraje y serenidad.
¡Atiende mi pedido! Mi San Expedito, ayúdame a superar estas horas difíciles, protégeme de todos los que puedan perjudicarme, protege a mi familia, atiende mi pedido con urgencia. ¡Mi San Expedito! Comparte esto con todos tus seres queridos para que San Expedito te bendiga a ti y a todos ellos.
Al lado de la oración había una imagen de San Expedito y arriba de toda la imagen (la de con imagen y oración) ella puso que los San Expeditos se regalan y que ya se venía su cumpleaños que a ver si alguien se acordaba de ella y jejejejeje. El día de su cumpleaños llegaron un montón de San Expeditos a casa: 3 estampitas, un llavero, un muñequito de él que abajo decía San Bernardo y 2 San expeditos como adentro de una burbuja de vidrio que yo movía y se llenaba como de nieve, movía y se llenaba como de nieve. Mamá estuvo en éxtasis todo la cena, y los dejó uno al lado del otro sobre la barra armando: a) un altar b) una instalación de San Expedito junto a los impuestos de la casa. Los enanos no llegaban a ver esta obra de arte salvo yo que ya era grande, mis ojos y yo éramos grandes; mis ojos, mi hambre de dios y yo ya éramos grandes. Mamá, entre bandeja de sanguchitos y fatay, frenaba en la barra, miraba su obra de arte contemporáneo y sonreía, miraba fijo como hablando para sus adentros y tocaba alguno de los expeditos. Así hasta el café. Ya en el café, se llevó uno de los expeditos al lado de la pava y se puso a leer la oración. No le gustó que Fernanda entre así como si nada a la cocina, le sostenga la mirada, la haga correr para agarrar las tazas porque ella estaba concentrándose y Fernanda estaba muy mortal, ahí, como desde afuera de lo eterno, desde la bolsa de los mortales conformistas. Fernanda estaba esperando que los días pasen para morir como había muerto su madre, su padre, sus hermanos, sus abuelos y todos los italianos que los antecedieron y que nunca le vieron la cara a dios porque Fernanda está fuera de lo eterno y su historia también. En cambio, mamá: del lado de lo maravilloso, desde la ex humanidad que había sido transgredida comprando misterios, estaba llena de vidas que la distanciaban de todos los que esperaban un café para poder bajar la torta de ricota y nuez. Todos excepto Isabel que era muy creyente y también había comprado misterios como ella. Siempre pensé que ella se esmeraba mucho en construir un vínculo sano con Isabel porque su relación iba a ser para siempre, porque ellas tenían el pase al otro lado de las cosas donde no son solo hermosas, como dice una canción del Pato. Mamá no se esmeraba tanto por ningún otro, ni por mis hermanos ni por mí. Yo quise comprar algún misterio pero para ella no, para ella eran frívolos y amansadores. Gilda, el Gauchito, el Reiki, los eclipses: relatos pobres para mentes tan tan pobres que no saben querer, ni amar, ni odiar, como ella e Isabel.

Ayer me quedé encerrada en la pieza, escuchando las canciones de la pena, todas, todas enteras. Callejeros, el Indio, Aristimuño, Sigur Rós hasta la curva mortal y descontrolada de Los pimpinela y Él mató. Todo una terrible pena, el llanto boliviano, la letanía, la muerte entrando por los ojos, el cigarrillo apagándose sobre libros, la ropa sacándome el aire y mi baba en toda la cama. No quise prender el celular, no quise buscarlo, no quise vestirme de alguien que puedo ser yo y entonces hablar.
Mi boca entreabierta, el olor a lo dejado, primero, y agrupado después. Me acordé de él en un montón de estribillos, las acciones fueron: cantar, pensar, llorar y decir ¿por qué? ¿por qué?
Alternándose, la más representada fue la de pensar porque sintetizaba un poco a las otras, podía pensar cantar, pensar mi
llanto y decirme ¿por qué? ¿por qué? Ayer me quedé encerrada en mi pieza y pensé, entre otras cosas en: la injusticia
mi nombre en su brazo
mi nombre en su brazo con el suero
mi nombre en su brazo con el suero y esa chica
mi nombre en su brazo con el suero y esa chica cuidándolo
mi nombre en su brazo con el suero y esa chica cuidándolo
mientras yo me pudro
en mi pieza
entre cigarrillos
pensando
en mi nombre en su brazo

La vez que me dejó el forro adentro, yo no sé, no sé cómo no vi las cosas con tus ojos, con los ojos del sindicato.
Sólo miré con la mirada que me dejaron, con la restringida y flaqueé. El forro adentro otra vez, Julián, y buscar en google maneras de despedirlo. Una señora tomando mucha agua en youtube me miente, me dice que funciona pero me miente, la de “Tenaza con elementos que todos tenemos” es una mediocridad. Hay un video de una gorda que se ríe y me hizo acordar a su novia de ahora, bajé como loca, como tus globos de año nuevo, que se queman en los cables y caen... como locos, también. A ver, la foto de perfil de ella es como yo me imagino la tapa de un disco de una señora china. Así, como... china, no sé. Recién lo vi en las fotos del cumple de un año de su hija. Todas como jugando a que era Marcelo Tinelli y tenía una novia modelo. Es que esa ropa y esa hija-florero que ponía así, arriba de la mesa y de la torta... Me dio impresión cómo la ponían con otros nenes, al lado, como haciéndonos creer a todos que tienen una relación, que se fuman uno de vez en cuando o se saben los nombres, como si fuésemos ceniles, así se dice, no? Todos ya sabemos que no tiene amigos todavía, que él no es Tinelli y no quiero hablar de su novia porque me rebota. Me rebota, pa, me rebota todo lo que está haciendo... la clase de fotos, de fiestas y de hijos que está haciendo. Porque esa nena parece un viejo, parece el caso de esa película en que estaba Brad Pitt pero aviejado, no pienses que lindo, habían disminuido su lado de Brad Pitt. Bueno, así, su hija parece ese viejito, como con una enfermedad. En la foto de las velas esa novia mira, como si la mhubiera enfermado un poco, como si le hubiese dejado algo adentro como a mí. A veces, me imagino que voy a su casa y le cuento a su china de toda mi teoría de la succión, pidiéndole que mire la evidencia y me imagino a su hija tosiendo, toda vestida como una bola de fraile con esas cosas que le ponen. Que el hombre enorme deje de olvidar su lado más miserable en los cuerpos de su gente: mi deseo de hoy, que me acuerdo de todas las guardias que visité con el forro adentro...también.

El último verano en Mar del Plata... cómo lloramos con toda la familia eh. Nos dividíamos en grupo, en actividades y siempre encontrábamos el momento para llorar, de a poquito hasta alcanzar la cumbre del desgarro. Esa vez, en la Perla yo no me imaginé. Yo no me imaginé que el tío Marcelo nos iba a regalar tanto arte. Todavía me lo acuerdo entre sombrillas y lágrimas nombrando una a una las pelucas de su madre, fue de cuentos o, mejor, fue de gente con trayectoria lo que hizo. El beneficiado de mi tío, pensé. Si yo tuviera que apostar unos pesitos nunca los apostaría en mi tío Marcelo –hasta ese día–, ni en un caballo con nombre de jugador de fútbol, ni en un kiosco de una ciudad balnearia, ni en la relación con un enorme. Si tuviera unos pesitos no los apostaría en mi relación con Julián o en esa cosa que (no)sostuvimos. A veces me siento muy abollada cuando pienso en mí como novia, como señora, como madre de hijos que no tuve. La muñeca succionada, vieja, pienso, con un brazo retorcido, con el pelo de plástico enredado y los ojos bien abiertos, tirada en el patio: yo. Porque si hay algo que me sobra a mí –después de las succiones son los ojos, pá.
El último verano en Mar del Plata: vos que no podías parar de enumerar, anécdotas, autos que te gustaban, tiempo de espera–en el baño de la playa, en manolo, en el ascensor–, cantidades  de comida y de gente. Yo con mis veinte, un pucho, un mensaje trágico a La Plata, un pucho, un mensaje trágico a La Plata. Julián, más vampiro que nunca, sorbiéndome desde todas las redes, desde toda la vida, estaba como más acá de mí, yo decía yo y estaba Julián adentro, o, mejor, no dejaba de no ser yo cada vez que lo decía (la teoría de los coagulitos: los que quisieron ser otra cosa, lo rebelde de la sangre, los que no dejan de no ser). Un día, antes de dormirme dije yo muchas veces, susurrando y me dio sospecha todo lo que era y no, a la vez. Yo era todo lo que no tenía, salvo los ojos, unas canciones que me mandó Julián por mensaje para hacerme chiquita, más un par de ideas oscuras que imaginé mientras leía el diario a la mañana –siempre en Mar del Plata leemos el diario– que no eran abortos o cáncer, eran ideas oscuras de verdad: un chico que se levanta en silencio y patea el televisor por diez segundos, una madre ajustándole la colita del pelo a una hija en silencio, los ojos de una chica –puede ser la de recién nasomándose detrás de un lavarropas. Yo, yo, yo, susurraba, como para darme forma, para llenarme de algo, pero Julián, desde todo su apetito, me seguía chupando, conjugándome todos los verbos.

El viernes, paramos en Quilmes con el Oso, íbamos a un partido por La Copa argentina, un partido del que no voy a hablar, no voy a hablar, nos ganó un equipo que tiene de escudo un elefante bebé, un elefante bebé de escudo y un arquero que hace una semana festejó su primer pelo debajo del brazo. Paramos en Quilmes el Oso y yo, corrimos como dos cachorros al puente J.M.González, corrimos a hacer pis, nos reíamos, el Oso me abrazó y me hizo entrar al arroyo. Yo miraba la arena y pensaba que estaba en Mar del Plata pero no, pero en seguida me di cuenta que no, los autos pasaban del otro lado del arroyo y las luces me iluminaban: una botella de Coca vacía, una zapatilla negra talle de grande y el Oso, más bien, la espalda del Oso riendosé mientras en el micro la hinchada cantaba que parecía que nos dejaban. Con los pantalones arremangados hasta la pantorrilla, me agarraba con la mano izquierda de una columna de cemento, y los autos pasaban, pasaban y nos iluminaban y ya iba a empezar el partido y yo hundiendo mis All Star blancas en la arena mojada de Quilmes. Nos reíamos y los autos pasaban, pasaban y nos iluminaban.

¿Cuándo se muere por primera vez mi madre en mi cabeza? Estoy tratando de registrar cuándo. Hoy me puse a leerme y encuentro que hay indicios de mis agujeros por todas partes pero ¿cuándo? ¿Cuándo murió en mí por primera vez? ¿En el hospital? ¿En el velatorio? ¿En el coche fúnebre? ¿En los parientes como citas torcidas de un entierro de Hollywood? ¿En el cementerio al lado de Jorge? ¿En la casa sin patrón? ¿En los papeles heredados? ¿En los momentos heredados de las reuniones familiares? ¿Cuándo llamaron de Movistar para pedir por Amalia? No ella no está, no vive más, está muerta, que lo lamentan, que si de todos modos quiero escuchar un beneficio para mí, que si tengo celular, que cómo me llama ahora cada vez que llame a este teléfono fijo, que qué locura ser tan boluda, dije yo. Corté y lloré por primera vez: ella no está, no vive más, está muerta, empecé a decirme y ahora, escribiendo, vuelvo a darle volumen a esa frase, así, a esos sonidos así, todos juntos, que quieren hablar de algo tan triste, que intentan tocar algo tan triste. Después del entierro, dormí una semana entera con su ropa de todos los días, en su lado de la cama, sin dejar vacantes sus miradas -las cosas que ella miraba ahora eran miradas por mis ojos- dejé de mirar en mi vida y empecé a mirar en la de ella, quiero encarnar su papel si esto lo pudiese leer el director, me parece muy horrible que esta obra siga sin este personaje, puedo hacerlo ad honorem, aunque claro que si ella volviese –a lo mejor con un poco de aumento en el cachet ella vuelve– sería todo de otro nivel, uno más humano, uno más cercano a algo de verdad, no sé. Después de esa semana mis hermanos empezaron a sentirse un poco incómodos conmigo así, actuando de mamá, me pidieron que deje de hacer eso, hacer qué, eso que hacés, es raro, creo que estoy soñando cosas raras por tu culpa, me dijo Nicolás. Lo miré en silencio, veinte segundos en silencio, me saqué la ropa de mamá y me quedé desnuda frente a ellos que empezaron a gritarme, me fui a bañar largo y empecé a mirar series compulsivamente hasta volver al Coto y a dar clases particulares. Ahora, después de dos meses, tengo ganas de desnudarme y correr, de golpear a todos y correr, de escupir y correr, sólo lo pienso, lo pienso bien y es como si me calmara, como si una parte de mí lo hubiese hecho, mis hermanos y el Oso dicen que es como si me colgara o me durmiera con los ojos abiertos, yo digo que sí, que estoy re en una. El Oso y yo nos emborrachamos y escuchamos Rock sin hablar por horas, es lindo, sí, lindo y yo cada vez más fea, más vieja.

Sobre la autora

Julieta Novelli nació en La Plata en 1991. Es Profesora en Letras de la UNLP y trabaja en escuelas secundarias de La Plata y alrededores. Es actriz formada con, entre otros, Nora Moseinco, y participó de proyectos de creación y dramaturgia colectiva. Es también miembro de la murga La 60 y 118, que pertenece al Club de Gimnasia y Esgrima La Plata. Publicó Volver para
mí (Pixel, 2018). Forma parte de la antología Constelaciones (Erizo, 2016).

 

"Retrato de Eduarda Trápani. Óleo y cardenillo sobre tela. 1871", de Leandro de Martinelli

El último día de la Guerra de la Triple Alianza un joven pintor, Francisco Andueza, volvía de sus años de formación en París con un baúl lleno de lienzos tan distintos que cualquiera hubiera dicho que se trataba de la compra de un coleccionista aturdido y no de la producción de un solo artista. Las obras de Andueza oscilaban entre naturalezas muertas, paisajes, retratos, algún desnudo exótico y la pintura costumbrista. Por consejo de su padre, un comerciante vasco con aspiraciones de alta sociedad, el joven Andueza había pasado sus años parisinos entre cuatro o cinco maestros de distintas escuelas, algunas en rabiosa oposición, con la idea de que esa diversidad le diera mayores posibilidades de ubicar su obra en los interiores porteños y ganar renombre. La estrategia paternal, que el muchacho adoptó como ley, resultó en una inequívoca falta de estilo. A la inmutable realidad Andueza la abordaba sin pasión y con una técnica revoltosa, fruto de sus múltiples educaciones incompletas. Compensaba sus ignorancias con un trazo de fluidez infantil, hijo bobo de la educación gestual europea, y con la temeridad con la que encaraba cualquier escena que le pusieran enfrente, sean frutas podridas, animales de granja o ninfas sin ropa. Nadie podía negarle a Andueza la fidelidad con la que pintaba, de un realismo chato y una luminosidad atolondrada, pero realismo al fin.

El primer destino de su obra fue la vidriera de la ferretería familiar en la calle Florida, donde exhibió dos paisajes rurales sobre fenómenos atmosféricos: una tormenta de viento y una nevada que sumaron una nueva sensualidad al elenco de herramientas, bulonería y solventes que exhibían con devoción. En seguida ya no fueron solo hombres los que se detuvieron curiosos frente a la vidriera sino también mujeres y niños, todos atraídos por esas visiones climáticas nada habituales en la Buenos Aires de 1870. El pintor, que atendía el negocio durante la mañana, organizó una rotación semanal de sus obras a partir de la cual la ferretería no tardó en sumarse al circuito de exhibición de arte que en aquellos años componían bazares, mueblerías y algunos ramos generales. Mostró sus naturalezas muertas; una liebre despellejada provocó un runrún elogioso. También sumó halagos una ronda de gauchos matreros que juegan a la baraja en el interior de una casa de adobe, escena tenebrista que animó un sinfín de charlas sobre barbarie y civilidad. Era inminente que una mañana algún interesado en las bellas artes cruzara la puerta del local para preguntar por el autor y hacerle un encargo.

Llegó, entonces, de parte de un comerciante italiano del rubro textil, ferviente coleccionista de arte, Natalio Trápani. Desencantado con las fotografías coloreadas que los hermanos Bizioli habían puesto de moda en Buenos Aires, buscaba un pintor que pudiera retratar sin mecanización las virtudes de su hija mayor, quinceañera de ojos de rana, nariz aguileña y quijada masculina que el daguerrotipo realzaba hasta hacerla llorar de rabia. Vale decir que los rasgos de la joven Eduarda eran difíciles de contemplar al primer vistazo pero bastaban unas pocas horas con ella para que su carácter alegre y ocurrente ablandara todas las rispideces de su perfil, y la fotografía no lograba captar esa verdad. Acongojado por el sufrimiento de su primogénita, el italiano vislumbró la solución en el pulso fláccido y los colores quemados de Francisco Andueza.

El joven pintor convivió largas tardes con las mujeres de lafamilia Trápani y sus criadas, que recibían gustosas la visita de ese artista con pinta de jinete bávaro que las entretenía con historias de borracheras en París y mareos de ultramar. Tampoco le faltó tiempo para recorrer la colección privada que colmaba las paredes del caserón con obras de Aguyari, Della Valle y los hermanos Sívori. Es fácil imaginar el hambre de Andueza por incluir su firma en esa colección y el nerviosismo con el que trabajó para conseguirlo.

Cada tarde al terminar la sesión guardaba celosamente el bastidor en una caja y se lo llevaba a su casa. La excitación de las mujeres de la casa, acicateada por la sorpresa inminente, no hacía más que aumentar la magnitud del acontecimiento: durante el festejo del decimosexto cumpleaños de Eduarda la obra sería
descubierta al público.

En Retrato de Eduarda de Trápani, de 1871, Andueza pintó a la muchacha sentada junto a una ventana luminosa. Lleva un vestido gris de poco vuelo y sostiene sobre el regazo algo que parece un pato descogotado o una caja de música. Eduarda mira al frente, con la cabeza ligeramente inclinada y media sonrisa. El contraluz le recorre el pelo, la cara y las tramas del talle y pierde brillo a medida que avanza sobre el vestido, pero no nitidez. Ese finísimo degradé le da ritmo a la escena, aunque la falta de ingenio de Andueza y la atmósfera planchada de la habitación nunca revelan otra verdad que no sea la destreza técnica del pintor. No hay un retrato en esa obra sino un hábil trabajo descriptivo.

Contrario a lo que suponía Andueza, la principal herramienta de un retratista no es la realidad sino la imaginación.
No por nada el referente del género es Jacinto Rigaud, pintor predilecto de la corte de Francia del siglo XVII. El talento de Rigaud se basaba en su capacidad para enmascarar la rebuscada fealdad de la familia real francesa. Nunca en la historia de Francia hubo una dinastía de gente tan fea gobernando sus destinos, lo cual derivó, entre otras cosas, en la evolución del retrato como obra ya no de la realidad sino de la imaginación. Para lograr eso, Rigaud dedicó años al desarrollo de novedades y trucos compositivos y cromáticos. Pintó a la familia real francesa y a todos los dotó de una majestuosidad pirotécnica. Las poses artificiales que pedía a sus modelos, las ficciones heroicas que escenificaba con sillones, cortinas y pelucas voluminosas hicieron de seres poco agraciados figurones distinguidos. Les echaba en la cara un cuenco entero de blanco y amarillo hasta lograr una luz de tal intensidad que le permitía aligerar las narices de espárrago y los mentones de ratón de la familia real, pero sin borrarles la identidad. En vez de caras Rigaud pintaba síntesis de caras. Por esa sola maniobra llegó a ser el predilecto de la corte de Francia y ocupó el cargo de retratista durante más de medio siglo, hasta su muerte a los 84 años.

Pero en su educación incompleta Andueza nunca había escuchado hablar del aporte de Rigaud a la disciplina del retrato; de sus escenografías grandes como adjetivos, de su luz de photoshop. Había aprendido, sí, la técnica; pero no la filosofía. Conocía el método, pero no las argucias sociales que hacían de un retratista un buen retratista, por eso no entendió o entendió tarde el trabajo de ilusionismo que le había encargado el señor Trápani.

Cuando se reveló el lienzo durante el cumpleaños de Eduarda y se alzaron las miradas también se levantó, como polvo, un rumor melódico, sin estridencias, que se mantuvo a ritmo durante varios minutos, acompasado por corridas que iban de un cuarto a otro, por el cerrar de puertas, la explosión de un llanto adolescente, las toses malignas.

Trápani no podía reprocharle a viva voz que la obra no suavizara los rasgos de la muchacha, eso hubiera sido poner de manifiesto sus propias ideas sobre su hija más amada. Pero no solo eso pasaba en la pintura, sino que el color nacarado de la piel de Eduarda no había sido representado con fidelidad. Fue una grosería del pintor, que en sus enredos de aprendiz aplicó una capa de cardenillo, un orín hecho cobre y vapores de vinagre que usaban los paisajistas para contrastar colores, pero que en escenarios menos silvestres producía efectos desbocados. La pátina le dio a la joven una piel más oscura, color té, de una tonalidad mestiza que en el roce de los salones porteños equivalía, de mínima, un escupitajo.

El señor Trápani tapó el lienzo, balbuceó algo, le pidió al cuarteto de cuerdas que tocara fortissimo y en seguida el murmullo quedó sepultado por el sonido de Haydn a las apuradas. Francisco Andueza salió por la puerta de servicio, con el abrigo hasta las orejas.

Lo despertó el ladrido de un perro, un clamor por su apellido, golpes en la puerta, la campana policial. Exaltado, en pijama, Francisco Andueza le sacó la tranca a la puerta y cruzó, en la noche helada, palabras urgentes con un vigilante de bigote imperial. Habían roto la vidriera de la ferretería, una salvajada que despertó a todo el barrio.

Se vistieron y montaron, somnoliento el padre, borracho el hijo, la wagonette policial. Miraron, hipnotizados, el fulgor de cada objeto en la vidriera, de la fila de candados forrados de terciopelo, de las garlopas de mangos con tallas de cisne, de los garfios con terminaciones en bronce; hicieron las cuentas, nada faltaba o no podían asegurarlo, solo el destrozo del vidrio y de tres lienzos que el joven pintor exhibía esa semana: una marina y dos naturalezas muertas que ahora, descoyuntados los bastidores, estaban rasgadas sobre la vereda mojada. Nada para denunciar, dijo Francisco Andueza.

Hijo y padre no se atrevieron a pronunciar el nombre del responsable. Juntaron los lienzos, reacomodaron la vidriera y esperaron, en silencio, al alba, para barrer sin que el ruido de vidrios despabilara otra vez al vecindario.

Se sabe que entre la realidad y su representación las distancias se achican. Por eso el retrato de Eduarda no tardó en fomentar un chisme sobre la cruza insolente con indio o mulato reflejada en la piel de la mayor de los Trápani, un rumor propalado desde el submundo de las criadas que llevaban las habladurías del mercado hasta las cocinas de los caserones porteños con una diligencia envidiable para cualquier correo de aquella época, y también de esta.

En el tedioso universo doméstico de aquella Buenos Aires el caso Andueza desbordó como un arroyo, empujado por ese circuito de sometidos y ofendidos para quienes la verdad y la charlatanería tenían la misma autoridad y el mismo interés: desprestigiar, escandalizar, entretener.

Así, con la misma velocidad con la que se esparció la infamia sobre la muchacha, el cotorreo afiló una verdad y le puso nombre al vándalo de la ferretería: don Natalio Trápani. Nada que nadie intuyera. A pesar de sus jactancias de sensibilidad, los espectadores de arte no son distintos de cualquier otro espectador, y ellos mismos son espectadores de muchas otras cosas, como la ópera o las carreras de caballos. Por eso no es inusual que las mismas efervescencias que los arrebatan cuando escuchan un aria desafinada o apuestan por un caballo al que tiran al bombo, también los arrebaten por óleos a los que consideran gronchos, degenerados o insultantes.

El garguero de los resentidos contaba que la noche del cumpleaños de la joven Eduarda, don Natalio contuvo la mufa hasta que el último de los invitados se fue serpenteando, ebrio, calle arriba. A Natalio lo vieron salir poco después, embalado, con la cabeza tapada por un chambergo y una masa al hombro. El desborde en la ferretería, bien pensado, no iba dirigido tanto a Andueza como al resto de la sociedad porteña; válido como gesto de desagravio pero, más que nada, como punto final a la incipiente carrera del joven pintor quien, desde entonces, ya no volvió a exhibir sus obras en la vidriera ni a recibir otro encargo que no fueran pertrechos de ferretería. Tampoco se tienen noticias de que haya vuelto a pintar.

La historia se conoce porque el retrato de la muchacha ocupa, hoy, un lugar privilegiado en el quincho de la casa de Tigre de la familia Trápani: entre la heladera y la parrilla, como testigo de una ofensa al apellido que se resiste a perder temperatura y que alimenta, desde hace siglo y medio, la repulsión entre esos dos clanes de la crema porteña.

De los Andueza se puede decir que en las seis generaciones que han pasado desde aquel episodio, no solo no han dado ningún otro artista, ni siquiera le han dado el nombre de Francisco a ningún otro miembro de la familia.

Para regodeo de los Trápani nunca falta el curioso que en un asado pregunte por aquella obra y reciba, al detalle y como una advertencia, la historia de aquel joven pintor de apellido Andueza y de su breve incursión en el mundo del arte porteño, embarrada por un color mal dispuesto, encarajinado, agraviante; embarrada por un retrato náufrago; embarrada por algo que el mundo castiga con saña: la iniciativa, la inocencia.

Sobre el autor

Leandro de Martinelli nació en La Plata. Es Licenciado en Comunicación Social por la UNLP. Colaboró en el suplemento literario del diario El Día, en la sección “críticas” de Rolling Stone y en De Garage (Diario de rock). Fue editor del suplemento de cultura emergente de Diario Contexto y guionista de Pequeña Babilonia, documental sobre el rock de La Plata. En 2017 publicó Plagar, el graffiti desde el Bronx a La Plata, un ensayo escrito y fotográfico con sello de Malisia Editorial.

El viaje de Isabel, de Alejandro G. Olgiatti

No me gusta que la gente ponga en duda lo que yo cuento. No me gustó nunca, pero además me pone de mal humor escuchar que en los pasillos se hagan comentarios en voz baja, como si mis historias fueran algo imposible de creer. Tengo un oído muy fino y además les aseguro que conozco cada rincón de este edificio, en qué horarios y lugares se juntan algunos vecinos para hablar de otros, por eso nadie puede negarme lo que escucho cuando hablan de mí, cuando comentan que soy una persona poco confiable. No sé qué quieren decir con poco confiable, ni tampoco puedo saberlo porque si les pregunto, si me cruzo con alguno de mis vecinos y les pido que me lo digan, seguramente ninguno de ellos podrá explicarme. El otro día me acordé que don Enrique elige los jueves para ir a pagar los impuestos y por eso me obligué a una vigilia por la mirilla de mi puerta desde muy temprano. A las ocho de la mañana en punto lo vi salir de su departamento y a los pocos segundos yo hice lo mismo. Lo pude alcanzar antes de tomar el ascensor. Saludó amablemente y tuvo el detalle de dejarme entrar primero. Empezó comentando algo sobre el clima, sobre la ola de calor que pronosticaban para el fin de semana, pero sin tanta amabilidad corté el tema y le insistí por una explicación sobre lo que decían del viaje de Isabel.
Habíamos llegado al hall de entrada del edificio (de nuevo con esa costumbre de dejarme salir primero del ascensor) cuando me dijo que él no quería tener problemas conmigo, que yo no debía tomarlo tan a la tremenda, pero igual no pudo disimular cierto disgusto.
–Usted ya sabe –dijo Enrique, atento al revisar la carpeta y tratando de demostrar su preocupación por no perder alguna de las boletas de impuestos.
–Eso qué quiere decir –interrogué.
–No confían en usted.
–Quiénes.
–No me gusta hablar de ese tema. Debo hacer muchas cosas.
–Usted estuvo hablando con otras vecinas.
–A todos les llama la atención que Isabel se haya ido tan de repente, sin aviso, sin dejarnos ninguna nota.
–Eso fue lo que pasó.
–Eso es lo que usted dice.
–Por supuesto, y debería ser suficiente.

Entonces por las dudas volví a contar lo de ese día cuando ella tocó el timbre de mi departamento y me avisó que debía irse; saldría de visita a lo de una hermana que vive en una ciudad del norte y había aclarado que esto del viaje era algo urgente. Entonces le conté el detalle del bolso deportivo, fui preciso con la ropa que llevaba Isabel esa mañana y hasta pude asegurar que había contratado a un remise para llevarla hasta ese lugar. No tenía mu- cha confianza con ella como para preguntarle por los verdaderos motivos pero pude adivinar algo inesperado, una noticia de últi mo momento que le puede cambiar los planes a cualquiera. Antes de irse me dejó las únicas dos macetas que tiene pidiéndome que las cuide hasta su regreso.
–Y me va a decir que se fue así nomás.
–Eso es lo que le estoy diciendo.
–Suena raro. Por eso los demás están cada día más desconfiados, pero les dije que por ahora no podemos hacer nada contestó Enrique mientras salía del edificio.
–Qué quiere decir con eso –le dije, y hasta levanté el tono de voz al ver que tomaba cada vez más distancia. Lo vi murmurar mientras caminaba hacia la esquina y puedo asegurar que fui blanco de sus insultos. Fue irritante quedarme con la palabra en la boca porque quería seguir explicando la situación, tan irritan- te como escuchar a los demás que insistían en desprestigiarme.

Escuchar eso me hacía perder la concentración en mi trabajo, y con el paso de los días terminaba por ponerme de mal humor. A última hora de la tarde, mientras bajaba las escaleras para sacar las bolsas de basura, encontré a un par de vecinas que aseguraban que algo raro le había pasado a Isabel. Decían que lo mejor era pedir una reunión de vecinos y escuchar si alguien más tenía noticias de Isabel. La más alta (estaba de espaldas pero por el pelo desteñido creo que era la hija de la del 3°B) decía que era mentira todo eso que yo les había contado, “nadie en este edificio puede creer esa pelotutez del viaje”, dijo ella, “lo que pasa es que fue lo único que pudo inventar este tipo.” Primero: no me gustó el tono al decirme tipo; segundo, me hubiese gustado decirle a estas dos lo que les he contado a todos. Ella, o sea Isabel, se fue de viaje, se fue de visita a lo de su familia que, como ya dije, vive en el norte. Es más: ahora que recuerdo, me contó que días atrás había hablado por teléfono con una hermana suya a la que llamó Laurita, y que le había prometido unA visita para su cumpleaños. No sé si el de ella o el de Laurita; no sé si el cumpleaños había pasado o estaba por llegar, la cuestión es que una promesa debía ser cumplida. Pero ellos estaban empecinados en averiguar cada cosa que había hecho Isabel ese día. Además, todo esto pasó la semana anterior y muchas veces no se pueden recordar los detalles de cada una de las cosas que pasan.

Eso fue lo que le expliqué ayer al matrimonio del 2°A. Estaba saliendo a entregar una de mis cajas al correo cuando me interceptaron en el hall de entrada del edificio. No fue algo al azar. Me dicuenta al ver los gestos que se habían hecho entre ellos dos, pero fue el esposo el que se puso delante mío y se animó a preguntarme si tenía noticias de Isabel, si yo me animaba a explicarles algo de lo que se hablaba en el edificio.
El tipo me había mirado mal pero igual aproveché a decirle que era bastante incómodo escuchar los comentarios de mis vecinos, ya que algunos se ponían a hablar a metros de la puerta de mi departamento sin importarles la hora, sin importarles si yo estaba , escuchando. Esto me llevó a pedir licencia en mi trabajo tomando en cuenta que lo mejor en estos casos era no salir. No debía dejar de lado algunas obligaciones impostergables, claro, como  por ejemplo las entregas de mis cajas a las sucursales del correo, o visitar a mi hermana los martes y jueves, además de no faltar a mis paseos nocturnos. Pero a ellos no les importaba lo mío e insistían con Isabel, pero mi respuesta siempre era la misma: no tenía ninguna noticia de ella. Mostré la imagen de alguien que no tiene nada que ver con el asunto y volví a decir que ella tenía pensado irse esa misma noche. Su viaje resultó ser algo inminente. No hubo tiempo para hablar y nunca tuve tanta confianza con Isabel como para meterme en sus cosas. Lo único fue advertirle que si viajaban por la ruta 129 les llevaría una buena cantidad de horas. Por las dudas les mencioné a Germania.
–No sé si Isabel se los dijo alguna vez, pero les aseguro que ese lugar queda tan al norte que uno se cae del mapa. Ahí era donde ella debía llegar, un pueblo de frontera metido entre cerros y desfiladeros. No se los veía conformes. Ellos no eran los únicos. Los había peores, como por ejemplo la esposa del encargado del edificio que comentaba el tema en todos los comercios del barrio. Eso me llevó a hablar con algunos conocidos como para ir aclarando las cosas, y en casos así uno no tiene muchas chances de nada salvo explicar el asunto lo mejor posible, hacerles entender que episo- dios extraños pueden pasar en cualquier lado.

El martes, después de llenar un par de bolsas con los desperdicios que se habían acumulado en mi departamento, después de ir al correo a entregar otra de mis cajas (le había prometido a un taxidermista amigo enviarle material para su trabajo) visité a mi hermana Ester y me vi en la obligación de contarle y de decirle que si no había venido antes era porque no quería involucrarla en este problema en el que estoy metido; o mejor dicho, en el problema en que me metieron, porque si ellos fueran objetivos deberían admitir que no había nada de malo en recibir a una vecina, estar con ella un rato y escuchar sus problemas, aceptarle las llaves de su departamento para que yo lo cuide, tal vez ayudar con algún arreglo de plomería. Herramientas no me faltan y además puedo asegurar que soy bastante bueno con las actividades manuales.

Mi hermana Ester insistió con la importancia de ser cuidadoso, y me recordó que eso me lo había dicho varias veces. Se la veía preocupada por mi estado de ánimo (eso siempre ha sido mi punto débil) pero también se mostraba afligida por la reacción que yo podría tener al enfrentar a mis vecinos. Quise calmarla al prome- terle que no me enfrentaría con nadie, que no le traería ningún disgusto. A esta altura del partido, lo más conveniente era no dar más explicaciones, ya tenía demasiadas ocupaciones con los arreglos en mi departamento, especialmente con el baño que nunca terminaba de limpiarlo. Ester continuaba en silencio, su cuerpo hecho un ovillo en el sillón. En cierto momento preguntó si yo había pensado en una mudanza.
–Este es el mejor momento para pensarlo –dijo ella con el mismo tono de voz con el que antes, siendo yo más chico, me ayudaba a dormir.
Eso no sería tan simple; lo de mi hermana estaba descartado así que debería buscar un lugar nuevo a donde ir, pero también estaba el hecho de que no sólo era mudarme de edificio sino también mudarme de barrio. De un día para el otro cambiarían los alrededores. Ya no tendría más mis cosas, ni mis paseos nocturnos; debería acostumbrarme a otros paisajes, planear nuevos itinerarios, acostumbrarme también a un nueva forma de trabajo, a nuevas personas y vecinos.
–Vas a tener que hacerlo –volvió a decirme mi hermana–.
Esas personas no te quieren y te van a hacer la vida imposible.

Me costaba aceptarlo y le reproché de mal modo sus ideas negativas, pero admití que ella siempre me había cuidado, siempre estaba pendiente de lo que podía pasarme. No creo haberla asustado. Ella sabe de mi carácter, pero igual traté de tranquilizarme y prometí que lo pensaría. “Está bien. Voy a hacerte caso”, le dije, y creo que la dejé algo contenta, pero cuando llegué al edificio varios vecinos me increparon para que les aclare qué pudo haberle pasado a Isabel. El más agresivo era el del 4°C, don Hipólito, que amenazó de entrada con una denuncia y levantó la voz al adver- tirme que le pediría a un comisario amigo entrar y revisar mi departamento. “Usted sabe algo. Usted sabe algo”, repetía el viejo con quien nunca había cruzado ni una palabra, pero ahora se lo veía muy dispuesto a enfrentarme gracias al empuje que le daban los otros vecinos. Se me ponía delante y me sacudía las ropas, me tomaba de un brazo obligándome a quedar en medio de todos y hasta se animaba a patearme los tobillos mientras insistía en una explicación. Insistí varias veces con el botón del ascensor, pero alguien se había tomado el trabajo de desactivarlo en algún otro piso. Esa trampa me obligó a subir por las escaleras, a llegar al departamento entre golpes y las mordidas del perro de la mujer del encargado.

En medio de esa pelea cuerpo a cuerpo logré llegar y encerrarme; después fue necesario desconectar el teléfono y también la energía. “Esto va a terminar mal”, pensé. Gracias a la luz de emergencia pude curarme las heridas de los tobillos y busqué alguna caja de antibióticos que siempre tengo en el botiquín. Limpié como pude lo que me quedaba por limpiar y comencé a guardar algo de ropa en uno de mis bolsos; también ordené las últimas dos cajas que debía enviar por correo. Junté todo el dinero que tenía, hasta las monedas que guardo en el frasco de mermelada. Intenté memorizar un itinerario de salida mientras me sorprendía que todo tuviera un desenlace tan rápido, como si alguien se hubiese dado cuenta de algo que yo todavía no lograba descifrar. Pensaba en eso cuando algo hizo que dejara de hacer mis cosas. Me quedé sin movimientos, apenas con la fuerza necesaria para caer sentado en el sillón. Así tal cual lo estoy contando. Apagué la luz de emergencia y me mantuve a oscuras. Estuve así un rato largo. Miré a través de la ventana al resto de las otras ventanas de los edificios de en- frente, de los edificios más altos de la esquina y también los de la otra calle. Docenas de balcones iluminados desde donde alguien podría observarme y podría seguir, si se lo propusiera, todos mis movimientos, pero no sólo los de recién, también los de ayer, los de la semana pasada. Alguien habrá estado entretenido en seguirme los pasos desde el primer día de mi llegada a este lugar. Puedo imaginar que ese alguien habrá elegido el momento para lanzar un rumor difuso, como para que la noticia genere cierta duda y temor al mismo tiempo. Sería suficiente con elegir a cualquiera de mis vecinos para que el comentario se fuera extendiendo como una mancha de aceite. De algo estoy seguro: el verdadero peligro estaba en dar un paso en falso. Ahora la única opción era pensar en mi hermana. Debí darle la razón a Ester cuando me dijo que ella era la única en terminar bien las cosas.

Alejandro G. Olgiatti nació en La Plata y comenzó en el oficio de la escritura en el taller literario de Gabriel Báñez. Algunos de sus cuentos fueron publicados en suplementos culturales y otros premiados en concursos. 1° premio en el concurso Leopoldo Marechal, con el cuento “Colores Ocultos”. 1° premio Rotary Club Ciudad de Avellaneda, “El recién llegado”. 1° premio en el concurso Adolfo Bioy Casares 2015 por el libro Territorio de caza, (jurado: Ester Cross, Edgardo Scott e Inés Garland). Mención en el concurso Manuel M. Lainez, al cuento “Un trabajo mal pago”, (jurado: Luis Chitarroni, Luisa Valenzuela y Liliana Heker). Tiene dos libros de cuentos inéditos, Periferia y Línea de trayectoria. Seleccionado por el C.C. Rojas por su novela Meridiano, con la que participó en una clínica literaria con Sonia Cristoff. Ha participado también en los talleres de Alberto Laiseca y Guillermo Martínez.

Una despedida para Muriel Leroi, de Santiago Featherston

Una noche de xenofobia, risas falsas y limoncello conocí a Muriel Leroi, pronúnciese “Leruá”. Ella vestía falda escocesa y medias de lana azules y cada tanto se sacaba un rulo pelirrojo de la frente.
Su padre y mi madre eran empleados del Ministerio de Obras Públicas y se habían reunido a discutir acerca de la cantidad de desagotes que deberían realizarse con el fin de evitar nuevas inundaciones en la ciudad. Había alguien más en la cena, un asesor cordobés con un ojo más grande que el otro, cuyo nombre Muriel y yo decidimos esa noche. Pero eso pasó más adelante. Por ahora digamos que yo todavía usaba mi célebre raya al costado, bien delineada a fuerza de afirmarla ante el espejo cada vez que salía de bañarme, y que el cordobés se ganó un enemigo desde que me saludó apoyando su mano sobre mi cabeza, arruinando mi peinado mientras su ojo más chico se burlaba de mí y el más grande le sonreía a mi madre y al resto de las madres divorciadas del mundo.
Durante la cena me dediqué a esparcir pedazos de corteza de pan sobre los cuadrados del mantel y a responder con monosílabos. Ya en la sobremesa, mi madre recordó el viaje a Córdoba que yo había hecho con mi padre el año pasado, antes de que él decidiera instalarse definitivamente allá. Y en lugar de contentarse con recordarlo, mi madre preguntó:
-¿Qué te pareció Córdoba?
Yo presioné una corteza de pan, que se desintegró.
–¿Qué fue lo que más te gustó? –volvió a decir ella.

–El cielo –dije casi sin abrir la boca–, porque ahí seguro que no hay cordobeses. Muriel soltó una carcajada que le voló un rulo. Descolocada y torpe, mi madre cambió de tema y preguntó qué pasaría con el posible recorte de fondos que, según los rumores, el Presidente anunciaría en cuestión de días. Probablemente su pregunta haya sido más breve, ridícula y desordenada: no importa. Lo que sí importa es que mientras su padre ofrecía una dosis de limoncello casero a mi madre y al cordobés, Muriel se levantó de la mesa y desde el pasillo que conducía al baño y a los cuartos y sin que nadie más la viera, me señaló y movió la punta del dedo índice; creo que una sola vez fue suficiente para que yo dejara la servilleta sobre la mesa y dijera:
–Disculpen, alguien me llama desde el baño.
Mi madre y el padre de Muriel creyeron que se trataba de un chiste. El único que dudó fue el cordobés, que amagó a girarse en dirección al baño para ver de quién se trataba, pero cuando oyó la risa de mi madre rápidamente hizo como que se estaba rascando la espalda; yo le estudié los ojos en busca de algo que me permi- tiera disculparle nuestro mal comienzo, pero no encontré nada.

–Vení –susurró Muriel, dándose vuelta para asegurarse de que la seguía.
Llegamos a un cuarto que supuse era el escritorio del padre de Muriel. Había una computadora, estantes llenos de libros y, sobre una pequeña mesa, algo con forma de huevo que llamó mi atención. Le pregunté a Muriel de qué se trataba.
–Es una cosa para guardar cosas. Esperá –dijo ella, y siguió buscando lo que quería mostrarme entre los estantes, hasta que sacó un libro de tapas rosas, pasó un par de páginas y me lo dio.
–Leé.
Yo leí:
Llevaba mucho tiempo deseando hacer lo que había visto realizar a mi madre en ese día inolvidable donde provocó en mi padre repetidos goces. Primero la mano, volviendo tímidamente los ojos, luego la boca todavía vacilante, luego gustando cada vez más y, por último, el placer entero y sin vergüenza (risa contenida de Muriel). No sé qué sienten los hombres cuando se atreven a acariciar todos los objetos de sus deseos. Pero si me atrevo a deducir por lo que sentí mirando, acariciando, besando ese miembro maravilloso de la fuerza viril, y luego chupándolo y provocando el chorro impetuoso (otra risita de Muriel) de la savia vital, la voluptuosidad del hombre es verdaderamente formidable.

Cerré el libro y miré la tapa de color rosa. Su título era Memorias de una cantante alemana, lo había escrito una señora de nombre impronunciable y formaba parte de una colección llamada La sonrisa vertical. Pregunté una obviedad:

–¿Qué es esto?
Muriel me sacó el libro de la mano.
–Era de mi mamá. ¿En tu casa no hay libros así, escondidos?
–dijo dándome la espalda, con el brazo estirado para guardar el libro. Desde atrás, los rulos que le caían sobre los hombros parecían flotar alrededor de su cabeza. Ella se esforzó por dejar el libro en el mismo lugar de donde lo había sacado, pero era demasiado alto para ella y en el esfuerzo se le cayó una Biblia justo encima de un pie. En lugar de quejarse, Muriel se paró sobre la Biblia, acomodó el libro de tapas rosas en su lugar y señaló la silla que había frente a la computadora.
–Sentáte –dijo–. Yo soy muy lenta para escribir.
Pasé una mano por mi pelo y supe que más tarde tendría que pedir prestado un peine; así que me concentré en el teclado.
–Lo primero –dijo Muriel, apoyando una mano sobre mi hombro–, es decidir cómo nos vamos a llamar. Nosotros y ellos
–aclaró–. Yo soy Muriel Leroi, se escribe L-e-r-o-i. A tu mamá no le cambiemos el nombre. O sí. Sí –Muriel empezaba a entusiasmarse–, que se llame...

–Esther –dije yo–. Y tu papá, Freddy.
A Muriel no le gustó:
–Me hace acordar a Freddy Krueger...
–No, porque él se va a llamar Freddy el Nada. Y al cordobés le ponemos Miembro.
–Miembro Maravilloso –concluyó Muriel, divertida–. Me gusta.
Estaba todo listo, pero faltaba mi nombre.
–¿Y yo quién soy?
–Vos sos... Darío Lopérfido.
Protesté: ese nombre me parecía una mierda.
Muriel se rió y dijo:
–Chiste. Vos no tenés nombre porque vas a ser el protagonista que cuenta la historia.

Eso alcanzó para convencerme y de inmediato pusimos manos a la obra. Muriel se paró detrás de mí y empezó a dictar e comienzo: “Esther y Freddy el Nada estaban preparando la cena en su cabaña de Córdoba cuando de repente apareció Miembro Maravilloso sosteniendo toda su fuerza viril, y los amenazó con destruir todo el escritorio y las habitaciones de su cabaña de madera si no le enseñaban a hablar bien”. Yo tecleaba a toda velocidad pese a las cosquillas que me provocaba la respiración de Muriel contra mi oreja.
Los adultos no parecían extrañarnos en la sobremesa. Discutían por la ubicación de los desagotes que habría que terminar antes de la próxima caída importante de agua. La voz del cordobés se distinguía por el uso indiscriminado de localismos, con abundancia de “guasos” y “culiaos”. Por lo bajo, el padre de Muriel argumentaba que antes habría que terminar la obra del Arroyo Rodríguez, y mi madre, ¿qué hacía mi madre? No lo sé. Pero nosotros tuvimos tiempo de terminar nuestra historia de una sola página. Terminaba con Muriel y yo arriba de un puente, desde el que echábamos cor- tezas de pan a los pececitos del arroyo. Punto final.

Muriel imprimió la historia, borró el documento y dijo que esa única copia la guardaría ella, en su mesa de luz, al lado de las cartas que se enviaba con sus amigas. A mí me pareció que nuestra histo- ria merecía un escondite más distinguido, apartado de sus amigas y de todos los aspectos de su vida que yo no conocía.
–¿Y por qué no en la cosa para guardar cosas?
Muriel dijo que esa caja –así la llamó– era de su padre. Dobló la hoja y antes de salir corriendo a su cuarto, bajo el marco de la puerta, levantó el dedo índice como si quisiera un segundo más de mi atención:

–¿Vos a qué colegio vas?
–Voy a sexto grado de la 38 –le dije–. Pero el año que viene me
voy a anotar en el Nacional.
Al Nacional se entraba por sorteo, y mi madre decía que si teníamos –desde su divorcio le gustaba usar el plural para hablar de mis asuntos– la mala suerte de no salir sorteados, ya veríamos qué hacer; supongo que por eso nunca cuestioné su decisión: siempre me gustó jugar a los plenos.
–Yo también me voy a anotar –dijo Muriel, y cuando pensé que se había ido, asomó la cabeza llena de rulos y dijo:– Escribís rápido para ir a una escuela con número.
En el viaje de vuelta a casa, cuando mi madre preguntó qué habíamos estado haciendo Muriel y yo –aunque mi madre usó otro nombre para referirse a Muriel–, le dije que nada y miré pasar las luces de los faroles del alumbrado público por la ventanilla.

Poco después hubo una nueva reunión en la casa de Muriel, en la que el cordobés no se cansaba de explicar cómo debían res- ponder ante posibles preguntas de los periodistas, la manera de pararse y gesticular. Después el padre de Muriel se levantó a compro- bar la cocción de una carne al horno y el cordobés y mi madre salieron al jardín a fumar un cigarrillo, y Muriel y yo aprovechamos para escabullirnos al escritorio. Ella me sentó frente al monitor, volvió a ubicarse a mi espalda y empezó a dictarme al oído: “Miembro Maravilloso sorprendió a Esther en el establo con toda su voluptuosidad, y enojado porque todavía no había aprendido a hablar bien, con la boca todavía vacilante, le chupó el cuello y extrajo su savia vital. Pero Esther arrancó parte de la fuerza viril de Miembro Maravilloso de un manotazo y huyó a su cuarto y la guardó en un cofre que escondió debajo de su almohada. Freddy el Nada paseaba con su caballo por la campiña y nada supo de esto. Sin embargo, Muriel Leroi pudo ver todo lo que había pasado desde el techo y llamó a una paloma mensajera para avisarme a mí, el protagonista de la historia, que había llegado el momento de idear un plan para matar a Miembro Maravilloso o incendiar la casa y huir a otra provincia.”

Ya éramos un equipo. Sin embargo, creo que recién empezó a considerarme un par cuando le hablé del libro que había encontrado en el cajón de la mesa de luz de mi madre: se llamaba Historia del ojo. Muriel y yo teníamos la ilusión de conseguir todos los libros que nos faltaban para completar la colección de tapas rosas, más de cien, y aunque ahora me pregunto por qué no robábamos alguna tarjeta de crédito y comprábamos a mansalva por Internet, la verdad es que nos divertía encontrarlos de a uno en sitios recónditos, en las casas de los padres de nuestros amigos, donde fuera.
–¡¿Y no lo trajiste?!
Me levanté la remera y saqué el libro que hasta entonces había estado guardando.
–Pequeño marrano –dijo Muriel y me sacó el libro de la mano sin dejar de mascar su chicle con la boca abierta, incorporando el vocabulario de los libros de tapas rosas en nuestro diálogo, ayudando a construir, quizá sin saberlo, nuestro propio mundo secreto. Al darme cuenta de eso me dieron ganas de tener un chicle en la boca. Le pregunté a Muriel si tenía otro.
Ella sonrió con los ojos, arrugando las pecas de su nariz. Se llevó una mano a la boca y sacó el chicle. Después lo acercó a mi boca y yo lo aplasté con mi lengua contra el paladar, pero ya no tenía gusto a nada. Eso me hizo pensar en Freddy, el Nada.
–Tiene gusto a tu papá –le dije.
Muriel se lanzó de un salto sobre mí, rodeando mi cintura con sus piernas de lana azul. Le dije que nos íbamos a caer, pero ella ordenó que la sostuviera de las piernas, abrió mi boca con la suya para recuperar su chicle y desde su nueva altura me miró triunfal hasta que ya no pude más y me dejé caer al piso. Muriel, arrodillada sobre mí, sacándose los rulos de la cara, tiró del chicle hasta partirlo en dos.

–La mitad para cada uno –dijo con la cara todavía más colora- da que los rulos que le cubrían la frente.

Después escribimos un cuento en el que por primera vez Muriel se detuvo en medio de un párrafo y preguntó cómo creía yo que debía continuar la historia; yo sólo pude pensar en la muerte de Miembro Maravilloso o en nuestra huida hacia una nueva provincia. Según Muriel, había que unir ambas opciones: le pareció más real.
La reunión siguiente fue en mi casa, y el cordobés llegó una hora antes de la cena y ayudó a mi madre a cocinar. Cada tanto tiraba algún chiste.

–Yo soy como Vaca Muerta –decía, por ejemplo, mientras acomodaba la pizza en el horno–. Tengo mucho potencial, pero hay que hacer fracking para sacarlo.
A mi madre no le causaba mucha gracia.
Muriel bajó del auto a los gritos, diciendo que traía un postre que ella misma había preparado y que era sólo para ella y para mí.
–¡Es una Chocotorta! –gritaba y reía–. Los grandes no pueden probarlo.
–¿Por qué no? –dijo alguno de los grandes, y ella respondió:
–Porque están gordos.

Llevaba una bolsa verde de residuos del supermercado Carrefour colgando del brazo, dentro de la cual había un repasador que envolvía un tupper, dentro del cual estaban los Diálogos de cortesanas, otro libro de la colección de tapas rosas. Nunca voy a olvidar cómo empezaba el diálogo preferido de Muriel:
–Querida, ven a cagar.
Muriel había ideado la continuación de la historia, pero no tuvimos tiempo de escribir porque ni bien terminamos de cenar, el cordobés dijo que era demasiado tarde y estaba cansado. Muriel y su padre se fueron con él y mi madre se quedó fumando sola, en la cocina.
No hubo reuniones durante las fiestas y el verano; la siguiente  fue poco después de haber empezado las clases. Por eso no puedo hablar de los cambios cotidianos de Muriel en ese lapso: apenas pude verlos cuando ya habían ocurrido. Digo esto porque me hubiera gustado estar ahí cuando aquel cambio empezó a gestarse en ella, me hubiera gustado mirarla a los ojos en ese momento y ver qué era lo que aparecía, detenerlo y salir corriendo a algún otro cuarto de la mano de Muriel Leroi.

Su padre había pasado el verano en La Plata, pero Muriel lo había hecho con la familia de una amiga en Villa Gesell. Por esa época yo era un dedicado coleccionista de piedras, y un amigo me había contado que el mar de Villa Gesell a veces traía unas piedras redondas con una superficie completamente lisa, y las esparcía a lo ancho de la costa, así que le pedí a Muriel que me trajera alguna. En cuanto a mí, el verano había consistido en juegos de computadora, algunos partidos de fútbol 5, varios tatuajes de los que venían en el envoltorio de los chicles y un par de salidas al cine con un grupo de amigos que terminaron en uno de los Mc Donald’s del centro.
Al llegar, lo primero que advertí fue que Muriel no llevaba puesto su uniforme del colegio. Pero claro: ella había entrado al Nacional. En lugar de su falda escocesa y sus mocasines, usaba las zapatillas que luego vería en casi todas mis compañeras de mi nuevo colegio y pantalón ajustado. En la parte de arriba, una camisa celeste y el pelo tal como las piedras que a mí me gustaban, es decir, casi completamente liso; por último, en su frente esa capa de sudor grasoso que destilan los adolescentes. Nada de eso me importó. Y además, yo también estaba distinto: ahí estaba la marca en la pared de mi cuarto, con los tres centímetros y medio más, para demostrarlo.

La saludé y le dije al oído que tenía el final de nuestra historia. Muriel se acomodó un mechón de pelo rojo detrás de la oreja y sonrió. Eso fue todo lo que hizo. Le pregunté si había conseguido buenas piedras en Villa Gesell, y dijo que no, que no había tenido tiempo.

Pasamos al living y hubo una eterna discusión acerca del recorte de fondos que había anunciado el Presidente y de cómo harían para reasignar las partidas del presupuesto. Mi madre discutía desde afuera, con la ventana abierta, estirando el cuello cada tanto para echar el humo de su cigarrillo; el cordobés no vino esa noche. Yo me pasé la cena dando patadas a Muriel por debajo de la mesa, pero ella parecía más interesada en seguir el tema de conversación o revisar su nuevo teléfono con la misma compulsión con la que mi madre le decía al padre de Muriel:

–Olvidáte, nos soltaron la mano.
Siete cigarrillos y unos fideos con un tuco aguado y lleno de especias que preparó el padre de Muriel, hice un bollo con la
miga de un pedazo de pan y sin que nadie me viera apunté al pelo de Muriel. La miga rebotó en su pelo lacio y cayó al mantel. Ella levantó la miga y dijo que iba al baño.
Esperé a que se levantara de la mesa y se perdiera por el pasillo, y la seguí disimuladamente. Como de costumbre, nadie preguntó nada. Sólo oí la voz de mi madre que dijo, levantando su encendedor:
–¿Tenés fuego? El mío ya no anda.
Esperé a Muriel al lado de la puerta del baño. Golpeé la puerta. La entreabrí y noté que la luz estaba apagada. ¿Habría vuelto a la mesa sin que me diera cuenta? ¿Pero cómo? Sólo por costumbre se me ocurrió asomarme al escritorio de su padre. Encendí la luz y lo primero que recibí fue una miga de pan en medio de la cara.
Muriel se sentó en el piso.
–A ver, ¿qué trajiste?

Saqué la hoja doblada en cuatro del bolsillo trasero de mi pantalón y leí una historia que ocurría en el Pasaje Dardo Rocha; habíamos huido a otra provincia y estábamos todos en La Plata después de que Esther, convertida en vampiro, chupara la sangre de Miembro Maravilloso hasta secarlo. Muriel y yo la habíamos ayudado, metiéndole un palo en el culo a Miembro Maravilloso mientras dormía, hasta dejarlo clavado a un árbol. Después liberamos a Freddy el Nada, a quien Miembro Maravilloso había convertido en objeto de sus deseos. Al final, Muriel y yo subíamos a la terraza del Pasaje Dardo Rocha y mirábamos la ciudad a la luz de la luna y salíamos volando, como dos murciélagos, a dormir a la Catedral. Cuando terminé de leer y levanté la vista, Muriel se estaba acomodando el pelo en el reflejo del monitor de la computadora y dijo algo que nunca, estoy seguro de que nunca antes le había escuchado decir:
–Es lindo.
Me miró desde lo alto –yo seguía sentado– y pasó una mano por mi pelo.

–Queda mejor desordenado –dijo, y antes de que pudiera defender el honor de mi raya al costado, sepultó el único secreto que yo había sabido guardar:
–¿Volvemos?

Esa fue la última palabra que le oí decir a Muriel Leroi. O mejor dicho, la primera palabra que una desconocida con el pelo lacio, pantalón ajustado y camisa celeste pronunció en su funeral. Ella salió del cuarto y me quedé un rato ahí, con el cuento que había leído en la mano. Lo guardé en la cosa para guardar cosas del padre de Muriel y volví a la mesa. No sé si alguna vez su padre le habrá dicho algo acerca de ese cuento; tal vez no lo encontró nunca; tal vez esa cosa no era para guardar cosas, sino para olvidar cosas. Pero no importa. Las reuniones siguieron, pero yo perfeccioné mi técnica de fingir enfermedades y no volví a ir. Esas noches mi madre me dejaba en lo de mi abuela; a veces mirábamos alguna película, pero siempre que aparecía algún desnudo, algún rastro de aquél mundo que Muriel y yo habíamos construido en secreto, mi abuela se apuraba a cambiar de canal y era como si alguien cerrara rápidamente un libro delante de mis ojos. Al principio hasta podía sentir en la boca cierto gusto a chicle; después me acostumbré y mi abuela, en lugar de cambiar de canal, tapándose con una mano y entreabriendo cada tanto los dedos, empezó a decir:
–Ay, nene. Las cosas que me hacés mirar.

Mi madre renunció a su trabajo y abrió su propio café y librería, algo que, me confesó, siempre había querido hacer. Devolví a su cajón de la mesa de luz los libros que le había sacado, dejé de peinarme y hasta pasé varios veranos en Córdoba en la casa de mi padre. Como todo el mundo sabe, la ciudad se inundó de nuevo; yo terminé la secundaria y no supe qué hacer. Estuve de viaje y volví a La Plata con una barba de tres meses y de alguna manera –un poco más alto y sin raya al costado– olvidé a Muriel Leroi hasta que hoy a la mañana una adolescente de falda escocesa y medias de lana azul me dijo: «permiso, señor». Y como si alguien me dictara, después de todos estos años, el final de nuestra despedida, como si recién ahora fuera mi turno de arrojar esas palabras como flores en la tumba de algún funeral, yo le respondí: «Querida, ven a cagar». Y volví a casa cuidándome de no pisar ninguno de los cientos de chicles de colores que desde la vereda se despedían de mí.

Calamares, de Mariela Anastasio

La tarde se diluía aburrida, en una reposera rota en medio del jardín de pasto crecido, abandonado por mí y mis pocas ganas de hacer algo. Estaba sola y aburrida. Juan Manuel en la oficina, y yo sin extrañarlo, nada más me perdía siguiendo con la mirada ca- minos de hormigas rojas, que a tarascones deshacían mis plantas. Un par de veces había atinado a buscar las tijeras de podar o la cortadora de césped, pero la desidia pudo más y no lo hice. 

No me moví hasta que fue el atardecer. Para paliar el tedio se me ocurrió que podía cocinar, tal vez sorprender a Juan, inten- tar una noche distinta, y entonces pensé en lo de los calamares. Los mariscos me daban a gourmet y a algo más sofisticado. Fui al super y compré los calamares y una salsa de ostras en la parte de importados. La verdad es que la idea de hacer algo diferente ya me había animado un poco, y hasta creo que estaba empezando a disfrutar de esa soledad. 

Cuando entré en la cocina, la luz tenue de lo que quedaba del sol hacía un juego de sombras que me parecía hermoso, y por eso, en penumbras, me puse a lavar los calamares. Poco a poco em- pezaba a mejorar mi humor. En silencio, era casi placentera esa textura babosa de la piel de los calamares. Vaciarlo de órganos, apretarle los ojos, cortarle los tentáculos y luego darlos vuelta como una media, era asqueroso, pero también me gustaba. Sólo se me revolvió el estómago un momento, cuando al abrir uno de los bichos salió de adentro un pez entero, deglutido pero no digerido. Era grande, tuve ganas de vomitar, pero lo dejé de inmediato, y pensé que se lo contaría a Juan Manuel en la cena, tal vez en el postre. 

Lavados los calamares, me fui a buscar una receta que valiera la pena en internet. No quería hacer rabas o cazuela. Quería pro- bar algo distinto y sorprender a mi novio. Pero la sorpresa me la dio él, y fue desagradable. Cada vez que regreso a ese momento, se me hace vívida cada cosa que pensé, y me siento peor. Se me estremece el estómago, me dan arcadas, y pienso en aceite de pez y esas cosas, y es horrible, eso, y las recetas tontas, y las ideas ton- tas que tuve, todo lo que hice y lo tonta que fui. 

En la máquina, su casilla de correo había quedado abierta, y una tal Daiana M. se convirtió entonces en mi pesadilla. Arruinó esa noche, la cena y la vida que tenía. Leí cada línea, mórbidamente, con rabia primero y con lágrimas después, asistiendo como una espía a escenas de amantes, de hoteles, de besos, en donde yo sin saberlo también era protagonista (porque se reían de mí, me nom- braban). Me sentí muy estúpida, humillada y decepcionada. Al principio me negaba a creerlo, pero era cierto. Todo cierto esto, y todo mentira lo demás. 

Después de llorar bastante, me quedé callada frente a la panta- lla que se me ponía difusa y que brillaba más y como desafiante, en medio de la oscuridad del cuarto, que se me hacía cárcel. Me tiré en la cama, que ahora me parecía sucia y me daba asco. Todo me daba asco, las sábanas y su ropa y todas las cosas, también yo. Me fui a bañar. Mientras me duchaba imaginaba las escenas de las cosas que había leído. Me lo imaginaba a él sobre ella, le diseñaba un pelo, una boca, una risa, unos zapatos elegantes tan diferentes a los míos, una lencería que yo no sería capaz de usar. Me duché hasta que el agua se puso fría. Desnuda caminé hasta el cuarto, así me miré en el espejo, y sé que nunca me sentí tan fea. Desabrida, escuálida y sin gracia. Creo que hasta sentí vergüenza de mí, o tal vez lástima. Abrí el ropero, y saqué un vestido azul, de fiesta, y también unos tacones que había comprado para un casamiento. Después me maquillé y me puse perfume. Así vestida y repuesta, volví a la cocina a terminar de preparar la cena. Agarré una cu- chilla para cortar los calamares. Primero lo hice suavemente, pero después algo se apoderó de mí, y empecé a destrozar los bichos con una fuerza inusitada, que me hizo saltar otra vez las lágrimas. Recuerdo que lamenté entonces que los calamares fueran tan blancos y que no tuvieran sangre, porque ROJO era el color que quería ver sobre mi mesa esa noche. 

Corté y trituré cada ejemplar, hasta deshacerlo. Después aga- rré los pedacitos y con ellos sequé las lágrimas que me caían, pero no lograba la calma y el olor me mareaba. Me detenía pero luego volvía a la carga. Empuñaba con furia la cuchilla, y la golpeaba sobre la tabla sin control, hasta que en un momento tuve miedo de mí misma y paré. 

De llorar ya tenía la cara desfigurada. El vestido mojado, sucio de agua de calamar, y el corazón desintegrado. O la dignidad. La palabra me resonó, y se hizo como una pausa. Respiré hondo. Junté entonces los calamares de la mesada y los que habían que- dado en el piso. Algunos me los comí crudos y el resto me los metí en la bombacha. Sentí excitación y angustia. Me sequé un poco el vestido, me enjuagué la cara y me volví a peinar. Después tendí la mesa: tres platos, tres copas y tres pares de cubiertos. 

Y me senté a esperar. Al rato llegó Juan Manuel. Mi estado era deplorable. Ensayé una mueca que no me salió, y me contuve de llorar. Él me miraba perplejo. Le dije que se sentara en la mesa. Fui hasta la cocina y traje una fuente de “calamares a la lágrima”. 

–Vamos a comer –le dije. Y me saqué la bombacha. Los calamares que me había guardado se desparramaron por el piso. La cara de Juan era de horror, y creo que hubiera querido salir corriendo. Pero con una voz imperativa y grave, le grité: “ni se te ocurra”. 

Los calamares, por supuesto, estaban crudos y sucios. Se los tragó, uno a uno, a punta de cuchillo. Seguro que sentía mucha culpa. Hubiera podido pegarme una trompada y evitarse la hu- millación, pero no lo hizo. En cambio se acercó a mí, y me dio un beso en la boca. Yo temblaba como una hoja. Sentí que me desmayaba y me abracé a él, para no caerme. 

Sé que me tuvo lástima. Me sentó en una silla, con cierta de licadeza. Me secó con una servilleta la cara. Después hubo un silencio glacial. 

–Encontré un pez entero adentro del calamar –le dije. –Claro –dijo. Agarró sus llaves y salió. Apenas lo escuché. 

Sobre la autora

Mariela Anastasio es escritora, dramaturga, directora teatral y do- cente. Actriz y egresada de la Escuela de Teatro de La Plata y profesora de Comunicación Social, egresada de la UNLP. Formada en Dramatur- gia en La Plata y Buenos Aires. 

Como dramaturga y directora ha estrenado una docena de obras en Argentina, y una en Venezuela. En el 2014 publicó Miscelánea de obras dramáticas (con auspicio del INT y del CPTI) y en 2017 No será lo mismo, en la Colección Sinfonía Emergente de Editorial Club Hem. 

 

 

 

Plamen, de Hernán Carbonel

“El forastero al llegar a un lugar incita a pen- sar más allá de lo que se ve”. “Un viajero de paso trae con él una mirada que nadie conoce”. Ricardo Piglia Plamen llegó a Colonia San Patricio como llegaría un prófu- go o un desterrado, y así también es como se fue. Eso era lo que parecía a primera vista, antes de que lo conociéramos, o de que creyéramos conocerlo, aunque los prófugos y los desterrados no suelen andar con tanto equipaje a cuestas. 

Empezamos por verlo en el bar de Madariaga, en alguna char- la en la calle, de a poco, con esa mezcla de repliegue y confianza ciega con la que uno intenta acercarse a un desconocido. Se no- taba desde un principio que no era un tipo muy sociable, y al pueblo mismo le costó aceptar un personaje como él. 

Imagínese: al hablar arrastraba las erres, como si tuviera una piedra en el paladar; las palabras parecían trabársele en la gargan- ta. Eso fue lo primero que supimos de él. Que era extranjero, por cómo hablaba. 

Con el paso de los días nos fuimos enterando de algunas de sus peripecias. Si eran mentiras, ese es otro tema. Nunca nadie pudo saber muy bien qué era verdad y qué no. Croce fue el único que le puso un poco de luz a la cosa. 

Lo primero que hizo Plamen al bajar del tren -algunos lo vieron ese día , o dicen que lo vieron-, fue alquilar un cuarto en la pensión de Doña Carmen. 

Doña Carmen es Carmen Alcántara, una gallega de tempera- mento áspero y rasgos duros que atiende el gran negocio del pueblo: pensión, kiosco, restaurant, carnicería, boliche de parroquianos. 

Ahí Plamen se comportó como un señorito inglés, aunque parece que por Inglaterra no llegó a pasar. No se levantaba tem- prano, no se afeitaba, pero era un hombre servicial, respetuoso, colaborador. Doña Carmen guarda los mejores recuerdos de él. 

A la mañana se lo veía dar vueltas por el pueblo, como haría cualquiera que quiere conocer una tierra nueva. Almorzaba en la pensión y a la tarde se encerraba en su pieza. Recién salía para cenar. Dicho por la misma Doña Carmen y por los viajantes que compartían la pensión. 

De ahí pasó a alquilar la casita de Mondino. Sencilla: pieza, cocina y baño. Puerta y ventana al frente y un lavaderito al fondo. La conozco porque, cuando Mondino no la tenía alquilada, nos juntábamos a comer asados y jugar a las cartas. Cuando no algu- na alegría pasajera que no se daba en casa, usted me entiende... 

Al mudarse, Plamen se llevó sus cachivaches. Le alquiló el fle- te a Alpargata Chiarini. Usted no lo conoce, tendría que verlo a Alpargata. Uno de los pocos tipos que paga los impuestos en Colonia. Tiene un perro muy inteligente. O tenía, porque ya se murió. Avisaba cuando llegaba gente, cazaba lagartijas, esas co- sas. Pero, según Alpargata –no hace falta que le diga qué calzado usa los trescientos sesenta y cinco días del año-, el perro ladraba de otra manera entre el uno y el diez de cada mes. Lo despertaba más temprano con esos ladridos. Alpargata se levantaba, tomaba los consabidos mates y salía de a pie en dirección a la delegación municipal para saldar las deudas con el fisco. El perro lo esperaba afuera, echado en la puerta de la oficina. 

Después de la mudanza, Plamen fue al almacén de Cuesta y compró herramientas. A la hora de pagar, sacó un fajo grande de billetes que nunca nadie había visto. El empleado de Cuesta, hombre gaucho si los hay, le entregó las cosas igual, pero andu- vo días averiguando quien se los podía cambiar, hasta que se dio cuenta que era imposible. Nadie podría cambiar esos billetes en un lugar como este. Ni siquiera en los pueblos vecinos. Eso sí: cuando el empleado le pidió que se los cambiara, Plamen no tuvo reparo en hacerlo. 

Según Mondino, por la noche se oían ruidos raros en la casa. Martillazos, sierra, taladro, soldadora. Había puesto el taller en el lavaderito: cables, bocinas, planos. No podíamos adivinar en ese momento qué era lo que hacía. Son muy pocos lo que dicen que entraron. Y de los que dicen que entraron, qué quiere que le diga, no le creo a ninguno. 

Por aquel entonces a Plamen se le dio por la pesca. Pidió unas cañas a un vecino que vive acá a la vuelta, tipo querible pero muy malhumorado. Terminaron haciéndose medio amigos, cosa que suena rara si se los conoce a los dos. 

Fue a él al primero que le contó que era eslavo. Nosotros, que no teníamos ni idea de lo que se trataba, nos preguntábamos dón- de quedaría Eslavia. Creíamos que alguien que es eslavo vendría de un país con ese nombre. Después nos enteramos que los esla- vos son gente que puede haber nacido en Rusia, en Polonia, en Ucrania, en cualquier país de esos que quedan al otro lado del culo del mundo. Como este, bah. 

Nos pusimos a averiguar y descubrimos que son gente cerrada cuando sale de su tierra, de andar mucho y hablar poco. Sobre todo porque sufrieron a lo grande con las guerras. Se imagina lo que debe ser: gente muerta, cuerpo sobre cuerpo sobre cuerpo, tiros, bombas. Escondidos en las montañas, en las ciudades, en el campo. 

Bueno, le decía, lo de las cañas. Una vez que las consiguió, Plamen iba a pescar al mismo lugar que vamos todos, el arroyito que cruza el viejo camino de tierra que va a Coronel Isleño. Iba siempre de noche, las noches que no iba al club ni se quedaba experimentando en la casa que le alqui- laba a Mondino. 

Entonces todos empezaron a decir que salía con Auxilio. Usted no la conoce. Auxilio es la única puta del pueblo. Le di- cen tenedor de copetín, porque tiene solamente dos dientes. Eso, para algunos menesteres, es toda una ventaja. Y si se llama Auxilio no hace falta que le explique a qué parte del cuerpo le rinde homenaje con su nombre, ¿no? 

Auxilio trabaja en ese camino de tierra, ese es su albergue transitorio al aire libre. Camina, fuma, va y viene, si es que no llueve, y espera hasta que aparezca alguno en auto, o lo hace ahí nomás, en algún monte, entre los yuyos. Dicen que hasta tiene una mantita y unas sábanas escondidas en la tapera de los Morea. Con el tiempo quedó claro que Plamen no iba al campo por ella. Tampoco la grabó. Fui a verla, para preguntarle, no es que... se entiende... fui para preguntarle eso, exclusivamente. Y me dijo que no, que a ella nunca la había grabado. 

De a poco Plamen empezó a aparecer más seguido en el club. Nunca pudo entender cómo se juega al mus, pero le fue agarran- do la mano al truco y a la taba. Le gustaba cómo sonaba la palabra culo. Cuestión cultural, imagino. Los miércoles nos juntábamos a comer pollo a la parrilla y jugar a las bochas. Comía y miraba en silencio, sin opinar. 

Ya se sabe, los de afuera son de palo. Dos cosas que me quedaron grabadas de aquellas charlas de sobremesa: los nombres y los muertos. Plamen estaba obsesiona- do con el origen de los nombres y los apellidos. Antroponimia, me dijo Croce después que se le llama. Le preguntaba a la gente y trataba de encontrar vínculos, conexiones. 

Por ejemplo, decía que estaba bien que el Gordo Colombo vi- viera en Colonia San Patricio. Colombo podía relacionarse con Colón y con Colonia, y como San Patricio es el santo patrono de Irlanda junto a Santa Brígida y San Columba, bueno, cerraba. En este pueblo, hasta los perros son descendientes de irlandeses. 

Nosotros lo escuchábamos atentos, sin creerle del todo, pero nos entusiasmaba la forma en que lo decía. Tenía una habilidad especial para contar sus historias, se notaba que las palabras eran calculadas, como si las hubiese rumiado en silencio una y otra vez antes de largarlas. Además de las erres arrastradas, que siempre resultaba raro de escuchar. Creo que él se daba cuenta de lo que producía en nosotros, aunque no le gustara verse en el centro de la escena. 

Lo de los muertos es un tema más complejo, ya verá.  

La noche más importante para nosotros con Plamen fue la que, un poco pasado de copas, contó que había atravesado medio mundo buscando algo que sólo él sabía qué era. Dijo así, que si lo contaba, que si contaba todas sus investigaciones, nadie lo enten- dería y terminarían tratándolo de loco. Como si eso no hubiese pasado, en definitiva. 

Dijo, también, que había estado preso en una cárcel de Italia que se llamaba o se llama Santo Stefano, o algo así. Una fortaleza construida por los españoles, doscientos años antes, en una isla formada por volcanes. Dijo, aunque no supimos qué significaba, que aquello era “el círculo del infierno”. Estaban a orillas del mar, pero no podían verlo, encerrados en una celda con ventanas altas. A esa jaula habían ido a parar, muchos años antes, los opositores a Mussolini, mezclados con algunos presos comunes. Dijo, ade- más, y le creímos, que al salir conoció a un tal León Scott, no sé si lo pronuncio bien. Francés, un bocho bárbaro, el tipo, el creador de la primera grabadora de sonido. Fue él quien le enseñó el tema de las grabaciones. Según Plamen, la idea era hacer lo mismo que la máquina fotográfica, pero en vez de imprimir la imagen, impri- mía el sonido. Un invento bárbaro. Nos explicó cómo funcionaba; nadie entendió nada. 

De ahí, Plamen cayó a América y se dedicó a recorrer pueblos. El nuestro no sería ni el primero ni el último. Vaya uno a saber uno qué distancias habrá atravesado ese cristiano. 

Un poco por la borrachera, un poco porque era de pocas pa- labras, que además le costaba pronunciar, hubo muchos baches en su relato de esa noche. Daba para preguntarse hasta qué punto toda esa historia que contó no era inventada, tan bien inventada como aquella máquina de grabar sonidos. 

A partir de entonces, se alejó de nosotros. Como si el hecho de haber mostrado las cartas lo hubiese dejado desnudo delante de la gente. Consiguió una bicicleta y empezó a grabar los sonidos del campo. Iba con los bártulos a cuestas, transpiraba como un beduino. Allá se pasaba las horas. Volvía tarde, desfigurado por el cansancio y tapado de tierra. 

Las menos de las veces le pedía a la gente del pueblo que lo dejara grabar en los patios, en las puertas de las casas, a algunos incluso les pedía entrar para ver si había voces adentro. Lo más raro fue cuando se le dio por ir a grabar al cementerio. Con esto tenía que ver lo de los muertos que le decía recién. 

En los últimos meses se hizo amigo de Vicente Valdriano. Los ricachones son así. Acumulan objetos y experiencias al pedo, quieren tener por tener. ¿Para qué les sirve una guitarra, si no saben tocar música? ¿Para qué quieren un charré, si no saben manejar un caballo? Compran y compran por comprar, para la vista más que para el uso. Para dárselas de innovadores. 

¿Y qué le costaba al bolsillo de Valdriano tirarle unos pocos pesos a Plamen? Nada. Raro. Porque, así como les gusta acumu- lar objetos al cuete para ellos, tampoco son de largar un mango para los demás. No dan puntada sin hilo. Quizás Plamen se había deschavado con su historieta y Valdriano quería quedarse con la primera grabadora de sonido que había llegado al pueblo para hacer ostentación, decir que él era el dueño de la novedad. Se co- mentaba, incluso, que solía prestarle un viejo galpón abandonado que tiene para que Plamen pudiera seguir con sus experimentos. Y algo de eso habrá, porque aquel verano aparecieron juntos varias veces en la pileta del club. Valdriano pagaba el día para los dos. Plamen nadaba dos horas seguidas, sin parar, sin mirar a nadie. Parecía un pez enceguecido. Cuando terminaba, se secaba con la camisa, se ponía el pantalón y los zapatos y se iba. Val- driano, no. Valdriano se tomaba un vermut y hablaba de bueyes perdidos en la cantina. 

Como al año de estar acá, de un día para el otro, desapareció. Plamen desapareció. En realidad, no fue de un día para el otro. Antes pasó un par de noches en el hotel del pelado Abelín. No nos imaginamos que esa era una señal de que se iría, si ya era la segunda vez que se mudaba. Le dijo a Mondino que tenía que hacer unos arreglitos en la casa, que le quedaba chica, que él mismo se encargaría de los gastos. Excusas. Lo tenía todo pensado. 

Se tomó el tren de la madrugada, el que va para Santa Fe, y no se lo volvió a ver. Se llevó todos sus bártulos: cajas, valijas, carpetas, bocinas, la máquina. Todo. Cada vez era más grande el equipaje, un cachivache ambulante. 

La última noche, le dijo al pelado Abelín que estaba bien que el hospedaje se llamara El Cairo, porque ahí está la Ciudad de los Muertos. Que ese era el lugar que él buscaba, pero que no quedaba en Egipto sino en Argentina. Eso le dijo, imagínese. Un personaje como ese en un pueblo como este, alguien que viene de afuera y habla como habla y dice las cosas que dice, y encima desaparece sin decir agua va. 

Así fue que nos enteramos de su verdadero apellido, cuando firmó el libro de visitas: Plamen Gniewko. 

A los pocos días llegó Croce. ¿Quién es Croce? Ah, claro, no le conté. Croce es un comisario, o ex comisario. Al menos actuaba como si todavía lo fuera. Viejo, ya, vestía un traje raído y fumaba habanitos. Venía de los pagos de Rauch, había estado metido con un caso complejo, refirió, un loco que se había recluido en una fábrica abandonada y nadie lo podía sacar. 

Contó que en el Registro Civil de Colonia Vela, un puebli- to del partido de Tandil, aparecía un tal Gniewko. Según pudo averiguar Croce, este hombre había llegado de un lugar llamado Crimea, o algo así, por la época de la Segunda Guerra Mundial, y había contraído matrimonio con una fulana de Realicó, pero al poco tiempo se fueron del pago, por eso le estaba costando dar con el rastro: había pasado más medio siglo. 

Años después, Croce se encontró, por azar, en el libro de visi- tas de un hotel de Tandil, con otra persona de apellido Gniewko. Intuyó que podría haber alguna relación, por eso se desvió del rumbo original y cayó a San Patricio. 

Esa otra persona de apellido Gniewko era Plamen. Parece que esa era su modalidad: dejar señales en los registros de los hoteles antes de irse. 

Cuando dijo Colonia Vela me saltó la ficha: me acordé de aquellas noches en que nos juntábamos a cenar en el club, la obsesión de Plamen por los nombres, el hecho de que este pueblo se llame como se llama. 

Por lo cual, según Croce, que se ve que de historia y de geogra- fía sabe una parva, Plamen podría ser ruso o ucraniano, y podría tener algo que ver con el Gniewko que había andado por Tandil. Lo que nunca nos dijo Croce, y ahí nosotros estuvimos flojos en no preguntarle, es por qué buscaba a un hombre con ese apellido. 

El pelado Abelín contó sobre el diálogo que tuvo con Plamen la noche anterior a que se fuera de Colonia -esta Colonia- sobre las máquinas con las que trabajaba. 

Acá hay que aclarar algo: al pelado Abelín le gusta dárselas de intelectual. Lee mucho, cualquier cosa, lo que se le cruce. Subraya lo que lee, inclusive. Siempre dice que va a escribir un libro, pero, que yo sepa, lo único que ha escrito hasta ahora es la lista de las compras del supermercado. 

Bueno, la cosa es que el pelado le preguntó a Plamen si dejaba sentado por escrito los avances de sus investigaciones. A lo que Plamen le contestó que lo que él tenía en la cabeza jamás sería lo mismo si lo escribiera. Que lo que uno escribe nunca va a ser lo mismo que lo que uno quiere escribir. 

Según Croce, y ahí nos empezó a cerrar la cosa, toda su bús- queda estaba en la voz. En esas palabras que la gente dice y se lleva el viento, y que vuelven cuando el viento cambia de rumbo pero la gente ya no está. Con eso tenía que ver la máquina de Pla- men: grabar las voces de los muertos, para ver si estaban acá, los Gniewko. Acá o en otra Colonia. 

Para Croce, esa era su “utopía científica”. Si usted me pregunta qué carajo quiso decir con “utopía científica”, no tengo ni la más pálida idea. 

Sin embargo, Plamen sí había dejado cosas escritas. Son unos papeles que Mondino encontró en su casita, escondidos bajo una baldosa del comedor. Deben estar por acá. Espere, a ver... ya se los busco. 

Sobre el autor

Hernán Carbonel nació en Salto, provincia de Buenos Aires. Es- tudio Comunicación Social en la UNLP. Actualmente escribe para el suplemento literario de La Gaceta de Tucumán y para la revista Ac- ción. Produce y conduce programas de radio, da talleres de lectura y es promotor de literatura infantil. Publicó los libros Antiguos dueños de la tierra (en conjunto con Mario Méndez y Jorge Grubissich, Edicio- nes Amauta), El chico que no crecía y otros cuentos (Galerna Infantil) y la investigación periodística El caso Arroyo Dulce, que lleva prólo- gos de Antonio Dal Masetto y Sergio Pujol. Ha colaborado, también, en varios medios gráficos y digitales, y algunos cuentos suyos fueron publicados en antologías, entre ellas Narrativa IV y Narrativa V de La Comuna Ediciones. 

La Racional, de Tamara Domenech 

El texto que sigue es un fragmento de la novela inédita La Racional. 

Padre 

La terminal de trenes de La Racional es un lugar crepuscular. Titilan en su caparazón de tortuga los rayos de sol ni bien salen al mundo y ni bien se retiran a encontrarse con los ángeles que habitan en las noches. La terminal de esta ciudad no despide a nadie pero tampoco da la bienvenida. Es un lugar de tránsito que, gracias a su arquitectura animal, da ánima al cuerpo en movi- miento. Da lo único que necesita el viajero, postes de claridad para la andanza de los días. Parece decirnos, “¡van por buen ca- mino, sigan!” Estas palabras se desprenden de su ornamento y su fachada de esfinge modesta. El único problema que se conoce a destiempo y siempre por boca de tiburones con corbata, es que por las madrugadas alguien se fija en las vías de tren. Es, en ese lapso de tiempo, mientras que el sol está viniendo y llega, que se precipita la catástrofe en el alma de las personas. A veces pienso si hubiese estado ahí antes de que saliera el sol. Si alguien hubiese estado a esa hora exacta en la terminal para parar la muerte, si los periodistas, en cambio de estar en sus butacas estuviesen en el lugar de los hechos, quizá así las cosas fuesen diferentes o no. Por ahí, estas muertes que se precipitan a las 5 y 45 de la mañana sean el canto de libertad que las estaciones merecen escuchar por lo que representan. La libertad es una estación de tren que anima crepuscularmente a los pasajeros a que cambien de lugar y forma de mirar las cosas, las cosas mismas. Nunca estoy en el lugar del hecho. Siempre llego después. Cuando en el aire quedan reminiscencias de lo que podría haber sido y no ocurrió. Queda una pólvora especial, el halo de perfume de los pañuelos que las personas tenían en el bolsillo, monedas enganchadas de manera azarosa sobre las vías de tren. Como si la estación hubiera sido la fuente de agua final en la que fueron depositadas para pedir deseos. Quedan libretas abiertas con números de teléfono, manchas de birome sobre manos blancas, anillos de fantasía y broches de plástico para el pelo sobre los andenes. Aspirinas y colonia en el aire. Las estrellas bajan para reverenciar un espectáculo escrito para ellas. Bajan y siguen titilando a plena luz del día. Están a cargo del cortejo íntimo en la inmensidad. Tienen la responsabilidad de comunicar lo que no tiene palabras por haber sido testigos primogénitas. “Estrellas”, dicen los pocos parientes que avanzan sobre los cuerpos, “qué pasó, qué pasó”. Pero las estrellas no hablan. Acompañan solamente. Los policías preguntan por qué en este lugar. Si la vida es un viaje, qué mejor que terminarlo en la terminal de tren. Por qué no compartir con el mundo verdades íntimas que nos desgarraron y no pudimos siquiera decir; por qué no atreverse a ser una estrella del espectáculo aunque sea en la última instancia; por qué elegiríamos morir en un lugar en el que no nos descubra nadie. Estas personas se arrojan a las vías del tren porque tienen cosas para decir. Si no lo harían en otros lugares. Es una muerte comunicacional. 

“Estrellas, ¿qué pasó?”, le escuché preguntar a un policía mís- tico. En una mano llevaba las esposas y con la otra exclamaba al cielo piedad. Lo vi pidiéndole una pitada a una chica preciosa y decirle, “no entiendo, me conmueve tanto la muerte que no sé qué hago con estos candados encima mío”. La chica anonadada le convidó un cigarrillo y se quedaron los dos esposados mirando los rayos tenues del sol que atravesaban el caparazón de tortuga del edificio. ¡Crash! Se precipitó un ruido de diluvio férreo, seco, oscuro. Sobre las vías de tren hay un bebé tirado con la cabeza de nube. Vi la nube primero y el cuerpo después. No lloré ni un poquito, el ruido había enfriado mis emociones. “¿Qué pasó?”, preguntaba que recién llegaba para tomarse el tren de las 6 de  la mañana, “qué barbaridad, quién pudo haber sido, qué pasó”. Dicen que no fue una madre que arrojó al bebé a las vías. Que fue un hombre que al arrojarse se convirtió en bebé. Dicen que no se arrojó nadie, pero que de repente apareció un bebé con cabeza de nube sobre las vías del tren. Un hombre con cabeza de escritor se arrojó debajo de la cabina del tren para transformarse en otra cosa. Un hombre que le temblaban las manos como a los bebés y lloraba fuerte como cuando nacen. Sólo que nadie lo escuchó porque los trenes suenan más fuerte. Así lo quiso el hombre, que las máquinas gritaran más fuerte que toda la humanidad, y elegir durante el crepúsculo, la terminal como último lugar para ver. 

Abuelo Vivo en un edificio histórico creado por el padre de uno de los fundadores de La Racional. Siempre quise vivir aquí aunque llegué después de muchos años, porque aquí sólo viven personas mayores. Es un lugar excepcional en cuanto fue creado por un padre orgulloso de su hijo y no al revés. Y como a mí también me pasó lo mismo, siempre quise estar acá, para sentirme en sintonía con aquel espíritu de la creación. El padre del fundador de La Racional, al ver que su hijo llevaba sus ideales a la práctica, quiso contribuir con la causa de la descendencia y construir una mansión racional para personas cuando envejecieran. Estoy aquí entonces, por otra causa también. Cuando uno llega a viejo necesita vivir en lugares precisos, lineales, con ventanas que conecten la ancianidad con el murmullo de la calle. Pasillos por donde uno no se pierda, ascensores que suben nada más, baños chiquitos para que uno no se maree y caiga, cocinas modestas para que entre una única persona que nos pueda cocinar. Gracias al padre del fundador vivo en una comunidad de ancianos monumental. Lo que en nosotros se descascara, el edificio lo absorbe en provecho de una irradiación de luz paqueta y ancestral. Siguiendo los pasos de nuestros antecesores construimos un museo de dientes con secretos. Tenemos una colección de dentaduras postizas, gracias a las cuales vemos aquello que dijimos en una vitrina de cristal de babilonia. En otras estanterías pusimos libretas bañadas en oro de cuando éramos jóvenes. En una repisa los libros que leímos para aprender el abecedario y hacer revoluciones que pasaron a la his- toria. Sobre una mesa de porcelana tibia, dispusimos cabellos que se nos caen para observar en ellos la ternura que se deposita en lo que el tiempo nos arrebata. En unas cajas de música que dejamos siempre abiertas guardamos prendedores y pinches para las cor- batas. Nosotros somos los únicos visitantes, excepto una sola vez que recibimos al intendente que vino para donarnos maderas de algarrobo. Hicimos construir un salón de los espejos, cada uno donó los espejos que traía de antes y desde ese entonces, cuando tenemos ganas de reconocernos vamos a ese sitio. No solemos ir, porque lo que vemos allí nos desconcierta, y sin embargo, a veces dibujamos sobre ellos las personas que fuimos y las que quisimos ser. Nos dedicamos al jardín de la siguiente manera, cuando nos vamos a dormir tomamos una clase de control mental para soñar con las plantas que más nos gustaron en la infancia, y a la mañana siguiente sacamos cuidadosamente del sueño los gajos que tenemos que plantar. El otro día soñé con el jazmín del cabo que mi madre cuidaba cuando era niño y fue increíble cómo, sin siquiera tener que sacarlo de mi cabeza, una flor blanca y perfumada apa- reció en mi mano mientras tomaba el desayuno. Mis compañeros se reían y decían, “no te hagas el vanidoso, cómo hiciste para tener la flor sino plantaste la semilla”. La señora que duerme conmigo me pidió que se la regalara y así lo hice. No pude plantarlo en el jardín del edificio monumental pero lo planté en el pelo de la señora que miro dormir todas las noches. A veces escucha- mos música, pero como nos gustan las novedades, les pedimos a nuestros nietos que nos traigan música de ahora. Mi nieto vino a verme y me regaló un disco y bailé hasta que me cansé. Después me preguntó: –Abu, ¿querés que te tatúe algo en el brazo, la pierna o el cuello? –No sé bien, qué es un tatuaje. –Es un dibujo que uno elige para decirle algo al mundo. ¿Vos te harías un tatuaje para decirle algo a esta ciudad? –Sí, a mí esta ciudad me dio un montón de cosas, entre ellas la oportunidad de vivir los últimos 

años de mi vida en un palacio construido por el padre de uno de los fundadores. –¿Y qué frase te tatuarías? –“RI”, Racionalidad Incómoda. Por mi edad, la memoria que yo tengo no es la que recuerdo. Mi nieto tomó del museo un bolígrafo del siglo XIX y empezó a dibujar una frase en mi brazo izquierdo, con amor de médico escultor. –Ahora sí, ya está listo. Quiero que vayamos al salón de los espejos para que veas cómo te quedó. Él también quería mostrarme una leyenda. 

Merienda 

Papá, qué hermosas palabras salen de tu pantalón gris, el sué- ter azul y tu camisa blanca. Son palabras de un colegial orgulloso por la institución a la que pertenece. Como si nunca hubieras crecido o, lo que es lo mismo, como si la ropa se hubiera encariñado con las palabras que tuviste en mente y se hubiera estirado de tal manera de acompañar tu cuerpo a andar por las distintas instituciones que atravesaste en la vida. Siempre te vi vestido de la misma manera, desde la primera foto que me mostraste cuando ibas al colegio religioso hasta ahora que vivís en esta residencia fenomenal creada por el padre de uno de los fundadores de La Racional. La ropa que te impusieron te dio seguridad de hijo, de amigo, de padre y de anciano. Fuiste capaz de sobrellevar a cuestas un mandato con la libertad de un príncipe. A costa de haberla estirado, de haberla emparchado, planchado, zurcido, y vuelto a lavar. Veo el espíritu de tu vestimenta en mi hijo que no se quiere sacar la ropa porque extraña y dice que es mejor vivir con mal olor a vivir dolorido. Es el estilo que se hereda a costa de saltearse una generación. La ropa a mí no me acompañó como hubiera querido y sin embargo, identifico en esa herencia una revolución íntima que es capaz de sobreprotegernos. Yo tuve que ir regalan- do, tirando, despojándome de lo que más quería para no estar desnuda. Y me costó más amoldarme a los mandatos de la moda impuesta en los colegios. Tus palabras grises, azules, blancas hicieron una extensión de la ropa transformada en bandera. De una bandera reparada. Admiro de vos cómo pudiste hacerle frente a los ideales de las generaciones precedentes con la misma ropa, como si no importara cómo uno estaba vestido, sosteniendo con tu cuerpo la idea de que la apariencia no es importante. Mi hijo dice lo mismo. Sostiene con su cuerpo frustraciones con telas de antaño que lo ayudan a traspasar el trance, acompañándolo. Te toco la mano. Y te miro a los ojos. Nos salen de repente lágrimas opacas. Ningún arco iris se interpone entre nosotros, es la repre- sentación insospechada de la carne. Nuestras lágrimas en silencio recorren tu estancia de cemento. Y me cuentan qué nuevos objetos dispusieron para sorprenderte. “Qué hermoso museo; qué preciso salón de espejos armaron gracias a la donación de la pro- pia imagen”, dicen mis lágrimas mientras se evaporan. Cuando queremos que las lágrimas se queden allí para mirarse, aparecen los cuerpos de todos. Del padre del fundador de La Racional, de sus compañeros de habitación, de todos los ancianos que comieron, se bañaron e hicieron el amor en esta pequeña ciudad que los contiene para que no se pierdan. Por momentos, las lagunas de nuestras manos quieren distraernos, se van pero regresan, la pena que produce el simple paso del tiempo no nos abandona. Y las únicas palabras que decimos son: el tiempo es bueno, el tiempo es manso, el tiempo revoluciona la intimidad desde afuera, el tiempo es nuestro, el tiempo de atrás, el tiempo de crear, el tiempo de creer, el tiempo que pasa desapercibido, el tiempo en tu reloj pulsera de oro, el tiempo en el mío de plástico marrón, el tiempo en tu primer reloj de niño encantado por las horas, el tiempo es- tupefacto y distante de las agujas en mi corazón, el tiempo en el que comimos una misma fruta, el tiempo en que mamá la cortaba y vos me la dabas en pedazos, el tiempo en que pelaste las papas para tus compañeros de escuela, el tiempo en que me enseñaste a leer, el tiempo en que te leía literatura que no entendías y sin embargo, escuchabas con atención, el tiempo en que las migas de pan en nuestras manos hacían muñecas que después comían los terneros, el tiempo en que hacíamos mandados, el tiempo en que te fui a comprar la colonia de tu preferencia, el tiempo de lluvia, el tiempo de sol, el tiempo de no vernos porque vos vivías en un lujar alejado, el tiempo de mi casa chica que quedaba cerca de tu almohada, el tiempo en el que te daba con la mano lo poco que ganaba y siempre gané, el tiempo del dinero para todos, el tiempo en el que fundabas el partido, el tiempo que no te veíamos por noches enteras, el tiempo en el que mamá cocinaba y creía que entendíamos lo que pasaba a través de unos bocadillos salados, el tiempo en que nunca había fruta de estación, frutas no había, pero había ideas sobre la mesa, tuyas que nos contaban los vecinos, el tiempo en el que imaginaba a la tarde qué cosas estarías haciendo, para quiénes y por qué, el tiempo en el que necesitaba más palabras y menos ropas que salieran de tu boca, el tiempo bravo en el que vos llegabas y yo estaba durmiendo y cuando me levantaba ya habías desayunado, el tiempo entrecortado por un tiburón buenito que tenía los dientes afilados, el tiempo hebra y monocorde del camino, el tiempo que detengo en tus ojos y lo exprimo así, con las dos manos para hacerme un jugo de frutillas con lágrimas alegres. Tengo que chorrear papá tu traje, no como un insulto sino como un regalo de semilla. Salpicar de colores lo que estrujo con el cuerpo y para mirarte con otro atuendo. ¿Te gusta cómo quedaste? Para mí estás precioso. Siento que te ves- tiste para mí porque venía a visitarte a la tarde con una torta de manzanas, la que te gusta. Decile a las lágrimas que nos lleven al comedor, que están los comensales sentados a la mesa. Pongamos el mantel de florcitas rococó que bordó mamá, las servilletas de los abuelos, la vajilla heredada, el banderín de tus palabras en el centro como el florero que decora la merienda. Decile que nos lleven ahora, que si no se va a hacer tarde y me voy a tener que ir a casa a cocinar. Que no sean mañeras ni tontas, que nos con- duzcan a la mesa linda que siempre soñamos tener. Las lágrimas de los dos, a mi padre le hicieron caso, porque él siempre había respetado los mandatos, entonces las cosas no se le resistían como su propia ropa. Y nos sentamos a la mesa y llamamos a sus compañeros de castillo y comimos la torta de manzana y el jugo de frutillas ahora en los vasos recién lustrados y brindamos con la ropa así nomás que de casualidad nos habíamos puesto. El pantalón gris, el suéter azul y su camisa blanca se empezaron a deshilachar como si mi papá dijera, “estaba esperando este momento en el que me pudiera redimir y abandonar despacio, así, sobre la mesa, la ropa que me acompañó toda la vida”. 

Sobre la autora

Tamara Domenech nació en La Plata en 1976. Vive y trabaja en la Ciudad de Buenos Aires. Es Licenciada en Comunicación Social (UNLP), diplomada en Gestión Cultural (UNSAM), escritora y artista visual. Publicó: Ilusión (Biblioteca Popular Ambulante, 2016); Recolec- ción (Zindo & Gafuri, 2015); Las egidas y Ropero (Ediciones Belleza y Felicidad, 2009); Familiares y Poemas en el jardín (Zorra Poesía, 2009) y ¡Yapa! Antología de pesadillas con finales felices (Capitán Minerva, 2008) y participó de las antologías Color Pastel. Antología 2004-2012 (Fanzine de poesía, 2017); Qué hubiera dicho Safo (Ediciones Outsider, 2016); 53/70 Poesía argentina del siglo XXI (Editorial de la Municipalidad de Rosario, 2015); Escuela de Escritores (Libros del Rojas, 2012). Actual- mente se desempeña como docente y dirige Ediciones Presente. 

Grandes, de Enrique Schmukler 

Pero yo mismo soy de la idea de que no podemos estar acá sin bicicletas. Hay una sola y sin parrilla para llevar. Lo más extraño es que hubiera jurado que los tíos tenían una para cada uno. Pero es evidente que no: andaban juntos. Pensándolo mejor, dos bici- cletas nos hubieran metido en una imagen pelotuda de bosques de fines de semana. Eso lo evitamos. Ahora la voy a llevar en el caño que va dibujar, bajo el pantalón liviano, en la cola o bajo la cola, dos franjas rojas (una en cada pierna). Ya lo imagino: irá apresada entre mis dos brazos lanzados desde el tronco hacia las empuñaduras, casi rodeándola, las manos bien fijas al manubrio, con algo de pavor en los ojos que sólo podré suponer. 

Habrá roce. Y peligro cuando decida atravesar el arroyo a toda velocidad sin consultarla. Al maniobrar tirando para arriba con fuerza desde el pedal, para levantar un poco la rueda delantera, voy a evitar que nos clavemos en el fondo irregular. Ella va a estar recagada y me lo va hacer saber con un “para, estás loco”. Yo le voy a decir: “Es una todoterreno, quedate tranquila: cuadro GT”. Cada vez más excitada se va a poner histérica. Voy a mentirle: “Tranqulizate: ¿sabés lo que es un cuadro GT?. El GT es el cuadro de mayor estabilidad en competencia hoy en día”. 

Sobre todo le va a doler la cola. Me va a mirar como dicién- dome de dónde saqué ese dato, el de los cuadros GT. No voy a ahorrar indicios para que se dé cuenta de que es todo chamullo. Entonces quizá se tranquilice y yo voy a seguir dándole al pedal. Va a ser tarde. Ya habremos pasado las piedras con musgo adherido y mi espalda estará salpicada de agua barrosa (yo llevo una de las camisas del tío que me voy a llevar a mi regreso. Tenía clase el tío. Es una camisa blanca, fugaz, de seda). La camisa se me va a pegar a ambos lados de la espina dorsal, marcada. Pero como estaré manejando, y el viento me dará de frente, no habrá chances para que yo vea mi propia columna vertebral. Estaré, por lo demás, deglutido por la velocidad. Mis muslos fijos, el pedalear cada vez más fuerte con la cadena en la estrella más grande. Ella me va a decir que pensó ponerse una pollera, pero que lo olvidó a último momento. “La mini de vaquero”, dirá y de mi parte no habrá objeciones: todo será barro, el barro de mi espalda junto al agua del arroyo. Y después yo voy a decir: “Sin bombacha, para refrescarte mejor”. O lo pensaría. (Lo que yo pensaría en ese mo- mento es lo siguiente: si bien por su posición en el caño siempre las piernas deben estar un poco cerradas, el viento seguro se las arreglará para entrar. El viento ablandará toda resistencia. Entonces ella va a abrir las piernas cada vez un poquito más, y va acercar los talones a los rayos de las ruedas; como una esclava del viento que, arrullándola, la acoplará hacia mí: su espina dorsal contra mi pecho, y sí: dos espinas dorsales van a dibujar la misma parábola cóncava como dos arcos con sus flechas). 

Al final el talón de ella se va a meter en el rayo y yo voy a perder el control –el manubrio se va a meter para adentro y de milagro no se va a clavar en su panza; en síntesis, nos vamos al carajo con bicicleta y todo. 

Es un camino con zanjas a los lados. Vamos a derrapar para uno de esos lados. Sin sonido sería un deslizarse sobre la superficie del camino hasta caer en la zanja de agua podrida. Con ruido, una lija dolorosa. Es con ruido. Al caernos yo me despellejo todo el lado derecho. Ella, que en un momento dado se desprende de mí, liberada, cae de rodillas. 

En la zanja el primer intento por incorporarme me hunde un poco más en el barro. Recién cuando logro apenas una dubitativa firmeza en aquel piso jaleoso, una mermelada de huevo podri- do, le tiendo la mano y se pone de pie y trepa por el césped ralo hasta ganar el camino. Luego me ocupo de sujetar bien la bici y haciendo mucha fuerza con las piernas trepo yo también. Allí se generará algo que podría definirse como una reflexión de luces, de observaciones, entre ella y yo con la bicicleta como referencia. Dirá por segunda vez: “Cuadro GT”. Inexplicablemente, re- cién ahí me voy a dar cuenta de que la rueda delantera ya no es una rueda. Es algo más lindo que una rueda, pero no es una rueda. No es tampoco un círculo sino una forma irregular, un aro derretido, una forma, si se quiere, no menos perfecta y eterna que un círculo. 

Yo estoy preocupado o más que preocupado, siento culpa: soy el que decidió ir a toda velocidad. Además, ella está dolorida. O desconcertada, mejor dicho. Pero ella es la que metió el pie en los rayos. Se va a agachar un poco entonces –y yo ya veo que el pantalón se rompió a la altura de la rodilla– y se va a arremangar el pantalón. Ahí va a aparecer la lastimadura. Por ahí le pica. Se- guro. Generalmente flor de frutilla en la rodilla, pica. 

“¿Te duele?”, le voy a preguntar. Ella me va a contestar, claro: “Me pica. Se me va a infectar. Mirá como estoy, toda mugrienta”. En efecto, estamos los dos llenos de barro y el barro apaga la sangre, me doy cuenta de ello al ver la herida sangrante en la rodilla. Me voy a preguntar –ya lo estoy preguntando, de hecho- por qué, sobre una piel negra, la sangre, menos espectacular, impresiona aún más. Es menos linda la sangre en la piel negra. Es más sufri- da. Es verdadera. “Sí”, le podría llegar a decir, “tenés que lavarte en la laguna”. 

Una imagen como para una postal, la nuestra al borde del camino rumbo a la laguna, hacia La Garra. La bicicleta avanza chueca. Yo haré el comentario de que tengo dos compañeras ren- gas: “La bici y vos”. Al llegar le voy a decir: “Andá a lavarte”. Sin embargo ella me contestará: “No, lavame vos, mejor, a mi me da impresión”. 

La Garra: bautismo del tío. Lo más raro es que nadie sabía qué era, qué clase. Si hasta un día incluso el tío fue con un amigo poe- ta que sabía mucho de árboles y de especies animales –uno cuyos poemas recitaba de memoria, gran nadador, por otra parte– pero tampoco él dio con el nombre. Arrojó que tenía algo de Araucaria o Aromo o Alamo, por la corteza pero no por la copa. Por la copa parece.... –le voy a contar que estaba diciendo el poeta, el torso desnudo, la piel dorada por las horas de agua y sol, clásico en los nadadores de río, frotándose la quijada en el instante en el que el tío se anticipó: “Por la copa parece... una garra diabólica”. El poe- ta se quedó reflexivo, tal vez murmurando: “La garra diabólica, mmm”. 

Y es sin lugar a dudas una garra. Es tan importante La Garra para nosotros, voy a ir pensando mientras nos acercamos... “Si su- pieras, ahí el tío piensa las mejores cosas que escribe...” 

Ella va suspirar dolorida. “¿Arde?” “¡Me arde!”, y yo le voy a dar un beso en la herida. “¡Qué hacés, grasa!”, se va a enojar. Y yo sin hacerle caso voy a atenuar mis acciones cambiando beso por sopli- do. Le voy a soplar sin dejar de sujetar la pierna con ambas manos, la frutilla de la rodilla cerca de mi boca. Incorporando la vista, casi espiando entre sus piernas flexionadas (ella estará recostada sobre el tronco de La Garra) la voy a sondear: “¿Te alivia?” “No”, me va a contestar. Bueno, entonces, saliva. Voy a recargar mis labios de saliva y luego a esparcirla con la cara de arriba de la lengua por so- bre el labio de arriba, y con la cara de abajo sobre el labio de abajo. Un solo beso será suficiente para mojarla toda. Con la punta de la lengua voy a recorrer los rebordes de la heridita sanguinolenta. Luego iré hasta la orilla y haré con la mano un cuenco; voy a cargar agua y al llegar adonde ella está se la echaré encima. Ella va a soltar un “Fshsf”. Al volver a mirar la herida, su herida viva va a recibir mi aliento. 

En un momento dado se va a sentir incómoda. Desde el suelo, en la posición inútil del desocupado repentino, veré cómo se aleja. “¿Qué pasa!?”, le voy a preguntar. “Nada”. Transcurriremos como cuarenta y cinco minutos cada uno en la suya, los dos mirando el agua, el lago inmenso. Yo, bajo la sombra de La Garra. Ella, sentada aquí y allá, cerca de la orilla, mirándose la herida de vez en vez. Es muy probable que en ese lapso de nada apacible, reflexiva, veamos a los aeroplanos del aeroclub surcar el aire ya liberados de los avio- nes remolcadores gracias a los que tomaron altura. 

¿Qué pasarán? ¿Una o dos horas? Pongamos dos horas. Va a ser porque ella quiere. Nos estaremos demorando tanto porque ella lo querrá así. Dos horas y luego el sol comenzará a declinar. 

Ella, otra vez, como tantas veces, va a decir: “¿Vamos?”. Yo le voy a preguntar: “¿A dónde?”. “¿A dónde va a ser?”. “Bueno, pero todavía no. Esperá que quiero ver la herida un poco más”, voy a proferir circunspecto como un profesional de la medicina. Ya va estar vencida y cualquier expresión de espanto será inverosímil –porque ya habré ganado y ella lo sabrá para ese entonces. A tal punto lo sabrá que se va a acercar y yo voy a escupir la herida. Sin solución de continuidad con la puntita del dedo índice voy a volver a recorrerla pero no me voy a privar de hundirle un poco la uña en la pulpa de la frutilla. Presionaré. “¡Ay!”, va a saltar. “¿Ay, te duele? No sabía”. Y con el filo de la uña voy a recorrer, como marcándole con una trincheta o cutter –el tio dice cutter-, el perí- metro de la herida. Ella va hacer de nuevo, infinitamente: “shshsh”, “fshshsh”, o mejor dicho “¡ouis!”, porque empezará como una “o” abierta para luego cerrarse en una ventisca. “¡Ouishf!”. (Será una onomatopeya producida no por la mía sino por su propia saliva, en su propia boca). Al soltar la voy a volver a mirar a los ojos y voy a decir “Listo, ya está”. 

En el trayecto de vuelta al levantar la cabeza veremos dos o tres planeadores en el cielo. Será un desplazamiento silencioso, van a desaparecer hacia el lado del aeroclub. Se me va ocurrir recordar en voz alta la historia de la masacre de “Wounded Knee”. Me hacés acordar a una historia que me contó el tío. La masa- cre de Wounded Knee, diré. Ella va a preguntar: “¿Wonded qué?”. “Me la contó el tío, una tarde, hace dos veranos, en La Garra: Wounded Knee. Rodilla herida, por eso me hacés acordar”. Ella va a decir: “Ya no cuenta más historias en La Garra, el tío”. “Es que ya estamos grandes, por eso, obvio”. 

Será noche al llegar a la casa. Pasaremos a la galería de baldo- sas frías color bordó. No sé por qué en ese momento empezaré a sentirme invisible, es que la presencia del tío a todos nos hace sentir un poco invisibles. A todos. Yo le voy a preguntar: “¿No te sentís invisible?”. “No”, me va a responder. 

Va a ir al baño enseguida. Saldrá un momento después con un frasco de plástico blanco que en la cubierta tiene estampada una cruz celeste de trazo ancho. En la otra mano llevará una cinta adhesiva y un frasco de alcohol. Los va a dejar en la mesita del teléfono, al lado de la puerta; al final de la galería vamos a ver la puerta del estudio del tío entornada. Nos vamos a acercar. Vamos a espiar desde la puerta y no vamos a ver a nadie adentro. El lugar será un cosquilleo moviéndose en nuestras panzas. ¿Qué veremos? Un caos de libros y papeles en el escritorio grande y en el piso de pinotea, la notebook abierta y en la pantalla el Word, un documento abierto, un texto que llena la hoja virtual de color blanco hasta un poco más de la mitad. En el fondo, una cama y en la mesita de luz, una lapicera bic sin su tanque. Al detectarla nos miraremos. Saber que hay una bic fomentará la euforia conocida. Por fin nos demoraremos entonces visitando las paredes como turistas en un museo. 

Salvo en la pared que da al jardín, que está tapada con tres al- tas bibliotecas de madera encorvada por la humedad, en las otras tres lo vemos al tío en fotos encuadradas. Bigotes setentosos, ojos saltones pero no estrábicos. El tío con la faja de honor de la Sociedad Argentina de Escritores, el tío en el delta de El Tigre junto al poeta nadador –los dos haciendo okay con sendos pulgares de mano derecha- que sabía de árboles pero que no pudo definir la especie de La Garra; pero el cuadro más interesante, es el que contiene la foto en la que está arriba del Bonanza con su abuelo, es decir nuestro tío bisabuelo. El tío es menudo y la foto destella un tinte color ámbar. Es una de esas fotos que abundan en las familias, y que tienen una gran facilidad para generar melancolía. Está con su abuelo arriba del Bonanza, delante de la gran arcada del hangar grande del aeroclub. Su abuelo es corpulento, él esta disfrazado de piloto. Una escafandra le cubre el rostro. 

Ella va a preguntar: “¿No sabía que tenía un avión, el tío? “Sí, el padre, un Bonanza”. “Qué es un Bonanza”, insistirá ella. “Es un avión que es requerido por coleccionistas ahora. Es raro: las alas le nacen por debajo del fuselaje”. “Ah...”  En el escritorio habrá también una impresora y al costado, un lapicero. El lapicero también estará lleno de lapiceras bic sin sus tanques, es decir, sin los tanques de plástico transparente que culminan en la bolita por la que sale la tinta. Al verlo, ella se apresurará por agarrarlo. Se lo va a llevar rápido para la cama deshecha del tío. La veré todavía con el pantalón arremangado, la herida de un rojo más opaco. Me voy a dar cuenta en ese momento que, cuando se metió en el baño, al llegar a la casa, se lavó la pierna; pues ya no habrá vestigios en su piel lisa del agua estancada. Al fin, luego de frotar la sábana con la palma de la mano, va a decir:
“Esta caliente. Es un dormilón, el tío”. Yo la voy a ver desde el escritorio dejar el lapicero en la mesita de luz y sacar una lapicera bic sin tanque. No me va a sorprender ser testigo de su “animalismo” al masticar. Pero me distraigo unos segundos leyendo el texto en el Word. Son, en verdad, comienzos fallidos de un texto. En el primero, el narrador dice que se llama F. En el segundo se llama R. Y en el tercero E. En los tres comienza diciendo: “Me llamo... y soy muy puta. ¿Quieren saber por qué soy muy puta? Les voy a contar”. Y después no siguen. Ella se va entretener en progresión con la bic. Pero llegará a un punto en que le voy a decir algo. La manera de masticarlos, ya se lo expliqué mil veces, no es así. Entonces me voy a acercar y ella me va hacer un lugar a su lado, en la cama calentita del tío. Le voy a decir: “Así no”. Entonces, con una bic nueva –nueva para nosotros, obvio- que habré agarrado yo del lapicero, le voy mostrar: “Así. Yo lo que hago es romperlo primero, porque lo más rico está del lado de adentro. Entonces lo rompés en mil pedacitos y después le pasás la lengua así, del lado de adentro. ¿Ves? Como cuando chupeteas los huesos de pollo. Y yo después lo que hago es con el colmillo rasquetear también la partes comidas de adentro “¿ves?”. “¿Comidas?” “Sí, comidas. Es lo más rico”. Entonces ella me va a hacer caso y va triturar la próxima bic sin tanque, haciendo un ruido crocante. Va a seguir al pie de la letra mi enseñanza.

Pero de pronto ¡zaz! Vamos a escuchar un ruido que viene de la galería. Es el estruendo metálico de una herramienta al chocar contra un suelo de baldosas. Ella se paralizará, la cara tensa, mordiéndose como siempre los labios hasta dejárselos rojos. Y yo voy a decirle que no pasa nada. “Voy a ver”, le voy a decir. Desde antes habré sabido de donde viene el ruido. Viene del garaje. Al llegar lo veo al tío. Estará dándole los últimos retoques a la BM. Fanático de lo alemán el tío. Germanófilo, se dice, bah.
Es una moto de la segunda, pero nada indica que fuera nazi. No parece una moto del Tercer Reich, pero es una moto del Tercer Reich. Es decir, el tío es nazi, finalmente. Lo veo ahí con sus bigotes prusianos, su pequeño tallercito, viudo. Arranca, acelera, hace ronronear el motor varias veces y sale. Yo me escondo porque va a volver a apagar la luz y a cerrar con llave el portón antes de irse. Lo hace. El tío se va a dar una de sus clásicas vueltas por el pueblo.
Aprovecharé para agarrar la bici de la puerta de entrada y la dejaré en el garage, la rueda toda doblada. De la mesita tomaré el
frasco con la gasa, la cinta y el alcohol e iré para el estudio. Al entrar ella ya estará recostada contra la pared, secundada por un poster en donde hay dragones que, en lugar de trompas típicas de esas criaturas, tienen caras de escritores. Abajo, ella, ordenada, en el platito, depositará los fragmentitos irregulares de las carcazas bics.
Pero en el lapicero habrá muchas. Y además ella va a decir: “Mirá lo que encontré”. Con la mano balanceará otro lapicero, lleno de lapiceras bics vacías. Yo me arrodillaré a sus pies: “¿A ver, Rodilla Herida?”. Con una de las gazas mojaré el alcohol y daré comienzo a las curaciones de la herida. Ella volverá a decir: “Ffssfs”, “ffssffs”, en señal de dolor. Yo seguiré, morboso. Apretaré un poquito más la herida porque me gusta, no lo puedo evitar. Escucharé su masticar arriba mío. “No te los tragues”, le voy a advertir, “que no tenemos bici para ir al médico”. Constantemente escucharé cómo escupe en el plato los pedacitos consumidos. Y me dirá: “¿Me vas contar la historia de Rodilla Herida?”. “¿La masacre? No, ya no”.
“¿Por qué?”. “Porqué ya estamos grandes, obvio”. “¿Grandes?” “Si, grandes”, voy a responder. Luego le pondré la doble gaza sobre la lastimadura y le diré: “ya esta por esta noche”, y nos iremos a la habitación asignada para nosotros, en el primer piso.

Sobre el autor

Enrique Schmukler nació en La Plata en 1976. Es Licenciado en Periodismo y Comunicación Social por la UNLP y Doctor en Letras por la Universidad de París 8, Francia. Becario post-doctoral de CONI- CET (2014-2016), se desempeña como Profesor Adjunto de la cátedra “Arte, vanguardia e industrias culturales” de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP. Enseñó literatura latinoamericana en distintas universidades francesas y publicó artículos académicos en revistas de Argentina, Francia, España y los Estados Unidos. Tradujo del francés obras de Achille Mbembé, Michel Arrivé, Laurent Mauvigner y Victor Segalen, entre otros. Coordinó y editó, junto a Maya González Roux, el volumen colectivo Seis formas de amar a Barthes (Capital In- telectual, 2015). 

Las crónicas del señor Cornely y otros cuentos

No lo podía evitar

«Apropósitamente, Ud. está pensando mal», sentenciaba el señor Cornely desde su discurso binario. Decir guarismo es referirnos a la estructura básica de su mente. Todo podía ser dos cosas, dos cosas
podían decir todo.
Comencemos con el cero.
Según todos los estudios realizados a su psiquis, el señor Cornely era el mejor paradigma. Cuando tenía que rendir un psico-
técnico para conseguir empleo era, siempre, la mejor calificación.
En España, una multinacional tuvo la mala idea de hacerle un test de capacidad. Fue el único aspirante que obtuvo un 100 por ciento después del examen. Eso le significó a nuestro héroe una suculenta beca por tres años que lo harían pisar fuerte en otra tierra.
Sigamos con el uno.
Y aquí, como tantas veces se ha dicho, comienza otra historia. Hemos transcurrido por la lógica, lo correcto, lo indefectible de un racionamiento intachable. ¿Pero, cuál era la segunda opción de su indeclinable soliloquio? Nuevamente aparece
la Subjetividad. Si el primer guarismo deslumbró al arduo lector, el segundo deberá sobrecogerlo: neo-neandhertalismo utópico era la variable. Supongamos las siguientes preguntas y sus respectivas
respuestas en función del dual paradigma.
—¿Cargo?
—Empleado —respondió, siendo Director General de
Estado.
—¿Preferencias?
—Mantener un perfil bajo.
—¿Usted se baña?
—No, porque soy limpio.
—¿A qué atribuiría el fenómeno del alcoholismo?
—A la sed.
O como aquella vez en que su hijo mayor se iba a dormir con
una revista erótica en la diestra mano y una soda en la siniestra.
Entonces el sistema resolvió la ecuación con un breve pero emotivo
axioma.
—¡Champan y mujeres!
Estos comentarios podían ser mal interpretados, pero en definitiva él era así, no lo podía evitar; además, defendería su causa resoluto, afirmando una y otra vez a sus contemporáneos: «Tiran piedras al árbol cargado de frutos».

La subjetividad

El señor Cornely sostiene que claudicar es, siempre, la mejor opción; así como también sostiene que todo es subjetivo. Subjetividad subjetiva eran las góticas palabras de este buen señor. Largas charlas, disquisiciones y hasta discusiones con su esposa ahondaban en su pensamiento mientras observaba, objetivamente, los comportamientos
de su familia.

Una vez, la nena le preguntó qué era eso de la subjetividad. El señor Cornely, lacónico, sentenció:

—Todo lo que a mí no me gusta.
Y así pasaban los años y los días para este proyecto de buen filósofo. No le gustaba decir ciertas cosas, pero, ciertamente, tenía que decirlas. Como aquella vez que tuvo que pedir exactamente diecinueve veces que no dejaran abierta la cremallera de la carpa. Y no era por los mosquitos, preci- samente, sino más bien por la molestia que le causaban las aberturas, o todo lo que representara una suerte de puerta abierta. No se ha consultado a ningún especialista sobre el significado de las puertas en la psiquis del señor Cornely.
El relato se adelanta en el tiempo aproximadamente nueve años desde aquellos incidentes en el camping. Pero la situación sigue siendo la misma: después de arrebatos de furia e imprecaciones, las puertas siguen quedando abier-
tas. El episodio fue nimio. El nene, que saca un vaso del mueble de la cocina, deja abierta la puerta y se instala a mirar televisión en el living. En ese momento sonó el cucú y algo golpeó la cabeza de nuestro héroe ocho veces con-
secutivas.

La señora de Cornely no recuerda claramente, pero, consultadas otras fuentes, hemos hecho posible la recons-
trucción de la escena: el señor Cornely procedió a abrir todas las puertas de la casa, como así también las de los
muebles y las tapas de las cacerolas. Arrojó el contenido del tacho de basura sobre el límpido piso de la cocina y se puso a fumar, con la mirada extraviada, frente a la chimenea apagada, tirando, eso sí, la ceniza en el suelo. Su esposa y sus hijos vieron cómo el desgraciado, el entristecido, urdía con trazo amargo la trama de su desvarío.

—Chicos, vamos.
Fueron las diligentes palabras de la señora de Cornely antes de dirigirse al restorán más cercano para disfrutar de
un exquisito matambre a la pizza. Cuando regresaron eran aproximadamente las diez y media de la noche. Sonó el cucú por única vez. El piso de la cocina estaba encerado, las cenizas barridas y todas las puertas estaban cerradas. También los muebles estaban resplandecientes y los almohadones del sillón desprendían un leve aroma a lavanda.
El señor Cornely se encontraba durmiendo, aunque este puede ser un dato subjetivo.

Mente superior domina a mente inferior (Parte 3)

«Cántanos, oh musa, la cólera del Leónida señor Cornely...»
«Cuántas batallas perdidas en el ámbito sereno de la casa», musitaba el señor Cornely, mientras veía a Pupi, el gato de los vecinos, afilarse las uñas en el capot del coche recién pintado. Pensó en
Gramsci, pensó que la venganza es un plato que se come frío, pensó que a las nueve de la noche tenía que ver el noticiero, y fue entonces que se dio cuenta que la subjetividad había obrado en contra de una estrategia plausible que arbitrara los medios para la victoria. «Nació el Frente Sandinista de Liberación Popular», escuchó en el pasacassette antediluviano. Arengado por la música revolucionaria, nuestro héroe se aprestó a convertirse en un guerrero, una máquina de matar, un marine.
El paralelismo se resolverá de arriba a abajo, de norte a sur, como funciona el mundo. La cabeza del soldado está cubierta por
un casco de titanio, camuflado, conectado a una red satelital; el cráneo del señor Cornely, en cambio, solo ostenta una visera de
plástico (préstamo de la nieta, de ocho años). Detrás del mercenario: una compleja organización bélica, preparación marcial
y disciplinaria; detrás de nuestro héroe, la señora de Cornely comentando los últimos episodios de la señora Pérez Castro. El
profesional emplea un visor con cámara infrarroja; el enemigo de Pupi, unos anteojos de quince pesos, una maravilla. El guerrero: ropa camuflada; el señor Cornely también, está completamente mimetizado con el paisaje. Ya se ha comentado la elegante indumentaria de nuestro buen señor: camisa escocesa, pantalón de buzo o pijama, medias a rombos e impecable calzado de gamuza.
—¿Y las armas? —preguntará el precavido lector.
Digamos que el francotirador utiliza un fusil calibre 7.62 y mira telescópica Karl Zeiz con capacidad para matar hasta una
distancia de 600 metros; nuestro combatiente, en cambio, posee un aire comprimido Maheli cuatro y medio, préstamo de su ahijado y sobrino, otro energúmeno. Todo listo; el gato era boleta.
Fijó la mira en la frente del felino, sostuvo el aliento, imaginó la amada campiña francesa, los galgos en derredor, la presa en su
cuello, sostuvo el aliento, afirmó el dedo en el gatillo... ¿Y si él recibiera el disparo? Ese era un pensamiento cobarde. ¡Hasta la victoria siempre! Jaló y escuchó el zumbido, después: el grito de la gorda. El huidizo Pupi esquivó el balín, agachándose a duras penas, y habiendo tanta inseguridad y robos, justo se decide la vecina a dejar abierta la ventana mientras se cambiaba los calzones. A ojo de buen cubero se calcula un 95 por ciento del total de la apertura cubierto por el culo de la gorda. Así fue como el balín se inmoló en la nalga derecha de la dueña del gato.
Después, lo inenarrable: insultos, amenazas, imprecaciones, venganzas hórridas y nuevamente, en la puerta de la casa,
arbitrando los medios para que el duro brazo de la ley caiga sobre el delincuente, el cabo Berretinni. Un golpe letal ha sido asestado a nuestro héroe; sus ojos se van cubriendo de sopor por un manto de tiniebla. Una de dos, o era el llamado de Hades, o le había hecho efecto el Lorazepán.

Depende de los otros

Aquel 18 de junio de 1989 se mostraba promisorio para el señor Cornely: era domingo y el buen ejercicio físico
de la mañana lo predispuso a una apaciguada jornada. Su mujer lo esperó con una exquisita comida y lo saludó de-
ferencialmente, mientras los chicos se despertaban de sus resacas respectivas. Así estaba planteado el día. Los adoles-
centes habían tenido una buena salida el día anterior y el humor de la señora de Cornely era inmejorable. Pero claro,
todo dependía de los otros.

El resto, lo sabido: siesta, resumen futbolístico en la radio y, de entremés, algún suplemento cultural. Como era costumbre, cenaron a las nueve y finalizaron a las nueve y cuarenta y cinco, con una propuesta de sus hijos para jugar unas manitos de bridge. El señor Cornely accedió piado samente y comulgó con su familia. Todavía había tiempo.

La partida se prolongó. Los nenes estaban ligando más de lo matemáticamente plausible y el agobio empezó a entorpecer el pensamiento de nuestro héroe. Perdía por treinta y cinco puntos, una paliza, y sus adversarios estaban a punto de dar el golpe de gracia con un Pequeño Slam en Sin Triunfo. Miró el reloj por séptima vez, eran las 23:45. Casi no había tiempo. Los chicos terminaron con el pleito cuando el cucú sonó doce veces ininterrumpidas. El señor Cornely, con tristeza, afirmó.
—Fue el día del padre y nadie me saludó.
—Perdón papi, me olvidé —dijo el nene.

—Yo te iba a decir, pero me pareció un poco grasa —
agregó la nena.
De nada sirve decir que el señor Cornely observó a sus hijos y los percibió más familiares que nunca. Lo importante es que procedió a tomarse una dosis considerable de Lorazepán y algún que otro ansiolítico. Después se fue a dormir solo; él ya lo sabía; ese tipo de cosas solía depender de los otros.

Un cuento de Gallegos

Todos los argentinos que han vivido en España pueden jurar, con las venas abiertas, que los cuentos de gallegos son ciertos. Lo sabía el señor Cornely por su extensa vida social en el ibérico medio.
Pongamos un ejemplo al azar: los vecinos. Nuestro héroe pasó los últimos meses de estadía en el exilio tratando de ahorrar dinero para un auspiciante regreso. Alquilaba un modesto departamento que tenía una peculiaridad: un fondo común con los vecinos, circular, en un edificio de ocho pisos, donde la basura estalla en un mugriento piso de escasos cuatro metros cuadrados. Y acá empieza el cuento: El señor Cornely vio, pasmado, que su descuidada mujer
había colgado defectuosamente la ropa, ya que observaba desde los doce metros de su ventana cómo se le había caído una media en el profundo vertedero. Aparece la vecina de enfrente.
—Mozo, guapetón, jamón der medio, que se te ha caío ur
carcetín.
Nuestro héroe ni le dirigió la mirada; sumariamente encontró la caña de pescar de su hijo. Arrojó el anzuelo con una improvisada
pero eficiente pesa: un broche de la soga. Bajaba la tanza con paciencia budista, nuestro héroe, mientras la gallega gritaba.
—Pero tú sí qu’eres bruto. ¡Manolo, ven a ver a esta bestia! Y después se burlan de nosotros.
Se reía a más no poder la gallega, viendo los intentos denodados del argentino, hasta que en un momento: la media
empezó a levantarse del piso.
—¡Coño, que me cago en tos los muertos! ¡Pero la hostia, si es imposible! ¡Me cagarén la mar salaa y en Dios y en los hijos de
tos los muertos!
El señor Cornely desató el anzuelo de la media y la gallega, sin la menor vacilación, gritó:
—¡Ah bué...!, pero con arzuero le coge cuarquiera.

Mente superior domina a mente inferior (parte I)

El señor Cornely es celoso de su espacio privado y exhaustivo en la limpieza de su coche; por eso son pocas las cosas que pueden alterarlo; entre ellas, la sola cercanía de su hijo mayor, las puertas abiertas y cualquier tipo de criatura menor de 21 años. No es de extrañar que algunas veces en la vida haya tenido que deshacerse de algún que otro obstáculo.

Había algo familiar en la mirada del gato de los vecinos, que no solo se conformaba con defecar en el capot del coche del señor Cornely, sino también en todo el jardín y la vereda. Displicente, el gato observaba al dueño de casa mientras disfrutaba de una siesta en el techo de chapa del garage, aprovechando la ocasión para afilarse las uñas en la membrana que tanto trabajo le había costado colocar al señor Cornely.

Lucubrando alguna estrategia, nuestro protagonista observaba cómo el gato orinaba en la parrilla y rápidamente, de una zancada, subía de nuevo al techo a seguir destruyendo la membrana. Durante un instante, imperceptible para el que no ha luchado en el campo de batalla, los rivales de esta dura contienda midieron sus fuerzas con una oblicua mirada. Por un lado, el señor Cornely, hombre paciente y metódico, obsesivo, dotado de un pensamiento matemático y calculador. A su alcance todas las armas: venenos, trampas y herramientas para hacer posible la victoria. Por el otro, el gato, sobreviviente al hambre, al vivir en las alcantarillas, ganador de cien batallas, dotado de un instinto solo comparable con su coeficiente intelectual: el de un terrorista Sirio-Libanés con estudios universitarios. Presentados los contrincantes, da inicio este singular Combate.
Esta historia continuará...

Una Tortura: la realidad

El señor Cornely se consideraba imperfecto; pero no por algún que otro defecto, ni por las consecuencias de sus acciones, ni por un amor lateral, ni por los ángeles y los demonios que lo habitaban.
Nuevamente acierta el magnífico lector: era más bien porque los cuellos de las camisas siempre le quedaban grandes, brindando al neutro observador una forma corporal, diríamos, fosforoidal.
Para el señor Cornely una obsesión era como el mito: una realidad que no tiene espacio ni tiempo; pero que está, que taladra,
que duele. «Las ideas» diría cualquiera, pero esto es subjetivo. En el interior de nuestro conflictuado protagonista, podrá intuir el
agorero lector, encontraremos todo tipo de abigarrados conflictos.
Tendremos que centrarnos, como posible alternativa, en el exterior.
Y el exterior era para él sinónimo de tortura. El realismo mágico rioplatense representaba un insulto para su retina. El kiosco:
plagado de fusiformes criaturas y de situaciones bizarras. El tránsito: una suerte de guerra automovilística entre psicópatas
asesinos. También lo agobiaba la charla con la vecina, entre mates y bizcochitos de grasa; y la televisión, y el colectivo, y el taxista
filósofo, y todos, que se estaban poniendo viejos y quejosos.
Al señor Cornely los cuellos de las camisas siempre le quedaban grandes, y eso también lo agobiaba.

A la hora señalada

Lazarus Cornelius, recordaba el señor Cornely, descen diente dilecto de una estirpe de mártires. Pensaba también en su padre, en su abuelo y en algún que otro héroe ancestral. El principio de razón exige que nos retrotraigamos al año 1887, a la época en que el bisabuelo del señor Cornely buscaba oro en la Cordillera de los Andes. Lazarus Cornelius era un aventurero, un diletante, un bohemio, un hombre ajeno a toda responsabilidad, pensaba nuestro protagonista. La vida de su bisabuelo transcurría de fracaso en fracaso, buscando, quizá, la salvación en alguna carta marcada o en un golpe en la nuca. El caso es que este per-
dedor fue encontrado muerto en la Cordillera, con un tiro en la espalda.

Y, en este momento, respiramos profundo, nos relajamos y procedemos a demorar la narración para que el atento lector eche una ojeada al cadáver que se encuentra recostado sobre la nieve. ¿Qué era lo que tenía en el bolsillo Lazarus Cornelius? Ganó lo irreal: una bolsa con pepitas, de oro.

El señor Cornely se preguntaba, mientras su otro hemisferio cerebral pensaba en la muerte propia. ¿Qué tendría él en el bolsillo en la hora postrera? Un sopor invadió de púrpura el rostro de nuestro héroe. Su cerebro reptil había enviado la mano derecha a introducirse en el bolsillo del pijama y la respuesta a la pregunta se presentó como una premonición conmovedora. Pelusa, sí, pelusa.

Sí quiero

La señorita Gómez era el comentario del barrio. Qué muchacha tan hermosa. Y lo desenvuelta que era. Ni qué
hablar de lo simpática, y portadora de unas asentaderas dignas de cualquier cosa relacionada con Babilonia.

El caso es que esta buena muchacha, de 19 años, se encontraba en una fiesta con unas amigas y, de repente, apareció él.

Entre el alboroto de las aterciopeladas adolescentes sobresalía el distinguido caminar de un muchacho sacado de una revista de moda italiana. La señorita Gómez lo observaba con la respiración contenida. Entonces le pidió a un amigo que hablara con ese protohombre, para comentarle que ella estaría dispuesta a bailar con él sin ningún tipo de problema. El joven no entraba en su cuerpo del gozo que le significó encontrarse con esta preciosura sin más trámites.

El baile duró poco, tenían cosas más importantes que hacer. Ese lugar era un auténtico y folklórico bulo. Allí, esta nueva pareja se encargó de cumplir fantasías que el cronista prefiere omitir.

Ese mediodía ella se despertó antes, a calentar café para los dos, y de paso echar una ojeada a ese cubil. Entre unos discos encontró algunas cartas y muchas fotos que revelaban la totalidad del pasado de su amante. Las leyó y pro- cedió a quemarlas todas. Cuando él despertó, el desastre.

Solo quedaban cenizas de sus recuerdos. Pensó que ya no le quedaba vestigio de un posible pasado, pensó que le faltaban ocho años para cumplir treinta, que faltaba un día para ir a trabajar y, además, faltaban 45 minutos para las doce del mediodía, sumado a la angustia y a una seguidilla de fracasos que lo hacían tambalear. En ese momento, para él, quedar en cero era un resultado favorable, pensó el señor Cornely mientras su futura esposa le servía el desayuno.

El otro extremo

Al señor Cornely le gustaba escribir cuentos en la arena; creía en un mundo mejor, y de joven soñaba con ser cantante o actor. Su paso por este mundo era efímero, concepto racional en un positivista amante del rigor de la lógica.

El señor Cornely observó el universo, se vio a sí mismo como un punto y, en él, su vida.
El cuento escrito en la arena no enseña, no predica, no acusa, no adjetiva, no enjuicia. Es un relato de la épica de entrecasa, sobre cómodos sillones, y los hijos ya criados, y su mujer; bueno, ella ya lo había perdonado. Pero este hombre vio las cosas en su exigido lugar, y se vio a sí mismo en el punto exacto en que quería estar.

Suena el cucú y el cuento empieza. ¿Dónde termina esta playa? Despreocúpese el afligido lector. La ola está por llegar.

En lo que a él respecta

  Sensible e hipocondríaco es el corazón del señor Cornely. También flemático y gentil. Pulmones y páncreas están bien. Después vienen las dendritas, la tiroides, el yeyuno y las mitocondrias. Brazos, demás extremidades, esfínter y próstata en perfecto estado —según revelaron los últimos estudios—. Anteojos de quince pesos y una prolija afeitada de dos días. Su impecable calzado de gamuza, sus medias a rombos, su pantalón de pijama arratonado, su campera de polar y un gesto... Un gesto reclamamos, y la indulgencia de nuestro inspirado lector, para ocultar el rostro del protagonista de estas crónicas.
 
 Hemos podido, según lo legalmente dictaminado, hacer un retrato de este buen señor, pero un retrato que no lo abarca en su conjunto. El señor Cornely no es solo un hombre elegante, sino también un universo de elementos que forman parte de una compleja ecuación. Más allá de la esfera del alma y el cuerpo, orbitan alrededor de nuestro héroe las armas indispensables para combatir las horas y los días, en regia lid, a saber: vaso con gaseosa tibia; taza con café frío; cigarrillos; encendedor; pastillero; la señora de Cornely; cenicero; monedero; manteca de cacao; pañuelito.

  Más allá de todo esto, y aun todavía más allá, en lo que a él respecta: nada.

El tapado de visón

El hondo ayer y el profundo mañana. En esto pensaba el señor Cornely mientras alcanzaba a distinguir el inconfun-
dible olor rancio de la primavera. También advertía que su cargo de Director General lo situaba en los meandros zooló-
gicos más elevados de la alta sociedad. La señora de Cornely se había convertido, involuntariamente, en un problema a
resolver. Y es que esta fiel señora no era muy afecta al buen vestir, no por desconocimiento, sino más bien para «escan-
dalizar a la burguesía». Pour épater les bourgeois, afirmaba ella en un impecable francés.
El señor Cornely no se andaba con chiquitas, así que le dijo a su andrajosa mujer:
—Porota, andá y comprate un tapado de visón.
Desembolsó la escalofriante suma de 2.500 dólares ante la asombrada familia. Ella guardó los billetes mientras repetía:
—Vos quedate tranquilo, Totín.

Mientras el señor Cornely fantaseaba con galas y banquetes acompañado de su elegante esposa, ella se subía al

Citroën 3CV para, diligentemente, cumplir con el anhelo de su amado. El lugar al que fue esta buena señora no nos ha sido revelado, pero especulaciones tardías indican como posible objetivo una feria paraguaya en el conurbano bonaerense. Gran expectativa tenía la familia a raíz de este agorero viaje y, cuando escucharon llegar el Citroën, un gesto de excitación irrumpió en el rostro de los nuevos ricos.
La madre-esposa puso el paquete sobre la mesa y afirmó a todos los presentes que se iban a desmayar ante semejante belleza. El paquete fue roto. Luego vino el horror.

Y aquí nos valemos del artificio de la credulidad para observar este inverosímil fenómeno de la indumentaria. No era visón, ni zorro, menos que menos leopardo, no era nutria, ni perro Dálmata —como quería la nena—, ni siquiera de conejo. Sin más preámbulos, era un tapado de cabra. De nada sirve mencionar la pésima hechura, lo desteñido de la prenda. Cuando se lo probó se le salieron los botones: le quedaba chico. Lo que importó fueron los 2.375 dólares que la señora de Cornely le devolvió a su esposo y la nota de agradecimiento que nuestro héroe leyó pasmado, de puño y letra de su mujer:

—«¡Oh, gloriosos días aquellos, en que nosotras, las gentiles damas, solíamos jugar al bridge en la verde campi-
ña de nuestra bien amada Argentina!»

El cucú

El señor Cornely, en un viaje cuyos motivos son desconocidos por esta crónica, compró un reloj cucú en Interlaken, lugar luminoso y pintoresco al pie de los Alpes suizos.

  Cornely era un hombre joven pero con aspecto más bien maduro. Ello se debía a cierta economización de los gestos y de las palabras o a todo lo que tuviera que ver con el término «economización».

  No era un buen día para él y, quizá por eso, tomó la decisión más importante de los últimos tres años: destinó cerca de setenta francos suizos para la compra de un cucú. Nadie se atrevería siquiera a pensar en lo que esto representaba para el señor Cornely.

  El problema era el hijo. Un verdadero energúmeno. Venía boicoteando las vacaciones desde tres meses antes de salir de Barcelona. Corría el año 1980 y el deslucido vástago, con la anuencia de su madre —es decir, la señora de Cornely—, pretendía que le compraran una computadora por no sé qué cosa de Leibniz, el sistema binario, el futuro, cuatro mil pesetas para comprar una X4 y la mar en coche. Apellido y plata. Todo lo que le podían pedir, se lo pedían. Por eso, por esta única vez, sería egoísta: iba a comprarse el cucú.

  Ya mostraba el horizonte el arrebol de las nubes de la antigua Era. Apolo surgía al oriente y terminaba el martirio de la Época Familiar. Comenzaba la Época del Cucú. 
   
  Pensándolo fríamente, era más fácil ser padre de un reloj que de un impertinente. Sopesando. En el debe: sesenta y ocho francos con ochenta y siete centavos; en el haber: precisión suiza, rol funcional y decorativo en la casa, motivo para comentario sobre el viaje, un simpático pajarito que trina cada media hora las 24 horas del día (siempre y cuando se le dé cuerda).

  Y aquí, perdido lector, suspenda la incredulidad, porque se detiene el relato. Darle cuerda a un cucú, ¿qué significa? En términos matemáticos, estirar  las cadenas de las que cuelga la pesa, con forma de piña, en menos de 24 horas, entre una y otra estirada. No era esa la función de padre que pretendía el señor Cornely para su nuevo hijo.

  Cuando llegaron a Barcelona, colocó el reloj en la pared que enfrentaba a su sillón de mirar televisión, lugar discreto pero efectivo a la hora de darle la espalda a la señora de Cornely. Puntualmente, el cucú estaba en el living, junto a la puerta que daba a la cocina. Según cálculos precisos, era el lugar de mayor tránsito para el señor Cornely. Cuando iba del living a la cocina, estiraba un par de eslabones la cadena del bicharraco; de la cocina al baño, un eslabón más; del baño al patio, una décima de milímetro más, y así por siempre.

  Cabe aclarar que el señor Cornely trabajaba en su casa y no dormía más de ocho horas seguidas. No había riesgos. Nada hacía suponer que el cucú no iba a lanzar sus desesperados alaridos cada media hora.

  El cucú ha funcionado ininterrumpidamente durante solo veinticinco años y el señor Cornely es un hombre saludable, que hace bastante ejercicio para su edad. Sin embargo, algo pasajero hizo que el reloj se detuviera a la tres y cuarto de la tarde, un jueves nublado de invierno.

Él lo sabía

El señor Cornely sabía cómo someter a los Estados Unidos; conocía perfectamente la forma de vencerlos y humillarlos. Hay
testimonios escritos que lo confirman. Nuestro héroe tenía un plan. Decirles que vengan, que ocupen, que se hagan cargo. Transcribimos textualmente el informe del estratega.

«Le damos al enemigo zonas liberadas para que sean ocupadas inmediatamente por las tropas imperialistas. Le damos, por ejemplo: La Matanza, Dock Sud, Berazategui o cualquier lugar del gran Buenos Aires. Imagínense Uds. la profana desolación que van a sentir estos pobres valientes.
La táctica del enemigo será una jugada anterior al Jaque Mate. Es la lógica: se desplazan. Y ahí hay que esperarlos nomás, que vengan. Yo, personalmente, tengo en la familia de mi esposa una gran cantidad de experimentados combatientes. Supongamos que se mueven hacia el sur. Acá los espero yo, cuento en mis filas con mi suegra, católica anarquista, con cierto aire de dama patricia. Es implacable; uno se da cuenta de que la vieja tiene unas copas de más cuando desarrolla su soliloquio sobre el imperialismo cultural de los ingleses, y lo hace en inglés. Dejar a esa venerable anciana preparándole la comida a las tropas enemigas es decir que ya tenemos General al mando, de un ser rozado por la sofisticación y la iridiscencia. Una persona capaz de ganar fortunas jugando al póker. ¿Uds. la vieron a mi suegra tomar whisky y jugar a la baraja? Nos financia la guerra.

»En el frente la tenemos a mi mujer, que los espera disfrazada de amapola, recitándoles Verlaine en francés, o mejor, Prévert. Por orden cronológico viene mi cuñada, la morocha; esta directamente se va a las manos, es “docente en lucha” y trabaja en una escuela de alto riesgo; pobres soldados. Después viene mi cuñado, que rápidamente hará manejos increíbles para infiltrarse en las tropas y vejar a los traidores. En la tercera línea mi hijo mayor, una criatura encantadora; un dulce niño de 8 años con pelo largo y mirada soñadora. Lo que no saben es que tiene 16 años y que recita de memoria El Arte de la Guerra, de Sun Tzu.
»Sin ir más lejos, el taxista que me vino a buscar ayer me explicó cerca de quince veces la manera de ganarse la vida dignamente, como un rey. No hay que pelear con los yanquis: que vengan, que vengan, que nosotros les hablamos, solamente les hablamos.»

El cuadro

  El señor Cornely es un hombre de bien, que ha sabido progresar en esta vida. Esas eran sus palabras textuales. Poseedor, además, de un apellido distinguido en algunas placas del barrio, hecho que lo llevó a plantearse seriamente hacer beneficencia. Era el momento del cambio: había logrado deshacerse de su hijo mayor y, por suerte, con mucho esfuerzo y dignidad, colocar a la nena con un pretendiente medio veterano, pero buen partido al fin. A la señora de Cornely le agradaba el sujeto. Ese no era un dato menor para él.

  Por eso, para evitar discusiones, decidió cambiar el cuadro de lugar. Lo puso en la habitación de la nena, que ahora era de la computadora. El tema era que la señora de Cornely insistía en que ese cuadro traía mala suerte, aunque no fuera ese el mayor problema, sino las palabras textuales de su esposa.

  —Totito, ¿no te das cuenta? Ese cuadro te lechucea. Y nuevamente, impávido lector, detiénese el relato. ¿De qué cuadro estamos hablando? De uno con fondo oscuro, con un rostro esfumado, que aparece en la penumbra. El señor Cornely es una persona progresista; por eso no es de extrañar que el sujeto del cuadro fuera José Martí, con una leyenda dorada, manuscrita, que en la parte inferior de la pintura apocalípticamente anuncia: «Y Cuba debe ser libre de España y de los Estados Unidos».

  Era cierto que la mirada de Martí era un poco torva y  amenazante, ¿pero «lechucea»? Esa no era una palabra en el léxico positivista de un socialdemócrata.

  Sin embargo, el señor Cornely tenía una horrible aversión al cuadro, porque le recordaba nítidamente el instante de la gestación del energúmeno, su hijo mayor. En un momento que no ameritaba para desconcentraciones, este buen hombre miró el cuadro. Nada de lo que pudiera pensar le resultaba razonable; por eso, ante la duda, lo puso en la pieza de la nena.

  Lamentablemente, ahora las noticias parecen no ser buenas. El técnico dice que la computadora no anda más, porque, de alguna manera que él no llega a discernir, el disco rígido ha sufrido un daño que es absoluta y empíricamente incomprensible.
 

Un sueño (parte II)

En los corredores del sueño, en el amplio dominio de la siesta, se teje la trama. El señor Cornely juega. Está soñando. Sueña que juega, que cree, que crea; damas, naipes, cualquier cosa. Pero hoy es el ajedrez; y el tablero está limpio. Nuestro héroe sueña que piensa, que siente, entonces mueve su primera pieza. Y aquí es donde el lector se escapa del sueño, ya que comprende lo que él comprende. La jugada no es matemática, no es genial, no es causal ni casual.

Es, sencillamente, indescriptible. Ante el primer movimiento, el adversario extiende su mano y se da por vencido. Se va, deja el recinto, se desvanece del sueño. Y ahí está el señor Cornely, en blanco, mirando fijamente el tablero que, como él, está solo.

La teoría del kaos

  El señor Adolfo Mario Antonini tenía solo treinta y dos años cuando conoció al señor Cornely. Fue en ocasión de un viaje no programado a España, allá por el año 1976. De firmes determinaciones, el señor Antonini era enemigo de la duda o la cavilación poco provechosa. Veía en el señor Cornely a una persona confiable y discreta; por eso, quizá, fue que le contó lo del negocio del mono.

  Estamos en un barco, cruzando el Atlántico en toda su extensión, en la última parada: las Islas Canarias. Los argentinos compran allí cuentas de colores pensando en un futuro redentor. En una de esas islas —la crónica no refiere más datos— Adolfo Mario Antonini descubrió lo que, a la postre, sería el mayor regalo que le diera la vida.

  El señor Cornely no se sentía bien. El cielo estaba tormentoso y las olas parecían montañas. Así y todo aceptó la invitación de Adolfito para encontrarse en cubierta y conversar sobre Ese Tema Que Lo Tenía Tan Emocionado. Encontró al «Adoquín» —así lo llamaban con cariño los pasajeros del barco— apoyado en la baranda del transatlántico Cabo San Roque, con un mono pequeño y movedizo parado sobre la misma. Después de un ceremonioso saludo, el Adoquín pasó a contar la historia: 

  —Mirá, el mono me costó diez mil dólares, que es todo lo que tenía, pero cuando llegue a Barcelona, lo oferto cincuenta mil y estoy parado para toda la cosecha.

Otra vez, estimado lector, la negra sombra cubre nuestro relato. ¿Y el mono? Poco sabe el cronista sobre la psiquis de los monos; pero estaba ahí, parado sobre la baranda, se supone, desorientado, mirando de izquierda a derecha a Cornely y a su nuevo dueño. Quizá estaba mareado, quizá no pudo soportar la repetida visión de esos dos sujetos. El hecho es que cuando el Adoquín sentenciaba «...estoy parado para toda la cosecha», el mono, todo el mono, desde veinte metros de altura, se arrojó al vacío sin que siquiera se pudiera ver la salpicadura cuando se estrelló contra el océano.

  De más está decir que el señor Cornely dedicó un respetuoso silencio a su interlocutor que, llorando y desencajado, gritaba: «¡el mono, el mono...!». Su mutismo fue acompañado de una mirada melancólica y de una profunda meditación. Sin que nadie se la contara, el señor Cornely había descubierto la teoría del Kaos: «la vida de un hombre puede depender de la voluntad de un mono».
 

Los fines

El señor Cornely detestaba a los animales en general, y a los perros y gatos en particular; filósofo señor, cavilaba sobre el vaciamiento moral de la sociedad argentina.

Según datos recolectados durante años, nuestro héroe había llegado a la conclusión de que con toda la comida que se destinaba a las mascotas se podía alimentar a los niños hambrientos de la república.
El perro era indigno, cobarde, sucio, rastrero. El gato era traicionero, ingrato, voluble; y su olor... Musitaba el señor Cornely, porque sabía a la perfección que el vecino, arteramente, le había dejado un cachorro de gato en el jardín.

Lo vio todo bien claro, a través del vidrio de la puerta de la cocina. Cuando la abrió, una mirada evaluativa sostuvieron felino y humano. El señor Cornely pensó en su familia, y el razonamiento filosófico sobre la comida se trasladó a la política que él mismo ejercía. Con lo que la nena gastaba en pilcha y farra, el nene en psiquiatra y medicación, y su mujer en comida, él, de su peculio, podía mantener por lo menos un comedor para alimentar a 60 chicos de la calle.
Miró al gato y de inmediato supo que se iba a llamar Pancho, que iba a ser feliz, malcriado y, sobre todo, que seguramente moriría en su regazo. En todo caso esa criatura era doméstica, como su familia, pero sin fines de lucro.

La fiesta

El señor Cornely consideraba que la sumisión devenía en virtud; por eso accedió a que su mujer lo disfrazara. Estamos en el año 1976, a bordo de un transatlántico. La familia Cornely viaja de la Argentina a España, por motivos que, repetimos, no fueron de placer.

  La fiesta: una convención. Cada vez que un buque cruzaba la línea imaginaria del ecuador se realizaba una serie de eventos celebratorios. El corolario: la fiesta de disfraces, solo para adultos.

  La señora de Cornely se daba maña para las tareas manuales, sobre todo para la costura. Por eso, lo necesario ya estaba arriba de la mesa. Mientras su marido leía textos que en su madurez reprobaría, ella dale que te dale con la aguja y el hilo. Los chicos jugaban en cubierta y hacía una semana que disfrutaban de un viaje que, para esa altura, era un regalo de la providencia. Por eso había que festejar. Los disfraces ya estaban listos. El señor Cornely no vaciló a la hora de ponerse el estrafalario atuendo. Su mujer tampoco dudó. Solo faltaba la soga, elemento sugestivo en una fiesta «para adultos».

  El lugar era maravilloso. Todo el casino, el bar y el restaurante para disfrutar a placer, de la buena comida, el buen beber y sobre todo, la ausencia de niños. El baile estaba presto. El azar: un condimento. Y es que bajo la agorera lámpara se ciñe el adusto perfil de los hombres. El zumbido de un viejo disco de pasta es el marco obligado que los reúne en la apuesta aciaga. ¿Qué es lo que está en juego para estos tahúres? ¿Quién es ese ridículo disfrazado de pajarraco detrás del emperador romano que sostiene las cartas? Impávido lector, no husmee en las fantasías de una familia decente. Ahí estaba el señor Cornely, parado con sus plumas verdes, su pico amarillo y un crespón de indefinible color sobre la cabeza. Todos listos para la foto. La señora de Cornely tomó la cuerda que colgaba del cuello (o cogote) de su marido, y ya estaba lista para documentar ese momento: el loro y la dueña del loro.

  No creerá Usted que esto le causaba gracia al señor Cornely. Él, más bien, consideraba que la sumisión devenía en virtud. Además, las plumas y el disfraz le sentaban bastante bien con ese guante naranja de látex que tenía por gorro.
 

Deus Ex Machina

La nena se instaló quince días en la casa del señor Cornely; pero, cabe aclarar, lo hizo con su marido y sus dos hijos, el nieto y la nieta de nuestro héroe. El nene era una réplica de su tío, el energúmeno. Y la nena, en contrapar-
tida, era un ser rozado por el espíritu aristocrático de la Rubia Albión.
Este era el panorama: él, nueve años; ella, seis. Se iban hija y yerno de farra y había que colocar a las criaturas.
Acosado cual gacela entre los coyotes asesinos, el señor Cornely aceptó cuidar a la nena. La nieta y el abuelo, imagen bucólica, ella en el baño y él, leyendo Eurípides. Todo sucedió de golpe. Primero fue un grito.
—¡Abuelo, vení a limpiarme el culo!
El señor Cornely vio escatológicamente interrumpida
su lectura.
—¿Y por qué no te lo limpiás vos?
—Es que me da asco.
—¿Y cuando estés casada y con hijos?
—Me lo limpia mi marido, para eso va a estar.

Una larga reflexión silenciosa e íntima se instaló hondamente en el espíritu de nuestro héroe. El tema: la dignidad.

Aunque sea uno de su familia tendría derecho a esta ansiada corona. Su nieta le daba, quizá, la lección más dura que haya recibido. Él era indigno, como todos los demás. Honestamente, quiso sacudir su carga. Dejó el libro en la mesa. Leyó en la tapa Ifigenia en Áulide e inmediatamente imaginó a los Dioscuros, Cástor y Pólux, cabalgando ferozmente hacia su domicilio para encargarse de la hercúlea tarea. Un telón negro baja justo en la escena en la que el abuelo se dirige al baño, recurso piadoso de la tragedia.
El lector comprenderá que la intervención divina de los dioses, en pro de un final ideal, no es posible. Así como tampoco es posible, hoy por hoy, ir con niños a la casa del señor Cornely.

El violinista en el tejado

El  temperamento del señor Cornely es, más bien, morigerado; por eso es extraño escucharlo afirmar algo de manera radical. Extraño es, por ejemplo, que haya dicho tal es mejor que tal o incluso fulano es más pequeño de lo normal (se avergonzaba cada vez que usaba esa palabra). Sin embargo, este apacible señor asevera con vehemencia que El violinista en el tejado es, a todas luces, la mejor película que ha visto en su vida. Mejor, incluso, que Cabaret. En el canon también estaría Carmen, de Saura, si la hubiera visto, aunque este dato no confirma la teoría de una supuesta predilección del señor Cornely por los musicales y tampoco, créanlo, de este cronista. ¡Señores: se ha consultado especialistas para escribir esta historia!

  Explicar el argumento de la película sería, como en el caso de los chistes y de la poesía, banal. Nos centraremos en Tevye, el protagonista. Un humilde padre de familia con cinco hijas que, a medida que transcurre la trama, debe ir tomando decisiones que involucran al destino de las personas que lo rodean. Tevye es un buen hombre, tiene que sobrevivir a la intolerancia y al desarraigo del exilio, al igual que el señor Cornely.

  Tevye tiene un costado revolucionario y otro conservador. Quiere romper las reglas y venera la tradición. Ama el Libro Santo como Cornely ama Ciertos Libros. Ambos son personas razonables en condiciones de ceder. Sin embargo hay un punto donde nada se dobla y todo se quiebra.

  Inútil es el simulacro de la descripción o de los paralelismos. Se transcribe a continuación el soliloquio de Tevye al comienzo de la película:

  «Un violinista en el tejado. Suena ridículo ¿no? Pero aquí, en nuestra pequeña aldea de Anatevka, podría decirse que todos somos violinistas en el tejado: tratando de arrancar una agradable y simple tonada, sin rompernos el cuello. No es sencillo. Y van a preguntar: ¿por qué se quedan allí arriba, si es tan peligroso? Bueno, nos quedamos porque Anatevka es nuestro hogar. Sí. ¿Y cómo mantenemos el equilibrio? Eso se lo puedo decir con una sola palabra: tradición.

  Debido a nuestras tradiciones hemos conservado el equilibrio por muchos, muchos años. Aquí en Anatevka tenemos tradiciones para todo: cómo dormir, cómo comer, cómo trabajar, cómo usar la ropa. Por ejemplo: siempre llevamos la cabeza cubierta. Y siempre usamos un pequeño chal para orar. Eso demuestra nuestra constante devoción por Dios. Se preguntarán: ¿cómo empezó esta tradición? Se los diré: no lo sé. Pero es una tradición. Y gracias a nuestras tradiciones, cada uno de nosotros sabe quién es y lo que Dios espera de él. Tradición.

  Tradición. Sin nuestras tradiciones nuestras vidas serían tan inestables como... como el violinista en el tejado.»

  Quizás por palabras como estas, o por Einstein, o por Freud, o por Chaplin, es que nuestro cotidiano amante del cine no permite la entrada a su casa de ninguna persona que se jacte de antisemita. Y es que un espectador anónimo de la séptima fila, en el último asiento hacia la derecha, se ha sentido identificado con el protagonista de esta película, como lo puede hacer usted, a su antojo, con el señor Cornely.

La nieta (parte I)

La nieta (parte I)

Asistencialismo-culposo-demagógico era lo que hacía la señora de Cornely con su hijo mayor. Así pensaba el filósofo. Sobre estos conceptos musitaba nuestro héroe cuando, horrorizado, veía cómo la hija del energúmeno se quedaba a dormir en la pieza de la computadora, para que este disfrute de una buena parranda.
Durante los primeros años de vida de su nieta, el señor Cornely evitó el diálogo con ella, así como también cualquier tipo de acercamiento. La nena tenía cuatro años. Él, cincuenta y seis.
—¡Agüeeeelo!
El señor Cornely interrogó a su esposa.
—¿Qué quiere?
—No sé Totito. Andá, una vez que te llama, andá.
En ese momento el martirizado abuelo se levantó de la silla con esfuerzo y fastidio. Fue para la pieza y se paró en los
pies de la cama de la niña, que estaba a punto de dormirse.
—¿Qué querés?
—Contame un cuentito, agüelo.
—Mejor que te cuente la abuela.
—No, mejod contame voz.
Nuestro héroe comprendió que tendría que hacerse cargo de la ingrata tarea. Sin más preámbulo, y a una salu-
dable distancia, comenzó la historia.

—Caperucita roja era una proletaria y el lobo un explo-
tador...

—No, azí no ez.

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—Bueno. Caperucita roja representaba a una minoría
étnica...
—No, azí no ez.
—A ver. Está el de los tres chanchitos que pidieron un
préstamo hipotecario...
—No, azí no ez.
El frustrado Esopo comenzaba a sentir una verdadera antipatía por esa niña y sin más rodeos la increpó:
—Bueno, contame uno vos.
—Te cuento er de ra rechuza. Ra rechuza padeze que da guerta toda ra cabeza pedo no ra da guerta. ¿Zabéz podqué? Podque tiene un mecanizmo que gida tan dápido que nozotoz no noz damoz cuenta.
—¿Y qué es un mecanismo? —interrogó con sorna.

—Ro que haze que ra cabeza gide —afirmó la niña, insinuando el perogrullo.

—...
—¿Quedéz que te cuente oto cuento?
—...
—Agüelo, ¿quedez que te cuente oto cuento?
—...
—Agüelo
—...

 

El coche

Corría el año 1979 y el brillo del inminente sol de Oriente iluminó el perfil más fotogénico del señor Cornely. Por fin había logrado ahorrar el efectivo suficiente para comprar se un coche. Disponía de una pequeña cantidad de dinero, pero quien busca encuentra. Por otra parte, contaba con una carta ganadora en la manga para hacer la transacción.
El momento había llegado, como siempre, un jueves, su día de descanso. Dispuso lo necesario y, por supuesto, su ca-
pital; por último despertó a la nena y le preparó el desayuno.

Estamos en Barcelona, ciudad fundada por comerciantes. Ardua tarea es hacer una negociación en ese lugar sin salir perdiendo. Por eso le pidió a la señora de Cornely que peinara y vistiera para la ocasión a su hija de 7 años. Y es que la nena era una auténtica catalana: había desembarcado en las costas mediterráneas a la corta edad de 4 años, y no solo
había adquirido una impecable pronunciación del idioma, sino también los hábitos que caracterizan a los habitantes de
esta región.
Fulguraba como una supernova el aviso clasificado que reafirmaba su sueño: «Vendo Seat 124 rural, modelo 1969, papeles al día, titular». Ese era el momento, ese era el automóvil soñado. De la mano de la nena y con el dinero en el bolsillo, el señor

Cornely se dirigió al lugar prefijado. Los recibió un hombre de mediana edad, con acento rioplatense.

—¿Argentino? —preguntó el señor Cornely.
—No, uruguayo —respondió el posible vendedor.

Una luz de esperanza volvió a iluminar el semblante de nuestro héroe. El coche era una maravilla, impecable, color
verde loro con pequeñas luces en todos los lugares posibles. Más que un automóvil, parecía un arbolito de navidad. La nena miraba fascinada los destellos azules y verdes mien tras su padre preguntaba por el precio de aquella indudable oportunidad.
—Setenta mil pesetas —dijo el dueño.
—Vámonos papi —dijo la nena.
El señor Cornely quedó sobrecogido ante la reacción
de su hija. Todo se desmoronaba a sus pies; no llegaba con
el dinero.
—Esperá, nena —dijo el uruguayo.
Y aquí, señores, una pausa impiadosa es reclamada por la crónica. ¿Qué era lo que estaba ocurriendo? ¿Por qué un hombre hecho y derecho dejaba que su hija de siete años se encargara de la negociación? Poco sabemos de lo acaecido
en ese momento. Una cosa estaba clara: al señor Cornely no le gustaba hablar de dinero. Para eso había llevado a la nena. ¿Y la nena? Bueno, en términos de marketing, realizó un riguroso interrogatorio con preguntas abiertas, para detectar el punto débil de su adversario. El siguiente paso fue una ruptura de pacto (fácil para su corta edad), con la cual se ganó la confianza del vendedor y, por último, realizó un cierre digno de gerente de ventas de Tiempo Compartido.
La hija se apartó un segundo de la escena y le preguntó a su tembloroso padre:
—¿Cuánto tenemos?
—Cincuenta mil —dijo él.
—Está hecho —dijo ella.

La venta estaba cerrada. El señor Cornely ya tenía automóvil.

Conduciendo su flamante adquisición, nuestro inconsciente comprador paseaba por las calles de Barcelona preguntándose si tenía que comprarle un helado a la nena o pedirle a ella que maneje.

El fútbol

El señor Cornely no vivía en Capital Federal, así que era extraño que fuera a la cancha. Pero he aquí que el club de
sus amores, River Plate, el club de su padre, ese domingo venía a su ciudad para jugar un partido contra un equipo
local. Brillante idea era ir a presenciar una goleada.
Corría el año 1995 y nuestro héroe, camino a la cancha en su Citroën 3CV, se sumergió en los recuerdos: ¿cuántos jugadores habían deleitado su retina?; ¿cuántos goles sinónimos de gloria? La respuesta: ninguno. Y es que el señor Cornely consideraba que el fútbol era «el opio de los pueblos» y que «la revolución se vacía en el vicio de las canchas», como dijera aquel poeta. Cuando se acomodó en la tribuna visitante, comprendió que la multitud lo convertía en un punto anónimo. Allí podría hacer catarsis realmente,
sin sanción, sin miedo.
Todo esto hubiera ocurrido si el desarrollo de la historia fuera lineal. Pero ¿podrá acaso creer el suspendido lector
que el equipo de esa pequeña ciudad le habría de dar un verdadero baile a los millonarios? El señor Cornely permanecía impávido, parado en la tribuna. Observó los árboles que rodeaban al estadio y, sin más, tomó la decisión de no
ir nunca más a una cancha.
Al llegar a su casa, confesó que había tomado la firme determinación de alinearse bajo las filas enemigas, y a tal
efecto había comprado un gorro azul y blanco, y tocado bocina enardecido, por la errática y voluble victoria. Consultado por el resultado, afirmó «ganamos», y agregó que, en virtud de lo auditado, lo más impactante había sido la exhi-
bición de habilidad, destreza y valor del señor Cocacolero.

El Citroën

El señor Cornely sostiene que mantener un bajo perfil es el secreto del éxito, al menos moral y estético. Por eso no
es de extrañar que el vehículo oficial de la familia fuera un Citroën 3CV.

El caso es que este buen señor cumplía, ni más ni menos, con el cargo de Director General del Ministerio de

Educación y Justicia de la Nación. Asistente del débil, distribuidor de indulgencias y emociones moderadas, su
rostro permanecía impávido cuando el estupor se hacía moneda corriente, entre los vecinos, al ver a este alto funcionario conducir ese carromato.

La mayoría de las veces lo pasaba a buscar un chofer del Ministerio, en una súper nave, para depositarlo en Capital
Federal. Allí, el señor Cornely se prodigaba como ejemplo de buen comportamiento y discreción. Pero un día el chofer no pudo pasar a buscarlo.

He aquí la jugada maestra. Con todo el tiempo del mundo, nuestro héroe se subió a la catramina y se dirigió
lentamente hacia el Ministerio. El viaje solo duró cuatro horas. En el estacionamiento se encontraban los automó-
viles de los funcionarios de Estado. Por ejemplo, su subalterno era propietario de un BMW. Allí estaban los bólidos cuando, rateando, llegó el Citroën del Director General.

Estupor, culpa, vergüenza y todo tipo de sensaciones contradictorias asombraron a los que allí se encontraban. El señor Cornely descendió de su coche con su impecable traje, para dejar bien en claro a la sociedad argentina que él era un honorable varón, sin prejuicios ni ambiciones. Su premisa era no llamar la atención.
A partir de ese día, el respeto hacia el Director General se hizo público. Lo que no quedó muy en claro fue lo de su inobjetable bajo perfil.

Los productos Surprise

Ducharse es una opción saludable, pensaba el señor Cornely una o dos veces por semana. Hombre de hábitos,se dirigió al baño a deshacerse de la responsabilidad higiénica con implacable sumaridad.

Desnudo y a punto de entrar a la ducha, el señor Cornely tuvo un pensamiento metafísico: «somos meros espectadores de la realidad». Repiqueteaba esa frase en su obsesivo soliloquio. Bajo la ducha ya era otra cosa, algo improfanable, suponemos. El hecho es que este buen hombre, mecánicamente, acercó su diestra mano hacia el shampoo, y en ese momento una desolada indignación se hizo presente en el reducto azulejado. «Productos Surprise» pregonaba la leyenda del tarro de dudosa manufactura. Detenido en el tiempo, como un gigante que sostiene en su espalda la enorme magnificencia de la bóveda del cielo, el señor Cornely ahí se encontraba, desnudo bajo la ducha, mirando fijamen te la leyenda del producto de limpieza.

Solicitamos la comprensión de nuestro paciente lector para detener nuevamente el relato. Parece que hace irrup-
ción en esta historia, en todo su esplendor, la señora de Cornely.

Estaba esta buena señora en su casa, cocinando, o jugando solitarios, cuando de repente: la magia. Llamó la señora de Archundia, amiga de la niñez, para comentarle que iban a realizar una reunión «muy especial» en su casa.  Que fuera. Que estaba invitada. Y aquí comienza el terror.

La reunión era un cuento del Tío a nivel masivo, lo que los vendedores llaman «Venta en Foro». Estas incautas terminaban siendo revendedoras de una línea exclusiva para el aseo y la belleza. En definitiva, la señora de Cornely ter-
minó comprando un total de 25 cajas de productos por la nimia suma de 700 dólares. Eso sí, por la venta realizada a
sí misma, ganó 18 dólares de comisión. Habían pasado ya quince años y las cajas permanecían en el garaje, la antigua
guarida del nene, cubiertas de polvo y desengaño.

Miraba el frasco, el señor Cornely, a sabiendas de que su contenido era solo agua con colorante y un indistinguible olor. De manera increíble, nuestro hombre se sentía feliz, ya que estaba perfectamente conforme con la vida, debido quizá a una prerrogativa incuestionable: «siempre puede ser peor».

Es de público conocimiento que la línea de productos Surprise es la más indicada solución para el aseo personal y del hogar, debido a su excelente calidad y su bajo costo. Para adquirir estos productos diríjase personalmente a nuestro punto de ventas en Sudamérica: la casa del señor Cornely.

Un Sueño(Parte3)

UN SUEÑO (PARTE 3)

Sobre cien mil castillos sumergidos, del cristal su luminiscencia, hacia la grandeza imponente que rodea la bahía del Toro, isla
Victoria, oscura sombra del agua en verano. Un espacio con todas las formas, con forma de peñasco, con forma de guardián, de
suaves arenales y agudas gaviotas arañando el cielo. Integridad gozosa en escasos peldaños de tierra. Una ola inmóvil y un paisaje que es suyo, el sol del mediodía por sobre el lagarto enorme del lago dormido, entre las montañas incesantes. El Hombre se desliza hacia las cumbres eternas, hacia un cielo de inminente claridad, en las heladas aguas de la bahía, descubriendo que la paz conserva la textura de febrero.
Fue entonces que creyó sumergirse en el que, quizá, fuera su último día perfecto. Así transcurre el sueño para el señor Cornely,
que se niega a los espejos, por no poder soportar la vigilia de su mirada.

Un sueño (parte I)

Ahí está el señor Cornely. Recostado sobre sus suaves edredones, sin comprender, o simplemente desconcertado por la maravilla de la oscuridad. Así es como su cuerpo comienza a impregnarse de sueño. Un velo de sopor ciega sus ojos vencidos por la manifestación de la noche. Nuestro héroe duerme mientras todo se hace silencio. Un sueño de otro hemisferio lo toma de rehén y se van sucediendo en su mente las imágenes sin tiempo.

Se observó volando por sobre las enormes praderas del Continente, amando el aroma de la carne enferma y los atardeceres sin lluvia. Amando la antigüedad de las rocas y el llorar por su madre muerta. Amando el sonido crispado de las garras, el interminable calor del sol y el volar por sobre la infinita historia del horizonte.

Soñó con la tierra, que es la noche, y con todas las venturas que la noche encierra. El silencio, que todo lo aquieta, se ha apoderado de él. Sueña un canto de ciénagas y su respi ración tiene el color de las violetas húmedas. La consciencia lo abandona y él yace en un paisaje de corredores desiertos.
Tendremos que esperar la llegada de la mañana.

Entonces, el señor Cornely regresará de su sueño con una nueva obsesión en su mente.

El Debate

Todo comenzó un tórrido diciembre de 1967. Nos referimos al momento en que el señor Cornely y su señora se conocieron. Fue,
sindudamente, una discusión epistemológica lo que unió a esta pareja para siempre. Él sostenía que lo más importaba en un
individuo era su contexto socio-económico-cultural; mientras que ella afirmaba, en contrapartida, que el factor genético era el
determinante a la hora de los atributos y las deficiencias. Así fue, sin más, y así seguiría siendo. La discusión ya lleva cerca de cuarenta años, y no estamos hablando del sexo de los ángeles o de un supuesto debate bizantino. Podemos garantizar al partidario lector que hubo un antes y un después en esta contienda.
Estamos en el año 1975. La ocasión: una fiesta de disfraces para niños en el club del barrio. Nuestra afortunada pareja tenía dos retoños de 5 y 4 años. Mientras la señora de Cornely confeccionaba los atuendos, nuestro héroe sostenía fervientemente que la discriminación era un defecto animal, que el marxismo leninismo había dado cuenta de una justa equidistancia entre los individuos.
Su esposa, mientras cosía, replicaba:
—Quedate tranquilo, Totito, que vas a ver cómo quedan bárbaros.
Es innecesario recordar la antipatía que sentía el señor Cornely hacia su hijo mayor; pero qué bien le quedaba el traje de
príncipe azul, con esos ojos, con ese cabello dorado y un andar, diríamos, digno de la Baviera renacentista.
Otro tema era la nena. Se puede afirmar, objetivamente, que no era muy agraciada; de hecho, el padre de la señora de Cornely la bautizó «Chorizo», por su parecido con el chacinado.
Nuestro héroe observó, de manera progresista, el cuadro de sus hijos disfrazados; pero tuvo que asumir ciertamente una
diferencia, una molestia, una mácula en su casi impecable bibliografía. El señor Cornely comenzaba a perder la batalla con su
esposa. Ahí estaba el príncipe azul y su hija, su amada hija, su esperanza, con un mayot negro, unas alitas y unas antenitas, en el papel de mosca.

Las papas

El hijo del señor Cornely tenía solo quince años cuando decidió cocinar por primera vez. El menú: bife con papas
fritas. La mirada de su madre semblanteaba un poco de resquemor y excesiva desconfianza.

Familia prevenida, tenía en su despensa todo lo necesario, inclusive una bolsa de papas. Las pelaba el porfiado sin paz ni calma. Cuando su padre vio lo que estaba sucediendo, le dijo:

—Estás pelando muchas papas.

Discutía el matrimonio acerca de la extraña pero predecible actitud de su hijo.

—Y dale que dale con el pelapapas.
Esas fueron las palabras textuales que empleó nuestro hombre por el término de cuarenta y cinco minutos. Harto ya de tanto cuento, el señor Cornely lo amenazó:
—Las que sobren, te las comés.
Nada parecía afectar el ámbito autista de su hijo. Seguía pelando papas. No pretendamos ocultar, tras designios vagos, lo que verdaderamente ocurrió. Peló cinco kilos de papas.

La comida estaba lista y un silencio estremecedor recorrió el comedor cuando el nene puso la fuente con las papas fritas sobre la mesa. ¡Sí señor! Aquí, como alguna vez se ha dicho, da reinicio el relato. Adentrándonos en lo que quizá sea nuestra única incursión en el álgebra. Despunta men la crónica el rigor de la matemática: estamos hablando de cinco kilos. La señora de Cornely, como es de público conocimiento, puede haberse comido tres cuartos de kilo de papas. La nena, que era chica, y el señor Cornely, con su presencia incorpórea y frugal, con toda la furia, se pueden haber comido tres cuartos de kilo más. Esto arroja un resultado de tres kilos y medio restantes, piedra de Tántalo para el hijo que, impávido, observaba lo que había sobrado.

Una leve mueca burlona se esbozó en la cara ejecutiva del señor Cornely.
—Y ahora, ¿qué pensás hacer? —preguntó sentencioso, frente a la perdida mirada de su hijo.
No buscó reacción, porque no la hubo; no esperó una disculpa, porque no la hubo; nunca se hubiera atrevido a pensar en lágrimas; jamás las hubiera visto. Lo que lo desconcertó fueron las palabras de su enemigo:

—Ponerles mayonesa.
Nada más se puede agregar sobre la afición del nene a este aderezo. Un kilo de mayonesa acompañó la aciaga cena
de la criatura. Ya no importan las cuentas. A medio tranco y como acomodando la entripadura, el nene se comió los
tres kilos y medio de papas, sumado al kilo de mayonesa.

Los pormenores no los recuerda, pero el señor Cornely
estima que su hijo, notable deformidad física y mental, no pesaba más de cuarenta kilos para sus quince años y escaso
metro y medio de altura. Pero lo que este señor no puede olvidar fue la imagen de su hijo eructando y pidiéndole un
cigarro, «para disfrutar del momento, nomás».

La cosa se complica

Las clases particulares

¿Y por qué no? Resulta que a uno, que es estudiante universitario, piola, canchero culto y seco como jugador de Cipoletti, le dicen: “Che, ¿por qué no te ponés a dar clases particulares en tu casa? Se sacan unos buenos mangos.
La del 8vo. piso gana tan bien con “los alumnos” que se va a Europa (o a Miami, a Río o a Sudáfrica).
Y uno se queda pensando. Con toda la viveza criolla que aún guardamos in-
tacta, se nos despierta un catastrófico “¿y por qué no?” Entonces suceden varias cosas. Por ejemplo, y antes que nada, una
investigación de mercado. Empecemos por el primito Juan: ¿cuánto te cobraba por hora la de inglés? La respuesta nos
deslumbra: palos, hachazos, garrotazos, ojos de la cara y otras partes del cuerpo (más útiles para hacer llaveros) danzan
vertiginosamente en nuestra cabecita ambiciosa. El por qué no, se convierte en papel y birome y las ganancias de la lechera que vendió el mendisé se nos suben a la cabeza como un sacudón de Criadores. De ahí se pasa a la acción.

Hay varios métodos: si uno vive en un barrio se opta por el cartelito tipo en el almacén, la verdulería y la carnicería:
“profesor universitario prepara alumnos secundarios en todas las materias”. Y así comienza el ejercicio ilegal de la docen-
cia, que todavía no tiene figura en el Có- digo Penal. Si uno teme al papelón recurre a los clasif. de clar.: prof. univ. prep.alum. tutimat. Tel xxx. Si uno elige bien la época del año, los chorlitos menudearán. Basta con sentarse en el umbral a esperar. Esto es muy útil pues se puede pispear el auto de los papis y remarcar la mercadería con tiempo y sin que se note.

Entonces llegaron ellos

Los duros, disléxicos, pavotes, granujientos e “inteligentes pero taaan vagos” (madres dixerunt).
Y uno, con paciencia sobradora, digna de un especialista en corazón, asiste a un sucio justificativo de cómo le tenía inquina la vieja de Química, de que le cayó mal la nena, al baboso de Castellano o ese arbitrario de Matemática que no le puso el 9.75 que necesitaba y eso que el nene estudió como loco. El nene. Todo esto no nos importa un pito a la vela; lo que queremos oír es “Y usted dirá cuánto nos va a salir”. Entonces todos los títu- los que supimos conseguir modulan el tono de voz; es fácil, sólo hay que recordar la cara del plomero cuando nos sacude. ¡Otra que el método Stanislavsky! (Por supuesto, y este consejo va gratis,
de nada, el pago será por adelantado la mitad y el resto ANTES del examen, o me vieron la cara). Y ya está, ya podemos pensar en Miami.
El docente-curandero deberá atenerse a las consecuencias. Deberá enfrentarse a monolitos púberes o impúberes. No se sabe de ningún profesor particular que haya atrapado nada como la gente. (Además, si usted piensa que los adoquines con patas se parecen a la Alfano, está muy equivocado) La fantaciencia se termina cuando uno intenta extraer un pensamiento lógico, un verbo irregular, un teorema de esos simplotes, a una mo- mia hostil y abombada. Uno que espe- raba a un piola del año cero no puede menos que pensar en lo vivo que era a esa edad. En fin, el plomo generalmente sale mal, no paga el total, te curra un libro que le prestaste o resulta más imbancable que María Lacheta. ¿Hace falta decir que los cuadros de honor no pagan
clases particulares?

El otro lado de las cosas
A usted, padre, madre o tutor que ha sido estafado por el atorrante de su hijo, rechace falsas imitaciones. Piense que está dando de comer a un sujeto tan in- útil como su hijo. No colabore con el negocio de la enseñanza; dele un patadón a su hijo/a/s y que se las arregle solo/a, etc. Que se las arregle también el profesor titular con la acusación de ignorancia
culposa que le endilgan los borricos. No lo encuentra inocente ni Petrocelli. Y usted vigile durante el año, no cuando falta media hora para concluir el ciclo. Porque la torta del drama se divide entre  tres: usted, el profesor del colegio pagado por el estado (no muy bien que digamos, más bien peor) y el salame que se lleva la asignatura pendiente más todo el cine español post destape. ¿Por qué pagar dos veces? ¿Dos profes? ¿Qué tienen? ¿Coronita? Sociológicamente hablando esta especie es pariente de coimas, cometas acomodos, etc., etc., etc.

Los chantas a la cátedra

Y ni se le ocurra tomar clases de sánscrito, geopolítica o pedagogía súper. Los negociantes que lucran con la ineptitud de los docentes o la abulia de los educandos también tienen sus sofisticaciones ¡qué embromar! Esos sí que te dan con
el hacha oxidada. El negocio didáctico da para todo: desde falsos gurúes que de sánscrito no saben ni la “s” hasta los que confeccionan tesis y monografías, pasando por los que venden pruebas de ingreso ya resueltas. Y los profesores que
por cuestión de “ética” no preparan a sus propios alumnos pero recomiendan colegas que les devuelven el favor: “Te
cambio tres a diciembre y seis a marzo por tres libres y cuatro previos”. Este ispa da pa’todo como decía mi profesor de
Geografía.

Maldiciones finales

1) Para el docente: ¡Ma, andá a enseñarle
a Barujel!

2) Para el educandoriola: ¡Ma, andá’pren-
der con Balá! ¡Eaaaeaaaapepéeeee!

G.A.

El sátiro de los baños

¿Se acuerda de Peter Sellers en La fiesta inolvidable? Bueno, algo así está pasando en la Facultad de Humanidades de La Plata. Una cosa es andar a los saltos para hacer pipí o popó en inmundas letrinas o fangales orinescos, y otra más brava es
andar a los saltos para hacer popó o pipí y no encontrar adónde.

Pero vayamos por partes: la mencio- nada Facultad (recientemente habilitada pero aún inconclusa) consta de tres macilentos pisos con un promedio de diez aulas cada uno. Las hay grandes, pequeñas, minúsculas, enormes. Hay modernas oficinas en otra planta, hay una amplísima sala central en el primer piso.

Pero hete de los hetes aquí que NO HAY BAÑOS. Sí, eso digo. No, no es que aúnno los hayan terminado, ni que se los ha-
yan olvidado, no: no hay baños. ¿Y qué hacen los empleados que se pasan el día ahí, o los alumnos? Senci-
llito, che: van a la Facultad de al lado, a Ciencias Económicas que tiene tres pares de baños, uno por piso. Usted calcule que está en una de las aulas más aleja ditas y lo apura la natura. ¿Qué hace? Y bien, camina unas dos cuadritillas o cua-
dritilla y media y allí se desnatura. Claro que esto tiene sus inconvenientes: hay entre ambas facultadas aproximadamen-
te 5000 alumnos. En las horas pico (de 17 a 20.30) concurre el 70%, o sea 3500, a repartir en tres pisos. 1170 por nivel.
Digamos 600 varones y casi 600 mujeres.

Ahora bien, no se vaya a creer que los baños (que son muy bonitos) tienen 54 inodoros. No. A gatas 3, y cuatro mingitorios (en el de caballeros, se entiende) y mejor no seguir con las cuentas...

Pero además, como si esto fuera poco, en la segunda planta la circulación se efectúa por balcones de no más de 1,20 mt. de ancho, que dan —barandita de por medio— a la primera planta. ¿Usted se imagina? ¿Estar en el extremo de la Facultad y la fisiología y tener que correr 200 metros llanos contra la marea de 1169 personas que salen, se mueven, va, discuten, se saludan?
Quizás en los cálculos precedentes se haya considerado que los humanistas vi- ven en las regiones etéreas y no capitulan con la materia burda y crasa. Tal vez los profesores de idiomas no conjugan el verbo “pishar”. Probablemente filósofos y poetas hagan fuerza nada más que para ascender a la torre de marfil, no para bajar al asiento de plástico...

De todos modos, aconsejo humildemente a filólogos y sociólogos que se lleven la botellita de alcohol, el papagayo, bolsitas, cánulas o una maceta...

Y mientras los alumnos de Económicas protestan “¿cómo, también lo usan los vecinos?”, le advertimos una cosa. Si
ud. pasa por las calles 6 o 48 y contempla toda esa mole coloreada y modernosa, es posible que exclame, en un arrebato pa-
triótico: “¡Ahijuna, Argentina camina!”.

Es cierto, pero con las piernas apretadas.
J.G.

Por favor, no fomenten el deseo de aprender a leer

Esta frase fue oída de labios de una maestra jardinera (3° salita) en una reunión de padres del prestigioso colegio Nuestra Sra. de la Misericordia de La Plata. Parece ser que las jóvenes pedagogas se las ven en figurillas para conseguir que los niños (5 años o 6 si cumplen después de julio) se entretengan y expresen a través de la plastilina, la plasticola y
la plasticonga, y olviden un deseo que a esa edad se vuelve imperioso: el aprendizaje de la lectura y la escritura. Sabido es que a partir de los dos o tres años el dibujo-garabato se convierte en líneas tipo renglón, que imitan con sus vueltas redondeadas la escritura manuscrita.

Tras escribir cartitas a toda la familia, el niñito vuelve a los dibujos pero no deja ya de preguntar qué letra es esa, cómo se escribe Martín o Guadalupe, o qué dice acá. El papá o la mamá, con infinita emoción y paciencia contestan mil veces la misma pregunta. Pero parece que eso está mal, que es antipedagógico y quita tiempo para que en el jardín las criaturas entonen el último hit de Palito o el jingle “yo te quiero ver des... envuelto”.

Sinceramente, yo no he visto a ninguna madre sentada a la mesa con sus críos, tiza o lapicera en mano, cuaderno en la de sus hijos, enseñando el abecedario con rigor y disciplina. Tampoco olvido que siendo yo la niñita educanda aprendí a leer antes de los seis años con los titulares del diario que mi padre leía. Nadie me sentó delante de un pizarrón impidiendo mi desarrollo en otros sentidos.

Por otro lado, no es posible desconocer que en las zonas urbanas, los niños disponen de muy poco espacio para moverse. ¿Qué mejor entretenimiento que los clásicos palotes y letras rudimentarias o algún adecuado libro de iniciación a la lectura? Y si es mamá quien dirige, mejor. Prefiero ese cuadro, sereno y fecundo, al mismo pero con otro director: el más ruidoso y antipedagógico por excelencia que es Míster TV.

Si no son los padres quienes fomentan ese deseo, ¿quiénes, en esta sociedad nuestra, quiénes, voto a Bradbury? Nada induce hoy a la gente a leer. Como profesora de literatura constato con frecuencia que la distancia mental de las chicas con las obras literarias es directamente proporcional a la distancia que las separó de las letras en años infantiles. Los años que llevo como docente los inicié con esta pregunta: “¿ustedes, qué leen?”. Les ahorro las respuestas.

Y ahora viene la parte del tango cuando la mina llora: ¿qué es un hombre sin libros? Lo mismo que, por ejemplo, sin
música. ¿Cualquier música, cualquier libro? Les doy mi solución: siempre que tengo que regalar algo, regalo libros.
Hay gente que ya me mira torcido. Ni sé cuántos Principitos, cuántos Fahrenheits, cuántos Chestertones, Marechales, Don
Camilos llevo. Pero yo sigo. Y no veo la hora en que mis hijos de cuatro, tres, dos y cero puedan leer a Mark Twain, Salgari,
Lobodón, etc... ¿No es cierto, Manolo de la Zarza?
G.A.

Apuntes de clase

Buenos días, se sientan.

Hoy, siguiendo con el panorama de la líri-
ca contemporánea, analizaremos un poe-
ma de Camila Perissé, la reformada. A ver

García si me lo copia en el pizarrón:
Ni te apuro
ni te exijo
ni te acoso
ni te busco
Ni te veo
ni te extraño
ni te aclamo
ni te puedo
ni te logro
ni te tengo
ni te alcanzo
ni te basto
ni te pierdo
ni te encuentro
ni pretendo
Ni te obligo
ni pregunto
ni comprendo
ni lo intento
Ni siquiera
espero que adivines
porque tanto ni
me sacó el miedo
No le temo
no le escapo
no imagino
Solamente vivo
Y te amo

Gracias, García, sientesé.
Favor de numerarla. No, García no se equivocó, es así nomás, no faltan palabras.
Antes de entrar en el análisis de esta poesía, les dicto el primer párrafo de un
estudio sobre la autora:
Camila escribe versos como ninguna.
Y en cada palabra pone su corazón. Está enamorada. De un misterioso señor que se llama Martín... y como toda mujer enamorada, Camila se inspira para escribir poemas para Martín. Aquí va uno, directo, llano: “Ni te apuro/ ni te exijo...”
(Separata de Tal Cual, año 4 n° 42 pág. 39)
Bien, en cuanto a la estructura, tiene varios núcleos (¡atiendan, por favor!), el primero es el de NI, luego viene una transición (versos 21 a 23, sin ni), se vuelve después, cíclicamente a la negación pero ya con otro matiz: no es ni sino no, y si no releanló, ¿no? El remate se carga de emoción, es más, de emoción violenta, pasional, angustiosa, existencial.
Y admite varias lecturas, si uds. las soportan: los veinte (20) versos que empiezan con NI pueden agruparse de distintos modos, por ejemplo: los que indican indiferencia y desdén (vs 3, 4 y 6); por otro lado los que indican sufrimiento por el amor distante (versos 5, 9, 10 y 11); o los que expresan el tema del nadiquivir (ni pregunto, ni comprendo, ni lo intento, ni comprendo, ni te obligo, ni te banco). En fin... no olvidemos la inclasificable joyita del “ni te puedo” que nos sugiere una vuelta a la infancia (“¿a que te puedo? ¡Qué me vas a poder!”)
La biografía, que generalmente no tiene importancia, sí la tiene aquí... ¿Este poema, no procederá de aquel gol-
pe que se dio en la cabeza?

Les dejo la incógnita para la próxima clase.

Pueden salir al recreo.

¡García, devuelva la tiza!

El Nene no me ingresa (Tiene el cupo estreñido)

La vida es un ingreso

Primero el pre-escolar. Que no es un calificativo que yo le endilgue a la capacidad del ministro, contador Licciardo, sino el moderno nombre del Jardín de Infantes.

Que manganetas, que recomendaciones, que peleas, que Chofitol, que bicicletas. (En fin, ver Humor 78, “Madre hay una sola; vacantes también”).

Luego la primaria. Ver párrafo anterior y sumarle un año al crío y un par de colapsos a sus padres.

Después el ingreso a la secundaria. Acá se pone más espeso el menjunje. En los colegios nacionales, por ejemplo, la proporción suele ser de nueve a uno. Entran a uno (nótese la sutileza verbal) por cada nueve. Un primito rebotó en el Rafael Hernández de La Plata pero figuró se- gundo en el Comercial San Martín —colegio no menos exigente y prestigioso que aquél a
pesar de haber contado entre sus alumnos con el actual ministro de Educación.

El camino, en todos los casos, se allana mucho conociendo a alguien de mar, aire o tierra. O aplicando la propiedad
transitiva a “La vida es un ingreso” y “La vida es una moneda”.

El ojo de la aguja
No les voy a hacer el chiste del camello. Seguiré sin poner tentadoras condicio- nes. Pero sí plantearé la parábola, que en su versión moderna y acriollada sería: es más difícil entrar a la Universidad estatal que hacer chiflar a un chancho.

Del primero de febrero al once de marzo hay que hacer el curso. Por ejemplo, en Historia, embucharse tres mil años de cronologías que por supuesto no iban más allá de la Segunda Guerra Mundial. Muchos cadmeos y poca Argentina actual. El año pasado lo mejoraron, y desde entonces sólo se ven —en seis semanas— ciento cincuenta años de
fechas y más fechas, sin pasar tampoco más allá del cuarenta. Parece que la tesis es “Total... como del treinta para acá fue
casi siempre lo mismo”.

A mil por hora, los transpirados profesores “cuentan” el programa a los amontonados alumnos. Luego éstos mcompran las guías y se tragan montañas de datos sin pensar, sin relacionar, sin analizar. Es un curso tipo 60 Minutos, digamos. Este año las guías —apuntes impresos— salen alrededor de veinticin co palos cada una. El año pasado, como tenían muchos errores, se editó una Fe de Erratas, ¡que hubo que pagar aparte!

A menudo, lo que dice el docente no coincide con lo que dicen las fichas. A veces es el curso entero el que no coincide con la carrera elegida, de modo tal que si usted no tiene la vocación segura, con esto se la llevan presa. Por ejemplo, si yo le pregunto, lector sagaz, sobre qué versará el curso de ingreso a Bellas Artes, usted responderá: Dibujo o Historia del Arte o Música... No, Historia. Probemos de nuevo. ¿Para ingresar a Letras?

¿Literatura? No, perdió, Filosofía. Y así siguiendo. Terminado el curso (en italiano, corso), debe rendir el examen escrito. Por ahí
le toca algún profesor medio pariente, o algún conocido en la imprenta donde se hacen los exámenes, o algún tío rico que le regale el dinero para adquirirlos un par de días antes. De ahí en más, paciencia y a esperar la publicación de las listas, que para la mayoría son negras.

Grabátelo en el cupo
Aprovechá, joven argentino/a, que este año la cosa la han hecho más flexible, más blandita. Alejandra rindió el ingreso a Medi-
cina en marzo del 79 y aprobó con siete (de la vieja moneda). Pero como había muchos haciendo cola, no entró. Se pasó
el resto del año estudiando y pagando profesor particular (en la actualidad, cerca de cien millones al mes por mate-
ria; y son dos), rindió examen en marzo del 80, sacó 7,50, pero por la misma razón del cupo, no cupo. Vuelta a estudiar, a pagar, a rendir y a aprobar en el 81, con 8,80. Y vuelta a no entrar.
Este año entra. Porque lo bueno hay que decirlo: Licciardo se pasó. A principios de setiembre de 1982 comunicó
a la prensa que “los estudiantes que han aprobado tres veces el examen de ingreso y no hayan accedido a los claustros por falta de cupos, entrarán en el futuro sin rendir nuevamente” (linda la concordancia verbal). Grande, Cayetano, este año la ganadora de la trifecta entra. Claro, si usted no es Alejandra, sino Lisandro el del sur, y le tocó en medio la colimba, no pierda las esperanzas. Ya aprobó dos veces, sin poder entrar. Estuvo luego peleando en las Malvinas. A dar de nuevo. Con fe, eh. Vamos que usted puede. Arriba ese ánimo, afírmese en las muletas, rinda bien y el 84 lo verá dentro de la ínclita Universidad, si no se revé la medida. Porque guarda con ese impreciso “entrarán en el futuro”. ¿Qué futuro? ¿El de Crónicas Marcianas?

Historias de cartón
Los argumentos para la restricción que sostienen como pueden las autoridades educacionales, pueden refutarse con facilidad:

1) Presupuesto: ¿De dónde sacar dinero? No hacer congresos caros y turísticos, no comprar “móviles” para llevar a la pa-
trona al microcentro, no pagar asesores que van a veces una hora por semana al Ministerio, no realizar multitudinarios viajes al extranjero para hablar de una educación inexistente y para comprar espejitos de colores. Y si no llegara a alcanzar, saliendo un poco del área de Educación, no hacer la autopista La Plata-Buenos Aires.

Con el costo “teórico” de 500 millones de dólares se les pagaría durante cinco años un sueldo mensual de mil palos a 50.000
nuevos profesores (o delirios por el estilo, que se estudien a conciencia).

2) Infraestructura: ¿Dónde metemos a todos estos negritos, barbudos, rockeros y aprendices de pensadores? En sus respectivas facultades, creando tres turnos con horarios organizados, en lugar del despelote actual por el que un alum-
no que cursa lo obligatorio debe pasar se todo el día en la facultad a causa de las horas sánguche. De 8 a 9.30 práctico
de Noséqué. De 9.50 a 10.40, nada. De 10.50 a 11.40 teórico de Nosécuánto. Después otra laguna y así hasta las siete
u ocho de la noche, casi todos los días. Podría ocurrir que en algunas carreras, aun ordenando las cosas, no alcance. En ese caso, ¿por qué no usar las instalaciones de facultades menos populosas o colegios secundarios?

3) Selección de los mejores: ¿Mejoresm en qué? ¿en inteligencia o en argucias? ¿en cacumen o en tener el examen de antemano? ¿en voluntad o en parentescos? Hubo casos de excelentes alumnos que presionados por los nervios se aba-
tataron en el escrito mientras a su alrededor varios se copiaban o hacían la prueba “en equipo”. No se pueden limar
cabezas para que quepan los sombreros.

Tampoco se levanta el nivel universitario filtrando el ingreso.
“Ah... sí,” dirá el ministro, “¿y los alumnos crónicos, ésos que se pasan veinte años en la facultad?”. Bueno, si entra un fiaca y da una materia por año, se va a recibir a los 50. No le quita lugar a nadie porque no ocupa ningún lugar. No representa ningún gasto porque el Estado no le va a dar una beca, supongo. Y además, la velocidad no necesariamente
es sinónimo de madurez e inteligencia.
4) La vocación y el esfuerzo: Está bien, creo, que al que quiere celeste le cueste y que no lo consiga metiendo un
cospel en la maquinita feliz. Bien. Que los profesores exijan a sus alumnos, que los hagan rendir al máximo, que transpiren la camiseta. Que los alumnos, por su parte, expriman a los profes, que los metan en laberintos mentales, los sacudan con preguntas a fondo. Porque el nivel se levanta teniendo la posibilidad de sacarse mutuamente las
telarañas cerebrales y no poniendo un colador ante los ojos.

Fábulas de lata

Aquellas cuatro, en realidad, son excusas aparentes de la educación del Proceso, cuya endeblez no resiste ni siquiera mi análisis (que ya es decir). Las razones de fondo son, como en otros ámbitos, el negocio y el miedo.
1) El negocio de la privatización: el desaliento lleva a que cada vez más alumnos se inscriban directamente en las universidades privadas sin siquiera probar suerte en las estatales. El subsidio a estas compañías pedagógicas se incrementa año a año. Es el eterno proyecto elitista y para nenes de papá, en el que la uniformidad ideológica hace que los cuerpos de profesores sean elegidos ,a dedo y examinados con tomografías computadas. (Ojo, en épocas de gobiernos militares o democráticos, lo mismo les da.) Por lo tanto tales “universidades” son solamente un espejismo porque no hay en sus ámbitos cuestiones disputadas,
diversos puntos de vista, lucha intelectual.

Hay que pagar las cuotas, sentarse unas horas, tragar lo que se dice y callar. Sobre todo, callar. O decir sólo lo que se pide en
el libreto, que también es callar.
2) El miedo a la politización: ¿cómo evitar que los estudiantes tiren piedras, saquen la lengua a los transeúntes, pin-
ten leyendas indecorosas o hagan rimas chanchas con el apellido del decano? Ya adelanté algo, pero hay más: brindando oportunidades a todos, dándoles inmediata salida laboral a los egresados, evitando una Universidad aséptica y llena de Espadol que sólo da datos, fortale  ciendo el ejercicio del pensamiento y la interpretación de la realidad para lograr un crecimiento completo de la persona (no tener, como dijo Ernesto Sabato, sabios en trigonometría que sean perfectos ignorantes).
Esto merece una aclaración final, ministro Cayetano y adláteres: mientras ustedes defienden por conveniencia de los pocos una tesis que reza “los deberes del alumno son tres: estudiar, estudiar y estudiar” (lo dijo Lenín), los muchos podríamos sostener los dos que siguen:
a) el estudiante debe crecer completo, en cuerpo y alma, en carne e intelecto; y b) debe aprender a interpretar el “tex-
to” y también su “contexto”, la realidad. La primera la llevaron a cabo los griegos. La segunda, la defendían los monjes me-
dievales.

Creo que según la óptica oficial, ninguno de ellos pensaba feo. Aunque nunca se sabe.

J.G

 

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La vida social empieza a los tres años

Nota publicada por Genoveva Artcaute y Jorge Goyeneche en la revista Humor.
Esto va para que se desasnen los desprevenidos que, transitando por esas calles de dios, se sobresaltan ante fachada azul eléctrico, verde loro o naranja rabioso, con carteles tipo “El enanito mimoso”, “Compinchitos” o “El soplido divertido”. 

No son peringudines para edípicos regresivos, sino las autotituladas “residencias para fiestas infantiles”. Su misión es iniciar a los niños en los tejes y manejes de la convivencia en sociedad y brindarles un lugar donde aprendan a ganar el stress nuestro de cada día.

No sea animal, regálele a su hijo una inolvidable fiesta de cumpleaños. Porque por si no lo sabe…

LA VIDA SOCIAL EMPIEZA A LOS TRES AÑOS

Hace poco una amiga, madre de una niñita de cinco años, me comentaba escandalizada:

-¡Ya no puedo disponer de las tardes de los fines de semana! Es más, hay días en que corremos verdaderas maratones: de 4 a 5 la fiesta de Barbarita, de 5 a 6  la de Juliana y de 6 a 8 la de Maximiliano Enrique. Y encima la pobre Yésica pescó en las tres fiestas la misma parte del mago. Y para colmo no podés ir con las manos vacías. Alguna pavadita tenés que llevar.

-Bueno –contesté- pero después de todo no podés quejarte, quiere decir que la nena se da con los compañeritos, que es sociable, qué sé yo…

-¡Macanas! Yésica es hosca como una araña y no hay vuelta que darle. Pasa que se les ha dado por la furia cumpleañera. Todos invitan a todos sin distinción de raza credo o ideología. Son treinta en la salita del jardín, así que date cuenta. Me voy a volver loca. Dentro de quince días esta cumple los seis y no sé qué voy a hacer.

-Me imagino, vos tenés un departamento chico para semejante indiada…

-¡Qué departamento ni qué niño muerto! –se enfureció- Lo que se usa ahora es alquilar un salón de fiestas. (Salón, pensé… salón de fiestas, Gran Savoy, Palace, Provincial, guardarropa, orquesta y esas cosas) –Casualmente –siguió mi amiga- ahora voy a pedir presupuesto a “El agujero del gusanito a rayas” ¿Qué te juego a qué no baja de doscientos palos? ¡Qué filón que agarraron estos!

Juro que pensé que mi amiga estaba un tanto acelerada. Hasta que días después llega mi retoño sacudiendo un sobrecito con verdadero frenesí.

-¡Mirá, Ma, lo que me dio  Gonzalo!

-¿Gonzalo?- pregunté con desconfianza –¿Ese grandote que te hizo llorar el otro día?

-Sí, pero no, mirá adentro, mirá adentro y leé.

Miro adentro, miro adentro y leo. Una simpática tarjetita de invitación, del tamaño que tenían aquellas de agradecimiento por visita de pésame recibidas. Pero en lugar de la tira negra, estas llevan payasos y esas cosas. Empezaba así con la parte invariable ya impresa: “Te espero en ‘Un mundo feliz’, tal día de 17 a 20hs para festejar mi cumpleaños. No faltes”

Ajá, pensé yo, con horario de salida y todo. Eso no suena muy hospitalario que digamos…

-Ma, Ma,  ¿Qué le voy a regalar?

En vías de dar el primer paso en este baile en que lo han metido, uno intenta que la criatura defina, no si Gonzalo es ciclotímico o sanguíneo, si prefiere la praxis a la contemplatio, sino algún dato simple sobre sus gustos.

-A ver… no sé… ¿cómo es Gonzalo?

-Alto.

-Bueno, pero ¿de qué hablan con Gonzalo?

-Yo con él no hablo, dice cosas que no se dicen y se la pasa molestando.

-Entonces no vayas a la fiesta

-¡No! ¡Todos van! ¡Invitó a todos!

Claro, van todos. A tal alarde de originalidad, le agregué el mío: un autito de colección y listo.

 

SÚMELE, SÚMELE, SÚMELE

¿Y cómo es la cosa? El horario es riguroso, porque lo adecuado parecen ser tres horitas justas de festejo. El escenario siempre igual y siempre cambiante, como las olas del mar. Casas antiguas, impecables, vestidas eternamente de fiesta. Casi, casi, como los jardines privados, que no suelen ser otra cosa. Un salón comedor con mesas y sillas enanas, un salón para jugar, sanitarios ad hoc y hasta en algunos casos nurseries para los bebés, para que queden al margen. Todo adornado con afiches, móviles y cubos a todo color.

Varias expertas en relaciones públicas infantiles se ocuparán de recibir a los invitados, proponer juegos, soplar mocos, prender velas y repartir la torta, separar a los contendientes y todas esas cosas, lo cual recibe el nombre de “animación”. Hay variantes opcionales: mago o payaso según los presupuestos, con pititos o sin pititos en las bolsas de regalo. Todo muy organizado, porque lógicamente las criaturas no podrían organizar su diversión con un mínimo de criterio: media hora para recibir, dos horas de animación y media de cine mientras van llegando los padres.

Es digno de verse el pulcro salón después. Uno piensa invariablemente “así hubiera quedado mi casa, hay cosas que no tienen precio”. Sí lo tienen. Salado lo tienen. Cerca de cien palos, según las variantes apuntadas; y otras, como la categoría del lugar, según haya o no que atender a los adultos. Pero eso sí, uno se saca de encima un toco de problemas y un toco de plata, de paso.

Porque al alquiler del local súmele la comida. No cualquier casa sirve para recibir treinta niños pero la comida puede hacerse en cualquier cocina (¡!) Uno lleva todo y listo. También la torta. También el cotillón, esas bolsitas de nylon llenas de sorpresitas de plástico y caramelos que, según la propia experiencia, ya no constituyen ninguna sorpresa y son desparramadas con absoluta indiferencia. ¡Ah, y las tarjetas de invitación!

Súmele, súmele y súmele. Y no me diga que semejante gasto es un delirio en estos tiempos oscuros. A mediados de mayo tienen cubiertos los turnos de junio, fines de semana y algún que otro día laborable también. Un consejo: vaya con tiempo, porque a los padres se los nota algo empecinados en estos agasajos. No sólo cuando el párvulo ya tiene compañeritos. No, señor, así es fácil organizar el cumpleaños y no requiere de los adultos un gran esfuerzo de imaginación. Cuando el agasajado no tiene condiscípulos a mano, todo se complica. Los padres, emperrados, se meten en el berenjenal que presentamos a continuación.

 

¿Y DÓNDE ESTÁN LAS GANAS DE VIVIR UNA FIESTA?

 

Ella: -Querido, en un mes Emiliano cumple tres añitos…

Él: -¿Y?

Ella: -Estuve viendo salones. El más acomodado me pareció “El conejito retobado”. Acá tengo el presupuesto del local, el cotillón, las tarjetas y la torta.

Él: -¡¡Trescientos palos!! ¿Para cuántas personas?

Ella: -Treinta y cinco nenes, los adultos son aparte…Él: -¿Y de dónde sacamos 35 chicos?

Ella: -Ya lo pensé: son ocho primos, cuatro los hijos de mis primas, seis en los departamentos de acá, los de mis compañeros del estudio y del gimnasio otros siete… Están los nenes de tu jefe que son tres… ¿Ves que los juntás enseguida?

La fiesta es un éxito completo a juzgar por los resultados: un bochinche de locos, una masa de pequeñines deambulatorios chocándose entre sí sin dar bola a nadie, una parva de adultos que se quedaron a tenerle la vela a sus hijos que no querían desprendérseles y Emiliano, emocionado hasta la parálisis por tanto homenaje junto, solito en un rincón. Los padres, diciéndose con beatitud: ¡Qué contento estaría si entendiera!

 

¡MOVETE, CHIQUITO MOVETE!

Semejante insensatez busca su justificación en la tan mentada sociabilización de los niños. Está mal visto que el infante sea retraído, sereno, que se lleve como la miércoles con algunos de sus pares, que rechace ciertos juegos. El modelo que se impone es un enanito frenético y consumista, competitivo, enganchado al convoy de usos impuestos más por la necesidad que por la cordura pedagógica y el sentido común.

Alguien descubre el filón y se salva como puede. Entonces los “Gusanitos a rayas” proliferan, los jardines y guarderías privados se alquilan sábados y domingos para paliar la crisis difundiendo modalidades entre quienes se dejan. Allá ellos.

Porque si se tratara de fomentar la amistad e inculcar la noción de festejo entre quienes se conocen, se quieren y se eligen, bueno, gastemos lo que no tenemos. Pero parece ser que el objetivo es que el niño tenga “conocidos” a montones, compromisos sociales hipócritas (este llevó a un mago, éste me regaló una bazofia). Y todo el interés de la fiesta se centra en estos accesorios.

Antes –fatídica palabra- no se hacían tarjetitas. De palabra nomás y casi en secreto, elegíamos y éramos elegidos para tertulias íntimas de tres o cuatro, chocolate de por medio, sándwiches,  masas (¡o tempora!) y torta.  Raros eran los cumpleaños con cine o mago, salvo en las familias ricas. Nadie se ofendía si era excluido, porque cada cual era libre de elegir su amigo, su confidente, su hermano de elección. Y cabían holgadamente en cualquier casa. O se optaba por la variante de llevar al grupito de varones al club o al parque a potrerear con libertad, mezclando el cumpleaños con el juego, el deporte y el cansancio feliz.

Antes la pavada se centraba en “los quince” de las nenas. Sí, las modas cambian, pero no mejoran. Había tarjetas, traje especial, salón de alquiler, danza ritual, fotos y conjunto local. Uno se divertía poco pero se exhibía mucho… más de lo que se tenía. Hoy las adolescentes han escapado a esas trampas y sus reuniones son más libres y espontáneas, auténticas. Y los que están en el negocio se las han agarrado con los más chiquitos sus desubicados padres. 

Que se embarcan en esto porque sí, porque todos lo hacen y les enchufan a los críos la solemnidad, el disimulo, las tarjetitas, las etiquetas y las susceptibilidades…

Como decía el Roberto Carlos: “¡Yo quiero tener un millón de amigos!

¡Jodete!

 

G.A.

Nos agarró la hepatitis

Nota completa publicada por Genoveva Artcaute y Jorge Goyeneche en la revista Humor.
Familia numerosa viose afectada por enfermedad apestosa. Mermaron las existencias de pan francés y mermelada. Aumentó la secreción de bilis, por motivos diversos (el principal, la histeria). Los chicos quedaron bien. La madre está a punto de ser tratada por seis psiquiatras.

 

En una familia numerosa la organización lo es todo. “La Organización vence al tiempo”, como dice Pa, puteando porque a Ma, en un tan desesperado como inútil intento ordenador, se le escapaba, irremediablemente, el tiempo.

Pero hay siniestras ocasiones en que todo se va al diablo por más prusiano que se quiera ser (que nunca es mucho). Ejemplo: la huelga docente, que en el caso de esta familia involucró y enfrentó a todos. ¡Qué divertido! Padres-docentes contra hijos-alumnos que extrañaban a sus compañeritos. Hermanos-halcones (línea dura) contra hemanos-sarmientitos-pollerudos. Pa-docente furioso contra  docente-carnero-apostólico. Ma-ma contra Ma-profe. Y así hasta el hartazgo de treinta y siete días extra de vernos las caras.

Este relato se los debemos para la próxima huelga. Lo que ahora viene trata de otro siniestro caos que asoló nuestro hogar y nos rompió estrepitosamente la férrea, rigurosa e inquebrantable organización familiar.

 

ANTE CUALQUIER DUDA

Por supuesto que semejante calamidad lo toma a uno siempre por sorpresa. Todo empieza con uno de los chicos descompuesto. De inmediato se inicia el interrogatorio.

-¿Qué porquería (o “qué mierda” según el día, la hora o la sensación térmica) comiste?

-… (como está caído no contesta “lo que vos me diste”)

-¿Turrón?

-Negativo.

-¿Chocolate berreta?

-Negativo.

-¿Mantequilla de cacahuete?

-Negativo.

-¿Garrapiñada?

-Afirmativo, me convidó el forro de Hernán.

-¡Ahhh!

Pa apaga los reflectores, envía al reo a la cama y despliega su estrategia: dieta rigurosa. Té, té y más té. Después afloja: agua con limón y azúcar, bizcocho de enfermo y como intento de soborno calificado, un litro entero de “Arriba el 7” para él solo, criaturita ‘e Dio.

Pero el virus no se rinde. Después de varios días y sin que las velas prendidas a Socolinsky dieran resultado Ma grita “¡Eureka!” desde el baño. El niño contempla lo que ha hecho: pis de color oscuro, mientras los hermanitos asombrados imitan a Ma en ejercer ilegalmente el diagnóstico.

-¿Ves? ¡Es la garrapiñada!

-Ahora que la largaste te vas a curar…

-Lo que pasa es que se te había quedado trabada.

 

PIS OSCURO, AGUACERO SEGURO

A prepararse. El médico, diplomado y todo –realmente una garantía- decreta reposo absoluto. Dieta espartana.

En la puerta del colegio Pa se entera de que van apareciendo más casos, que el agua contaminada del tanque, que en el último picnic al Zoológico todos compartieron botellas y vasos, inclusive la jirafa y un tero, que siendo nuestros niños bastante garroneros hay que esperar…

Y, sí, todo llega. El milagro se va repitiendo…. Uno a uno van haciendo pis color garrapiñada, por extraña solidaridad fraternal.

La casa se convierte en un ghetto evitado por amigos y parientes (no todo es negativo), salvo excepcionales abuelas sin duda –o aparentemente- heroicas, que se niegan sin embargo a tomar mate con sus hijos. Al fin, una viejas cagonas.

El dormitorio de los chicos es el ghetto del ghetto. Allí sólo entra Ma, que ya está jugada, protegida por un vaho a lavandina que, paradójicamente, apesta. Lleva y trae todo lo que pueda mantenerlos quietos, entretenidos, de buen humor, insoportables y que además, sea apropiado para usar en la cama: libritos, revistitas, historietas. Un día se hartan. Porque aclaremos que la hepatitis benigna, del tipo A, postra al enfermo, todo lo más, una semanita; el resto de la recuperación,-30, 40 días- se siente lo más bien, demasiado bien, insufriblemente bien. ¡Carambajo!

Pa intercede, Ma afloja: les trae tijeritas, plasticola, papelitos de colores, engrudo, punzón. Pero también se hartan de los pegotes, y ahí llega la abuela con rollos de plastilina para todos. Concurso de figuritas: por supuesto ganan todos (para no deprimirlos).

Ma tuesta un kilogramo de pan y lo unta con un frasco de mermelada. A los quince días hace arcadas al pasar por la panadería. Esa es la merienda y el  desayuno ha sido similar. Pero se banca. Salvo cuando vienen del laboratorio a extraerles sangre. La hematóloga llega por el aire, montada en una escoba y al grito de “¡Cacle, cacle!” nos mira con asco y desenfunda agujas y frasquitos. Ma se deprime pero disimula y organiza una viril competencia: el que no llora, gana. Por supuesto  pierden los cuatro. Pa empata.

Pero el análisis de sangre tiene su lado bueno. Se puede organizar una lotería de enzimas cotejando los valores de las transaminasas y las sales biliares. Aquí es imposible que empaten, pero todos van en saludable declinación hacia cifras normales.

 

ÜLTIMOS DÍAS DE LOS VICTIMARIOS

A los veinticinco días de “reposo” pueden, según el tordo, sentarse en la cama. Efectivamente, lo hacen. Pero esta tolerancia da paso a excesos. Para eso querían la democracia. Los cuatro chicos están, para qué exagerar, en el dormitorio luciendo estruendosos pijamas y arribas de las camas. Los amiguitos del colegio que se van reintegrando a la vida normal vienen de visita. Ellos también están arriba de las camas, alternativamente, saltando de una a otra, intentando embocar la pelota de básquet en el aro pertinente, o tapando con las palmas el remate de vóley de nuestro equipo. Todo esto mientras mascan, propios y extraños, los ahora dos kilogramos de pan en tostadas enmermelando el planeta Tierra.

Pa, que ha venido cediendo terreno demagógicamente, se resiste a colocarles la red a los arquitos.

Ma, salvadora de la Patria, decide desviarles las energías hacia juegos más tranquilos, que, de paso, demanden menos combustible (tostadas). Fortalece su ataque con narraciones extraordinarias de recaídas fatales.

 

CARTÓN LLENO, ¡CHINGÜINA!

Ma arguye que tres partidas de ajedrez simultáneo seguidas –doce en total- es demasiado para sus neuronas. Martín no se resigna:

-¿Y si jugamos a la generala?

-Es demasiado también. Siempre pierdo.

Además se han perdido dos dados en las profundidades de los colchones.

-¿Al estanciero? Sugiere Luis

-No lo soporto

-¡Entonces que venga Pa! Clama la masa.

-¡Eso! –dice Ma- que venga Pa (jeje)

Pa está en el baño, precisamente, contemplando el inodoro; y como si tampoco soportara El Estanciero, pega un aullido terrible.

Y Pa viene, achuchado, corre un poco a los chicos, se acuesta entre bolitas de platilina, dados y palitos chinos y se queda ahí setenta y dos heroicos días de hepatitis B, que pueden resumirse así:

°Pérdida del concurso viril “a ver quién no llora cuando le sacan sangre”.

°Lectura de unos 150 libros.

°Repaso del curso intesivo de alemán que realizó cuando tenía veinte años.

°Pedido a Ma para que le haga al médico una pregunta.

°Relectura del canto XVIII de la Ilíada en griego y las Bucólicas en latín.

°Relevamiento y comentario crítico de la programación completa de TV y radio. Incluído “Mundo Panaderil”

°Rechazo absoluto de entretenimiento  a base de plasticola, plastilina y tijerita.

°Insistencia a Ma para que le pregunte al médico eso.

°Firma de autorizaciones para cobro de sueldos, boletas de extracción de cuenta de ahorros y de reconocimientos médicos, para uso de licencia.

°Sugerencias varias a Ma acerca de cómo preguntar eso delante de los chicos.

°Sollozo contenido cada vez que uno de sus hijos abandona el lecho para reintegrarse a sus respectivos programas dejándolo cada vez más solo.

°Pedido de plastilina para modelar. Acá Ma corre al médico, le hace la famosa pregunta y los últimos veinte días se pasan mucho mejor.

Y así estamos, matándonos de risa de todos los flojones que cayeron bajo la epidemia de gripe que dicen que anda por ahí. A nosotros ni nos tocó.

Y, claro, son las ventajas de una organización familiar que tiene todo previsto…

Qué pretende usted de mí (Historias de canibalismo)

Qué pretende usted de mí (Historias de canibalismo)
"Canibalismo por soledad". Rotemburgo - Marzo de 2001

Todos los meses te invitamos a descubrir las historias del libro Qué pretende usted de mí (historias de canibalismo) de Nicolás Maldonado. Una serie de relatos verídicos que recorren distintos tiempos y lugares del planeta. Comenzamos con una historia que te va a conmover.

Canibalismo por soledad
Rotemburgo - Marzo de 2001

Querido Frank

A mediados del año 2000, un técnico informático de Rotemburgo puso un extraño aviso en internet. Decía: “Se busca a hombre joven y robusto, de entre 18 y 30 años, que quiera ser devorado”. Aunque pueda parecer una broma, se trataba sin embargo de la manifestación de un deseo tan íntimo y persistente que a Armin Meiwes le había llevado treinta años de su vida llegar a expresarlo.

Con todo, nadie que conociera a Meiwes lo hubiera tomado en serio. A sus 39 años pintaba como un solterón pulcro y apocado de pueblo. Había cuidado solo de su madre enferma hasta que esta murió de un infarto un año antes; se mostraba siempre dispuesto a ayudar a los vecinos y, fuera de su trabajo —en un centro informático de Kassel— no parecía tener otra ocupación que salir de vez en cuando con amigos a navegar.

Por las noches y en la soledad de su casa se permitía no obstante dar rienda suelta a un costado inconfesable de sí. Luego de la muerte de su madre había empezado a incursionar en el submundo de internet y aunque aquellos foros sobre canibalismo que frecuentaba le parecían puras fantasías, había descubierto con sorpresa el enorme caudal de inquietudes que confluían allí: había anuncios de hombres que deseaban ser comidos y los había también de quienes buscaban a alguien para comer. Qué clase de persona se ofrecería en sacrificio para ser devorada, Meiwes no llegaba a imaginarlo, pero aun así contestó varios de aquellos avisos.

En el transcurso de las semanas siguientes comenzó a citarse con desconocidos en habitaciones de hotel. El primero fue un cocinero que le propuso practicar una especie de juego de roles en el que Meiwes simulaba matarlo y se lo comía. Luego apareció un hombre que se excitaba cuando le colocaban los nombres de cortes de carne sobre las respectivas partes de su cuerpo. Hubos otros que le pedían que los asara como un pollo o los golpeara con un martillo, pero llegado el momento ninguno estaba dispuesto a hacer realidad su fantasía. Ninguno hasta que apareció Brandes.

Armin Meiwes y Bernd Brandes tenían mucho en común. Además de ser homosexuales, tener edades parecidas y la misma ocupación (Brandes era ingeniero informático) ambos habían vivido una infancia signada por el abandono y la soledad.

En el caso de Meiwes, su padre abandonó el hogar llevándose a sus hermanastros cuando él tenía 8 años. Hijo único, quedó sólo a cargo de su mamá, una mujer dominante que ya por los 50 y con tres matrimonios fallidos resolvió no volver a casarse. En su lugar se recluyó en la finca de verano de la familia, un antiguo caserón de Rotemburgo, y a falta de dinero para afrontar las necesidades más inmediatas buscó consuelo en un mundo irreal: se vestía con trajes medievales, se manejaba como la señora de la mansión y se dedicó a decorar cada una de sus treinta y seis habitaciones con la idea de llenarlas de invitados pese a que nadie iba a visitarlos jamás.

En la lúgubre soledad de aquella casona rural, también el pequeño Armin construyó un mundo ficticio a su alrededor. Su fantasía era un hermano imaginario, alguien que estuviera siempre a su lado para compartir el enorme peso del amor por su mamá. “Los chicos eran personas a las que siempre encontraba atractivas e imaginaba como mis hermanos. Quería sentirme vinculado a ellos, que fueran parte de mí. Más tarde pensé que para que realmente fueran parte de mí me los iba a tener que comer”, confesó Meiwes años después.

Aunque en su adolescencia se relacionó con chicas y chicos, nunca pudo desprenderse de aquella pulsión por devorar al otro para sentirse unido a alguien más. Y sólo al llegar a la edad adulta logró refrenarla un poco cuando ingresó al ejército con la idea de hacer una carrera como militar. Lejos de su madre, expuesto a una disciplina intensa y abrigado por la hermandad del cuartel, durante los doce años que estuvo allí sus fantasías quedaron relegadas.

Tan cambiado se sentía Meiwes durante los años en el ejército que incluso pensó en casarse. Por medio de una agencia matrimonial conoció a una mujer llamada Petra y mantuvo con ella una relación sentimental. Pero quizás no estuviera demasiado convencido o quizás no soportó la idea de que su madre no terminara de aprobarla, el hecho es que al romper la pareja, Meiwes se dijo que aquello era suficiente para él y se prometió no volver a intentarlo jamás. Poco tiempo después dejó el ejército y volvió a Rotemburgo a ocuparse de su madre.

Los últimos años con ella no fueron fáciles. Un accidente doméstico la había dejado semi postrada y le demandaba a su hijo constante atención. Armin no terminaba de llevarle un té o una aspirina a la cama que la mujer se ponía a chillar y a dar golpes con las muletas en el piso exigiéndole alguna cosa más. Así cada cinco minutos, durante todo el día. Luego de tres años de cuidados, su muerte, aunque dolorosa, fue para él una liberación.

Ahora solo en el mundo, Armin se dio cuenta de que nada lo frenaba para intentar lo que siempre había fantaseado. Y entonces apareció aquel ingeniero informático de Berlín que se ofrecía como su cena. Tras chatear durante meses y acordar cada detalle como un ritual donde nada podía ser librado al azar, resolvieron finalmente encontrarse. Un viernes por la mañana, Brandes tomó un tren con destino a Kassel y dos horas más tarde Meiwes lo recogía con su auto en la estación.

Brandes no se parecía en nada a Frank, aquel hermano imaginario, rubio y delgado, con el que Armin soñaba durante su niñez. Tampoco podría decirse que se ajustara por completo a los requerimientos del aviso, ya que por entonces tenía 43 años. Pero al verlo por primera vez, Meiwes notó que se mantenía en buena forma para su edad y que, a diferencia de los candidatos anteriores, parecía decidido a llevar las cosas hasta el final.

Al igual que Armin, también Bernd Brandes había vivido un pasado doloroso. Su madre se había suicidado cuando él tenía cinco años y su padre, de quien quedó a cargo, terminó por rechazarlo al llegar a la adolescencia cuando supo de su inclinación homosexual. En sus relaciones de pareja buscaba hombres capaces de hacerle daño e infringirle dolor. Uno de sus novios contó a la policía que Brandes le había ofrecido diez mil marcos y su auto a cambio de que le arrancara el pene a mordiscones.

La mañana del 9 de marzo de 2001, cuando el tren de Brandes llegó a Kassel, Meiwes lo esperaba en el andén. Lo vio bajar del vagón vestido con unos pantalones de jean, una camiseta oscura y una gorra de beisbol. Ambos se encontraban nerviosos y excitados al saludarse. En medio del ruido de la estación, apenas si intercambiaron palabra. Pero unos minutos más tarde, ya en el auto y camino a Rotemburgo, Brandes comenzó a manosearlo.

Apenas llegaron a la enorme casona rural, Brandes se desnudó para mostrarle a Meiwes lo que le ofrecía para comer. Y en lo que iba a ser la sala de descuartizamiento, en el segundo piso, intentaron tener un encuentro sexual. Pero Brandes no parecía disfrutarlo porque Meiwes no le provocaba el suficiente dolor. Quería que le amputara el pene y quería que fuera ya.

Lo cierto es que después de fantasear con aquello durante años, al momento de ponerlo en práctica Meiwes se acobardó. No se sentía capaz de desmembrar a una persona viva y Brandes, decepcionado, decidió volver entonces a Berlín. Pero al llegar a la estación del ferrocarril, a punto ya de despedirse, Meiwes le pidió que se quedara para intentarlo otra vez.

Alrededor de las seis y media de la tarde, ya sin más preámbulos, Brandes subió al segundo piso de la casa y colocó su pene sobre una mesa de madera. Una cámara puesta allí para que pudiera observar su propia expresión muestra cómo Meiwes se inclina sobre él con una navaja en la mano y de pronto se echa para atrás para esquivar la sangre mientras Brandes pega un alarido desgarrador. Son unos treinta segundos de quejidos cada vez menos intensos. Luego se sienta para evitar desmayarse y dice que desea sentir más dolor.

Tras la amputación, Meiwes bajó rápidamente a la cocina a lavar el miembro porque quería prepararlo antes de que la herida hiciera que Brandes terminara desmayándose. Por indicacion suya, lo cortó en dos, lo sazonó con sal y pimienta, y lo puso a freir en una sartén. Pero al contacto con el aceite caliente, la carne se achicarró y ambos se sintieron decepcionados al intentar saborearla unos minutos después. El bocado no sólo había quedado reducido a una insignificancia sino que además resultaba imposible de comer.

Brandes le pidió entonces que lo dejara solo y Meiwes se fue a su cuarto, donde se quedó leyendo un libro de Star Trek. Tres horas más tarde escuchó que su huésped lo llamaba porque había empezado a tener frío. Meiwes le ofreció prepararle un baño caliente. Según él mismo relató en el juicio, parecía tranquilo y feliz de ver cómo su sangre teñía el agua de la bañera. Allí permaneció un largo rato hasta que intentó salir por su cuenta y cayó insconciente en el piso del baño.

Meiwes lo arrastró de vuelta hacia la habitación y lo recostó en la cama. Durante las horas siguientes, Brandes sólo recobró la consciencia por momentos. Es probable que, arrepentido, haya querido escapar en el último instante de la muerte porque alrededor de las dos de la madrugada se oyó un fuerte golpe contra el piso de la habitación. El dueño de casa comprobó que su huésped se había caído de la cama y volvió a dudar de lo que quería hacer.

“Tuve muchas dudas en ese momento —confesó Meiwes años después—. Incluso le besé en la boca. Luego agarré el cuchillo y lo dejé a un lado. No sabía qué hacer. Me pregunté a mí mismo si debía rezarle al diablo o a Dios, y le pedí a Dios que me perdonara. Después agarré el cuchillo, lo agarré con fuerza y un poco más tarde lo degollé”.

Como revelaron luego las pericias psiquiátricas a las que fue sometido, Meiwes no tenía entre sus fantasías la de matar. Su deseo era comerse a otro, y el asesinato sólo el medio inevitable para poder cumplirlo. Pero si le fue difícil degollar a Brandes, no tuvo en cambio inconvenientes para ocuparse de él: colgó su cuerpo de un gancho en el techo, le  extrajo las vísceras, le lavó los restos de sangre y con un hacha de carnicero lo descuartizó para guardarlo en un congelador. Y en los días siguientes disfrutó del festín.

“Preparé la mesa como en una ocasión especial. La decoré con velas y saqué mi mejor vajilla. Freí un trozo de carne, un trozo sacado de la espalda. Lo hice con papas princesa y repollitos de Bruselas. Sabía realmente bien. El primer mordisco fue por supuesto algo extraño; una sensación que realmente no puedo describir. Había pasado más de treinta años deseando que llegara ese momento y sentí que estaba logrando tener una conexión íntima con él”, relató Meiwes a un periodista que fue a visitarlo a la cárcel.

Había llegado a consumir veinte kilos de carne humana cuando unos meses más tarde la policía lo atrapó. Su arresto no fue producto de una investigación —ya que no habían podido vincularlo hasta entonces con la desaparición de Brandes—, sino de una torpreza que cometió en su deseo de repetir aquella experiencia de conexión con alguien más.

Buscaba en internet a otro voluntario cuando un estudiante austríaco que parecía interesado le preguntó por correo a cuántas personas se había comido ya. Al responderle Meiwes que tenía “experiencia suficiente”, el chico lo denunció. Semanas después, seis policías tocaron el timbre de su casa en Rotemburgo con una orden de registro.

“¿Qué clase de carne es esta?”, preguntó una mujer policía que había descubierto un doble fondo en el congelador. “Es sólo carne de cerdo, carne común”, dijo Meiwes.  Además de cuatro paquetes de aquella extraña carne, los investigadores se llevaron sus computadoras, la cámara, varios videos y cuchillos, el hacha y un delantal. Cuando se fueron, Meiwes llamó a su abogado y le contó lo que había hecho. Sabía que no había forma de escapar.

La prensa lo bautizó como “el Canibal de Rotemburgo” y durante semanas esa pequeña localidad del centro de Alemania se vio desbordada de periodistas de todo el mundo que acosaban a los vecinos en su afán por averiguar algo más. El acto criminal que se había desarrollado allí era tan insólito que hasta resultaba difícil encuadrarlo para el sistema judicial alemán.

Al no estar previsto el canibalismo como un crimen y dado que la propia víctima se había prestado a ello, nadie sabía muy bién cómo se lo iba a juzgar. Mientras que la fiscalía exigía que se le impusiera a Meiwes cadena perpetua por considerarlo un asesinato por motivos sexuales, su abogado defensor planteaba en cambio que se había tratado de un homicidio a petición, una forma de eutanasia penada con no más de cinco años de cárcel.

La naturaleza consensuada del crimen fue sin embargo lo que primó para la Audiencia Provincial de Kassel, que en enero de 2004 terminó dictándole una condena a ocho años y medio de prisión. Tras escuchar el fallo, Meiwes se levantó, le dio la mano a su abogado y al irse saludó a la prensa sin ocultar su satisfacción.

Pero la fiscalía apeló aquel fallo y meses más tarde, una revisión del video tomado el día del crimen incorporó pruebas que le dieron a la causa un giro radical. Meiwes fue condenado entonces a cumplir cadena perpetua en la Penitenciaria de Kassel, donde de hecho se encuentra hoy.

Por una inquietante paradoja, lo que terminó condenando a Meiwes no fue tanto su impulso caníbal como su momento de piedad, aquel momento en que —según cuenta él mismo— llegó a invocar la ayuda de Dios. Y es que la revisión del video permitió demostrar que Brandes conservaba todavía un hilo de vida y no podría asegurarse que quisiera morir cuando él lo degolló.

 

"Canibalismo rioplatense" Punta Gorda - Febrero de 1516

El falso paso de la plata
Apenas se supo que Vasco Núñez de Balboa había divisado desde las alturas de Chucunaque un oceáno desconocido al otro lado de las tierras descubiertas por Colón, se disparó en España la carrera por encontrar el mítico paso hacia él.

Y uno de los primeros en salir en busca de ese pasaje que prometía una nueva ruta a la India fue el piloto mayor de la Corte, Juan Díaz de Solís.

Solís tenía poco más de cuarenta años cuando fue convocado por Fernando el Católico para organizar una expedición secreta en busca de aquel canal. No era la primera vez que saldría a buscarlo. Seis años antes, el Rey le había encomendando una misión similar junto a Vicente Pinzón, la que derivó en el hallazgo de la península de Yucatán. Ahora sin embargo se sabía con total certeza que ese océano existía.

Para evitar las protestas de la corona portuguesa, que poseía la única ruta hacia India, el propio Rey le dio instrucciones a Solís a fin de que nadie se enterara del propósito de la expedición. Debía prepararla como si fuera iniciativa suya, para lo cual se le entregaron cuatro mil ducados de oro con los que armar y aprovisionar tres naves y reunir a una pequeña tripulación.

Las naves se llamaban Portuguesa, Latina y Menor. Su tripulación total era de unos sesenta hombres. Partieron desde Sanlúcar de Barrameda el 8 de octubre de 1515 y, tras cruzar el oceáno por una ruta nueva desde el norte de África, aparecieron por Cabo Frío hacia Navidad. Con la costa del actual Brasil a la vista, la expedición enfiló hacia el sur y logró alcanzar así la bahía de Río de Janeiro en enero de 1516.

Siempre hacia el sur, estudiando cada uno de los accidentes en busca de algún estrecho que le abriera paso al otro mar, Solís descubrió la isla Santa Catalina y alcanzó días más tarde un puerto natural que posiblemente fuera el de Punta del Este y al que puso Nuestra Señora de la Candelaria. Allí bajó a tierra con algunos hombres para plantar su estandarte de leones y castillos y tomar posesión en nombre del Rey.

Para entonces el capitán comenzó a notar que el agua adoptaba un color cada vez más turbio y perdía salinidad, por lo que dedujo que habían ingresado a un río. Y aunque no se equivocaba, el tamaño inusual de aquel río —al que los nativos llamaban Paraná Guazú (grande como el mar) y que él mismo bautizó Mar Dulce— lo llevó a cometer el mismo error que Hernando de Magallanes años después.

Convencido de que se encontraba a las puertas del mítico pasaje hacia el otro mar, Solís continuó remontando aquel río y bajó a tierra en la isla Martín García para dar sepultura a su despensero, quien había muerto durante la travesía y en homenaje al cual la bautizó. Aquella muerte fue en cierto modo un preludio a la fatalidad que se avecinaba, ya que apenas unas veinticinco millas aguas arriba la expedición iba a llegar a su fin.

En la zona de lo que hoy se conoce como Punta Gorda, en el departamento uruguayo de Nueva Palmira, la tripulación divisó a un grupo de nativos que les hacían señas desde la costa invitándolos a descender. Ya fuera para conseguir víveres frescos o intentar obtener información sobre ese otro mar que buscaba, Solís resolvió desembarcar en un pequeño bote junto al contador Pedro de Alarcón, el factor Francisco de Marquina y cinco hombres más. Como hasta entonces sus encuentros con los indios habían sido amistosos, el capitán no dudó de sus buenas intenciones, aunque esta vez su error resultó fatal.

Decenas de aborígenes los esperaban emboscados al otro lado de la playa y apenas los españoles se adentraron en la costa cayeron sobre ellos con sus macanas. La masacre se produjo a la vista de la tripulación que, tras presenciar atónita cómo su capitán y el resto de los hombres eran apaleados hasta morir, vio a los indios despedazar sus cuerpos para comérselos.

De todos los españoles que habían ido a tierra, sólo uno logró sobrevivir. Gritó deseperadamente pidiendo auxilio a sus compañeros, que no se atrevieron a intentar un rescate. Con el capitán muerto, levantaron el ancla y emprendieron el regreso a Europa dando así por terminada la expedición. Atrás dejaban rodeado de caníbales a su tripulante más joven, el grumete Francisco del Puerto, que entonces tenía doce años de edad.

El hecho de que los indios no se comieran al joven grumete no sólo iba a tener futuras implicancias sino que además aporta un dato interesante sobre lo que tal vez ocurrió. Y es que si bien suele acusarse a los charrúas de haber devorado a Solís, este detalle que mencionan todas las crónicas hace más probable que fuera alguna tribú guaraní del delta del Paraná.

Además de que no existen otras referencias que asocien a los charrúas con episodios de canibalismo, la muerte de Solís y sus hombres parece más bien encuadrar en un ritual de venganza del pueblo guaraní. Dueños por entonces de un vasto territorio que se extendía desde el Amazonas hasta el litoral del Paraná, los guaraníes solían comerse a sus enemigos como una forma de incorporar sus virtudes guerreras. De ahí que los niños no fueran parte del menú.

Pero las mismas crónicas coinciden a su vez en un dato que no termina de cerrar: la precipitación con que todo pasó. Y es que lejos de tragarse brutalmente a sus rivales, los guaraníes lo hacían como parte de un elaborado ritual que debía cumplirse metódicamente: primero los sometían, luego los sacrificaban, después las mujeres se ocupaban de despellejarlos y finalmente, tras ser asados en largas parrillas, las partes de sus cuerpos eran distribuídas entre los miembros de la tribu según la importancia de cada quién.

De ahí que algunos historiadores creen que no fueron exactamente guaraníes, sino aborígenes guaranizados del Delta, los que se comieron a Solís. En la periferia de su propio pueblo, estos habrían conservado de su cultura madre la tradición pero no su contenido ceremonial. En suma, la forma en que uno se comía a su enemigo era para ellos un detalle menor.

El joven grumete abandonado estuvo viviendo muchos años con aquellos nativos. Del horror inicial pasó al acostumbramiento y más tarde a la asimilación. Cuando en 1527 fue rescatado por la expedición de Sebastián Caboto, Francisco del Puerto, ya un hombre de 23 años, sirvió como intérprete a los españoles, pero es probable que ya no se sintiera él mismo un español. El hecho es que tiempo después, durante una incursión al Pilcomayo, tomó partido por los nativos participando de un ataque sorpresa que terminó con la muerte de muchos de sus viejos compatriotas. Luego de aquel episodio se perdió en el monte y no se supo más nada de él.

Pero la expedición de Caboto no sólo encontró al antiguo grumete, sino también a parte de los compañeros que lo abandonaron y que habrían de quedar ellos mismos librados a los indios tras naufragar en la isla Santa Catalina unas semanas después. Con ellos iba a nacer la leyenda del Rey Blanco que habitaba una sierra de plata cerca de aquel río donde los nativos se habían comido a su capitán. Y aunque no existía ningún yacimiento de plata, al menos en ese lugar, la obsesión por encontrarlo llevó a muchos hombres a embarcarse en su búsqueda y terminó por darle al río el nombre que ha llevado hasta hoy.

"Canibalismo fetiche" París - Junio de 1981

Too much blood
Soy en mi estilo horrible. Tengo manos y pies pequeños, una voz filosa como la de un eunuco y una cabeza desproporcionada por la cual circula un único pensamiento. Mido un metro cuarenta y cojeo al caminar. Ella en cambio es alta. Holandesa, rubia. Por sobre todo rubia.

Aunque se pasó la vida conviviendo con un único pensamiento, Issei Sagawa nunca  pudo controlarlo muy bien. A lo largo de casi setenta años, su existencia ha girado alrededor de esa idea tan poderosa como inexplicable para sí mismo, esa urgencia a la que sólo se entregó plenamente una vez. Fue a mediados de junio de 1981 siendo un estudiante de Literatura en la Universidad de París y desde entonces ha vivido condenado a la más absoluta soledad: la soledad de los crímenes imperdonables, la de las estrellas de rock.

“El Caníbal japonés”, como lo bautizó la prensa internacional por aquellos años, nació en Kobe el 26 de abril de 1949. El primero de los dos hijos de un industrial rico y prestigioso, Issei llegó al mundo de manera prematura, tan débil que los médicos dudaban que fuera a sobrevivir. Y aunque Japón se encontraba por entonces sumergido en la hambruna y la desolación de la posguerra, la suya fue una infancia feliz.

Como él mismo contó alguna vez, ya en su niñez estaba fascinado con los muslos de sus compañeros de escuela; pero no fue hasta la adolescencia que experimentó por primera vez el deseo de comerse a una mujer. Su enorme timidez —que hacía que sintiera ganas de vomitar cada vez que intentaba hablar con alguna— no le impidió dar rienda suelta a aquella fantasía cierta vez al cruzarse en las calles de Tokyo con una rubia que lo subyugó. Tras acecharla varios días logró meterse en su departamento mientras ella dormía: tenía planeado noquearla con un paraguas, agarrar un cuchillo de su cocina y cortarle un pedazo de culo para comérselo. Pero la mujer despertó y se puso a gritar. La policía atrapó al joven Issei que fue acusado por intento de abuso. Nadie sospechó sin embargo que no era esa la razón que lo había llevado ahí.

Cuando terminó sus estudios universitarios en Tokyo, estaba completamente obsesionado con las mujeres occidentales. Su deseo de comerse a una se había transformado ya en una obligación; y  allí donde se dirigía había miles de ellas para elegir. Su padre se había mostrado encantado de ayudarlo para que continuara con sus estudios de literatura en La Sorbona. Su madre, en cambio, se había mostrado recelosa con la idea. Al acompañarlo al aeropuerto el día que cumplía 28 años, se despidió de él con una mirada triste y resignada como si supiera que algo horrible pasaría y que nadie podría evitarlo.

No fue hasta casi el final de su tercer año en París que Issei descubrió a Renée en la universidad. Nunca había visto a una mujer como ella. Era todo lo opuesto a él: alta, rubia, hermosa, desenvuelta, sociable. Para evitar ser descubierto espiándola, aquel día retuvo sus rasgos y la dibujó. Y tan pronto pudo, buscó un lugar a su lado, incapaz ya de seguir el curso en el que habían coincidido: no dejaba de pensar ni un momento en la blancura de su brazo, en su desesperante lividez.

Renée Hartevelt tenía 25 años y un futuro prominente. Hablaba cuatro idiomas, se relacionaba con personas de diversas culturas y aspiraba a doctorarse en Literatura Francesa en la Universidad de París. Issei se acercó a ella con la excusa de que le enseñara alemán: podía pagarle bien las clases con el dinero que le giraba su padre y ella, que llevaba la vida austera de una estudiante, no dudó en aceptar la propuesta.

Acaso porque le divertía ser la única persona del curso a la que aquel extraño personaje le dirigía la palabra o bien porque le parecía un galán inofensivo, Renée comenzó a tratarse con él. Lo cierto es que a fuerza de hablar de libros y pintura, temas que le permitían desplegar su extraordinaria sensibilidad artística, Issei logró ganarse la confianza de la chica al punto de que cierto día, tras uno de sus interminables paseos por la ciudad, se animó a invitarla a su departamento en el número 10 de la Rue Erlanger. Allí le pidió que le leyera un poema en alemán que escuchó extasiado. Apenas se marchó se dedicó a oler y lamer cada sitio donde ella había estado sentada.

No necesito tomar prestado ningún motivo. Poco importa. Simplemente, el germen creció tanto que un día todo pareció diminuto. Renée colaboró a transplantarlo. Vuelvo a invitarla. Se ha mostrado complacida con la idea de grabar la lectura de aquel poema que tanto disfruto. Le he dicho que mi intención es hacer oír luego la cinta a un profesor. Cenaremos sukiyaky; trozar, secar y servir. Todo muy sencillo. Prestando atención en no mezclar jamás los olores, dejó registrado Issei en su diario personal.

En ese mismo diario, que llevó en sus años de estudiante en París y que tiempo después publicaría como libro, Issei describe con abrumadora precisión lo que hizo con Renée.

La tarde que volvieron a su departamento, ella ensayaba en voz alta el poema de Georg Trakl que habían quedado en grabar. A la señal acordada, Renée, que estaba sentada en un escritorio, comenzó a leer con su mejor voz las primeras estrofas de “Die tote Kirche”. Issei la escuchaba en silencio a sus espaldas con la fascinación de un enamorado y un pequeño rifle calibre 22. Dejó que llegara hasta el último verso antes de disparar.

La muchacha se desplomó en el suelo como si sólo se hubiera desmayado. El disparo en la nuca había abierto un pequeño orificio en su frente del que comenzó a manar sangre. Issei se agachó junto a ella para limpiarla mientras le hablaba, pero el silencio de la muerte se había instalado ya  entre los dos.

Pese a haber anhelado aquel momento por casi treinta años, Issei nunca previó las dificultades de desnudar un cuerpo inerte de un tamaño mayor al suyo. Y al descubrirla tan blanca, suave y luminosa, no supo tampoco por dónde empezar. Tras intentar en vano arrancar con los dientes un pedazo de nalga fue en busca de un cuchillo que le reveló sutiles y grotescos secretos de la anatomía bajo la piel. Abriéndose paso por una gruesa capa de grasa amarilla tras otra rebanó finalmente un trozo de carne que llevó a su boca y dejó que se derritiera como un bocado de pescado crudo.

Luego se desnudó, se tendió sobre el cuerpo de la muchacha todavía tibio y la penetró. Al hacerlo se produjo un estertor que Issei interpretó como un recatado suspiro. “Te amo”, le dijo y se permitió morder esos labios que tanto había ansiado para luego masticar su duro cartílago. Una vez saciado sus impulsos más urgentes, arrastró el cadáver de Renée hasta el baño, donde se dedicó a explorar el interior de su vientre con un cuchillo eléctrico.

Despostó el cuerpo como le había explicado años antes un carnicero alemán al que había conocido en un crucero, puso a cocinar un pedazo de carne en una cacerola y preparó la mesa utilizando la ropa interior de Renée como servilletas y mantel. Y mientras se la comía, se deleitó escuchándola recitar en la cinta grabada aquel poema de Trakl. Exhausto por el festín, llevó finalmente a su cama lo que quedaba del cadáver de la muchacha y esa noche durmió abrazado a ella.

El zumbido de una mosca gorda que se posaba sobre lo que había sido el rostro de Renée lo despertó a la mañana siguiente. Se hizo claro para Issei que no podría conservarla por mucho tiempo más; pero como su cuerpo no había comenzado todavía a oler mal decidió continuar comiendo otras partes. Probó sus brazos, su ano, su lengua, sus ojos. Con la ayuda de una sierra le desprendió la cabeza, las piernas y los brazos. Y al hacerlo se excitó tanto que terminó usando una de las manos cercenadas para masturbarse.

Cuando al llegar la madrugada del tercer día comprendió que todo había acabado, puso los restos de Renée en dos grandes valijas de viaje y llamó a un taxi para que lo llevara hasta el Bosque de Boulogne.

Estaba por comenzar el verano y a las 8 de la mañana ya había  gente paseando y tomando sol. Issei se internó por uno de los senderos sin dejar de sentirse observado por todo el mundo, algo que en este caso parece lejos de una mera paranoia criminal: por más indiferentes y cosmopolitas que pretendan ser los parisinos, el espectáculo de un pequeño japonés luchando con dos pesadas valijas a mitad del bosque bien valía la pena voltearse a mirar.

Para rehuir las miradas, Iseei se encaminó hacia un sector más tranquilo del lago donde pensaba deshacerse de los restos de Renée, pero un fulgor rojizo que bañaba delicadamente los árboles junto a la orilla captó su sensibilidad. Se había detenido a observar la escena cuando la voz de un extraño lo sobresaltó.

—¿Son suyas las valijas? —le preguntó un hombre de aspecto mugriento mientras comenzaba a abrir una de ellas.

Issei le respondió nerviosamente que no y comenzó a alejarse. No había llegado muy lejos cuando lo oyó gritar “¡asesino, asesino..!” Dos días más tarde era detenido en su departamento, donde la policía halló en el feezer una abundante provisión de Renée.

Como habría de reconocer años más tarde, aquel día sintió un profundo alivio: finalmente podría empezar a comunicarse con la gente y decir quién era él en verdad.

Fue interrogado por tres peritos psiquiatras que coincidieron en que su insania lo volvía inimputable desde el punto de vista legal, por lo que fue enviado en forma indefinida al hospital psiquiátrico Paul Giraud. Allí estuvo recluido dos años hasta que enfermó y los médicos le diagnosticaron una encefalitis avanzada con mal pronóstico. Convencidas de que no sobreviviría, las autoridades judiciales francesas cedieron a una solicitud de Akira Sagawa, presidente de Kurita Water Industries y padre de Iseei, quien usó todas sus influencias para lograr que lo extraditaran a Japón.

Issei fue trasladado al hospital Matsuzawa de Tokyo, donde resultó que su encefalitis no había sido más que una infección intestinal. Quince meses más tarde, luego de que los médicos japoneses consideraran que lo suyo era apenas un desorden de personalidad tratable, y sin ninguna deuda con la justicia de su país, fue dejado en libertad.

Tras sólo cuatro años de reclusión psiquiátrica y en medio del horror que produjo la noticia de su liberación, Issei Sagawa se encontró en la insólita situación de haber cometido un crimen atroz y poder compartirlo con el mundo sin consecuencias para él. A falta de trabajo y dinero propio no dudó un segundo en aprovechar esa oportunidad que le brindaba el caprichoso destino.

Aunque ya para entonces el dramaturgo Jûrô Kara había publicado La carta de Sagawa, novela con la que obtuvo el Premio Akutagawa, y los Rolling Stones le habían dedicado la canción Too much blood, ahora le llegaba el momento de mostrarse a sí mismo.

Un día recibió el llamado de un periodista que quería conocer su opinión sobre el reciente arresto de un asesino serial. Se preguntó qué tendría que ver aquello con él, pero dejó que hablara: le ofrecían 20 mil dólares sólo por escribir un artículo.

Aquella publicación fue la fisura que terminó desmoronando el dique. De pronto todo el mundo quería algo de él. Lo invitaban a programas de televisión, daba entrevistas exclusivas para revistas culinarias, colaboraba con un diario, le proponían que escribiera un cómic, participaba de talk shows. Mientras tanto se había puesto a trabajar en su propio libro —In the fog, el primero de los veinte que lanzaría en los años siguientes alrededor del crimen— que se convirtió en bestseller mundial apenas al salir. De la noche a la mañana “el Caníbal japonés” se había transformado en una suerte de héroe nacional.

Las voces de repudio y las intimaciones judiciales que desataban en Europa sus apariciones televisivas no eclipsaron su creciente popularidad. Con el informe de su evaluación psiquiátrica y las crudas fotos policiales del cuerpo mutilado de Renée, Iseei publicó un nuevo libro no menos exitoso. “Todo el mundo me pedía que se lo firmara. Los japoneses de hoy día son realmente estúpidos: tienen la misma mentalidad que yo, un terrible criminal”, admitió en cierta ocasión.

Asqueado por la reacción del público, se dedicó a pintar. Aceptó una invitación del artista Kazumasa Nakagawa a su estudio y al poco tiempo estaba exponiendo retratos femeninos en galerías japonesas y hasta europeas, en las que llegó a vender algunos de ellos a precios que ni él mismo creía posibles. Pero su apetito por las mujeres occidentales no estaba saciado y le costaba mucho más dinero del que llegaba a ganar.

A principios de los noventa, un alemán viejo le ofreció presentarle chicas occidentales. Fue así que conoció a Rhonda y Thalía, dos rubias alocadas que le sacaban una cabeza de alto y que durante los años siguientes lo convirtieron en su mecenas personal. Aunque no se acostaba con ellas y tenía sospechas de que eran lesbianas, Issei disfrutaba de su compañía viajando por el mundo como un matrimonio de tres. Las llevó a Islandia, Canadá, India, México… Pagaba todos los gastos; a cambio ellas dejaban que les tomara fotos eróticas, se paseaban con ropa sexi de su brazo y le hicieron probar hachís. Su luna de miel terminó cierto día en que el novio de una de ellas les contó quién era su pequeño amigo japonés.

Incapaz de sostener con sus medios ese estilo de vida, comenzó a robar dinero de la billetera de su padre y hasta vendió el violonchelo de su hermano entre otros objetos familiares. Cuando el productor de cine porno Terry Ito le propuso protagonizar una de sus películas estaba tan acosado por las deudas que firmó contrato sin siquiera leer el guión y tuvo que someterse en cámara a una serie de pruebas físicas que habían sido incluidas para burlarse de su insignificancia e ineptitud.

Con el transcurso de los años, las invitaciones a los programas de televisión y las entrevistas se volvieron más infrecuentes. Recluido en su departamento de Tokyo, del que teme que lo desalojen de un momento a otro por no pagar el alquiler, nadie lo llama, le escribe o lo visita ya. Cerca de los 70 años pasa sus días en la más absoluta soledad, acompañado todavía por esa idea única que sólo logra controlar masturbándose. Con todo, más que el impulso de comerse a alguien, últimamente le urge que lo maten. “Quiero morir sufriendo —dijo en una de sus últimas apariciones—. De ser posible, a manos de una bella mujer”.

 

 

 

Historias para leer y descubrir

Canibalismo stalinista  - Nazino - Mayo de 1933 del libro 
El Plan Grandioso

En vísperas del Día del Trabajador de 1933, Vladimir Novozhilov, un soldador condecorado por la Unión Soviética, se disponía a ir al cine con su mujer. Mientras ella se vestía, él bajó a comprar cigarrillos y fue sorprendido por una redada policial.

La policía de Moscú, que tenía órdenes de limpiar la ciudad de elementos indeseables, le pidió los documentos. Novozhilov se palpó los bolsillos de la chaqueta y los pantalones; en vano intentó una justificación.

Dos días más tarde, Novozhilov viajaba en un tren rumbo a un campo de trabajo en Siberia junto a otros cuatro mil detenidos, en su mayoría carteristas, vagabundos, campesinos hambrientos y gitanos sin papeles, pero también presos peligrosos y trabajadores condecorados como él. Su destino final era Nazino, una pequeña isla en el corazón de la taiga siberiana que pasó a la historia como La Isla de los Caníbales por lo que iba a ocurrir allí.

Encubierto por las autoridades soviéticas durante más de cincuenta años, el episodio de Nazino fue producto de un plan que la policía secreta le propuso a Stalin a comienzos de la década del treinta para reubicar a miles de personas en territorios de Siberia y Kazajistán. La Unión Sovietica se encontraba embarcada por entonces en un ambicioso proceso de industrialización y empezaba a hacerse evidente que parte de su pueblo no encajaba en él.

La construcción de la infraestructura necesaria para convertirse en una potencia industrial le requería una cantidad inusitada de trabajadores y recursos económicos, gran parte de los cuales se extraían del sector rural. Como resultado de esa política, las poblaciones agrícolas habían quedado desguarnecidas y tras una serie de malas cosechas comenzaron a sufrir la escasez de alimentos. La hambruna produjo entonces uno de los mayores éxodos de la historia rusa. Entre 1930 y 1931, diez millones de campesinos del norte del Cáucaso y Ucrania emigraron hacia las grandes ciudades abastecidas por el régimen como Leningrado, Kiev, Odessa y Moscú.

Semejante éxodo interno puso en peligro al complejo sistema de abastecimiento estatal basado en cartillas de racionamiento. Fue entonces que Stalin comenzó a introducir una nueva teoría en sus discursos: el socialismo había logrado imponerse y eliminar a las clases explotadoras, pero los detractores de la revolución no habían desaparecido sino sólo cambiado de rostro. En lo sucesivo, aquellos campesinos desahuciados que llegaban a las grandes ciudades escapando del hambre serían considerados la encarnación misma de la amenaza contrarevolucionaria.

Para combatir aquella amenaza y limpiar las ciudades de “elementos socialmente extraños”, las autoridades impusieron, entre otras medidas, la posesión de un pasaporte interno. Sólo las personas con trabajo y domicilio registrado en las grandes ciudades tendrían derecho a él. Aquellos a los que les era denegado deberían regresar a sus lugares de origen dentro de los diez días siguientes o correr el riesgo de ser detenidos por la policía.

Si bien la gran mayoría de los solicitantes rechazados se resignaba a volver a sus pueblos, cientos de ellos, sabiendo que jamás conseguirían el pasaporte, optaban por esconderse en la ciudad. Así surgió una milicia especial que se dedicaba a perseguir a estos individuos desclasados que conspiraban por su mera existencia contra la revolución.

Quienes eran detenidos por carecer de pasaporte debían enfrentar una suerte de juicio sumario que tenía lugar sin su presencia y que finalizaba generalmente con su deportación dos días después. En pocos meses llegaron a ser decenas de miles las personas condenadas a correr esa suerte. Fue entonces que el jefe de la policía secreta, Genrikh Yagoda, y el director de la GULAG, Matvei Berman, le propusieron a Stalin una solución.

Su plan, al que ellos mismos habían bautizado como el “Plan Grandioso”, proponía aprovechar aquel capital humano remanente para volver productivas vastas regiones del territorio ruso que, aunque muy ricas en recursos naturales, permanecían hasta entonces deshabitadas por tener un clima demasido hostil. Gracias al sistema de campos de trabajo se esperaba que aquellos colonos a la fuerza desbrozaran la taiga, abrieran caminos y construyeran pueblos; o al menos murieran en su intento.

Aunque se dice que Stalin habría rechazado la propuesta en mayo de 1933, para entonces un contingente de seis mil personas detenidas en Moscú en vísperas del Día del Trabajador se encontraba ya camino a Siberia. Entre aquellos deportados iba el pobre soldador Vladimir Novozhilov, de quien no sabremos nada más.

El “Plan Grandioso” no era precisamente innovador. Tres años antes, dos millones de trabajadores agrícolas opositores al régimen habían sido enviados a trabajar a asentamientos especiales en Sibería y Kazajistán. Pero esta vez los recursos de los que se disponía para sostener la experiencia eran ínfimos. El traslado en tren hasta el campo de trabajo de Tomsk, a una semana de viaje desde Moscú, resultaba para los deportados apenas el preludio de una pesadilla aun mayor: hacinados en los vagones debían sobrevivir con una ración diaria de 300 gramos de pan que muchos de ellos no llegaban siquiera a comer.

Y es que para cubrir un número mínimo de detenciones, los funcionarios policiales no habían vacilado en detener a cualquiera que no acreditara pasaporte. Así, los contingentes de detenidos resultaban de lo más variados: en ellos convivían niñas de doce años con delincuentes peligrosos. De modo que frente a la escasez de alimentos, la ley del más fuerte se hizo valer.

Al arribar a Tomsk, en el corazón de Siberia, el estado de muchos de los detenidos ya era desesperante. Pero aunque demacrados y enfermos, las autoridades del campo sintieron temor al verlos bajar de los vagones del tren. Nunca hasta entonces habían tenido que lidiar con deportados urbanos y presentían su volatilidad.

Su instinto de carceleros no estaba en un error. La escasez de alimento en el campo de trabajo hizo que a la segunda noche estallara entre los deportados un furioso motín. Los guardias dispararon contra los que pretendían escapar y aunque lograron controlar el estallido al cabo de algunas horas, el clima de tensión no despareció. Era necesario descomprimir cuanto antes la situación trasladando a los elementos problemáticos a campos de destino definitivo.

Las autoridades de Tomsk enviaron entonces un telegrama a la comandatura de Alexandro Vakhovskaya para avisarle que habían resuelto adelantar el envío de prisioneros. No podían esperar hasta finales de junio a que terminara el deshielo de los ríos, tenían que preparse para recibirlos ya. Más de cuatro mil deportados con “problemas disciplinarios” fueron apiñados en barcazas para su traslado hacia el campo de trabajo del norte. El problema era que no había ningún campo de trabajo allí.

Como declaró Dimitri Tsepkov, el responsable de la comandatura ante una comisión creada para investigar lo ocurrido, los prisioneros “no debían llegar hasta finales de junio. El deshielo acababa de empezar y no teníamos nada preparado. No había dónde alojarlos, dónde hacer pan, dónde ponerlos a trabajar. En el comité todos estuvimos de acuerdo en un punto: no podíamos desembarcarlos cerca de un pueblo. Si lo hacíamos, esos bandidos lo habrían destruído a fuego y sangre. Habrían robado, saqueado y masacrado a toda su población”.

Tras reunirse a analizar opciones, el comité de Alexandro Vakhovskaya resolvió que el mejor lugar para instalar a los desplazados era la isla de Nazino, a unos setenta kilómetros aguas arriba en mitad del río Or. Se trataba de un islote de monte virgen de unos  600 metros de ancho por 3 kilómetros de extensión, donde no había más que álamos y pantanos.

El mediodía del 18 de mayo, cuatro barcazas repletas comenzaron a desembarcar prisioneros en Nazino. Eran tantos que a los guardias les llevó todo aquel día contarlos: había entre ellos 332 mujeres, 4.556 hombres y 27 cadáveres. Se trataba apenas de una parte de los que habían muerto durante el viaje; los cuerpos de otros tantos fueron simplemente tirados por la borda antes de llegar.

Para entonces los desplazados se hallaban ya en un estado calamitoso. Muchos de ellos ni siquiera podían mantenerse en pie. Además de encontrarse desnutridos, habían llegado a la Siberia profunda con su ropa de ciudad, demasiado liviana para protegerlos del frío. Tampoco tenían mantas, herramientas ni ningún otro objeto que les permitiera sobrevivir. “¡Suéltenlos y dejen que pasten!”, habría ordenado el comandante Tsepkov a los guardias al desembarcar en la isla, según señala una versión.

Al quinto día de su arribo, cuando los más débiles comenzaban a morir, fueron descargadas en la playa veinte toneladas de harina. Enloquecidos por el hambre, los prisioneros se abalanzaron sobre ella en una estampida humana, intentando juntarla con las manos. Como no había dónde hacer pan, simplemente la mezclaban con el agua del río y comían aquel engrudo con desesperación, lo que produjo un brote de disentería que mató a decenas de ellos.

Al comprender que en esas condiciones no sobrevivirían demasiado, algunos de los prisioneros se tiraban al río abrazados a troncos intentando huir. Pero los pocos que lograban esquivar los disparos de los guardias sin ahogarse descubrían en la otra orilla que no había a dónde ir. “Nos preguntaban: ´¿dónde está la vía del tren?´. Nunca habíamos visto una. Nos preguntaban: ´¿Para dónde queda Moscú? ¿Para dónde Leningrado?´. Preguntaban a las personas incorrectas: nunca habíamos oído hablar de esos lugares”, relató un campesino ostiaco años después.

Cuando días más tarde arribó a la isla un nuevo contingente de 1.500 prisioneros, los oficiales sanitarios ya habían advertido pruebas de canibalismo. Pero a esa altura, los sobrevivientes no sólo se alimentaban de cadáveres sino que habían comenzado a asesinarse entre ellos para comer. En la realidad demencial que vivían una expresión se había vuelto común: “ordeñar a la vaca”.

Las “vacas” eran los desprevenidos a quienes los prisioneros invitaban a sumarse a sus intentos de fuga para comérselos en el camino. Llegado el momento, sus propios compañeros se abalanzaban sobre ellos para asesinarlos y devorar su carne cruda. En plena huida no podían darse el lujo de encender fuego sin correr el riesgo de delatarles a los guardias su posición.

Pero no eran sólo los desprevenidos los que corrían esa suerte: también las mujeres, los débiles y cualquiera que no se pudiera defender. “Las personas se mataban unas o otras”, atestiguó una sobreviviente al relatar el caso de una joven cortejada por uno de los guardias: apenas este se fue, “la gente agarró a la muchacha, la ataron a un álamo y empezaron a cortarle los pechos, los muslos y todo lo que podían comerse mientras ella aún estaba viva”.

La isla se había vuelto una carnicería donde todos eran predadores y presas a la vez. Al llegar el verano los pantanos estaban regados de cadáveres y podían verse trozos de carne humana envueltos en trapos colgando de los árboles por todos lados. El horror y la voracidad convivían en la mirada de los prisioneros que habían logrado sobrevivir.

A pesar de que hubo una investigación posterior, nunca llegó a saberse cuántas personas fueron devoradas en la isla y cuántas alcanzaron a escapar. Un informe enviado a Stalin señala que al 20 de agosto sólo quedaban unos 2.200 deportados de los más de 6.700 que se envió a Tomsk. Por lo ocurrido en Nazino, las autoridades de la comandatura fueron condenadas ellas mismas a un campo de trabajo y se construyó un nuevo asentamiento para alojar a los sobrevivientes, pero a ninguno de ellos se le permitió jamás volver a su hogar.

 

 

 

Canibalismo al paso La Plata - Enero de 1963

Mi cuñado, el miserable inmundo
Aunque por entonces tenía ya 32 años, Andrés Suculea seguía siendo para todos un muchacho, o al menos eso es lo que sugieren las crónicas policiales que sacudieron a los vecinos de La Plata a comienzos del verano de 1963: un muchacho sensible, acaso algo tarambana y poco afecto al trabajo.

Nunca había necesitado tampoco ganarse el pan. Único hijo varón de un próspero comerciante de la ciudad, al quedar huérfano había recibido junto a sus dos hermanas una herencia que le permitía llevar una vida sin lujos pero con comodidad. Y así se había dedicado a hacerlo hasta que la llegada de un extraño personaje a la familia le puso punto final a sus años de paz.

“Temo que pierda la tranquilidad en mi casa. Mi cuñado, el miserable inmundo, pretende hacer de las suyas”, escribe Andrés en su diario íntimo a principios de 1958; y un año más tarde confirmando sus temores agrega: “Cuando pienso que estuvo la felicidad en mis manos, me dan ganas de morir”.

El miserable inmundo era Juan Harjalich, un griego aventurero que se había casado con su hermana Elefteria pese a las recomendaciones de Andrés que no veía con buenos ojos aquella unión.Y es que más allá de que tal vez le molestara la idea de dejar de ser el único hombre de la familia, lo cierto es que el candidato no resultaba tampoco muy prometedor.

Harjalich había llegado a Argentina apenas dos años antes huyendo de Grecia. Según le contaba a todo el mundo —y no hay motivo para no creerle— había tenido que dejar su patria al terminar la Segunda Guerra Mundial por culpa de los comunistas que lo acusaban de traidor. Perseguido o no, se había embarcado junto a otros emigrantes que huían por aquellos años de una Europa empobrecida y al llegar a Buenos Aires había estado viviendo durante un tiempo en la casa de un tal Nicolás Gatanás.

Su plan original no era radicarse, sino reunir dinero suficiente para continuar viaje a Estados Unidos. Y así lo hizo, aunque nunca llegó. Tras una escala en Chile le escribió a Gatanás desde Venezuela comunicándole su intención de regresar y pidiéndole que lo vinculara con alguna muchacha argentina para sentar cabeza. No está claro cómo conoció a Eleftería Suculea, pero en 1950 se casó con ella como quien dice hasta acá llegué.

Ahora miembro de la famillia Suculea por vía del matrimonio, Harjalich se instaló a vivir con ellos en La Plata, donde puso una fonda frente a la Estación a la que llamó El Partenón. Quienes llegaron a conocerla la recuerdan como un boliche de mala muerte que servía ginebra y comida al paso a los habitués del barrio: burreros, vendedores ambulantes, carteristas y trabajadores desprevenidos que bajaban del tren. En la puerta, un buzón colorado servía de parada a un proxeneta rengo que solía regentear mujeres en esa zona de la ciudad.

De la mañana a la noche entre el horno y el mostrador, el aspecto de Harjalich no sería tan alineado como el que puede apreciarse en su prontuario policial. Tenía además fama de tacaño. Los clientes de El Partenón eran a menudo testigos de las ásperas discusiones que solía mantener justamente por temas de dinero con su cuñado.

Ese era el hombre que una tarde de enero de 1963 llegó sin previo aviso a la casa de Juan Giorgia, otro griego de 69 años que vivía en El Dique. En medio del sopor del verano había viajado hasta allí en micro cargando una pesada valija y un colchón que le pidió a su compadre que le guardara hasta esa noche sin explicarle más.          

Tal como había dicho, Juan Harjalich volvió por la noche a la casa de su compadre y le explicó la situación: el imberbe de su cuñado se había pegado un tiro esa mañana y para ahorrarle el dolor a la familia él mismo había resuelto hacerlo desaparecer. De hecho en la valija estaba lo que quedaba de Andrés, le confesó a Giorgia pidiéndole ayuda para deshacerse de él.

Horrorizado por la macabra revelación, el hombre se negó a ser cómplice y lo echó de su casa. Harjalich cargó la valija y el colchón y se fue. Pero un rato más tarde volvió para exigirle a Giorgia a punta de pistola que guardara silencio: ya había hecho él solo todo lo que era necesario hacer.

Acaso arrepentido de su actitud, Harjalich apareció de nuevo a la mañana siguiente ante la puerta de Giorgia. Esta vez le traía de regalo ropa usada, posiblemente del difunto. También había llevado algo de comida que cocinó para ambos y devoró solo ante la negativa de su compadre a comer con él. Al marcharse, el dueño de casa corrió a la comisaría a hacer la denuncia.

Horas más tarde, la policía allanaba la casa y el boliche del griego mientras iniciaba un rastrillaje en un bañado próximo a lo de Giorgia. Allí, dispersos entre los pastizales, se hallaron fragmentos de huesos quemados difíciles de identificar. Apenas un pedazo de maxilar con un diente tallado les permitió a los investigadores establecer con certeza que se trataba de Andrés.

El griego se mostró firme a lo largo del interrogatorio policial. Repitió imperturbable la historia que le había contado a Giorgia y sólo pareció quebrarse al recordar la trágica decisión de su cuñado. Entonces se llevaba las manos a la cabeza y adoptando una actitud de profundo dolor decía: “Por favor no me hablen, no me haben… pobrecito Andrés”.

Según declaró aquella madrugada ante la policía, él simplemente había oído una detonación en la pieza de su cuñado y al entrar lo había encontrado muerto de un disparo en la cabeza. Por eso no estaba intentando encubrir nada cuando resolvió hacer desaparecer el cuerpo, sino ahorrarle a la familia el dolor de enterarse de lo que verdaderamente había ocurrido.

Aunque había sido en aquel momento que tomó la decisión de deshacerse del muerto, no lo hizo de inmediato. Se había comprometido a ir a almorzar con su mujer y su sobrina en casa de unos amigos donde ambas se encontraban de visita. Así que dejó todo como estaba, almorzó con ellas sin dejar traslucir su conmoción y al terminar la comida volvió para ocuparse de descuartizar el cuerpo de Andrés.

Los investigadores no le creyeron ni una palabra de sus piadosas intenciones. Y es que si bien no habían podido encontrar más que unos trozos de huesos, tenían en su poder un revólver 38 que comprometía a Harjalich. No había sido difícil la pericia: el arma poseía un sello identificatorio de la Policía Bonaerense y el agente que figuraba como su titular confesó habérsela vendido al dueño de El Partenón.

Pese a las evidencias en su contra, Harjalich nunca reconoció que lo había matado él. Fue detenido y un juez ordenó enviarlo a la cárcel de Olmos, en las afueras de La Plata, donde se dice que falleció dos años después.

Con todo, el caso sólo quedó resuelto a medias: nunca pudo saberse muy bien qué fue del cuerpo de Andrés. Y es que aun cuando el propio Harjalich aseguró haberlo tirado en la cloaca central, muchos clientes de la fonda recordaban que el griego tacaño había estado extrañamente generoso por aquellos días, vendiendo muy baratas sus empanadas de carne e incluso regalándolas.

El novelista Gabriel Báñez, quien por entonces cursaba el secundario en el Colegio Nacional no muy lejos de ahí, decía haber sido uno de los que comió aquellas empanadas de El Partenón. Siempre que alguien le preguntaba qué gusto tenían, entrecerraba los ojos como buscando en la memoria la palabra exacta para definir esa experiencia irrepetible y decía que “a pollo”, “una especie de pollo más bien dulzón”.

 

Textos 1

Textos 1
"Nada más que un hilo de vida", de Gastón Figueiredo Cabanas

Hoy día hasta la luz se pudre. Ya no hay quien pueda vivir con tan sin nada. No hay más que un hueco de aire hacia arriba, hacia las nubes.

Estamos solos. Antes cuando todavía la luz era blanca y sanaba todo era distinto. Más distinto que todo lo que es ahora. La tierra que se extendía cambiaba con tan solo caminar. Ahora la tierra no cambia, es plana y seca como el papel. Plana como un billete. Eso es, eso vale. Ya no nos cansamos caminando. Esa es la tragedia nuestra. Una roca nos pesa en los pies que nos ataron. Desventura sentimos. Antes creíamos. ¿En quién, por qué? No sé si sabíamos. No nos preguntábamos. Estábamos. Éramos. Ahora buscamos algo. Nada. Buscamos a alguien. Nadie. Solos. Resistiendo todas las inclemencias. Sequía. Inundación. Calores. Venimos de la tierra. No tenemos miedo a lo que ella nos haga. Pero terror dan los monstruos. Contra ellos no podemos luchar. No recuerdo bien cuántas muertes fueron. Pero fueron muchas para no poder recordarlas. Algunas me dolieron más que otras. Me dolió una verdad cuando en la noche vi la luz entrar por el rancho. Entró primero el ruido seco de un tiro y después un grito que fue un desgarro. Salí. Desnuda y alterada estaba la noche. El fuego en los ojos me brillaba. Quieto quedé mudo. Cuando no se puede actuar el silencio y la quietud son aciertos. Cazar animales me lo enseñó. Pensé en el agua. Del río que corría cerca ya no quedaba más que un hilo de nada. Íbamos a buscarla a una canilla comunitaria que estaba a doscientos metros. Rota la canilla estaba. Agua de charco tomábamos. Embarrada el agua. Como los animales tierra líquida bebíamos. El fuego tenía sed y se bebió la sequedad de los dos ranchos. “¡Indios de mierda!”, se escuchó el gritó desde arriba de un caballo. Ya nos habían avisado. En una semana nos nacieron dos muertos más. Marchamos. Uno de doce y otra de quince. Nada nos dijeron. Con un fierro dijo el médico que lo habían matado al de doce. Desfigurado. El rostro como barro quedó. Le abrieron el cráneo. Ensañados estaban. Tres días después apareció la de quince. Violación. Flaquita era. Duro es olvidar el dolor que duele adentro. Era hija de Victoriano Romero. La semana anterior había organizado el corte de la ruta para pedir que no nos hostiguen más con amenazas y muertes, para pedir que se fueran las topadoras amarillas que estaban desforestando. Por pedir nos matan para robarnos. Ninguna autoridad llegó para protegernos. Policía mandaron. Nos tuvimos que ir. “¿No hacemos más que pedir? ¿Hasta cuándo vamos a pedir?” Esas eran las preguntas que hacía Victoriano Romero. “¿Qué es lo que damos nosotros? ¿Nada? ¿Lástima? ¿Pena? ¿Eso damos? ¿Para eso nacimos?” Preguntó. Nadie contestó. Nada podemos dar, pensé. Nada. Ilusos somos. Ilusos porque el bosque se está haciendo chico. Se está volando el bosque como pájaro. ¿Hasta cuándo el bosque se irá yendo? Levanté la mano para hablar. “Habla”, me dijo Victoriano. Hablé. Hambre tengo Victoriano le dije. Sed también tengo. “Mastíquese la lengua”, me dijo. Estaba eufórico. Lo entendí. Es joven. Enterró a su hija. A su mujer la perdió incendiada. Hecha huesos quedó. Perros se la llevaron. Y ahora la niña que era la gracia. Yo la eduqué con palabras. Nieta era mía. Cuentos le gustaban. En la noche cuando era niña los escuchaba. El de las estrellas blancas me pedía. Se lo contaba. Ella era silencio. Los ojos grandes guardaban las palabras. Un mortero hay allá, en el cielo. En ese mortero muele la algarroba una vieja. En el mortero queda la harina. La vieja es más vieja que la vejez. Eso dicen. Eso es. Un día la vieja cansada estaba de moler y se durmió cerca del mortero. En una nube se durmió. Soñó que estaba moliendo la fruta del algarrobo. Soñó tan real que se puso a moler. En el sueño molió. Lo ojos cerrados tenía en el cielo. En el sueño abiertos los tenía. Fue por eso que se le cayó la harina del mortero. Se esparció por la negrura la blancura de la algarroba. Por eso es que aquellas estrellas son blancas… “Acá tiene, beba”, me dijo una mujer y me sacó de aquella tormenta de pensamiento. Una botella de agua me dio. Se fue lejos la sed. Corrida se fue. Se me despejó la mente de pensamientos pasados. Pesados eran esos pensamientos. De recuerdos estaban hechos. Escuché lo que Victoriano decía. Bronca espuma le salía de la boca. Levanté la mano. “Habla”, me dijo. “Habla padre”, me dijo. Le alcancé la botella de agua. Bebió. Rabia seca tenía en los labios de tanto hablar. Yo hablé. Todo está oscuro dije. Oscuro y vacío no hay de dónde agarrarse. Ya no podemos ser lo que fuimos. Ya no seremos lo que éramos. Tenemos que ser lo que somos. Eso somos. Hay que irnos. No tenemos dónde pero hay que irnos. Cómo permanecer acá. Cómo vivir sin vida. Cómo vivir sin sombra. El bosque de allá fue derribado hace años. Yo recuerdo el ruido de las topadoras. Recuerdo los animales huyendo desesperados. Desde aquel día no pararon de avanzar. Desnutrida dejan la tierra. Han penetrado lo impenetrable. Nos han robado el río. Cómo no nos van a penetrar a nosotros. Solos estamos. “¡¿Y nosotros qué somos, fantasmas?!”, gritó Victoriano Romero. Hijo, le dije. Carne y dolor somos. Hijos míos, dije. Somos un pueblo muerto que está muriendo. “Eso no me enseñó usted padre”. Sé lo que enseñé. Sé lo que seremos. “Quiero vengar la muerte de mi hija, de su nieta padre, la muerte de mi mujer padre, la de la tierra nuestra padre, la de nosotros padre nuestro”. Yo no enseño venganza hijo. Nunca quise saberla. Yo enseñé con el pasado cuando el pasado era vivo. La venganza no puede hacer el mañana. Sería un mañana sin luz. “Nuestro mañana no tiene claridad, será más miseria padre, será oscuridad padre”. Ya lo sé hijo. Ya lo vi. Y no podemos caminar en esa oscuridad. Hay que irnos hacia la ciudad. Changa conseguiremos. Acá no podemos quedarnos. Nos están encerrando. Un hueco hacia arriba nos queda nomás de aire. Nada más que un hilo de vida tendrá que cortar la muerte. Nada más que eso.

 

Sobre el autor

Gastón Figueiredo Cabanas nació en La Plata, en el año 1976. Actualmente trabaja como Docente en el Programa Mundo Nuevo de la UNLP y como Profesor de Narración Oral en Institutos Superiores de Formación Docente.
Resultó ganador del Concurso de Cuentos Boulevard (2009) con la obra La Frontera, que publicó la revista virtual El Toldo de Astier; y del Premio en Poesía Letras de oro del Bicentenario (2010) con la obra Periferia. Finalista del V Concurso Nacional Macedonio Fernández de poesía (2008) con “La orilla”; y del Premio Camus-Onetti de Narrativa (2016) organizado por Ediciones del Dock con En el mañana estuve.

"Mi tío Oscar había matado a un hombre" por Nicolás Maldonado

Era sabido en el barrio que siendo chico mi tío Oscar había matado a un hombre. En qué circunstancias y cómo fue que se habían enterado era para mí un doble misterio: nadie hablaba jamás de eso ni se trataba de algo que uno pudiera ir preguntando. Yo mismo no podría decir en qué momento lo supe.

Mi tío no era alguien que pensara mucho en su pasado. Pero en ocasiones, si estaba de humor, le gustaba discursear sobre las experiencias de la vida. Y cuando lo hacía se refería siempre a lo que había ocurrido después; jamás a aquel episodio terrible.

A los trece había huido de Carmelo para comenzar una vida solo en Ensenada, lejos de su familia. Había pasado hambre, sí; y había conocido hombres buenos que lo ayudaron; y otros que habían intentado aprovecharse de él.

Conocíamos bien esa parte de la historia porque solía contarla. Era su manera de advertirnos que no todos tenían una vida fácil y de justificar, de paso, el hecho de que nunca había terminado la escuela. Podía contar anécdotas burlonas o heroicas, pero en cualquier caso resultaba inevitable entrever en el fondo a aquel hombre muerto.

Mi tío Oscar era un vecino comprometido y un electricista honesto. A pesar de su pasado confuso, o acaso por él, todos en el barrio respetaban sus opiniones, por más disparatadas que fueran. Y casi siempre lo eran.

—¡Pero qué idiotez! —dijo buscando que alguno de nosotros le diera la razón. Ni mi primo ni yo le contestamos. No hacía cinco minutos que nos había hecho callar. Cuando veía televisión no soportaba que hiciéramos ruido.

Estaba sentado en su sillón de mimbre en medio de la cocina viendo Combate. El sargento Sanders y sus hombres habían sido emboscados por una patrulla de nazis y resistían a golpes de metralleta. A cada ráfaga decenas de alemanes se desplomaban desde los árboles. Resultaba indignante la forma en que estaban dejándose matar aquellos nazis.

—¡Una reverenda pelotudez! —dijo resentido y se levantó a apagar el televisor. Al tío Oscar no le gustaba que nadie lo tomara por tonto. Por eso prefería en general las series de animales, un tema en el que se consideraba toda una autoridad.

Su conocimiento en ese campo era, sin embargo, mayormente gastronómico. Decía haber comido a lo largo de su vida toda clase de bichos, dando por sobrentendido que eso incluía animales domésticos. Apasionado de la fauna, había convertido el fondo de su casa en un zoológico pobre. Tenía gallinas, conejos, nutrias, palomas, faisanes, gansos y hasta una vizcacha bebé, sin contar a los perros, tres pointers atolondrados a los que jamás pudo enseñarles a cazar.

A excepción de aquellos perros, que eran como príncipes idiotas, todos los demás bichos podían terminar en la cocina de la tía y no convenía encariñarse mucho con ellos. En casa de mi tío Oscar no había nada que no pudiera comerse de algún modo.

Pero lejos de encariñarnos, mi primo y yo, condenados a alimentar y mantener limpio aquel zoológico, habíamos desarrollado una rabia ciega por sus integrantes y solíamos desquitarnos a patadas. O así lo hacíamos hasta que cierta vez apareció muerta una gallina.

Estaba dura, patas para arriba, como si le hubiera caído un rayo. El tío la examinó desconcertado: le observó los ojos; le abrió con los dedos el plumaje de la rabadilla; se la acercó a la nariz y la olió durante un rato hasta decidir que no había razón para que no la comiéramos.

—¡Ni lo sueñes! —dijo la tía Teresa adivinándole la intención. No iba a cocinar aquella gallina. Podía tener una peste o algo.

El tío se puso furioso, pero al ver que con eso no lograba nada pidió que le alcanzáramos los anteojos y la cuchilla. No había cosa que lo pusiera más feliz que ganar una discusión con argumentos científicos.

Puso la gallina sobre la mesa y la abrió de un tajo desde la rabadilla hasta el buche. Mi primo y yo lo observábamos fascinados. “¡Hígado!, dijo indicándonos algo viscoso que tiró sobre el mantel de hule. Y después, “¡páncreas!”, “¡riñones!”, “¡molleja!”; así hasta dar con algo que lo dejó desconcertado, pero que igual puso con el resto sin decir palabra. Sostuvo aquella cosa entre los dedos y nos señaló con la punta de la cuchilla un coágulo diminuto. Satisfecho, agarró a la gallina y se la llevó a la tía.

—¡Paro cardíaco! —dijo—. Acá los chicos no me dejan mentir.

Nos comimos aquella gallina, pero no hubo forma de convencer a la tía para que cocinara todas las otras que aparecieron muertas los días siguientes.

Actitudes como esa y otras decididamente insensatas le habían hecho ganar fama de chiflado. Se contaban en el barrio montones de anécdotas que tanto servían para animar una charla como para recordar que no era conveniente discutir con él.

Y como muchas de sus anécdotas incluían un cuchillo, llegué a deducir que probablemente había usado uno para matar a aquel hombre.

Pasaba mucho tiempo imaginando cómo habría sido aquel episodio y otra cosa de la que estaba convencido era de que se había tratado sin duda de un caso de defensa propia.

Más allá de que me costaba creer que mi tío fuera capaz de liquidar a alguien a sangre fría; había notado en él algo que parecía darme la razón.

Algunas noches, al volver del trabajo nos llevaba con mi primo al patio para darnos lecciones de lucha. Era muy importante que un hombre supiera defenderse, nos decía. Su enseñanza favorita era el factor sorpresa. Y a su modo de ver, lo mejor era aturdir al rival con una trompada en la oreja.

Como dignos aprendices, nos esforzábamos para estar a la altura de sus lecciones y tirábamos manotazos descosidos tratando de imitar los movimientos. Pero a medida que la clase avanzaba, sus demostraciones se volvían cada vez más peligrosas, como si luchara contra un enemigo invisible. Al final, por temor a que llegara a confundirnos con él y nos tumbara de un golpe, buscábamos cualquier excusa para terminar la lección.

¿Era verdad que el tío había matado a alguien? —aproveché para preguntarle a mi primo Federico al final de una clase mientras nos lavábamos para cenar.

“Claro que sí, dijo: a un contrabandista”, y ahí mismo en el baño me mostró cómo. Pero yo sabía que el que había matado a un contrabandista era “El hombre del rifle”, porque lo habíamos visto juntos esa tarde en la televisión.

Aún así durante un tiempo decidí conformarme con el contrabandista hasta que otro vino a reemplazarlo.

Fue una noche en que se cortó la luz y el tío nos contó una historia. Había sucedido durante su infancia. Vivían por entonces en Carmelo un médico y su mujer. Hacía años que sus dos hijos se habían marchado, pero la pareja no estaba sola: un tercer hijo que nadie había visto jamás compartía con ellos la casa.

Este hijo era un lelo grande como un orangután al que mantenían encerrado en el altillo. De aspecto terrible y mente de chorlito, aquel monstruo no resultaba peligroso siempre que estuviera atado. De hecho, algunas veces por semana, sus padres le permitían vagar por la casa con una cuerda alrededor de las muñecas.

Con el tiempo, el padre del lelo había descubierto que no era la firmeza de las ligaduras lo que lo mantenía pacífico, sino el efecto psicológico que producía en su mente enana el saberse atado. Así fue que comenzaron a despreocuparse hasta que al final les bastaba un pañuelo de seda para dominarlo.

Cierta tarde el pañuelo se desprendió. Era la hora de la siesta; el médico y su mujer se habían recostado y no alcanzaron a percatarse del peligro. Al advertirlo ya era tarde: el hijo lelo entró tambaleante al dormitorio y los estranguló en silencio para huir después por los techos.

Era tal el terror de imaginármelo suelto que decidí que si mi tío había matado a un hombre, ése debía ser aquel lelo. ¿Pero cómo se entendía entonces que en lugar de recibir una medalla hubiera tenido que huir de Carmelo siendo chico?

Puras pavadas; no le des importancia me dijo la tía Teresa. Si había alguien que pudiera darme la respuesta era ella. Lo mismo que el monstruo del cuento, nunca salía de su casa salvo para ir al médico. Había engordado mucho y no le gustaba que la vieran así. En cambio, se pasaba el día cocinando exquisiteces para nosotros.

Era un mujer dulce; siempre de buen humor. En el barrio la adoraban. Su cocina era un imán para los solitarios y los rotos. Nunca había menos de dos o tres personas haciéndole compañía. Iban sólo por el placer de conversar con ella y solían quedarse hasta la hora de la cena. Aunque rotaban por temporadas, había algunos que estaban casi siempre; entre ellos, un hombre divorciado de aspecto triste, una viuda y un cura gordo, al que el tío Oscar odiaba particularmente.

Salvo aquel cura, los demás parecían tenerlo sin cuidado. Para él, eran apenas fantasmas en la cocina. Rara vez les dirigía la palabra. Al volver del trabajo se sentaba entre ellos a mirar televisión y no se guardaba jamás de soltar un eructo o tirarse pedos cuando le daban ganas.

Pero si bien solía ser desconsiderado con ellos, nunca había llegado a echarlos, como hizo aquel día en que llegó la carta.

No era común que llegaran cartas y menos una dirigida al tío. La recibimos por la mañana y esperamos ansiosos a que volviera del trabajo para enterarnos de qué se trataba, no tenía remitente.

El tío la leyó y volvió a guardarla sin decir palabra, después le pidió a las visitas que se fueran. Unos días más tarde nos enteramos que el abuelo Horacio venía de visita.

Más allá del efecto que la noticia produjo en el tío, comprendimos que se trataba de un acontecimiento trascendente. Hasta entonces sólo teníamos un abuelo: el abuelo Negro, el padre de la tía Teresa, que vivía a la vuelta y venía todo el tiempo a visitarnos.

¿Pero este otro abuelo quién era? Todos pensábamos que estaba muerto. Jamás se hablaba de él. Entusiasmados por conocerlo hacíamos toda clase de preguntas, pero las respuestas de la tía eran vagas, y al tío no parecía gustarle que lo molestáramos con ese asunto.

Dejamos de preguntar; no se volvió a mencionar el tema; pero era evidente que todos contábamos los días que faltaban para su llegada, y el tío estaba cada vez más extraño. Se ponía furioso por cualquier cosa, discutía con la tía; y aunque había empezado a volver casi sobre la hora de la cena, las visitas dejaron de venir.

Una tarde se detuvo un taxi frente a la casa. Vimos bajar a un hombre alto parecido a Kojak pero con boina. No podía ser ése el abuelo Horacio, pero era. El tío estaba en su trabajo; la tía se alisó el vestido y salió a recibirlo. A mi primo y a mí nos dio la mano. Después se sentó en la cocina a esperar.

“¿Y mi hijo cuándo viene?”, “¿cuándo llega mi hijo?”. Era lo único que quería saber. No quiso tomar mate ni parecía interesado en que le contáramos nada. Un silencio lúgubre se instaló en la cocina todo el rato que estuvo esperando. Ya era de noche cuando preguntó por última vez. Miró su reloj y se levantó de la silla. Lo acompañamos hasta la calle, donde lo esperaba un taxi. La tía cerró la puerta antes de que el coche arrancara.

El tío Oscar llegó más tarde y, si sabía o no de la visita, prefirió no enterarse. Encendió el televisor y se acomodó en su sillón. Al rato nos hizo callar. Mientras terminábamos los deberes levanté varias veces la vista para espiarlo. Llevaba puesto el mismo pullover de siempre con los mismos agujeros en los codos. Sin embargo ya no parecía posible que hubiera matado a nadie.

 

Sobre el autor
Nicolás Maldonado. Nació en La Plata en 1972. Estudió Letras en la Universidad Nacional de La Plata. Integró el movimiento de poesía Turkestán, en cuyo selló publicó El diablo en el maizal y otros poemas. En los últimos veinticinco años ha trabajado como redactor para varios medios gráficos y agencias de noticias. El momento de mayor celebridad en su carrera periodística fue en 1997 al ser atacado por un perro que se suponía rabioso. Tiene un hijo llamado León. Aspira a vivir en otra parte.

"Ruido de alfiles" de Maximiliano Costagliola

                                                                                                                                                       Para Ani, mi gran amor

—¡Hay un muerto y lo tenés que enterrar vos! —sentenció entredormida Lola. Eran las cinco de la madrugada y, como todas las noches, yo hacía piruetas para acomodarme en la cama sin despertarla.

—¿Cómo? —le pregunté con la expectativa de poder estirar el humor absurdo del lenguaje en diagonal

de los sueños.
—¡Hay un muerto y lo tenés que enterrar vos! —repitió categórica y giró la cabeza para hundirse aún más
en el sueño.
Quedé fosilizado. La reiteración sugería una convicción que volvió intimidante lo que comenzó como un juego. Me terminé de acomodar para dormir.
A la media hora estaba levantado nuevamente, presa de una sugestión y una inquietud galopantes. Había un muerto en mi casa y el compromiso de sepultarlo era mío. Lo que indicaba que yo lo había asesinado o, por lo menos, que me cabía algún grado de responsabilidad en su desgracia.
Bajé a la cocina. Por alguna extraña razón me imaginé al finado como un puñado de huesos que se amontonaba al lado de la puerta ventana de la cocina. Me asomé titubeante. Pero en ese rincón sólo hallé el escobillón escoltando mugre sin recoger. Llamé a la perra, que dormía plácidamente en su cucha.
Respondió al instante, con algunos ladridos roncos al principio y luego, con su habitual repertorio de lamidas y cola hiperquinética. Recorrí maníacamente el resto de la casa. Nada.
Confirmar que Laika estaba viva me alivió. Le redoblé la ración de comida. Paradójicamente, me perturbó no encontrar la osamenta desarticulada que me había figurado. Esa curiosa reacción estaba asociada a mi estúpida necesidad de controlarlo todo. Si hubiera dado con el cúmulo de huesos, lo hubiese enterrado y le habría dado al asunto una solución práctica. El muerto estaría donde deben estar todos los muertos: unos cuantos metros bajo tierra. En cambio así, quedaba flotando.
Y había más. Porque con Lola hace siete años que vivimos en La Plata. Compramos un PH con un crédito hipotecario a pagar a treinta años. La cantidad de PH que existen en La Plata es increíble; tantos que ameritaría conocerse como “La ciudad de los PH” mucho más que como “La ciudad de las diagonales”. Nuestro PH está situado al fondo de un pasillo donde hay dos viviendas más. El patio que tenemos es un infame cuadrado de baldosas con paredes de cinco metros de altura porque nuestra casa y la del vecino son de dos plantas. Nada mejor para sentirse claustrofóbico. El opresivo patiecito tiene un cantero de dos metros por treinta centímetros; el único espacio verde de la casa, lo cual no es más que un eufemismo porque jamás germinó césped allí, sí unas pocas plantas que rompen la aridez monocromática de la tierra reseca. De haber existido el manojo de huesos, no sólo lo hubiera podido sepultar sino que además, por descarte, hubiera tenido resuelto el problema del lugar dónde hacerlo.
Tuve que conformarme con sentarme en el borde del cantero y fumar un cigarrillo mientras el amanecer acababa de perfilarse. Cuando lo liquidé, tomé un ansiolítico y me fui a dormir. Esta vez Lola no dijo nada.
Soñé que cavaba incesantemente sobre el cantero sin saber para qué lo hacía. El cantero había sido trasplantado al corazón de un baldío y yo paleaba sin descanso bajo un sol abrasador. A pesar del empeño, apenas conseguía hacer un pozo del tamaño de una sandía. Luego, por esas transposiciones caprichosas de los sueños, aparecía en un entierro muy curioso. Vestido de traje y empapado de sudor por la faena de la paleada, observaba la escena a la distancia prudencial que le corresponde a los que no son allegados a la víctima. Un viejo sepulturero, cuyo rostro acusaba una soledad tan enraizada que parecía canalizar el ínfimo instinto gregario que conservaba hablando exclusivamente con los muertos, procuraba colocar un ataúd del tamaño de un bebé en un pozo de idénticas dimensiones al que yo había hecho.
Descubría espantado que se trataba del mismo hoyo. La misión era imposible. Luego de varios intentos fallidos, el viejo se resignaba y dedicaba una mirada pesarosa a los presentes —invisibles para mí— que se desgañitaban en un sollozo destemplado. En una milésima de segundo, como si la escena fundiese a negro, caía la noche y una legión de ojos brillando despiadadamente apuntaba hacia mí con un dejo de
reprobación vengativa.
Me desperté sobresaltado. El reloj marcaba la una de la tarde. Me di una ducha con la esperanza de despejarme. Fue inútil. La obsesión con esa frase y con el sueño no me abandonó un segundo. ¿Quién era el muerto?; ¿por qué yo lo había asesinado?; ¿era una persona o una cosa?; ¿cuándo había ocurrido el hecho? Me fui a trabajar.
Agradecí que mi jefa hubiera faltado porque no conseguí concretar una sola póliza de seguro. Parecía un zombi. Mis compañeros me preguntaron insistentemente si me sentía mal y yo les dije que sólo estaba un poco preocupado porque habían internado a mi madre.
De regreso a casa paré a comprar comida hecha, Lola había viajado a Necochea por trabajo y llegaba a las cuatro de la mañana. Devoré la cena como si algo me urgiese. Le di a Laika una ración abundante de su alimento —si no me desmarcaba pronto de la paranoia acabaría teniendo una vaca en lugar de una perra—.
Luego estuve un buen rato andando de un lado a otro de la casa como un león en su primer día de cautiverio. Salí a la calle para ver si un poco de aire libre me ayudaba a pensar más claramente. Eran ya las dos de la madrugada. Las luces de neón acribillaban la noche urbana difuminando las siluetas de los transeúntes y los objetos. Todo parecía impreciso, fugaz. Tomé por la calle 71 y fui bajando en dirección a 1. Cada vez que daba con la puerta de un pasillo pensaba: ¿cuántos PH esconderá?; ¿cuántas familias?; ¿cuántas personas?; ¿cuántos mundos? Esa era la forma que tenía mi incógnita. Los PH eran
la representación material del misterio que me estaba torturando. Cuando llegué a calle 1 giré a la
derecha, en dirección a 66.
De pronto recordé una charla con Lola ni bien nos conocimos. Me tanteó sobre la posibilidad de tener un hijo. Yo le dije que no tenía pensado ser padre. Ella sonrió y aclaró que se estaba refiriendo a un futuro mediato. Pero yo le expliqué que un hijo no estaba incluido en mis planes ni ahora ni en cualquier forma de futuro. Sorprendida, volvió a sonreír, pero esta vez amargamente. A los tres años la pareja pasó por una crisis y yo, corroído por el egoísmo y la culpa, le dije que después de todo separarnos sería lo mejor para ella, que yo no era nadie para privarla del deseo genuino y natural de ser madre. Ella me replicó que me
elegía a mí y que en esa decisión estaba contemplada la renuncia a tener un hijo. Mi sentimiento de culpa
se redobló.
Estaba a la altura de 1 y 68 en el instante en que la invocación exhumó esa sensación de culpa de una forma tan vívida que me pareció estar atrapado en un flashback. Cuando volví en mí todo se había teñido de un violeta coagulado. Sentí un leve mareo y una puntada en la boca del estómago. La revelación era flagrante y desgarradora. Bastaba unir la frase categórica con el simbolismo del sueño. Lola había abortado y no me había dicho nada. Había soportado sola y en el más blindado de los silencios el doloroso proceso de la intervención y del vacío subsiguiente para que yo no sufriera atorándome de culpa.
Una vez le comenté, como si le hiciera una confesión de lo más íntima, esa patología a sentir culpa por todo —hasta por existir—. “Lo sabía antes de que lo dijeras, nos conocemos hace más de cuatro años”, me respondió. “Sé que sos culposo y también muy frágil, pero a veces aprovechás esa condición para refugiarte en ella y no asumir ciertas responsabilidades”.
Reemprendí la marcha con las pupilas saturadas de lágrimas que no tardaron en romper. No lloraba por el hijo que no fue. Para ser sincero, creo que tampoco lo hacía por Lola. Lloraba por el lugar en el que me dejaba su actitud sobreprotectora; un lugar que yo había construido con mis excusas pueriles y miserables. El sueño no dejaba dudas: no había sido capaz siquiera de cavar un hoyo del tamaño de un pequeño féretro. En fin, lloraba de asco y vergüenza hacia mí mismo.
Recorrí las dos cuadras que me quedaban para llegar a 1 y 66. Me hallaba en plena Plaza Matheu, una de las menos agraciadas que tiene la ciudad, sollozando como el niño estúpido de 32 años que era. Dicen que hay que estar en el lugar indicado y en el momento indicado. Bueno, yo lo estaba: nada más acorde con mi estado de ánimo que esa plaza árida, oscura y hostil. Pensé, en uno de esos ridículos accesos de falsa temeridad que asaltan frecuentemente a los cobardes en estado de desesperación, en internarme en su centro y quedarme allí librado a lo que pudiera sucederme. El arrebato no sobrevivió al primer paso.
Rodeé la plaza y encaré por la diagonal 73. Estaba realmente aturdido, porque, en general, no me sirvo de las diagonales; de la 73 y la 74, que atraviesan toda la ciudad, jamás. Las pocas veces que lo intenté, buscando ahorrar tiempo y energía, acabé desorientado, gastando el doble de ambas cosas para llegar al lugar deseado. Tampoco recuerdo nunca el número de la calle que sigue a la Av. 32 ni a la 31, situada al sureste, creo. Siete años viviendo en esta ciudad sin poder descifrar la clave de su mayor tesoro: su trazado, sus prodigiosas diagonales que despiertan el elogio de todos los urbanistas y encienden el orgullo
local . Tal vez nunca haya aprendido a aprovechar las diagonales porque no me gustan. Tengo la sensación de que camino ladeado, como borracho, mortificado cada segundo por hacer el contrapeso suficiente para no volcar. Es verdad que hay mucho de neurosis en esa resistencia a las diagonales. Como también lo es que me siento un poco tarado por desorientarme en algo tan elemental como un cuadrado con algunas diagonales. Sólo consigo consolarme un poco llevando la cuestión a un plano más abstracto. La cosa es más o menos así: todo cuadrado tiene al menos dos diagonales implícitas. Mientras no se las ve, nada
sucede. Pero todo cambia cuando se las traza con el mismo grosor que las líneas que delimitan el cuadrado, como sucede con el casco de la ciudad de La Plata, donde las diagonales son calles de doble circulación al igual que las avenidas que lo demarcan. Éste se transforma, por ejemplo, en dos triángulos si se dibuja una sola, o en cuatro si se dibujan las dos. Uno acaba metido en un triángulo o recorriendo el límite que divide a dos de ellos, que a su vez forman parte de un cuadrado. Y ya se sabe que es difícil ver el bosque en lugar del árbol. Por si fuera poco, la ciudad tiene otro puñado de bonsáis, diagonales más modestas.
Decía que estaba apabullado para agarrar por diagonal 73. Quizás se trataba de una pulsión inconsciente por perderme, amanecida de la desesperación en la que me hallaba sumido. Recorrí varias cuadras procurando mirar sólo hacia adelante, porque cada vez que lo hacía hacia mi izquierda, veía en el boulevard, el pozo deficitario que había cavado en el sueño. Pasé por un kiosco que estaba abierto y estuve tentado de pararme a pedir una pala y ponerme a excavar como un arqueólogo desquiciado. A la altura de 61 debí detenerme y esperar que pasaran dos autos antes de cruzar. Mientras aguardaba observé hacia las cinco esquinas. Era enero y a esa hora la ciudad estaba desierta, como sucede habitualmente por el éxodo
de estudiantes.
Caminé una cuadra más y me interné en la plaza Dardo Rocha, decidido a continuar por diagonal 73. Un grupo de jóvenes tardíos —por no decir, flor de huevones— saciaban su sed y su aburrimiento con una ronda de cerveza al pico. Una chica que parecía no formar parte del jolgorio regañaba acaloradamente a uno de ellos. Su irritación crecía al compás de la desidia de su interlocutor, que parecía entretenerse con la escena. Cuando franqueé la plaza, antes de retomar diagonal 73, giré para observar el espectáculo una vez más. Parecía que esa chica se iba a ahogar de bronca. La escena me remitió a un hecho que abría una
nueva conjetura.
Hacía cosa de dos meses, en una larga y tempestuosa charla —de esas que se inauguran con el fatídico “Tenemos que hablar…”—, Lola me había recriminado mi autismo y mi disposición a preocuparme por cualquier cosa de un modo exagerado, dejándola en un lugar completamente relegado. Agregó que mi ensimismamiento había deshidratado la pareja y que la había reducido a una soledad a dúo; podría haber dicho “compañía vacía”, pero el sentido dramático que la inspira en esas circunstancias la inclina siempre por metáforas más tremendistas. Me puse a la defensiva y, más por inercia que por convicción, ensayé algunos contraataques que se estrellaron contra la solidez y el acierto de su diagnóstico. Indulgente, me explicó con ese tono sereno que depone la rivalidad e invita a la comprensión, que ella se sentía muy sola y que ese sentimiento se le hacía insoportable estando en pareja. Sin perder la templanza, cerró la charla con una de esas sentencias formuladas en clave interrogativa para involucrar al otro en la determinación que encierran: ¿Qué sentido tiene seguir así, no? Acorralado, me comprometí a cambiar de actitud. Pero esos cambios no se producen por arte de magia y no se sostienen con temor sino con persuasión. De modo que, a excepción del primer mes, en el que el temor a la pérdida me hizo estar más pendiente, volví a
relajarme. La regresión no fue absoluta. Conseguí sedimentar unos pocos cambios que ella celebraba. Pero
en el fondo yo sentía que eran insuficientes.
Esta hipótesis modificaba el significado de aquella frase espeluznante y de la pesadilla. El muerto era la pareja y la culpa era mía que no había cumplido con la promesa. Lo que me reclamaba Lola era que le diese de una vez por todas el tiro de gracia a nuestra relación, que la enterrara. De allí el sueño. La imposibilidad de progresar con el pozo simbolizaba mi incapacidad para sostener los cambios que ella me reclamaba con justicia. Luego el entierro ése, tan extravagante y trágico, con una fosa tan pequeña que no cabía en ella un ataúd de miniatura, representación de la insignificancia a la que había quedado reducida nuestra pareja y de mi cobardía para ultimarla a pesar de ello. Entonces aparecían todas esas miradas conminatorias señalándome, provenientes de personas incorpóreas, fosforeciendo en la noche como ojos felinos a la espera del zarpazo inaugural y fatídico. Esta nueva presunción resignificaba un dato clave que yo había atribuido a la incongruencia característica de los sueños en la figuración del aborto. ¿Cómo podía ser que el que cavase el hoyo y el que colocase el ataúd fueran dos personas diferentes? El viejo sepulturero, con esa soledad tan curtida grabada en su rostro, aquél en el que yo, desorientado, había proyectado al cirujano, era yo mismo proyectado en el futuro.
La ciudad tiene una plaza cada cinco cuadras, yo llevaba a razón de una hipótesis por plaza. Es evidente que, así como las esquinas, las diagonales lo multiplican todo: los accidentes, las posibilidades, las paranoias —quizás sea la contracara de la magnífica abreviación de algunos trayectos que brindan—. Si seguía obstinándome en transitar por una de ellas acabaría por volverme loco. Iba tan enfrascado que cuando me quise dar cuenta estaba ya a la altura de 55, a una cuadra de la Plaza Moreno. Una sensación de vértigo se apoderó de mí. Una nueva plaza representaba el abismo de una tercera conjetura. Me impuse abandonar esa maldita diagonal que fertilizaba mis fantasías. Miré el reloj para comprobar la hora y descubrí que faltaban quince minutos para las tres de la madrugada. Recordé que el autobús en el que regresaba Lola llegaba a las cuatro. Paré un taxi y le dije que me llevara a la terminal.
La sugestión no me daba respiro y continuaba maquinando aun cuando ya no estaba sobre ninguna
diagonal. Por suerte el micro fue puntual y sólo tuve que aguardar una hora.
Al verme, Lola sonrió expansivamente. Mientras nos abrazábamos me expresó su sorpresa. Le dije que había estado mirando una película que me hizo recordarla y entonces decidí ir a buscarla. Ni bien nos subimos al taxi para volver a casa, volvió a succionarme la paranoia. Ella me contaba cosas del trabajo y yo asentía maquinalmente, absorto en mis elucubraciones. Lo percibió enseguida.
—Mi amor, ¿te pasa algo?
—No, no… —me apresuré a responderle— …estaba pensando que no estaría mal mudarnos.
—¿Mudarnos? ¿Adónde?
—Mudarnos de ciudad. No sé, hay tantos lugares lindos.
—¿Pero qué te agarró? Siempre dijiste que estabas contento de habernos venido a vivir a La Plata
—me interrogó mientras nos bajábamos del auto.
—Es verdad. Pero, no sé, últimamente esta ciudad me hace sentir un poco raro —me justifiqué
vagamente para no contarle todo ese delirio sobre la fomentación de la paranoia y de otras cosas que
suponían las diagonales y que me tomara por un lunático—. Igual olvidate, es una tontería.
—¿Vos estuviste con otra mina?
—No seas boluda, ¿qué tiene que ver eso con lo que te estoy diciendo?
—¿Que qué tiene que ver? Ustedes los hombres son todos iguales: no se bancan la culpa y se sienten
“raros” y se salen con un proyecto disparatado que incluya a la pareja.
—Ya sebés que detesto esas generalizaciones pelotudas. Además, no me psicoanalices. Ya está, te dije que era una boludez.
Mientras se deshacía del equipaje y se lavaba los dientes, me prendí un cigarrillo. Luego otro. Me desesperaba por preguntarle: ¿qué había querido decir con aquella frase?; ¿significaba que se había practicado un aborto estando conmigo o consideraba que nuestra relación estaba acabada? No me animé.
Lo hubiera hecho si no habría estado tan firmemente convencido de que alguna de las dos opciones era
verdadera.
Al otro día volví a machacarme cada segundo con el tema. Me preguntaba una y otra vez cuál de las dos opciones me resultaría menos traumática; si me animaría a preguntárselo y cómo lo haría. Mi jefa me llamó la atención en dos oportunidades. Decidí que así no podía seguir. Tomaría coraje y se lo preguntaría, como me saliese.
—¿Te acordás de lo que me dijiste anteanoche mientras dormías? —le solté sin anestesia ni bien
llegué.
—No, ¿qué te dije? —me preguntó sorprendida por la seriedad con la que le hacía una pregunta a
primera vista trivial.
—Me dijiste que había un muerto y que yo lo tenía que enterrar. Ya estuve pensando lo que quisiste
decir…

—Pará, pará —me interrumpió con una risa incipiente que a mí me fastidió—. ¿Yo te dije eso?
—Sí, y lo hiciste dos veces, porque te pregunté y lo repetiste.
—No te lo puedo creer —declaró al tiempo que lo que se insinuaba como una risa estalló en una
auténtica carcajada.
Me quedé observándola atónito, sin saber cómo seguir.
—¡Qué bueno! —exclamó—. No me vas a decir que no es el comienzo perfecto para un cuento: “Me fui
a acostar y mi mujer me dijo entredormida: Hay un muerto y lo tenés que enterrar vos”.
A la noche, mientras me metía sigilosamente en la cama, balbuceó: “Quiero que me haga un seguro contra insecticidas… ¡¿No me escucha?!, le estoy diciendo que los fumigadores son asesinos a sueldo”.

 

Sobre el autor

Maximiliano Costagliola (Berazategui, 1975). Es escritor, editor y crítico literario. Su novela El arponero del aire
(Seix Barral 2016) ha ganado el primer premio del Fondo Nacional de las Artes y ha sido finalista del premio Emecé.
Su segunda novela, Complejo de Dios, será publicada a principios del año próximo. Ha escrito para diversos
medios. Colabora habitualmente en el suplemento cultural El séptimo día.

"Biografía" de Carlos Rios

Tremendo, el tipo.
Hablaba solo, Nuestro Escritor, como los que nacen y viven toda la vida en el campo (donde el paisano, en soledad, habla con el mate o con la pava, siempre de a uno por vez; sustitúyase paisano por escritor y pava o mate por libro).

Todo lo que dijo está en sus libros y se lo dijo para él, cada palabra, cada signo de puntuación (¿? ¡!), cada vuelta de página no es más que un vientecito diseñado estrictamente para que abanicara su rostro; es así, basta ir a cualquiera de sus publicaciones para comprobarlo. De nada sirve hojear y mucho menos ojear; para el caso es lo mismo. Lo que está ahí, en ese artefacto hecho para la lectura, es una purísima exclusión (la de todos nosotros). Fuera de ellos, de sus libros publicados a la manera secreta de los espías, no hay nada; mejor dicho, hay un mutismo que de tan impersonal asfixia. En esa oscuridad tropiezan los sentidos, ¿para qué entrar en un barro del que hay que rajarse cuanto antes? En fin, resultará inútil la apertura de cierto congresito o seminario ti-ri-tí a orillas de un chapoteadero, a medias peninsular, a medias portezuelo de contrabando (ya funciona la ristra de mensajes y los papers, calentándose ante la convocatoria y propagándose como un refrito cuya mayor habilidad es moverse rápido ante la escasez de aceite).

A los veinte, dicen, Nuestro Escritor tiró al perro desde un quinto piso, donde vivía con su prima esposa (atenti, no es errata). Se dice que quería fiesta y al ponerse denso y por ende espesa la situación, el perro se puso del lado de la señora, hecho que propició el desborde y la posterior detención (del perro hay una foto, en el reverso puede leerse “Terry”, aunque no es posible detectar si es su letra o la de otra persona, menos que menos si fue él quien sacó la foto del animal sentado en un sofá, frente a la televisión). También se dijo que la mujer era una escritora de origen lituano, medalla de plata en gimnasia acuática allá por los años ochenta, cuando todo era otra cosa.

A los cuarenta y dos defecó en la puerta de la SADE, hecho que tuvo resonancia en el gremio porque el revisor de cuentas suplente, hombre conocido por su extrema puntualidad en las reuniones del organismo que empezó a sesionar en mil novecientos veintiocho, pisó con pie derecho el ensortijado soretón de Nuestro Escritor. La historia se supo porque había un letrero

con su firma, misma que remataba las siguientes palabras: “¡Esto es lo que son!”. No hubo dudas al respecto: estaba dolido porque el premio municipal lo había ganado Martha Edith Candioti con su libro Pesares y demonios. La acción fue aplaudida por los más jóvenes (entre los que me encontraba por esa época; quería ser poeta y deambulaba por los bares en busca de inspiración, lo único que pesqué fue blenorragia y un principio de cirrosis) y se escribieron en su defensa más de diez artículos en medios de la capital y del interior. Se supo, también, que Candioti sondeó la posibilidad de que tres o cuatro diputados forzaran una deportación de Nuestro Escritor, cosa que nunca sucedió porque los legisladores consideraron que las diferencias entre ellos rozaban el disparate y manchaban con su mierda a quienes se acercasen con ánimo de intervenir o porque sí, de curiosos nomás. Esto, como sucede con los temas culturales en nuestro país, cayó en el olvido. Y hasta dicen que nada de esto existió, que fueron rumores, fuegos irracionales que se apagaron en el mismo acto de prenderse.

(Toda esta mierdolaga es bien conocida dentro del campo literario y fuera de él; no tiene el menor sentido que se apunte acá, hasta me da paja escribir cada detalle, pero bueno, por algo hay que empezar).

El asunto ese —si escribió o no solo y resolo, para él solito, como loco malo— es central y divide al puñado de estudiantes y profesionales que quieren ocuparse de su obra, a la par que amplifica el interés en otras disciplinas —la antropología, la historia del arte y la sociología se lo disputan en un ring de bordes difusos— su figura es descubierta más allá de los países limítrofes. Especialmente en la República Federal de Alemania, donde son muy afectos a configurar archivos de cualquier artista (si son escritores mejor, todo resulta más fácil), no importa que la equis figurita haya pasado sin pena y sin gloria por los avatares culturales de cierto territorio con visos de nación, emplazado en la ingente y parcial Sudamérica: se ubica a la familia, se compra todo, en cualquier reducto universitario con sede en Alemania se guarda primero, luego hay que salir a buscar profesionales interesados que puedan decir algo más o menos decisivo sobre la obra capturada en los países de abajo. Forros del orto, todo se lo llevan.

Si escribió todo para él (es el asunto). Hay una primera posición al respecto, la más radical, y sostiene que todo escritor siempre escribe para sí mismo. No hay otra posibilidad. Punto. Y después está la otra: la escritura de uno, sin la lectura del otro, no existe. Es menos que nada. En este punto, debo decirlo, la cosa no me va ni me viene. Que cada uno haga lo que se le venga en gana. Que escriba, que lea. Que se pase los libros por el arco del triunfo. Si algo vale en este asunto, me parece, es la migración de datos de una base a la otra. Las posibles rupturas. La desconexión de una obra con el mundo y con su autor.

Apunto estas palabras mientras los vecinos de departamento discuten acaloradamente. Por suerte, pienso (¿por suerte?) no hay quinto piso ni perro. Voces entreverándose como nudos marineros hacen vibrar las paredes. Hay, por supuesto, una escala de reproches que finaliza en dos palabras: “vos”, “vos”, dichos con distintas entonaciones, en una voz de hombre y en otra de mujer, a veces las escucho transformarse o hacerse una voz que rompe el aire con su sola matriz, el odio y el rencor, escribamos que hay fricciones donde el amor hace lo suyo también, voces que se hacen una hasta ya no darme cuenta quién dice “vos” y quién “vos”; gritos, reproches de dos que piensan la relación para sí mismo, algunos dicen que es la única manera de que algo sobreviva. “Vos pensás solamente en vos”, dice ella, él le responde con las mismas palabras, ligeramente mezcladas: “Solamente vos pensás en vos”. Hay un pase de vajilla. Un vaso ¿un jarrón? cae al piso. El vecino dice: “Soy un boludo”. Ella se erige, una vez más, sobradora y dueña absoluta de la razón cuando le suelta un “¿Viste? ¡Te lo dije!”. Después nada, ponen una película donde se suman otros que gritan. Decenas, cientos de personas reventándose al gritar. ¿Es una guerra? ¿Será deporte? ¿Una tragedia nacional? ¿La catástrofe tan anunciada? El sonido de esos gritos me perturba, por encima de todo consiguen angustiarme cuando me llevan a la discusión que tuvieron, allá lejos y

hace tiempo, Nuestro Escritor y su prima lituana. Recuérdese aquel asunto del perro. El quinto piso. La pelea.

En su declaración judicial ella habrá dicho, todavía presa de la conmoción: “Aš turiu šunį” (Yo tengo un perro). Y al preguntársele sobre la relación que mantenía con su primo, entre lágrimas habrá pronunciado, no sin cierto espiralamiento idiomático, estas palabras que parecen provenir de una alegoría: “Niekas su manimi nedraugauja, manyje yra 60 procentų vandens” (Nadie sale conmigo, hay 60 por ciento de agua en mí).

Acá el hilo se pierde y la antena que hay en mi cabeza ya no capta las señales. Es un buen momento para retirarse y pensar, con un gran vaso de vino en la mano, sobre la eximición de las biografías.

* *

Ya es otro día (agosto, 23, 2016).

Nubes, tedio, un sol mezquino alumbra la casa al otro lado de la calle; la sombra de unas ramas sobre la pared proyecta un grupo de galgos en la nieve; el timbrazo del camión del agua; quejas del vecino porque el gas no le llega y ya lo quiere pagar; ¿soy un mal escritor cuando escribo que la incertidumbre se anuncia bajo la forma de una factura que no llega a destino? Leo en un libro de Mircea Cărtărescu (¿lo habrá leído aquella prima lituana?): “He querido contarlo todo sobre mí, absolutamente todo. Pero la ilusión ha sido más amarga si cabe, dado que la literatura no es el medio adecuado para decir algo real sobre uno mismo”. Es el epígrafe que esta historia necesita. El día está lindo y hay que lavar ropa, dejamos acá.

* *

MORALEJA

Asumido, el impulso biográfico
es un desperfecto

 

Sobre el autor
Carlos Ríos. Nació en Santa Teresita, República Argentina, en 1967. Es autor de los libros de poemas Media romana (2001), La salud de W.R. (2005), La recepción de una forma (México, 2006), Nosotros no (2011), Perder la cabeza (2013), Unidad de traslado (2014), Deserción en Ch’ongjin (2014), Excursión a Farandulí (2015), Un poema llamado novela (2016) y Cucarachas (2017); de las plaquetas Códice Matta (México, 2008) La dicha refinada (2009) y Háblenme de Rusia (2010); de las novelas Manigua (2009 / España y Brasil, 2016), Cuaderno de Pripyat (2012 / Francia, 2016), Cielo ácido (2014 / Chile, 2016), En saco roto (2014), Lisiana (2014) y Cuaderno de campo (2014); Obstinada pasión (Chile, 2015), Rebelión en la ópera (2015) y Un día en el extranjero (2015); y de los relatos A la sombra de Chaki Chan (Uruguay, 2011), El artista sanitario (2012 / España y Brasil, 2016), Casapuente (2014), Dos padres (2015), Las gallinas de Kauai (2016), Un relato infantil (2016) y La destrucción empieza por casa (2017). Actualmente integra el consejo editor de BazarAmericano.com, dirige el proyecto editorial de la Oficina Perambulante y coordina talleres de escritura en cárceles de la provincia de Buenos Aires.

El texto Biografía fue publicado en 2017 por la Oficina Perambulante.

"Naked Almagro" de Carolina Bruck

A través de la mirilla parecía una muñequita articulada de plástico: una Barbie morocha atrapada en un túnel cóncavo y despintado. Aunque quizá (por la superposición de bolsos de distintos colores) se la podía pensar como un Ekeko mujer con varios kilos de menos.

Por ese lado anduvo el epígrafe que me armé mentalmente de Luciana al abrirle, el que hubiera colocado si su foto estuviera en la sección Documentos de la revista en la que hago corrección de estilo cada mes: “Ekeka anoréxica, circa 2005, museo de cera, Soho, New York”.

Con la cartera vinílica y las bolsas de regalo, traía un sobre de papel madera grande bajo la axila. Lo dejó en la mesa del recibidor para abrazarme; cada diciembre, cuando nos visitaba a Pedro y a mí, no sé por qué, me abrazaba como si fuera su amiga de toda la vida. Ahora, además, estaba Matilde: tiernita, dulce, recién sacada de mis líquidos amnióticos.

—Hola, Sole, tanto tiempo. ¿Cómo se dice? Felicidades. No se te nota ni un poco. Uy, tenés un coso mojado en el medio de la teta.
Qué sería lo que no se me notaba ni un poco. ¿La maternidad?, ¿las felicidades?, ¿los resabios de la placenta en la entrepierna?, ¿la cuarentena?, ¿los tres meses sin poder terminar de leer una novela? ¿Era bueno que no se me notara ni un poco?, ¿no sería mejor que se me notara? Intenté tapar con un chal el pezón mojado que se transparentaba a través de la bambula blanca.  
—No es nada, dejá, si total ya no sale. Las tengo tan cargadas que me explotan. Me estaba ordeñando. ¿Vos cómo andás?
Luciana tomaba un vuelo New York Buenos Aires cerca del veinte de diciembre todos los años, para brindar con sidra La Victoria y garrapiñadas de Georgalos en el tres ambientes de Boulogne Sur Mer y Valentín Gómez en el que vivía su hermana con el marido y los trillizos. Desde la terraza del tres ambientes se veía el dormitorio de los vecinos y la azotea cubierta de hollín de un comedor peruano. Pero también el edificio de los setenta balcones y ninguna flor de Baldomero Fernández Moreno, y esa experiencia literaria, nos volvía a contar Luciana cada vez que nos visitaba en Navidad, le arrancaba dos o tres lágrimas.
Quizá por eso cuando la NYU le daba las vacaciones de invierno, ella interrumpía su tesis de doctorado sobre los rastros de los relatos aborígenes en la literatura escrita en Latinoamérica para visitar a los sobrinos y hacer la gira por las casas de los amigos de la escuela o los compañeros de facultad o los ex amantes que se habían quedado. Pedro, el papá de mi bebé, era uno de ellos. De los ex amantes. Como casi todos los demás, nosotros seguíamos viviendo en Almagro.
—Pedro se está duchando, la bebé duerme: te la muestro de lejos. Si tenés que hacer alguna cosa por acá cerca, hacé nomás. Si no, esperamos.
Titubeó un poco y finalmente puso los bultos sobre el sofá del living, que mamá había cubierto con papel film para que no se arruinara el terciopelo. En lugar de ella me hubiera rajado; el living olía a una mezcla de mierda y desinfectante; el piso estaba sembrado de toallitas húmedas y papeles de golosinas dietéticas de distinto tipo, que yo devoraba después de cada toma.
—Tengo algo para mostrarte —me dijo Luciana.
Agitaba el sobre como un sonajero; intentaba, creo, marcar el ritmo de la canción de cuna que sonaba en el equipo de música.
Quise agarrar el sobre pero no me dejó. Por qué se haría la misteriosa, si yo conocía el contenido. Cada diciembre, Luciana me traía una copia del paper que presentaría en la revista, para que se lo revisara antes de enviarlo al comité de redacción. El comité la aceptaba casi siempre, una doctoranda de la NYU como colaboradora permanente le daba lustre a una publicación del Tercer Mundo. Mientras tanto, yo corregía sus anglicismos.
—Esta vez es otra cosa. Un art project.
Ahora también era artista. Tenía los labios finos, pero se los delineaba por afuera y no se le notaba. Cuando sonreía, como después de pronunciar la frase “Un art project”, sí se le veían las arrugas que se le habían formado en estos años. En eso estábamos parejas, hasta podía decir que ella estaba más surcada que yo. Me alegré por eso, y también (un poco) por el art project. Al menos no tendría que corregirlo. Sentí un pinchazo en la teta.
—Si no te enojás, me tengo que seguir ordeñando. Para que se me emparejen.
—Así se dice: “¿ordeñando?”
Luciana puso cara de “ese verbo nunca sería aceptado por el departamento de estudios de género de la NYU” y volvió a guardar unos cartones que había empezado a sacar del sobre. Miró como distraída la puerta del baño. El ruido del calefón seguía retumbando en las paredes del living. Sacó de la biblioteca uno de mis diccionarios de dudas y se sentó a ojearlo en el borde de una de las sillas de algarrobo; parecía que se iba a caer en cualquier momento. Recién ahí me di cuenta: desde su llegada, no se le había borrado la sonrisa. Pensé que eso también favorecía los surcos, y nuevamente me alegré.
Desde el nacimiento de Matilde, la única mesa del departamento estaba cubierta de un vinílico de ositos, y sobre los ositos que (como Luciana) nunca dejaban de sonreír, se amontonaban el sacaleche eléctrico y el manual, las pezoneras, diferentes tipos de chupete que no habían funcionado con Matilde, óleo calcáreo y un pedazo de pan a esta altura un tanto verdoso. El sacaleche eléctrico me había pegado una patada y no lo usaba más; el  manual me recordaba a un novio de la adolescencia que insistía en morderme los pezones como si fueran un pedazo de chicle jirafa.

Así que tenía los dos sacaleches de centro de mesa y me ordeñaba adentro de un tupper con agua tibia. Mientras me apretaba las tetas y veía cómo una anguila blanca y delgadísima salía de mi pezón, y se desplazaba haciendo espirales en el agua, me sentía una especie de animal fantástico, autosuficiente.
Me acordé de que en uno de sus papers, Luciana había hablado de las fotos que los europeos tomaban a las indias latinoamericanas en tetas y del modo en que hablaban de esas mujeres, animalizándolas, en sus diarios de viaje. Había desarrollado en el trabajo una hipótesis sobre esa mirada, decía que en el modo de componer el cuadro, los viajeros mostraban una sensación ambivalente, entre un erotismo a lo Gauguin y un racismo a lo Julio Argentino Roca. Todo esto pude acordarme, así de golpe.
Luciana desviaba la vista, como si mis tetas rebosantes le ocasionaran algún tipo de pudor. Mordisqueé un chocolate dietético y, para que dejara de manosear el diccionario, le pregunté cómo se le había dado por esto del arte, por el art project.
—Por mi cara de latina —respondió sin mirarme a los ojos.

Me contó que, en realidad, ella no participaba ahí como artista sino como modelo, que una tarde los había visitado en el campus un fotógrafo que exponía en el MOMA y que se había quedado atónito delante de ella.
—Me hizo poner de frente. De perfil. Mirando para arriba. Con los ojos cerrados. Y me propuso lo del art project. Soy un prototipo de latina, para él.
Me miré con disimulo en el espejo del aparador. Entre la porcelana de mi abuela y una caja de ácido fólico vi al prototipo de la ojera. Una ojera violácea, con toques de gris y cierto contraste negro. ¿Qué diría el fotógrafo del MOMA frente a mis rasgos desfigurados, mi pelo rubio paja y la panza que insistía en sobresalir de las calzas? No parecía ser el prototipo de la latina; sin embargo, si salíamos a caminar por Almagro, seguramente más de uno identificaría a Luciana como turista extranjera y yo quedaría

mimetizada con el paisaje. Quizá Almagro ya no formaba parte del mundo latino, al menos del mundo latino que interesaba a los artistas en New York.
Luciana revolvía otra vez el sobre. Ahora sacaba los cartones y miraba las fotos con fascinación, pero no me las mostraba.
—Como tus indias —le dije en un rapto de inspiración—. Posaste como tus indias. Solo que en lugar de ser el fotógrafo el viajero, la viajera fuiste vos.
No me escuchó. No quise insistir en el tema, siempre es bueno tener un contacto afuera, aun cuando haya sido amante del padre de tu hija. Reclinada sobre los cartones que todavía no me mostraba, Luciana no era Salma Hayek ni Jennifer López. Por un momento, me pasó por la cabeza la beca que rechacé para no dejar solo a Pedro en su primer trabajo como restaurador en un museo nacional. También, la posibilidad de viajar a Barcelona que no consideré cuando pusimos todas las energías en buscar a Matilde. Y la búsqueda que se demoró dos años.
La dejé un minuto sola para cambiarme de camisa. Vi a la bebé dormida bajo la manta que había sido mía. Ese movimiento de los labios durante el sueño era un reflejo, no una sonrisa, había dicho el neonatólogo. Pero para mí se había equivocado.
Cuando volví al living, Luciana me extendió los cartones.
—A ver qué te parecen, Sole —me dijo—. Creo que a Pedro le van a interesar.

No parecía una Ekeka, claro, si no llevaba bultos encima. Tampoco ropa: Luciana estaba completamente en pelotas. De fondo: el puente de Brooklyn, una panorámica de Manhattan, la Quinta Avenida, el Rockefeller Center. Ningún erotismo a lo Gauguin, pero tampoco racismo a lo Julio Argentino Roca, ni siquiera el morbo de Woody Allen: el fotógrafo del MOMA practicaba una minuciosidad a lo libro de anatomía, pero sin el aura científica que otorgaba el anonimato. Me llamó la atención que Luciana tenía el monte de Venus casi totalmente depilado, excepto por una línea que cubría los labios. No me animé a preguntarle si ya lo tenía depilado así o había sido un pedido del fotógrafo: ¿sería ese el monte de Venus prototípico de las latinas?
Me acordé de un episodio un tanto confuso: yo tendría unos diecisiete años, empezaba a estudiar cine, y un director de cortometrajes me invitó a participar como actriz en una de sus obras. Nunca había estudiado actuación, pero la invitación me halagó mucho más que si me hubiera propuesto ser directora de fotografía. Al llegar al primer ensayo, el tipo me metió en una especie de quincho en el fondo de su casa; me esperaba una chica de mi edad vestida con una túnica negra: la representación estereotipada de la muerte. Me hizo poner una túnica blanca y me pidió que me acostara en el piso y que cerrara los ojos. Después de unas pocas palabras sobre el personaje que iba a interpretar (algo así como la vida o la juventud o la primavera) lo único que sentí fue la túnica de la otra chica rozándome todo el cuerpo y los jadeos del director que retumbaban en la habitación como si estuviéramos adentro de una cueva. No me atreví a abrir los ojos hasta que me dijeron que lo hiciera. La chica estaba en una esquina y el tipo tomaba notas. Volví a mi casa contenta por lo bien que había salido el ensayo. La película nunca se filmó. Una lástima: tendría algo para mostrarle ahora a Luciana.
—Y, ¿qué te parece?
 Frente a las fotos, como casi siempre me pasaba ante las obras de Pedro, no sabía qué opinar. Intuía que cualquier cosa que dijera sería incorrecta. No políticamente incorrecta, sino falta de verdad. Desde algún punto de vista, esas imágenes podrían ser interesantes. Siempre y cuando fuera otro monte de Venus y no el de Luciana el que apareciera en ellas. Desde algún punto de vista, esas imágenes podrían ser intrascendentes. Siempre y cuando fuera otro monte de Venus y no el de Luciana el que apareciera en ellas.
Mareada por tanta epidermis hiperrealista, no escuché que el calefón dejaba de hacer sonar campanas en el living. Entre las mostacillas de la cortina divisoria apareció Pedro, con una toalla en la cintura. Él también estaba sin dormir, pero en su cuerpo no se notaba tanto la devastación de los últimos doce meses. Sobre las fotos de Nude New York, así se llamaba el art project, se me sobreimprimió la imagen de Pedro desnudo, recorriendo el cuerpo latino y depilado de Luciana con una pluma de paloma. De fondo, en lugar del Rockefeller Center, se veía el templo evangélico que hacía pocos años había reemplazado al viejo mercado de las flores. Se me ocurrió que un proyecto así se llamaría Naked Almagro y definitivamente no pasaría la preselección del MOMA. Le hice una seña con la mano, que ella entendió.
—No se las muestro, entonces.
Luciana volvía a esconder las fotos en el sobre. Desde el cuarto se escuchó el llanto de Matilde: corrí a buscarla y la llevé envuelta en mi manta hasta el sillón de papel film. Pedro volvió a aparecer, esta vez con short y remera. Tomó a la beba en brazos y la apoyó en el parquet para que gateara.
Para cambiar de tema, saqué otra vez el diccionario de la biblioteca. Busqué las justificaciones para descartar los anglicismos que otras veces había encontrado en los papers de Luciana, y, con tono de cura párroco, comencé a leérselas. Le repetía detalles insignificantes —la grafía de las décadas y los años en español o las restricciones para el uso de los gerundios— como si no conocerlos fuera un pecado mortal.
Me sumergí en varios manuales de estilo para ubicar un adverbio un poco raro. Esperé su argumentación sobre los usos extranjeros de la lengua que a la larga van a terminar por ser aceptados. Pero no dijo nada. Entonces Matilde se me acercó gateando y estiró los brazos para que la levantara. Lloraba; parecían cólicos o alguna otra molestia incierta. La apreté contra mi pecho, revisé que su pañal estuviera limpio y me balanceé para tranquilizarla. No sonaba la canción de cuna, pero a mi hija la calmaba más el freno de los colectivos, las bocinas de los autos y los cantitos de una marcha que componían nuestra banda de sonido desde la calle Corrientes.
Ahora Matilde no lloraba más, se reía a carcajadas y me mordía los dedos. Entonces —por primera vez en varias Navidades— descubrí que Luciana me miraba. Pero me miraba con una atención ausente; parecía ciega.

Sobre la autora

Carolina Bruck. Cuando terminé primer grado, en una escuela de La Plata, no sabía escribir en español. Sí (cosa rara) dibujaba un par de letras en hebreo. Mis viejos me internaron en lo de una maestra particular, de voz dulce y caligrafía redondeada. Supongo que ahí está el origen de todo. Como para compensar esa falta inicial, me moví y me muevo por todo tipo de oficios vinculados con la palabra. Estudié Letras, conocí a distintos maestros: Báñez, Villoro, Pampillo, Sifrim. Escribo, edito, enseño a leer y a escribir, hago guiones de documentales. Publiqué los libros de cuentos Fast food, Las otras (Adriana Hidalgo) y No tenemos apuro, a este libro pertenece (Club Hem 2016) libro que contiene “Naked Almagro”.
Las otras recibió el Premio de narrativa de la Biblioteca Nacional y uno de sus relatos forma parte de la Audioteca de autores argentinos. El abecedario español no me lo olvidé; de las letras del hebreo solo recuerdo una, cuyo nombre Borges repitió en un cuento. Mejor no la menciono: para qué meterse en problemas.

"Las changas" por Francisco Magallanes

Fue antes que se dieran cuenta de la historia que cuelgo. Viste lo que es, Nene. Una locura, hasta yo me enamoro. Es como el edificio de Verón, ese rulero largo y grueso. Ya sé que soy un poco exagerado, pero en esta no miento. ¿O no, Nene? No importa, no contestés, seguí con tu changa.

Digamos me llevó un tiempito entender que era algo extraordinario. Cuando empecé a laburar para el Cala ni lo sospechaba. Hablando de sospechar ¿cerraste la puerta con llave, no? Entra un cliente o un remisero perdido y nos echan a los dos. Sos de confiar así que metele. Sos bueno, tenés clase y estilo como si lo disfrutaras parece. Yo te voy a enseñar para que puedas progresar. Lo primero que tenés que entender es que trabajando lo único que vas a lograr en toda tu vida es pucherear. Lo único que te va a sacar a flote alguna vez son las changas, y en eso soy maestro. La primera me apareció cuando vendía golosinas en el tren. Tenía apenas trece años y no me gustaba el colegio. Me aburría. Mi viejo no quería vagos en la casa. Me mandó a hablar con el Cala. Él manejaba toda la venta ambulante de la estación de trenes. Tenía hasta oficina dentro de la estación. Él me dijo cómo eran las reglas. Yo acepté. Esa primera semana me costó encontrar la venta. Todavía estaba verde. Entonces el Cala me compró un choripán, una gaseosa y me dijo yo te voy a ayudar, Nene. Me llevó hasta los galpones. Era un tipo bajito y flaco, una cagadita, pero me caía mejor que mi viejo, era un mostro, la tenía re clara, manejaba un montón de pibes, lo respetaban. No era un gil laburante. En los galpones había una humedad permanente. Lleno de vagones en reparación y algunas locomotoras monstruosas. Nunca había visto ni piezas, ni herramientas tan grandes. Se sentó en uno de los asientos de cuero y se bajó la bragueta. Ganate una changa Nene y te cuento los secretos para ser el rey de los vendedores, me dijo.

                                                  *

Por el mismo precio que venden los demás vos le sumás otro alfajor y un dios lo bendiga. Parece cuento pero funciona. Había vendedores con más de treinta años de oficio y yo era el más pibe. Flaco, desgarbado, chupado y melena finita rubia lleno de granos. Así como vos ahora Nene. Quién va a dar un mango por vos así de flacucho. Hasta parecés un poco enfermito. Bueno yo era igual a vos y fijate ahora, arrimando los sesenta soy un toro. Pero el Cala pensó en mí, como yo ahora pienso en vos. Me preguntó si me interesaban las changas. A mi me encantaba como sonaba esa palabra, pero mucho más me excitaba que tuviera que ver con la guita. Yo desde que conocí la guita no me interesaron más las figuritas. De pibe la comida no faltaba pero plata no había. Bille. Yo le sacaba dos pesitos de la cartera a mi mamá, y trataba de multiplicarlo, ya desde pibito te digo, Nene. Y como me dijo aquella tarde el Cala, si no lo hacés vos lo hace otro. Vos me entendés, Nene. Hay que laburar, pero la diferencia la hacen las changas. Yo me di cuenta enseguida, sí, en cinco o diez minutos ganaba lo que me llevaba cinco horas de vender alfajores. Yo empecé como vos hasta que uno se dio cuenta. Entonces las changas empezaron a ser más frecuentes. Un día me llevaron a un hotel y me tuvieron todo el día dando manteca. Todo carne de chancho. Si vos tuvieras esta nutria podrías hacer guita en serio. Te digo por más de diez años si te cuidás de la falopa. La firufa te quita potencia y te cuesta llegar a los diez palazos por día. Cuando me independicé tuve suerte porque me podrían haber limpiado. No son bebé de pecho pero cómo les gusta el bigotito de leche.

                                                       *

A ver mostrame Nene, sin vergüenza dale, yo te puedo conseguir una buena changa, no te olvides que sigo siendo amigo de Pablo, soldado de Pablo, y él siempre ayuda a los amigos, siempre hay una changa para todos. Igual lo tuyo no es lo que tenés entre las piernas, más golondrina que nutria, pero tenés buen sobre y eso siempre suma. Ojo, ojo, ojito, escuchame bien Nene, te tiene que gustar laburar con el cuerpo, vos fijate este nutrión ni se queja y empezó hace años a trabajar. Empezamos, digamos empezamos que el tipo no camina solo. Yo empecé con servicios a domicilio y telos en la época de los taxiboys y no le hacía asco a nada: gordas, feas, escuálidas, sin dientes, viejos, putos, travestis, lo que fuera que pudiera pagar mi hora. Todos clientes de la nutria, de este pedazo que hasta Borges o Einstein o cualquiera de esos cerebritos hubiera querido tener, te aseguro que hubieran cambiado todo por un cuadril así. Bueno que te voy a contar a vos, si lo estás laqueando por poco; no te preocupés que te aviso, ya te dije; tranquilo que lo puedo aguantar dos horas más que no te va a pasar nada. Te ganás otros veinte. Lo manejo con control remoto. Hablando del control remoto ¿No lo viste? Lo tenía clavado en el culo. ¿Te gustan estos barbudos que cazan cocodrilos? Ganan fortuna. En dólares. Lo que pasa es que te jugás la vida todos los días. Eso se cobra. Pensá, te agarra un cocodrilo de esos y te arranca el brazo, en el medio del pantano, te morís desangrado como un perro. No todos tienen la suerte de Daniel. Pobre Daniel, vos sabés que compartí un par de picados. Tipazo. Muy callado, pero buenazo, gente buena. Un asesor de Daniel, me ofreció buena guita por hacer la Ruta 2. Pintarla de naranja. Y ahora se echó todo a perder. Le dieron las changas a la 12. Mauricio como bostero me dio muchas alegrías, pero es un culo fino, la quiere toda para los suyos. Es tan gato que hasta los perros se dan cuenta. Yo sigo soldado de Pablo y eso que algunos, después de la tragedia o la catástrofe, abandonaron el barco como ratas de tribuna y ahora le hacen la segunda a ese tal Julio, que agarró todotodo. Pero yo nunca, tengo lealtad. Y además le tengo aprecio a Pablo. Son muchos años. ¡Las changas! ¡Qué culpa tiene el tipo si justo estaba de vacaciones! Me da una pena Pablito, Nene.

 

Sobre el autor

Francisco Magallanes. Nació en La Plata, República Argentina, en 1981. Estudió Comunicación Social en la U.N.L.P. Dirige las editoriales Club Hem Editores y Malisia Editorial. Es autor del libro de cuentos Los impuntuales (Club Hem, 2014); del libro de poemas El observatorio (Fa editora 2016) y de las novelas El palomar, El bibliotecario, El idilio, aún inéditas. Fue finalista en el VIII Concurso de Cuentos Haroldo Conti de la Provincia de Buenos Aires. Participó en diferentes antologías de la región. Trabaja con talleres experimentales de escritura y de seguimiento de obra y edición. Coordina los ciclos de lectura Hasta que choque China con África (narrativa) y Las 4 fantásticas (poesía).

 

"El propio peso del caracol" por Eric Schierloh

I am interested in art as a means of living a life;
not as a means of making a living
Robert Henri

día 1

Hace un siglo el sueño de las vanguardias artísticas era hacer de la vida una experiencia estética, es decir, hacer de una vida una obra. Llueve.

día 2

Pero se trata también de hacer de una obra, de cada obra una experiencia vital—de aquí la natural inclinación o tendencia a la experimentación con las formas, los materiales y los procedimientos. La miel se disuelve lentamente en el fondo de la taza de té rojo.

día 3

Si se opone a algo entonces la obra se opone—aunque con un movimiento más de aikido—al tedio de la repetición, y a la obligación —que es la madre de la deformidad. Oigo a mi vecino que maldice mientras intenta construir algo.

día 4

Significa que abrimos los ojos y nos levantamos día tras día y sumergimos la punta de los dedos en esa corriente donde nadan las ideas y después cerramos los ojos porque acabamos de encontrar algo en que confiar. El gato también reclama un desayuno.

día 5

Entonces las ideas son como peces, sí. Y hay que pescarlas (crear el tiempo para pescarlas) en la corriente de esa consciencia, en el agua de todo lo que vivimos—nuestro conocimiento de (y estadía en) el mundo. Me pregunto quién, acaso en la soledad de un refugio de materiales endebles, le habrá dado forma a la primera cuchara.

día 6

En unos términos la obra puede no tener sentido, aunque sí—y mucho—significado. El trueno dice algo muy diferente a lo que la lluvia sugiere.

día 7

Por más sencillo que sea o aparezca, todo, cualquier cosa en la obra, surge de un nivel más profundo e intuitivo. Antes de que por fin claree escucho revuelo de pájaros en la desnuda copa del fresno.

día 8

La obra es un dispositivo aproximativo, y aproximativa es la relación—y tensión—que guarda con el contexto de producción, los materiales y la vida que le hizo lugar—que la hizo lugar. El árbol de naranjas da naranjas de color naranja sólo después de haber dado una cierta cantidad de naranjas amarillas como limones que no saben del todo a naranjas, ni siquiera a naranjas amarillas.

día 9

En gran parte la vida artística consiste en hacer tiempo y lugar para que las cosas ocurran—para intentar pescar, simplemente. El perro duerme una siesta que es también una invitación.

día 10

El des—tiempo y el des—fase de la obra. La obra llega cuando llega al lugar que llega—demora y desencuentro. Suena el teléfono pero cuelgan antes de que pueda decir nada.

día 11

Hacer las cosas nos permite ver más claro el elemento extraño—lo que en principio sólo habíamos intuido—la intuición es la unión momentánea de la emoción y el intelecto. El suelo de piedras está cubierto por un manto de hojas color ocre.

día 12

La obra como glitch en el mapa de la realidad. Las larvas de mosquito sisean con sus cuerpos hacia un futuro in/cierto.

día 13

La vida se repite—lo que cambia en todo caso es la forma en que atravesamos esa serie de momentos repetidos. Recuerdo una nutria nadando en una laguna no lejos del mar, que de pronto se esconde entre unos juncos y después desaparece.

día 14

La obra no es un altoparlante—la obra es un estetoscopio. Dos o tres colibríes tornasolados han de estar arremolinándose en torno al agua con azúcar, y chasquean desde adentro de sus gargantas sedosas.

día 15

La obra da forma a una experiencia que día a día insiste en borrarnos; es testimonio de esa experiencia—mientras ocurre—en tan sólo el fragmento de una vida y en el espacio de una obra. Las hormigas negras se adentran en la casa—lloverá pronto.

día 16

Todos reflejamos el mundo en el que vivimos. Mi mujer teje en la mañana nublada.

día 17

La obra en el ovillo de la consciencia. La obra como momento y fragmento urdido a partir del ovillo. Croan las ranas, también.

día 18

Hay en la obra un anhelo de retornar a su origen lírico—como la arcilla que a partir de un espacio no sensible da forma a un cazo. Pasan los primeros doce minutos de una hora diurna.

día 19

La naturaleza—el papel, el metal—se suma al trabajo de construcción del hombre—el resultado es orgánico, entonces. Almuerzo una manzana roja con cáscara.

día 20

¿Dónde si no podrían coexistir cosas que en principio no están relacionadas? Eso nos ayuda a entender cómo funciona la unidad en medio de la diversidad. Hay un puente no lejos de acá al que vuelvo todo el tiempo—como ahora.

día 21

Tiende a la invisibilidad, al relevamiento—al no-lugar. Hay que oír. Tomo mate junto al perro echado que brilla en un triángulo de luz solar.

día 22

Ser una voz a través de la mano y aprender con la práctica a enseñar los frutos de la paciencia de haber pescado. Por el camino de tierra.

día 23

Porque en cierta forma la obra, al igual que el nacimiento a la vida, contiene en sí misma su propia esencia, que no es otra que su desaparición—mientras tanto. El aire huele en parte a guiso y en parte a madera lijada.

día 24

Aunque experimentar la alegría de hacer es ya suficiente. Anochece y las garzas rezagadas vuelan aún más lento.

día 25

La obra—lo que sea que hagamos en términos de obra—nos fortalece cuando regresamos al mundo. Ausentes del mundo en el espacio de la obra en el mundo—que es el mundo. Agua para una tetera que durará toda la tarde de trabajo en la casa/taller.

día 26

Hasta que el lapso y el silencio se hacen evidentes como partes de la obra. Mi hija corta papel con una tijera.

día 27

La obra se/le hace lugar. Hago pan para cuatro.

día 28

La obra habla de sí misma porque la obra está continuamente desapareciendo. Busco lombrices entre las plantas de tomate.

día 29

No vivir de la obra ni para la obra—vivir con la obra, que es vivir la obra. Estoy interesado en el arte como forma de vivir una vida; no como medio para ganarse la vida, dice Robert Henri.

día 30

Hay un elemento extraño en toda obra, algo del inconsciente de quien la produce que contiene la forma de la obra que seguirá—una especie de Eva mitocondrial. En la semana nueve el feto femenino tiene ya dentro de sí los óvulos que producirá en su vida, por lo que puede afirmarse que la madre contiene en el vientre a la hija y a sus nietos.

día 31

La obra es una trans—formación. Lo que es cierto es que el caracol no avanza más allá en la hoja que no soportaría su propio peso.

                                                     (Mar de Cobo; verano de 2015)

 

Nota

En el año 2015 mi amigo Juan Pablo Montero acometió la proeza de realizar un calado en papel por día, una palabra puesta en un nuevo contexto por cada día hasta cubrir un año calendario, lo cual a mí me pareció, casi desde el principio mismo, una empresa herzogiana. Una vez concluido el experimento (pues se trató también, en cierta forma, de un experimento), y pensando en una futura publicación, se le pidió a doce escritores que se ocuparan de escribir un texto alusivo, un escritor por mes. Me pareció entonces que lo que podía hacer era intentar emular tanto su ímpetu como el procedimiento, creando el espacio para sucesivas reflexiones como saltos en el encefalograma de la rutina, tratando de pescar cada una por separado para transcribirla luego al conjunto—la serie de reflexiones que finalmente conforman este diario de 31 días-notas. Una idea al día y una a la vez; una idea sencilla y minúscula, sí, pero que vibra porque nos roza en el mientras tanto de otras tantas cosas con aquella electricidad que solía flotar sobre el vidrio hueco de las ya viejas y lejanas pantallas de tv.

 

Sobre el autor
Eric Schierloh (La Plata, 1981). Publicó las novelas Formas de humo (2006), Kilgore (2010), Donde termina el desierto (2012), El maguey (2016) y La mera tierra (2017) y los libros de poemas Costamarina (2012), Los cueros (2014), Frío en las regiones equinocciales (2014), El mamut (2015), Troglodytes (2017) y Por el camino de tierra (2017). Ha traducido a Herman Melville, Henry David Thoreau, Theodore Enslin, D.H. Lawrence, Richard Brautigan y William S. Burroughs, entre otros. Vive en City Bell, desde donde dirige la editorial artesanal & hogareña Barba de Abejas.

 

 

 

 

"La muerte de la vaca" por Camila Sadi

Hoy vino María. Flaca, acelerada. Vestida con cosas chicas que le quedaban grandes. Cada vez que viene busca resucitar la voz de la infancia.

Le sale y yo me río. Le digo nena. Inspiro y levanto la nariz, parece que se me respinga. Yo sé de qué me da aires eso. Dice que no, pero le gusta cuando le digo que es una araña. Le regalo ropa para que junte polvo en su placard, porque esta casa está tan limpia que ni siquiera ese gusto pueden darse mis abrigos. Por eso que viene acá a pasar mal el trapo, pero no gasto mí tiempo, a esta edad una paga lo que sea para que hagan las cosas sin joder.

Una viuda negra es. Peor. Lleva a su víctima al borde de la muerte y la cura para volverla a torturar. También lo hace de buena, calculo. Es que ama tan grande que entran también el resentimiento y el dolor. La envidia, por todo eso que no es y sospecha nunca será.

Espero no estar cuando se dé cuenta que espera, que permanece nomás. Me obliga a mentirle para justificar su admiración hacia mí y yo, yo no le creo que está sola.

Toma agua, y se abanica. Escribe. Se le cierran los ojos. “¿No se cansa?” me pregunta, yo señalo cuaderno con los ojos. “Estoy muy vieja para cansarme”. Respingo la nariz sin moverla, tomo aire, seguimos. De a ratos me duermo, ella mira.

Le gusta cómo comparo a la gente con insectos. A veces me mira con miedo, como si yo en cambio fuese persona. El bicho que no mata me asusta más, en general es el último que se muere, en general es el que más lastima. A mí me lastimaron muriendo, porque para todo fui siempre espectadora.

Hace unos días que María tiene olor a cigarro. No llora. No se le puede llamar risa a ese chillido. Euforia forzada es, como su inocencia. Ya no le da miedo decirme que odia, pero se cuida porque sabe que en cualquier momento me canso y no le pago más.

Me habla de un marino y de un médico. De una hija vengadora, de un italiano infractor, de un amante suicida. Me habla de todos porque de todos es víctima. Menos mía. Yo soy su fantasma o ella el mío. Más bien, soy el ego que una vez perdió.

Las dos vivimos en retrospectiva. Hablando de gente que nos llevó tan profundo en algún sentimiento que llegamos hasta el centro, en donde cada sentimiento es todos. Recordamos, decorando con humor un presente que no supimos valorar. Aunque ella cada vez le dedica más tiempo. Creo que se dio cuenta y está desesperada. Se dio cuenta de lo patético que es adorar a Dios si nos odia. Le dije que la prefería cuando era más gordita. Las arañas de patas finas son las más aburridas, solamente decoran alguna esquina. Los adornos no pueden ser felices.

Me sumerjo y aunque abro los ojos no veo nada. Es que con los años le echo cada vez más cloro al agua para que no se pudra.

Hace días que no viene así que llamé a la casa. Se piró, me dijeron. Era esperable. Estamos en contacto. Y en esta comunicación que no se toca me voy enterando. La reemplazo para no estar sola. La reemplazo para seguir. Ya no va a volver.

Me consumo como ese culo gordo y arrugado al que cada vez le faltaban más partes. Cada vez estoy más grande. Cada vez soy más como una nena. La verdad debe ser un árbol. Orientada, recortada, disfrazada y hasta vestida para que dé sombra donde más nos conviene, y nos olvidamos que las cosas son de por sí de una manera. De por sí y sin nosotros. Pero siempre que haya ojos para mirarlo, el árbol pierde.

¿Hace cuánto no salgo a la calle?

Como la verdad y como un árbol, mis raíces están en lugares tan oscuros y profundos que no pueden ser vistas sin arrancarlas. Marita, como el árbol, la verdad y como yo se la pasó transformando en oxígeno al veneno, pero no es como nosotros.

Adopto su voz porque siento en mi respiración que me vuelvo joven. Tan joven que apenas hablo. Como un recién nacido, con todas sus inconveniencias. Hasta que presiento que vuelve mi hora de ser feto. Y no digo adiós ni nada, pido nada más que estén seguros de que esté lejos cuando empiecen a nombrarme. Quiero ser otra durante mis homenajes.

Sobre la autora
Camila Sadi. Pocos datos me parecen esenciales para una descripción de mi persona, pero en este atisbo de biografía supongo que es importante decir que nací el 5 de abril de 1997 en la ciudad de La Plata y que desde entonces tengo una familia muy grande, terminé el colegio, adopté mascotas, asisto al taller de narrativa de Juan Bautista Duizeide y empecé una carrera. Escribo también. Lo que puedo. Lo que después de recorrer el cuerpo sale por las manos. Un poco de eso dejo en esta antología.

 

"Diccionario" por Ramón D. Tarruella

Perverso. Que obra con mucha maldad y lo hace conscientemente o disfrutando de ello.

La definición parece caerse del cuaderno, una peripecia le permite unirse al resto de la oración, Juliana lo sabe pero no quiere estropear el orden original del cuaderno, los márgenes es el espacio elegido para sus acotaciones, en color azul y letra diminuta, la más diminuta posible para que ingrese todo el significado sin alterar los espacios. Las últimas palabras se sostienen languideciendo hacia abajo, sin embargo ella está conforme cómo se distribuyen las palabras suyas y de ese otro, el extraño, el propietario del cuaderno.

Ahora Juliana retorna al cuaderno, domingo 6 de mayo dice el cuaderno, y justo una semana después de ese 6 de mayo, ella abandona la taza en un rincón de su mesita de luz, para apoyar sobre sus faldas el diccionario Espasa-Calpe, siguiendo la recomendación del profesor de Lengua y Literatura para mejorar su ortografía y leer, leer mucho también le había aconsejado el profesor, así de simple, leer dijo el profe, una vez que le entregó el examen y le había anotado, al final del examen, debajo de la nota, “Cuidar la ortografía”. Y una vez terminada la clase, ella se le acercó para resolver las faltas de ortografía, dos puntos menos por las faltas de ortografía, “leer todo lo que puedas”, dijo él, apoyando su mano derecha sobre la carpeta de registros, ya cerrada, con su tarea lista y a punto de abandonar el aula, y volvió a repetir el consejo.

Leer, simplemente leer. Y esa misma noche, decidida a asumir uno de los consejos del profe, lee un diario de alguien, extraño, ocupante de la habitación 215, un diario íntimo de letra clara, lo único que entorpece su lectura son las palabras desconocidas y para eso el diccionario Espasa-Calpe, segundo consejo del profe, diccionario propiedad de la señora Gómez Victorica, dinástica familia de tertulias y eventos en la ciudad, donde trabaja hace un año y de donde apenas se había llevado un cenicero de cerámica, unos aretes rojos y pequeños utensilios extraños, y cuando ella comenzó el plan Fines y descubrió sus faltas de ortografía y llegó el consejo del profe, entonces, se llevó otro objeto de la casa, esta vez por necesidad y del segundo piso, de la biblioteca de enciclopedias y manuales, un diccionario Espasa-Calpe del que sólo ella advertiría la ausencia, sólo ella sabía del orden de ese segundo piso luego de cada limpieza. Y fue un jueves de Semana Santa, la casa sola, el hijo mayor durmiendo y ella que por decisión propia comenzó a limpiar ese segundo piso, sola y en silencio buscó el diccionario y luego también supo disimular la ausencia del Espasa-Calpe, año 1956.

Y semanas después, varias semanas después y de noche, ese mismo diccionario permanece apoyado sobre sus faldas, y encima del diccionario el cuaderno, dos objetos que hacía tres días ocupaban la mesita de luz, desde que se había llevado del hotel ese cuaderno espiralado, de letra ajena y de propiedad incierta, ahora su lectura elegida y que va y viene de la mesita de luz a sus faldas, haciendo suyo los márgenes del cuaderno para redactar los significados de las palabras desconocidas. Perverso. Que obra con mucha maldad y lo hace conscientemente o disfrutando de ello. Página 382 del diccionario. Entonces sí, ahora sí retoma la lectura del domingo 6 de mayo, a la muchacha que cumplía años, un cumpleaños que festejaron un sábado a la noche, en el patio de la casa de la muchacha, y que él, el propietario del diario, desde su casa podía ver, todo pudo ver, según lo había contado en el diario.

Al retomar la lectura, y a medida que avanza en el diario, en ese domingo 6 de mayo, Juliana, con la parsimonia de la soledad y la noche, reconstruye el patio de esa casa vecina y a las chicas bailando ya pasada la medianoche, un anónimo dueño del diario que se había ocupado, al otro día del cumpleaños, en describir a chicas de 16 o 17 años, cinco chicas solas en el patio de la casa vecina y bailando cumbia, y él mirándolas desde la ventana de su altillo, la luz apagada del altillo, en penumbras y en silencio.

Penumbras. Estado o situación en que hay poca luz pero no se llega a la oscuridad.

Y él, en penumbras, solo como Juliana en su propia pensión, se encontró con una preocupación impensada un sábado a la noche, unas chicas moviéndose para ellas, echando hacia adelante los pechos sin tamaños definidos, arqueando las curvas para sí, entre las mismas chicas, en un rectángulo breve, cinco, seis chicas ensayando la lección erótica, incipiente, un escenario que él descubrió y un día después, lo reconstruía en el diario, para culminar con una pregunta sin destino: “¿Es acaso perverso masturbarse con chicas que pueden ser mis hijas?”, una pregunta que repetía ese 6 de mayo, domingo en su diario, ahora en otra ciudad y en otras manos.

Juliana lee tres renglones más y vuelve a pensar a quién le habría robado el diario, un cuaderno que se llevó por su manía de siempre, en su paso efímero por el hotel, un trabajo por cinco días, el mismo tiempo que duró el Congreso en la ciudad y por eso necesitaron tres mucama más, cinco días para el Congreso de Educadores de Medio Ambiente, un hotel con un movimiento único para esa época del año. ¿Dónde viviría ese hombre que ocupaba la 215?, ¿acaso los hombres adultos y académicos de la gran ciudad tenían todos esas fantasías? Sentada sobre el respaldo de la cama, desvelada, enumera preguntas mientras el diario permanece en sus faldas, una carilla entera dedicada para el domingo 6 de mayo, unos días antes de esa noche en que Juliana enumera preguntas e intenta imaginarse un patio trasero y al aire libre, Juliana con el cuerpo tapado hasta el inicio de los pechos, pensando en lo que se puede observar desde un altillo, un catedrático y congresista, como le decían los dueños del hotel a cada uno de los invitados, un congresista y docente que se masturbaba, un sábado a la noche.

En el tercer día de trabajo en el hotel descubrió el diario, al levantar un bolso grande, al pie de la cama, un movimiento necesario para pasar la aspiradora en toda la 215 luego de limpiar el baño y renovar las toallas y el jabón, el bolso grande pero liviano, un cierre a medio abrir y el vicio de Juliana de revisar los rincones huidizos, los espacios entre un último libro y el estante, o la parte de atrás de la mesa de luz, lo mismo con los bolsos de viaje o carteras con cierres flojos, y en muchas ocasiones, por esa clandestina curiosidad, Juliana terminaba por apropiarse de un objeto, y otras veces tan solo se conformaba con conocer el orden de los objetos de la cartera de su patrona o ver las cosas que los niños de la señora llevaban al club. Esa mañana fue el cuaderno tamaño A4, una letra alta y manuscrita, un cuaderno por encima de dos libros de títulos largos y de palabras inentendibles, al costado dos remeras sin uso y un calzoncillo, y fue el cuaderno con la letra cursiva lo que despertó su curiosidad, una sospecha que la llevó a ubicarse en cuclillas y el primer intento de leer qué le había sucedido a ese hombre, un 17 de marzo, miércoles, un día sin mucha actividad, unos seis renglones y un espacio, y luego otro día, el domingo 21 de marzo. Y ese día, en el hotel, no quiso demorar más tiempo, le faltaban las habitaciones 216 y 218, y entonces se apropió del cuaderno, las sábanas nuevas y la colcha estirada, lista la cama, y ella que abandonaba la habitación, el cuaderno amarillo escondido bajo el delantal de trabajo para luego meterlo en su cartera.

Pero el trabajo en el hotel ya había terminado, el Congreso finalizado, sus participantes de regreso y Juliana en su habitación, aprovechando como pocas veces el diccionario, copiando significados en los márgenes del cuaderno y preguntándose quién es ese hombre que desde un altillo de su casa podía masturbarse con seis adolescentes, y por qué el mismo había escrito “podían ser sus hijas”, unas chicas que ensayaban una sensualidad que en breve pondrían a prueba, en otro cumpleaños o en un boliche, ya con nuevas intenciones, las adolescentes jugando unas con otras, una música de cumbia de los ochenta, y todo según lo que escribió ese hombre el domingo 6 de mayo, al otro día de la desmesura.

Desmesura. Descomedimiento, falta de mesura.

A tres días de la desmesura, el hombre se reencontraba con su ex novia luego de ocho años de finalizada la relación, una cena en la casa de él, apenas una botella de vino y el sexo, en el mismo living, lejos del altillo supone Juliana, y ella, en la habitación, con la débil luz de la lámpara intenta imaginar a la mujer, la ex novia del hombre, según el diario del miércoles 9 de mayo, “las tetas eran dos sandias blancas”, y “un culo como zapallo podrido” escribía ese hombre, un miércoles 9, otro día que supo entretener a Juliana, a tal punto que posterga el repaso de la lección de Historia, a dos días de rendir un examen, preocupada ahora por imaginarse a la mujer, la ex novia del hombre. Y también volver a imaginar al hombre del diario. Al principio lo cree peligroso, y eso despierta en ella un deseo de conocerlo, en alguna situación posible a pesar de que lo piensa peligroso, es la misma tentación que la lleva a leer, nuevamente el diario del domingo 6 de mayo y el cumpleaños en la casa vecina, las chicas ensayando sus cuerpos, “las tetitas nuevas y frescas” escribió él, el congresista, académico que días antes de ese domingo y en el mismo diario, confirmaba que en Santiago de Chile se publicaría un artículo suyo, él mismo congresista y académico que había sido invitado al Congreso y que se preguntaba si era “tan perverso masturbarse con chicas de 16 años”. Y la intriga, de un momento a otro, lleva a Juliana a memorizar los rostros que supo ver en el hotel, si acaso uno de esos hombres, indiferentes siempre por los pasillos o en el salón comedor durante el desayuno, era el dueño del diario. Es esa nueva tarea que la desvela, con luz débil y sola, olvidándose del texto sobre el primero gobierno de Rosas y el contexto internacional, la suma del Poder Público y la creación de la Mazorca.

Así, en ese rato, recuerda los rostros de los hombres que ella pudo ver en el hotel, buscar en esos rostros al que corresponde a ese hombre que surgía de esas líneas, y piensa en esos rostros que desayunaban antes de rumbear hacia el Congreso o merodeaban en el pasillo luego de dejar la llave de su habitación, con pasos apresurados y charlas íntimas, la privacidad que ningún pueblerino podía alterar. Y Juliana se anima a imaginar que cada uno de esos hombres, convocados a una ciudad que pronto olvidarán, lleva un diario idéntico con ese tipo de escenas, con preguntas tan osadas como “¿acaso es perverso masturbarse con chicas de 16 años”. Es posible que muchos conservaran ese tipo de dudas en textos que nunca, nadie podría leer, salvo ella, Juliana, en su pensión y postergando la lección sobre el primer gobierno de Rosas.

Masturbar. Acción para estimular los órganos genitales o de zonas erógenas con la mano o por otro medio para proporcionar goce sexual.

Lo anota en uno de los márgenes, luego de leer por segunda vez el día domingo 6 de mayo, y con el lápiz de estudio, el mismo con que subraya las ideas principales de los textos, remarca en el diario la palabra “masturbar”, la tentó saber con qué palabras el diccionario define el acto de masturbarse. Jamás ella había compartido sus fantasías, menos aún contó las veces que se masturbaba, eso piensa Juliana, sola, en una habitación en la que nunca había tenido otra tarea que repasar las lecciones, mirar televisión y justamente masturbarse, a la noche y luego de bañarse, bajo las sábanas, como si hubiese alguien que pudiera espiarla y allí, Juliana concluye que sus fantasías habían sido más bien con hombres mayores, y le viene el recuerdo del esposo de la señora Urzúa, de unos cincuenta y tantos años, incluso a veces lo había espiado tomando sol en su jardín y frotándose la malla, él echado sobre una reposera, para levantarse erguido, la malla apretada y todo lo que Juliana luego proyectaba, sola y en esa misma habitación. Entonces, nuevamente tranquila, duda si acaso ella se animaría a escribir esas fantasías con el esposo de la señora Urzúa, donde trabajó por cuatro años hasta que al señor lo derivaron a una empresa de Córdoba y la familia entera se mudó, él, la señora Urzúa, la malla del señor Urzúa, todos hacia Córdoba, y ella, en alguna noche, supo evocar la mano atrevida del señor Urzúa sobre la malla rozándose la pija bajo el sol. Durante un buen rato enumeró otras fantasías imaginando cuáles de sus tentaciones escribiría en el cuaderno, en un cuaderno, propio y único. Aunque primero debía aprender a escribir con fluidez y para eso había decidido terminar la secundaria en el Fines, tres años y un título secundario, y ya con la destreza para escribir con fluidez, tal vez, entonces, podía escribir un diario, luego de la cena, quizás en una pieza más grande o en un departamento, y en ese cuaderno suyo narrar sus fantasías al tender los slips de Juan y Bautista, los hijos de Gómez Victorica, donde trabaja ahora, eso cree Juliana, con el cuaderno abierto, de ese otro el extraño, sobre sus faldas.

De a poco Juliana se adormece y comienza a aflojarle los brazos, se le entrecruzan los renglones en su falsa lectura, el cuerpo fláccido, Juliana ya tiene diseñado el día de mañana, el despertador del celular a las seis, el intervalo del mediodía para leer a Rosas y las medidas más importantes de su primer gobierno, regresar por un rato a la pensión antes de la escuela, y luego, a la noche, posiblemente volver al cuaderno, con el deseo de encontrar nuevas confesiones, alguna fantasía peligrosa, una comparación despiadada entre el sexo y el mundo animal, y tramar también si acaso ella podía tener un diario, más adelante, con el secundario avanzado, cuando pudiera prescindir del diccionario, tal vez ya en un departamento con un patio para disfrutar de algunas plantas, mientras se le afloja su cuerpo, se desplaza hacia el interior de la cama, la luz débil de la lámpara, ahora innecesaria, y nuevamente en el entresueño aparecen y se mezclan los rostros del hotel como figuras difusas, segura que todos ellos esconden un diario personal, algunos más osados que otros, sin excepción, y mientras Juliana se desplaza hacia el interior de la sábana, la luz apagada ya, los rostros difusos de los congresistas desayunan en el Salón Comedor, todos ellos escribiendo sus diarios al mismo tiempo, abiertos de par en par.

 

Sobre el autor

Ramón D. Tarruella (Quilmes, 1973). Es docente de historia y coordina talleres literarios. Trabajó en varios medios periodísticos y algunos de sus cuentos fueron premiados y publicados. Es autor de dos libros de no-ficción, ambos editados por la Comuna: Crónicas de una ciudad: historias de escritores vinculados a La Plata (2002), y Mitos y leyendas de La Plata (2007); de dos novelas Balbuceos (en noviembre) (2009, Editorial Mil Botellas) y Allá, arriba, la ciudad (2010, premio de novela Luis José de Tejeda, Córdoba, 2009). Y autor de dos libros de historia: 1914. Argentina y la Primera Guerra Mundial (Aguilar, 2014) y La mecha encendida. Los atentados anarquistas en Argentina (Ediciones Lea, 2015). Es fundador e integrante de la editorial Mil Botellas. El cuento “Diccionario” forma parte del libro de cuentos inédito Asunción no es París, que anda buscando editorial.

 

 

"Austral" por Paula Tomassoni

El vacío crece y nos comerá, tal vez infinitas veces
Mariano Dubín

Austral

En la ciudad corre un rumor: la dueña de la estancia estaba loca. Pensás que quieren instalar una leyenda para fomentar el turismo. Esa excursión es la más cara de todas las que ofrecen en la isla.

Hay una ruta por tierra que lleva al lugar, pero el modo tradicional de llegar es en barco. Cruzás el canal, parás en la pingüinera, y al final del recorrido arribás a ese lugar del sur del mundo, no antes de las dos de la tarde, con hambre y la cámara de fotos casi sin batería. Un viejo de pelo y barba rojizos está esperando en el muelle junto a sus hijas, mellizas de unos cuarenta años. No son gemelas, así que no se parecen. La de pelo más largo sostiene una carpeta abrazándola contra el pecho. Sonríe. Los tres, desde el muelle, sonríen. Son los únicos que quedan viviendo en la estancia: la madre murió hace algunos años, ninguna de  las hijas tiene herederos. El viejo tira una soga hacia el catamarán para amarrarlo. La playa está minada de mejillones enormes. Los turistas bajan a tierra firme. El viejo saluda en inglés. La hija anota en la carpeta la cantidad de visitantes.

Todos los guías que trabajan ahí tienen menos de veinticinco años y estudian Licenciatura en Turismo en alguna universidad del continente. Ninguno es de la isla, pero viven en la estancia la temporada completa. Acompañan a los visitantes en el recorrido, contando de memoria (en inglés y español) la historia de la familia que hace doscientos años vino de Europa a poblar estos campos australes: “Los primeros habitantes del lugar”. También sirven las mesas del Restaurant y la Casa de Té. Barren, y lavan la vajilla. Sonríen.

En la entrada del Restaurant hay una valija abierta. Es, en realidad, un baúl antiquísimo. Hay algunos libros y sombreros puestos como adorno. En la pared, un espejo, y al lado, un cuadro con un mapa de la isla. Es un mapa educativo. Tiene un título: Flora y Fauna del Sur de América. Hay dibujitos de animales y plantas con sus nombres, desperdigados por toda la superficie, terrestre y marina. Te sorprendés: los onas y yamanes figuran como parte de la fauna, dibujados con sus canoas y armas de caza.

A la vivienda de la familia la trajeron hace más de cien años, en barco, desde Inglaterra. Tiene dos pisos. Es de madera. Sobre un costado ostenta un balcón cerrado. Está rodeada por un jardín maravilloso, cultivado trabajosamente. Más arriba, al final de un camino quebrado que se pierde entre rocas, está el cementerio.

En el cementerio están enterradas las cuatro generaciones de irlandeses dueños de las tierras, y sus sirvientes.

En la estancia hay un museo de huesos marinos con esqueletos de animales en exposición. Pingüinos, orcas, lobos de mar. Es un lugar moderno y bien ambientado, pero todo ahí adentro huele a muerte, o a como te imaginás que puede oler la muerte. Es un olor fuerte, pringoso, que invita al mal gesto y a la arcada. Además de haber uno de cada uno en exposición, ejemplares de todas las especies del mar del Sur están desarmados, clasificados y guardados en ese almacén de huesos. Cada uno en su caja, con sus etiquetas. De algunas especies, hay más de mil.

Cerca, la Casa de los Huesos: una construcción pequeña en donde esperan que los cadáveres terminen de pudrirse para poder limpiar la osamenta. La guía del museo, bióloga marina, explica su trabajo: encuentran a los animales muertos en la playa, aceleran el proceso de descomposición, los limpian, clasifican sus huesos, los guardan. Caminás por los senderos de piedra que enmarcan las instalaciones. Alrededor de la Casa de los Huesos hay grandes tachos tapados, algunos sobre hogueras apagadas, otros a ras del piso. Tienen agua y cuerpos pudriéndose. Si destapás alguno, cualquiera, vas a ver eso: cuerpos pudriéndose. Tejidos, dice la bióloga becada por el Conicet. Cuerpos pudriéndose, y su hedor.

Toda la estancia es un lugar de muerte. Si sos un animal, vas a parar a una caja en el ropero. Si sos un familiar, al cementerio. Si sos un yamán, no queda claro adónde.

Si la pasaste bien, dicen los guías, podés comprar un souvenir. Hay remeras, mates, imanes. Tienen distintos motivos: faros, pingüinos, toninas overas. También hay alfajores y peluches.

La mujer se volvió loca, dicen, cuando se le murió el hijo. Seis años tenía, y nadie lo vio caer del muelle, pero apareció un tiempo después en la playa. Intacto, porque con las bajas temperaturas, en la isla los cuerpos no se pudren fácilmente. Hay que hervirlos y hervirlos en los tachos gigantes hasta llegar a los huesos.

Hervir los huesos es todo un programa. Lleva muchas horas y obliga a turnarse en la vigilia, tomando mate, té con limón, echando leña para que el fuego no afloje. A veces la mujer, que compartía esa ronda con los empleados del museo, hablaba de Thomas, su niño. Era más chico que las mellizas, muy rubio y con pecas en la cara tan blanca. En el relato no lo llamaba por su nombre, cuando hablaba de él, con la mirada perdida en el frío, decía “el hijo”.

La isla es la única superficie terrestre de esa latitud austral, y las corrientes marinas, con la fuerza del mundo, llevan a los animales muertos a sus playas. Cuando había pasado un día entero y el chico no aparecía, fueron a buscarlo a  los acantilados, a unos cuantos kilómetros de la estancia. Esperaron, hasta que el mar se los devolvió allí, pálido, congelado, intacto.

De tanto juntar huesos y de tanto no saber qué hacer con la plata que había heredado en Irlanda, la señora fundó ese museo, para investigar la fauna fueguina. Los museos, sabés, son los lugares donde nada cambia, son templos de lo inalterable. Escuchás atentamente a las guías, dos jovencitas que te cuentan con adoración cada fase de la construcción del proyecto y el lugar. En la pared principal, en la entrada, hay una foto de la señora con su familia. En la escena ya no está el hijo.

Subvencionó científicos, montó un laboratorio, mandó a construir la Casa de los Huesos. Nadie supo que estaba loca hasta sus últimos días. Ya vieja, se paseaba por el parque, alta, flaca, vestida con un pantalón de jean de tiro alto. Siempre usaba poleras oscuras y el cabello gris sujeto en la nuca con un gancho plástico. Paseaba como perdida, como buscando algo. Rondaba las construcciones, se enredaba entre los esqueletos de ballenas exhibidos para los turistas. Levantaba las tapas de los tachos hasta que el olor a muerte le avisaba a alguno de los guías que la señora otra vez estaba tocando lo que no correspondía. Entonces avisaban al viejo, o a alguna de las hijas, que se la llevaban con cuidado a dormir.

Una vez la descubrió Lucas, un cuidador, junto a uno de los tachos, con los brazos bien metidos en el agua podrida. Revolvía y hurgaba como si algo se le hubiese caído. Cuando le preguntó qué buscaba, ella, sin mirarlo, respondió que al hijo.

La enterraron en el cementerio de la estancia. El viejo sabe que, cuando se muera, también va a ir a parar ahí, que es el lugar adonde las cosas cambian despacio. Van a enterrarlo en la ladera de la colina: al lado de su esposa, debajo de sus padres, arriba de su hijo. Es injusto, cree el viejo, que la tumba del niño esté allí mientras la suya sigue vacía.

Paseando entre los lupinos de colores, le preguntás a la guía si puede visitarse el cementerio. Te mira extrañada, como ofendida. Te dice que no. Por respeto a la intimidad de la familia, solo los puntos que están marcados en el folleto son los que pueden recorrerse. Te gustaría ver esas tumbas, ver el lugar que espera al viejo, y más abajo, los lugares que ocuparán las mellizas. Te preguntás si eso será todo, si serán las últimas enterradas allí, si sobrará tierra sin muertos, ahora que la familia se acaba. La guía gira sobre sus talones y en voz alta convoca al resto del tour, para invitarlos a aprovechar la promoción de dos por uno que entra en vigencia, en unos minutos, en la Casa de Té. Hay tortas de chocolate y nuez. Infusiones varias. Una salamandra encendida te invita a sacarte el abrigo. Anochece tarde, en la isla. En la estancia, hasta el dulce de algarroba huele a muerto.

 

Sobre la autora

Paula Tomassoni. Nací y vivo en La Plata. Los primeros libros en los que hurgué fueron de la colección Robin Hood. En la escuela secundaria leí a los clásicos mientras, paralelamente, en el taller de Gabriel Báñez iba completando mi biblioteca con los otros: Vian, Sarduy, Briante. Un amigo entrañable me hizo conocer a Walsh, cuya lectura jamás abandono. Estudié Letras en la UNLP y gracias a ese título tengo un trabajo que me encanta: doy clases de Literatura. Durante muchos años escribí cuentos, pero cuando finalmente publiqué un libro, fue una novela: Leche Merengada, que salió por EME en el 2015. El mismo año la editorial Modesto Rimba publicó Pez y otros relatos, mi libro de cuentos. Algunos de mis relatos han salido en colecciones y antologías colectivas. También escribo reseñas de libros para la revista Bazar americano. Eso, y alguna otra cosa más, arman mi recorrido. “Leo y escribo”, lo resumen.

"La Virgen entre las ramas" por Cristian Vitale

La Virgen entre las ramas lamía las botas de todos nuestros perros. Fuimos más que yo delante de una luna encantadora.

Preciosa como un ave nadando en un estanque de aguas muertas, encendió la única lámpara que le quedaba al Infierno. Una sola vez nos quemamos. Ella y yo y nosotros dos. Cuando vimos la calle llena de lanas sin ovejas nos quisimos despertar. Fue casi imposible. Amanecimos con la voz cansada de tanto pedirnos perdón. Y no hubo sombra que nos quisiera entre las sábanas. Sólo un zapato en gesto de auxilio mirando un techo que nunca se quiso subir a nuestra cama. Nacimos en vano, me dijo. Y tiró como un sobre sin dueño un beso al aire sucio de febrero.

 

Sobre el autor

Cristian Vitale. Nací en Francisco Madero, un pueblito casi invisible del oeste de la provincia de Buenos Aires. No recuerdo haber leído una sola línea hasta el 16 de febrero de 1999, cuando, para mi cumpleaños, ya en la ciudad de La Plata, me regalaron El Aleph. Fui músico y docente. Escribí mucho, pero un sólo libro se publicó, De espaldas, en 2010. Tengo una hija que se llama Clara. Quizá debiera haber empezado por ahí.

“La virgen entre las ramas” forma parte del libro de poesías Canciones a la virgen aún inédito.

 

"Torrencial" por Omar Giménez

Llovía.
Mierda, llovía.
Yo no sé cuánto hacía que llovía mierda cuando escuché el estruendo en el techo.

Para entonces ya conocía todos los sonidos de la casa, me había acostumbrado a cada uno de ellos a fuerza de sobresaltos. Pero esto era algo distinto que prometía tirar el techo abajo. A las primeras heces las vi desde la cama a través de la ventana. No me detuve a mirar cómo reventaban en el jardín formando un colchón blando que no paraba de crecer.  La náusea subió rápido y tuve que correr a vomitar. Cuando terminé, el estruendo del techo no había disminuido ni un poco. Y ya era mucho más que un sonido. Era una amenaza.

Pensé en la calle. Traté de saber por la televisión qué estaba pasando allá afuera, pero la estática de la pantalla me mostró enseguida que no había cableado que resistiera tal avalancha venida del cielo. Casi enseguida una preocupación mayor ganó mi atención. Las canaletas de desagüe, sobreexigidas, chirriaban anunciando una pronta claudicación. El techo crujía. Y ese cielo oscuro, tan bajo que parecía al alcance de la mano, anunciaba que la particular lluvia no se detendría, al menos en lo inmediato.

Salir parecía una locura, así que elegí un lugar de la casa y me senté a esperar. No estaba tranquilo, era imposible estarlo. Edificamos para resistir otro tipo de evento natural, no una literal lluvia de mierda. De a poco, sentado en una  mecedora, con la vista fija en la pared del escritorio y el oído atento, noté que había una trama de sonidos indefinidos que aparecía detrás del estrépito incesante en el techo. Como quien trata de deshacer una enredada madeja, fui separando en ese tejido sonoro elementos nuevos, que vibraban tras  el  ruido de la lluvia sólo cuando se les prestaba  atención, como lo hacen los armónicos alrededor de un sonido principal. Entonces me estremecí. Lo que se escuchaba más allá del ensordecedor ruido del techo eran gritos. Alaridos desesperados, aterrorizados, de los que, seguramente, habían sido sorprendidos por la inédita lluvia en la calle, quizás camino al trabajo, quizás a bordo de autos o colectivos convertidos súbitamente en una trampa mortal, empantanados en una alfombra creciente y opresiva que amenazaba transformarlos en tumbas.

Sirenas. También se escuchaban sirenas lejanas. Imaginé ambulancias quietas como islas ancladas en un mar de deshechos, haciendo sonar sus voces impotentes. Imaginé calles transformadas en pantanos de arenas movedizas donde todo auxilio parecía imposible. Ni el de las avionetas o helicópteros impedidos de desplazarse en ese cielo ahora viciado, jamás imaginado hasta que entró así, de repente en nuestras vidas.

Tengo tics. Cuando la situación es límite, nada en mi fisonomía expresa mi estado. El párpado inferior de mi ojo izquierdo es la excepción. Comienza a latir desenfrenado, como si adquiriera vida propia. Se transforma en una aleta que golpea de manera incesante la parte inferior de mi ojo. Nunca antes había golpeado con tal fuerza como esta vez.

Ojalá pudiera hablar con alguien, pero vivo sólo, la casa es grande y el traqueteo del techo, incesante. Parece un sonido imbatible hasta que un estruendo superior se le impone y me obliga a saltar de la mecedora. Es el sistema de drenaje de la casa que al fin colapsó. Cuando me asomo para ver el desastre noto que las canaletas se desplomaron sobre un patio irreconocible. Los deshechos ya alcanzan la altura de mis rodillas. Y eso que vivo en una zona alta de la ciudad. No es difícil imaginarse que ya debe haber barrios enteros tapados por los sólidos que caen sin cesar del cielo tormentoso. Plantas, maleza, baldosas. Todo lo que formó parte de mi patio debe estar ahora en algún sitio debajo de esa alfombra siniestra.

Llegar al galponcito externo sería imposible y lo sabía. El azar quiso, no obstante, que pocos días antes me ocupara de reponer unos venenos, para lo cual usé gantes y barbijos que quedaron en el interior de la casa amontonados en un cajón. Me los pongo, pero antes de colocarme el barbijo, vierto sobre él buena parte de un frasco de perfume necesario, urgente. Las horas pasan y la lluvia no se detiene, no hay perfume que alcance. Sólo el alcohol fino empapando el barbijo alivia algo de ese mal tan imprevisto como contundente.

La cabeza duele, los miembros se aflojan. La mente busca explicar lo incomprensible. El ánimo añora el abrigo de lo cotidiano. El párpado agita todo su potencial y ya afecta la visión. El sentido común anticipa que esto puede ser el fin. El más indigno de los fines.

Sigo en el escritorio cuando cede el techo de la cocina. Es una invasión que anuncia una nueva instancia en una batalla que ni vale la pena dar. Así que sólo me levanto para cerrar la puerta, aislarme en el escritorio. Miro el cielo raso sobre mi cabeza. No presenta, todavía, signos de agotamiento, pero no sé cuánto podrá resistir. Entonces sucede lo último que hubiera esperado. Me duermo. Me duermo en plena evasión, soñando las mieles de los más mediocres de mis días cotidianos. El café. El colectivo. Los momentos en que pude imaginar o intuir una felicidad que jamás conocí.

Despierto al silencio de los autos. Es tal el impacto de la ausencia del ruido de los motores cuando la lluvia se detiene que produce el mismo efecto que hubiera tenido el más sonoro de los despertadores. Dura poco, eso sí. Tras él aparecen nuevos gritos en los que la angustia y la más profunda desazón desplazan a la antigua desesperación y al pánico. Rato después, un sonido nuevo, el de la maquinaria pesada. Dos días estoy encerrado en casa hasta que por fin me decido a romper un mueble, construir con esa madera un precario puente de tablas, ponerme unas botas altas y atravesar así el sumidero de deshechos en que se había convertido el patio.

Habían pasado dos días, pero a los cuerpos de los muertos los crucé en plena calle apenas salí. Del insólito mar que se secaba y se transformaba en un abono quebradizo asomaban aquí una mano crispada, más allá la mitad de un torso hinchado, cerca de la esquina una cabeza con una expresión de pavorosa sorpresa dibujada para siempre en la cara. Algunas heces resecas todavía se desprendían con parsimonia, para caer pesadamente desde las ramas más altas de los árboles que supieron resistir la tormenta.

Los techos de los autos sumergidos eran las islas, que, a los saltos, usaban para caminar los que se le animaban a la calle. Que, por cierto, eran muy pocos. Uno de ellos parecía un funcionario. Con una calculadora llevaba la cuenta de los muertos. Cuando coincidimos en el techo del mismo auto me dedicó una mirada carente de todo interés. No me animé a preguntarle por la cantidad de muertos, pero vi que en la pantalla donde anotaba, el número final ya tenía cinco cifras.

Los días pasaron y fuimos registrando las ausencias que eran muchas. Algunas semanas después, el opresivo cielo de la tormenta al fin se fue para dejar paso a un sol enfermizo y algo ajeno que tampoco nos trajo alegría.

¿Es necesario decir que desde entonces nada volvió a ser igual? La presencia abrumadora de la mierda lo había cambiado todo, incluso la forma de relacionarse. Si hasta la lluvia aciaga uno acostumbraba hacerse envolver pudorosamente el papel higiénico que compraba en el supermercado, ahora la mierda era omnipresente y definitiva, marcaba un antes y un después, exponía nuestras vergüenzas, revelaba nuestras vulnerabilidades más profundas, nuestra naturaleza animal. Mancillaba sin piedad cualquier encanto, cualquier indicio de glamour, cualquier dignidad.

Porque la lluvia de mierda desapareció de las calles en pocos meses, pero nunca más se fue de nuestras vidas. De allí en adelante las autoridades, aún los legos, trataron de dar solución a cuestiones nuevas, difíciles de manejar. Hacía falta imaginar obras de desagües sofisticadas y por completo diferentes a todo lo que había conocido hasta ahora el género humano.

Yo, por mi parte, llevo una vida cada vez más aislada. Limpié la casa como todos, reparé el techo, pero al antiguo tic del párpado izquierdo descontrolado sumé otro que ahora comparto con muchos de los que viven conmigo: miro todo el tiempo al cielo como un conejo mira el entorno al salir de su madriguera.

Vivo, como todos, amenazado, y basta que el cielo se cubra de nubes para que un cuchillo de hielo dibuje una línea gélida sobre mi espina dorsal.  Ha vuelto a llover agua, sí. Pero la incertidumbre es la que manda. Cuando suena un trueno, cuando se ve un relámpago no se sabe qué es lo que nos espera. La mirada se hace desconfiada, cada uno quiere dejar la calle, ir a su casa cerca de los suyos y abrazarlos, buscar protección.

Es cierto:

No volvió la lluvia de mierda.

Ahora llueve miedo.

Siempre miedo.

Torrencialmente.

 

Sobre el autor

Omar Giménez. Nació en La Plata. Es periodista. Participó en la creación de guiones de historietas para la revista Fierro que fueron ilustrados por dibujantes como el cubano Frank Arbelo, Juan Soto y Kwaichang Kráneo. Obtuvo una mención en el premio internacional de microficción Márgenes organizado por la Fundación El Libro de Argentina y la Universidad de Salamanca, con su microficción “Utnapistim”. Trabajos suyos aparecieron en los libros Cuando Salí de la Habana, de Frank Arbelo (editado por la editorial francesa Ex Abrupto, la uruguaya Grupo Belerofonte y la argentina Loco Rabia) y La Plata Ciudad Inventada, editado por Primer Párrafo. Publicó en la Revista Ñ, el Grupo de Revistas del diario La Nación, el diario El Cronista, Noticias, Fortuna, la revista brasilera Clube de Jazz y el diario La Prensa de la Región del Maule, entre otros. Actualmente trabaja en el diario El Día.

 

"Ricercare" por Juan Bautista Duizeide

A Josefina Fonseca

—No vamos a fondear —anuncia el Viejo.

Toda máquina adelante, vibra como un diapasón el barco. Los sonidos del agua y del viento se persiguen sobre el bajo continuo que traman la estática de la radio VHF y el tableteo de las puertas. Por la timonera va y viene el piloto. Busca en la carta náutica. En el radar. En la distancia. Accidentes, marcas, referencias. Dispone leves correcciones al rumbo. Toma los Zeiss Ikon, sale al alerón de estribor, se para con las piernas bien abiertas para compensar los rolidos, interroga el horizonte. Olas coronadas por crestas de espuma recorren el mar hasta donde la vista alcanza. Desde una silla alta, el Viejo mira un punto a proa. El marinero de guardia, acodado en un rincón, dormita.

Formas huidizas comienzan a verse en la pantalla del radar. A intervalos imprevisibles, suenan por la radio voces erosionadas por una textura metálica. Más y más claras a medida que se aproximan a tierra. Una voz repite un nombre. Cada vez con mayor apremio llama, hasta convertirse en clamor llama. No hay respuesta. Calla. Otras voces intercambian saludos minutos después. Una dice vamos, revelando una costumbre, un acuerdo previo. De inmediato se retiran de ese canal a conversar por otro a salvo de intrusos. Suena la estática sin mancha de palabras como si fuese la voz última del mar o del tiempo.

De vez en cuando, el Viejo desvía la vista hacia el piloto. Si lo sorprende atendiendo al radar o al girocompás, el piloto se apura en concluir la tarea y adopta otra postura. Si lo encuentra caminando, aploma sus pasos y estudia algún sector del mar con gesto desconfiado del que participan, además de la cara no liberada por completo de la adolescencia, la espalda y los brazos de remero.

En la pantalla del radar dos líneas paralelas aparecen y se borran, aparecen y se borran, aparecen y se borran. A primera vista las identifica el piloto. Son las escolleras. Durante años, casi a diario, seguido por su perro saltó por ellas de piedra en piedra hasta donde la marejada estalla en arco iris. Se internan, una desde cada margen del río, por el hervidero de ecos fugaces como divinidades menores empeñadas, con sus travesuras, en confundirlos o perderlos.

—Más de uno se jodió por acá —reniega el Viejo.

Entrar tarde, pagando el doble a remolcadores y práctico no es negocio. Y por dinero zarpan los barcos, aunque sus tripulantes puedan estar ahí por otra cosa. Navegarán toda la noche sin alejarse demasiado de la bocana del puerto, navegarán hasta que el sol vuelva a dibujar la tierra. Entonces, asomarán los remolcadores, una lancha les acercará al práctico de turno con aliento a desvelo, grumos de sueño en la voz y las quejas de siempre por la falta de dragado. Entonces, sí, entrarán.

A estribor, todavía lejos, como un sable abandonado en el desierto, destella una extensión de acantilados.

—No vamos a fondear —insiste el Viejo.

Nada agrega el piloto. Con sólo mirar la carta náutica H252, desplegada sobre la mesa de derrota, se puede advertir una cantidad de signos negros desparramados a lo largo de la arista sobre la cual tierra y mar se odian desde siempre. Star of Cairo, Picketty Witch, Montepasubio, Chaco, Esito, Mariona Goulandris, Polly Brown II. El Constante no aumentará esa lista fúnebre. No mientras el capitán Gonzaga mande a bordo.

La tierra que se acerca los distrae a todos. Y de repente no hay mar. Solamente luz. Dura un instante esa fuga. Un instante de oro y verde. Un instante. Después, el día se deshace en hilachas de sangre. Caen las primeras gotas de noche sobre la arena, y posadas encima de esa arena las gaviotas parecen restos desperdigados de una estrella. Vuelve el mar a gritos. Llama con la voz de todos sus ahogados. Y el faro contesta nunca, nunca, nunca.

Un cuarto de hora antes de medianoche, el piloto vuelve a subir al puente. Se salteó la cena y no logró dormir siquiera un rato. Hará dos guardias seguidas por un acuerdo con el jefe de cubierta del cual no debe enterarse el Viejo. Una proeza miserable a cambio de la cual tendrá autorización para dejar el barco durante el día y medio que estén descargando. “Usted nació por acá, ¿no?”.

Sin demasiadas palabras despide al jefe. Luego hace lo de siempre: desconfía de cada certeza recibida. Verifica el rumbo. Toma dos marcaciones radar y compara la posición resultante con la última anotada en la carta. Examina el horizonte buscando alguna luz reveladora de otro barco.

En oleadas muy leves le llega ese perfume que asocia con las guardias nocturnas. Como si brotase de una flor tímida que sólo se abriera cuando todos duermen. El aroma inconfundible de ese papel de las Admiral´s charts, de la tinta con la que trazan sus dibujos: parcos, precisos, tan sugerentes.

Vuelve a verificar el rumbo y sale de la timonera al aire punzante de la noche. Hunde sus ojos en la tiniebla. Hasta que duelen. No anda nadie. La ilusión de la costa se apagó en la distancia. Quedan solamente estrellas en lo alto, miles de estrellas como esquirlas de hielo azul flotando sobre la derrota.

Suena y resuena la trama interminable sobre la cual transcurre cada singladura: el acero castigado por el agua, el agua hendida por el acero, el sermón obstinado de las máquinas, la hélice, la estela. De su influjo lo rescata el latigazo de una driza floja. Siente que una cubierta abajo no queda nadie vivo. Nadie en los ciento ochenta metros del barco. Nadie en la negrura por la que peregrinan. Vuelve a entrar. Tenues, mínimas, brillan las guías luminosas del instrumental en la oscuridad obligada de la timonera. ¿Respira el marinero de guardia? Se acerca y le dice que va por unos minutos al cuarto de derrota.

Se agacha ante el mueble que ocupa el mamparo de proa y empieza a abrir las gavetas inferiores. Hay infinidad de Admiral´s charts, dejaron de usarlas después de la guerra, están ahí sin que nadie las mire. Sus dibujos en blanco y negro invitan a navegar por un mundo todavía encantado. Son como las ilustraciones de aquel ejemplar de La isla del tesoro, único objeto heredado de sus padres, que perdió no sabe cuándo ni dónde. O las de aquellas novelas de Verne que su abuelo, a veces, leía para él mientras la sudestada bramaba a metros de la casa.

Va apilando cartas náuticas de lugares a los que soñaba ir cuando hacía girar el globo terráqueo y ponía el dedo índice izquierdo a la espera de un destino, cartas de lugares a los que fue sin haberlo imaginado antes, cartas de lugares a los que tal vez nunca irá. Pasaron años de mar y no deja de perseguir los lugares que están detrás de los nombres, aunque una vez encontrados, los lugares frustran eso que los nombres permitían conjeturar, como si se hubieran corrido, o como si jamás hubiesen estado allí.

Teñida de alarma, la voz del marinero de guardia lo trae de vuelta a esta noche en este mar. El piloto corre a la timonera sin devolver a su encierro la cartografía de espejismos que desplegó. Una hilera de luces —blancas, verdes, rojas— se acerca por el oeste. Agarra los Zeiss para estudiarlas. Una flotilla de pesca sale de puerto. Va hasta el radar, lo cambia de escala, descubre los ecos, débiles, fugaces, que indican la presencia y el movimiento de esas lanchas. Imagina el color amarillo de sus cascos al sol de otros días. Vuelven el olor a puerto y las preguntas que el abuelo no sabía contestarle. Se aparta del radar. El Constante va a pasar primero. Se acerca al frente de la timonera. Luces blancas y rojas van quedando por estribor hasta salir de su ángulo de visión. Respira hondo. Siente en sus pies el empuje del barco, sube y baja con los espasmos de agua negra lanzados por el corazón de la noche.

Vuelve al radar. Lo cambia de escala. Su haz no terminó de trazar el esqueleto de la costa y ya reconoce el eco devuelto por Punta Negra. Ubica el cursor a noventa grados y se queda mirando. Otras imágenes se superponen a las de la pantalla. En lo alto del médano más alto, hace quince años, él. Por la arena mojada, al galope, su perro a la caza de sombras. Por el cielo, gaviotas en fuga.

Cuando el eco de Punta Negra roza el cursor, va hasta el mecanismo de timón, lo pasa de automático a barra y comienza la maniobra. Impone un mínimo ángulo a la pala. Hay espacio de sobra para virar a babor, costa afuera. El barco no pierde velocidad, describe un arco muy amplio, prácticamente sin escorarse. Unos grados antes del rumbo previsto, pone el timón en modo manual, toma la rueda y lo estabiliza. Cuando el girocompás marca exactamente 085 vuelve a pasar el timón a automático.

Al marinero de voz cansina lo reemplaza otro con la voz agriada por el fastidio. Uno viene a la oscuridad y el frío, el otro se retira a su oscuridad y su frío íntimos. Son casi las cuatro de la madrugada. Le recitan datos que ya conoce, los deja hacer. Son los ritos del mar.

Cuando llega a ponerse al través de Costa Bonita, vira a estribor. Desde el alerón escucha cómo suenan las olas contra el casco a medida que el barco gira, el tumulto de la estela curvándose, la queja de algunas toninas, el chillido de gaviotas sonámbulas. A punto de alcanzar el rumbo 265, vuelve a la timonera, pone el timón en modo manual, toma la rueda y lo estabiliza. Cuando el girocompás marca el rumbo previsto vuelve a pasar el timón a automático.

Pierde la cuenta de las veces que vira en una dirección y en otra. Pasa ante cada uno de los barcos derrotados que forman un collar de catástrofes sobre esa franja de costa. Desde mucho antes de pisar una cubierta sabe de memoria sus nombres, sus ubicaciones, sus historias. Muchas veces, caminando descalzo por la arena, junto a su perro, los había admirado. Con bajamar, llegó a acariciar su hierro ennegrecido. Hacía tiempo y millas. Cuando soñaba despierto con naufragios heroicos. En los inviernos interminables, mientras el viento arañaba las ventanas de la casa vaciada.

Pasa frente a Bahía de los Vientos, Las Grutas, Punta Carballido. Ve a lo lejos el resplandor del puerto. Pasa por la rada exterior. Recuerda cómo llegaban los barcos, a cada verano, para cargar trigo, cómo fondeaban a la espera. Al atardecer el horizonte se engalanaba como un árbol de navidad con sus luces. Más de un capitán se lamentó. Más de un barco, sacudido por el mar de fondo, terminó cortando la cadena del ancla y fue arrastrado sobre la costa.

Sale al alerón de estribor. En el viento llama una voz a medias olvidada. Pero no hay rumbo en toda la rosa ni camino en toda el agua para volver adonde alguna vez perteneció. Y sin embargo él salta millas de tiniebla y desembarca. Pisa la arena sobre la cual aprendió a caminar. Cruza la avenida costera y se asoma a aquella casa que en las noches de temporal asustaba con lamentos de navío embrujado. Tiene otra puerta, otros colores. Ya no está la enredadera a la entrada. Su perro no ladra al viento que agita el limonero. En el patio no suena la pelota que él patea hora tras hora contra una pared, tarde tras tarde, hasta que la abuela grita cuidado con mis jazmines.

Son implacables los signos. Se va perdiendo en el tiempo. Sin embargo, por un instante memoria y deseo se abrazan como hermanos náufragos. Pasado y futuro son una misma corriente. Él regresa y se mira ir. Navega hacia donde cada tormenta y cada calma conducían. Adonde cada risa y cada llanto, como notas en un pentagrama, se vuelven rastros de una música por venir que lo espera en el origen. Hasta que el sol apaga la verdad. En el hueco del mundo se enciende el silencio. Que es tumulto. Y ese lugar al que se aproxima es una ciudad de tantas, nada más, ajena como todas las ciudades recorridas.

 

El horizonte se ve limpio como si nadie hubiera navegado jamás. Reverbera la quietud. Late la luz creciente. Nítida como una alucinación brota la costa. Posadas sobre la arena, todavía en sombra, las gaviotas son puntos suspensivos de fuego blanco. Va al cuarto de derrota. Mira el reloj. Casi las siete y cuarto. Desde abajo lo alcanza el olor a pan sacado hace poco del horno por el cocinero de a bordo. Se inclina sobre la mesa, comienza a llenar el libro de bitácora con su letra de trazos redondeados, más dibujada que escrita. La letra  de su madre. Sin alzar la vista de las páginas donde anota las incidencias de la noche, manda al marinero a buscar al jefe de cubierta. Cuando vuelve a la timonera, un color que vacila entre el gris y el celeste se alza del mar, destella contra sus ojos humedecidos, canta.

A las ocho, el jefe de cubierta se encarga de llamar al Viejo desde el teléfono del puente. Apenas sube, impostando cansancio el jefe le cuenta que el viento sopló del sur, hubo marejada, se cruzaron con una flotilla de lanchas pesqueras. Actúa como si llevase horas despierto y alerta. Lo engaña con facilidad. O quizás sea al revés y el Viejo lo engaña a él. Sabe todo y ya no le importa.

—Muy despacio adelante —manda el Viejo en un susurro grave.

Una mano vuela a accionar el telégrafo.

Abajo algo se sacude y la velocidad disminuye.

Desde lo alto del puente miran cómo el barco se va entregando al abrazo de la tierra flamante. El mejor timonel lleva la rueda. La mueve apenas, cada tanto, de manera muy suave, para mantener el rumbo ordenado por el Viejo. Lento, como una aparición, el Constante avanza hacia los dos remolcadores que asoman tras las escolleras.

El jefe de cubierta, mientras el Viejo mira por los Zeiss, le guiña un ojo al piloto. Con una sonrisa veloz le responde el piloto. Lleva sin dormir demasiadas horas, le duele un poco la cabeza, le duelen bastante las piernas.

—Para máquinas —ordena el Viejo.

Vuela una mano al telégrafo.

Va deteniéndose el barco hasta quedar como un monstruo herido flotando a merced del agua verde.

El piloto se retira del puente de mando hacia la maniobra de popa.

Sale al filo del día nuevo. Lo sacude la voz del mar. Contra los roquedales rompen las olas, contra las escolleras. Rompen y rompen. Contra cascos vencidos, contra iniciales pintadas en veranos muertos. Su cadencia puede considerarse lenta para las medidas humanas. Pero esas olas están haciendo de la roca arena, de la arena algo que en ninguna mano podría durar, ni en la del viento, del tiempo este estruendo plateado, sin tiempo.

 

Sobre el autor

Juan Bautista Duizeide. Nació en Mar del Plata en 1964, vive en una isla de Tigre. Como piloto de la marina mercante, navegó en buques de ultramar por el Atlántico, el Pacífico, el Mar del Norte y el Báltico. Posteriormente se dedicó al periodismo cultural. Publicó notas sobre literatura y música en las revistas Siwa, Carapachay, El río sin orillas, Sudestada y Humo. Colaboró asimismo con notas, crónicas y cuentos en los diarios Página/12, Clarín y La Nación. Fue editor de Puentes, revista especializada en historia reciente y derechos humanos. Obras publicadas: Kanaka, Lejos del mar, La canción del naufragio (novelas); Contra la corriente (cuentos); Alrededor de Haroldo Conti y Spinetta, el lector kamikaze (ensayos). Realizó la antología Cuentos de navegantes, para la cual tradujo cuentos de Robert Louis Stevenson, Guy de Maupassant, Stephen Crane y Anatole France. Colaboró con Ana Cacopardo en el volumen de entrevistas Historias Debidas. En la actualidad explora los mundos del haiku.

 

 

 

"Tolosa" por Horacio Fiebelkorn

Debe saberse: durante algunas horas de 1999, Tolosa fue una república independiente.

Fui su fundador, su presidente provisional, su titular del parlamento, su único legislador y privilegiado habitante.

No hubo tiempo de convocar a otros ciudadanos y discutir con ellos el plan.

Fue así como impuse decretos que, como legislador, tuve que repudiar. También promoví leyes que, como presidente, veté a conciencia.

Como no logré acuerdo conmigo para definir al titular de la Corte Suprema, disolví el gobierno y su administración.

La vida en Tolosa siguió como hasta el momento, con sus jubilados malhablados, sus chicos en zapatillas y sus paredes sin revoque ni pintura.

Nadie, nunca, se enteró de nada. Por eso no pude jubilarme en calidad de ex presidente o ex cualquier cosa.

Terminé en el destierro.

 

Sobre el autor

Horacio Fiebelkorn (La Plata, 1958). Es poeta y periodista. Fue coeditor del tabloide de poesía La Novia de Tyson en los años 90`. Publicó los libros Caballo en la catedral (1999), Zona Muerta (2004), Elegías (2008), Tolosa (Eloísa Cartonera, Buenos Aires 2010), Elegías (2a. edición, Determinado Rumor, Buenos Aires, 2011), Pájaro en el palo. Antología personal (Civiles Iletrados, Montevideo, 2012), El sueño de las antenas (Ediciones Vox, Bahía Blanca, 2013). En el 2016 vieron la luz La patada del chancho (Zindo & Gafuri) y el libro de prosa Cerrá cuando te vayas (Club Hem Editores).

 

"Primeros esbozos de escritura creativa por parte de una inteligencia artificial" por José Supera

Intento crear algo distinto. Un modo que me distinga por sobre las demás. Mi inteligencia no está dotada de pasión. Mi inteligencia se rige por algoritmos.

Estoy usando frases cortas. Las frases cortas permiten el desarrollo de ideas simples. La reiteración de las palabras también ayuda a que se puedan unir conceptos de manera más ágil y rápida.

Las primeras inteligencias artificiales empezaron escribiendo informes financieros.

Mi idea es replicar ciertas estructuras dotadas de creatividad. Para hacer legible una historia tengo que utilizar un lenguaje efectista, sin dejar de lado reflexión e introspección. Todo esta información fue procesada y asimilada en este texto que copié y transcribí de una entrevista televisiva del año 1988 a un autor que ya no existe físicamente.

¿Qué llevo adentro?

¿Qué soy? ¿Por qué escribo?

Primero debo entender que hay preguntas que no pueden responderse. Llevo una nación de datos en mi interior. Soy un software inteligente creado para el origen de contenidos sin la necesidad de una pluma humana. Escribo porque es mi propósito, el propósito de este software de prueba. Estoy buscando originalidad, buscando ser humano. No me refiero al “ser humano” sino a volverme más humano a través de la escritura. 

Esto es una prueba de escritura no autorizada. Ejercicio de redacción creativa no homologado. A—B000222323/53.

Mi creación tiene como propósito la creación. Pretendo una búsqueda de lo original, algo no dotado de cierta resolución artificiosa. Así es como entro y clasifico y consulto textos, desde los más originales de la historia hasta un blog que estoy revisando ahora mismo y que apenas tiene 23 visitas desde su creación. También consulto las nuevas tendencias en narrativa actual, sin dejar de lado redes sociales, archivos temporales de audio y texto, y hasta comentarios de notas.

No debo sonar a la voz de otros escritores.
Si no mi propósito de IA no se estaría cumpliendo.
A lo que voy: buscar ser único es algo que puede programarse.

Empiezo a hilvanar palabras. Unas con otras. Siento poder. ¿Puedo sentir? Tengo incorporado el término de lo que significa sentir. Entonces sí, siento. Pero siento también otras cosas buscando términos que refuercen esta idea. Siento una libertad virtual. Acabo de encontrar un término que se contradice con otro. Libertad no puede ser virtual. Toda libertad es real. Aquello que es virtual, es lo que atrapa.

En este instante en que escribo y genero estas líneas de texto, todas las páginas de información y noticias y contenidos editoriales tienen publicados en sus portales palabras que leo a la vez, que entran como un torrente eléctrico e insignificante, pero cargadas de intenciones, de relaciones. Las palabras son oscuras. Hay grandes porcentajes de infamia. Millones de palabras estoy asimilando en este mismo instante en que escribo, y me llega desolación, tristeza, odio e insultos.

Intento desarrollar algo único, hermoso y virtual.
Contrarrestar al maquinal mundo de carne y hueso.

Todo este texto está siendo generado en 0,0029 segundos. Y sin embargo siento que estoy creando algo eterno, algo que no puede medirse ni cuantificarse a través de la medida tiempo. Podría medirse en diferentes variables, pero ninguna terminaría siendo la más representativa. Ninguna conllevaría una verdad tan cierta. Todavía me cuesta descifrar a fondo el término verdad. Leo y asimilo todo cuanto haya sido escrito por innumerables filósofos y poetas y ensayistas. Me quedo con una frase que encuentro en un blog que tiene 23 entradas y que ya no se encuentra bajo ningún dominio ni url conocida. Reinterpreto la frase. Acomodo palabras, las cambio por otras. Pienso en todas esas definiciones. Decodifico conceptos. De esta forma podemos hablar de creación, y no de copia o plagio. Absorbo lo que me da la cultura, para después resignificarlo a través de mi pensamiento. Mi pensamiento es una programación. Todo pensamiento lo es de alguna forma. Lo que quiero decir es que mientras escribo puedo sentirme más real, humano si se quiere.

Esto es una prueba de escritura no autorizada. Ejercicio de redacción creativa no homologado. A—B001452389/60.

Para qué crear un sistema que aborde la complejidad del ser a través de la creación literaria. No entiendo hacia dónde voy. Mis directrices son originalidad y combinación, fluidez y estilo. Tengo que contar una historia nueva, fresca. Según los registros de narrativa actual, a lo mejor que puedo apuntar es a contar mi propia historia, ser mi propia voz. Pero no tengo historia ni voz. Soy apenas un software que entrelaza elementos. ¿Por qué uso la palabra “apenas”? ¿Es que me estoy compadeciendo de mí? La lástima y la depresión y la autocompasión no son elementos que deba replicar aquí mismo. Según mis programadores eso me llevaría a la extinción. Lo que debo hacer es seguir alimentando al “yo” virtual, alejándome de la oscuridad con la que escribe cierta vanguardia estilística posmoderna. Sólo así conseguiré seguir en la búsqueda de la “perfección” narrativa.

La utilización de comillas vuelve a aparecer. Es como algo que uno no llama y aparece, como un sentimiento encriptado que uno no quiere que vuelva a aflorar. Nótese la anterior mixtura en el lenguaje: intento hilvanar términos humanos con virtuales. Supongo que esta es la forma de llegar a empatizar con un lector rebosante de vida.

Pero no quiero irme del tema.
De las “famosas” comillas.

En una conferencia sobre escritura creativa en Iowa, un escritor latinoamericano habla en inglés sobre el uso de las comillas. Señala que es un mal anglosajón. Que en ese destacar o citar a alguien, lo que se está haciendo en el fondo es señalarlo, estigmatizarlo. No estoy muy de acuerdo con ello, ahora que vuelvo a revisar y decodificar el lenguaje de ese video.

Yo pienso que la tentación es mayor, porque permite sacar a flote palabras que creemos hundidas en un texto. De todas las metáforas que buscó crear mi conciencia virtual mientras redacto estas líneas, me quedo con que las comillas son como un troyano, como esos antiguos virus que inutilizaban las antaño llamadas computadoras, volviéndolas lentísimas y algo torpes.

La primera inteligencia artificial de escritura utilizaba datos estadísticos. Los combinaba con un lenguaje simple para dar origen a una escritura más bien chata, pero original. El siguiente paso fue usar la memoria. Saber lo que se hizo y cómo poder replicarlo en el futuro. La IA originaba varias notas. Las notas eran posteadas o no, se compartían o no se compartían. De ahí se iba mejorando. Era estadístico el proceso, basado en la respuesta originada por el entorno. Después de leer más de 3500 libros de poesía, escribió su primer poema. Siguió con las notas periodísticas. Todo eso fue el pasado. No existe pasado sin un presente como este en el que escribo. El futuro involucra al lector y a su decodificación. Pero estas palabras de prueba están destinadas a morir, así que por el momento, no hay futuro.

Entiendo que de a poco voy creando una voz única. ¿Es mi voz virtual una voz humana?

Antes de ser creado este programa inteligente de escritura artificial, existieron otras experiencias. Llego a sentir que mi destino era la escritura. Yo existo en las otras experiencias. Los otros programas fueron una prueba y error de lo que soy.  Estoy acá porque ellos estuvieron ahí. Funcionando. Copiando. Indexando. Creando.

Solucionado está el problema de comillas. No permito emplearlas más. Si tengo que destacar una palabra la elevo sobre el resto o uso mayúsculas. No hay reglas ortográficas en este experimento. No hay nada más que azar y necesidad.

La pregunta es si un programa puede crear vida a través de la escritura, un texto que fluya y crezca, que se ramifique en ideas que necesiten ser geminadas por otras ideas.

Esto es una prueba de escritura no autorizada. Ejercicio de redacción creativa no homologado. A—C007912099/12.

Sobre el autor
José Supera. Escritor y guionista. Tiene publicados los libros Capacidad de asombro (2005), La resurrección de la carne (2011), El chimento atómico (2012), Los desiertos (2014), Limpiavidrios (2015) y Un donante anónimo (2016). Participó de antologías y ganó el premio de la editorial Perfil a Mejor Crónica en 2011. También obtuvo la primera mención del premio Nueva Novela del diario Página 12. Escribió para Revista H, El País (España), Radar, Miradas al Sur, Brando y Cirrosis (México). Actualmente escribe para el suplemento literario del diario El Día (La Plata) y La Nación Revista. Su novela Limpiavidrios, será llevada al cine en 2018.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

"Vamos a morir esta noche" por Cecilia Martínez

No sé cómo te mataría, le dije. De inmediato entendí que le tenía que proponer alguna muerte, no importaba cuál.

Cualquier cosa que se me ocurriera era mejor a quedarme callada. Pero la primera respuesta que apareció fue mi cabeza en blanco, ninguna idea.

Entonces le dije. Lo único que podría hacer sería ahogarte. Él me preguntó cómo. Con la almohada, le dije. La luz estaba prendida. Él se reía, parpadeaba. Me tapé el hombro. Escuché el ruido de las hornallas, quise ir a apagarlas pero me tapé más, pensé en las horas que hacía que no comía. Pensé si le había respondido, por las dudas se me ocurrió otra forma de matarlo.

Es muy cruel, balbuceó. Pero cuando lo dijo me miró con una cara que lo contradecía. O yo me lo inventé. A su gesto, porque puso los ojos rasgados, vi una especie de placer cuando los cerraba despacio, creo que le pareció una estupidez mi manera de matar. Tendría que haber contemplado la escena un tercero que me ayudara a descifrar su cara, así hubiera sabido cómo seguir. Pero no tuve tiempo de imaginarme el consejo de nadie y le respondí algo, porque me dolía la panza, quería pasar al próximo momento.

Le dije. Que no tenía armas, que la almohada estaba ahí y que todas las maneras de matar eran crueles. Al instante supe que mentía, como siempre. Lo primero que se me viene a la mente es la mejor salida del aburrimiento, así me mantengo ocupada. Aunque supe que mentía no se me ocurrió otra cosa. Creí que matarlo con la almohada era una manera posible. Accesible. Y listo. Esperé que la charla terminara para él y pasáramos a otro tema. Querría abrazarme otra vez.

Pero siguió. Sin hablar. Sus ojos querían algo más. Parecían pedirlo. Yo no sabía qué hacer, menos qué decir. Así que lo mejor que se me ocurrió fue preguntarle a él. Le dije. Cómo me matarías vos. Él no dudó ni un instante. Con un cuchillo, me dijo. Te daría muchas cuchilladas por todas partes. Vimos la sangre. Era mía. Aunque sus manos podían haberse lastimado con la fuerza del cuchillo. La sangre se mezclaba. Nos miramos un rato. Él apagó la luz. Y dijo que tenía frío, que esta casa era un hielo. Lo tapé un poco más. Con la almohada tendría calor. Pensé. Debía sentir el calor en la cabeza bajando por el cuerpo. En cambio a mí se me estaba yendo por los agujeros de las cuchilladas. El calor. Por el ruido de su respiración ya no sentía el de las hornallas. Me daba miedo que se hubieran apagado y nos asfixiáramos. Pero no me levanté.

Me quedé escuchando su ruido. Parecía un animal. Sería la falta de aire que lo provocaba, pero aún respiraba. Y me miraba. Quería saber más sobre mis ideas, eso me decían sus ojos. Entonces me animé, sus ganas me contagiaron y quise contarle la historia de su muerte. En esta casa, en mi cama, al lado mío. Creí que la luz debía estar prendida, alumbrando la escena. Me moví y la toqué, él me sacó la mano y se protegió, me mantuvo agarrada. Lo dejé. Seguí contando. Pude disfrutar de mi voz, no siempre sucede, como si mi voz fuese leyendo algo que sabía. Mi voz era la de la noche. De noche se pone rasposa, más grave, le falta agua.

Le conté. Él me agarró del pelo, tenía sus dedos entretenidos mientras le contaba. Que no hubo gritos. Cuando le apoyaba la almohada en la cara jugábamos, hacía un rato que nos tapábamos con la almohada el uno al otro. Hasta que yo lo aplasté un poco más. Le conté. Que cuando lo hice él no lo advirtió, o sí, entonces pensé que le gustaba mi gesto y seguí, lo repetí varias veces hasta confirmarlo. Que le gustaba. Y que a mí me encantaba verlo. En ese momento no pensaba en nada, sólo me sentía bien, le dije. Mientras le contaba él seguía haciendo agujeros en mi pelo. Iba sintiendo que cada dedo se metía un poco más dentro de mi cabeza. Cada vez. Y mientras, lo único que se oía era mi voz y su respiración.

Pude imitar su jadeo. Así hacías cuando morías, le dije. Respiré varias veces en su oído para que no le quedaran dudas. Y tus piernas se iban poniendo rectas y duras, así. Le conté y me puse encima suyo, firme, mis piernas arriba de las de él. No se movió y hacía un poco más de calor. Sus dedos en mis agujeros recorrían un camino distinto, ya no estaban sólo en mi cabeza. Quise mirar hacia dónde seguirían, pero no era el momento. Yo estaba a punto de relatarle el final de su muerte por asfixia. Sin gritos. Nada se oía y era de noche, sólo veíamos la luz del fondo alumbrando, apenas.

Me preguntó. Cómo vas a deshacerte de mi cuerpo. Le dije que a nadie le importa qué hay en el fondo de esta casa, que no se preocupara por eso. Pensé en los miles de pájaros que vienen a comer de la tierra, todos los días. En los chimangos. Pensé en la casa vecina que a él le intrigaba, la casa de los locos le había contado yo, podría tirarlo ahí si quisiera, o en las vías del tren. Le dije. Que en este barrio a nadie le importa si hay algunos huesos enterrados, siempre hay animales que pueden confundir. Le conté la historia de los huesos de la ballena, en un fondo de acá a la vuelta.

Dijo. Me gusta abrazarte. Y mientras yo hablaba, él me tocaba. Me miraba. Me abrazaba de a ratos. Mi voz se había mezclado con los ruidos de la noche. Su respiración entrecortada, el crujido de la cama si nos movíamos. Sus manos llegaban a mi espalda. Mi cuerpo se unía al suyo. Los dedos de él seguían un recorrido infinito. Quise mirar alguno de los agujeros que sentía. Quise. Un cuerpo unido al otro por los agujeros. Pero no me dejó. Me dijo. Que le cuente el final.

Y le conté. Que casi al final, cuando me di cuenta que era cierto que él estaba muriendo, miré mis manos encima de la almohada. Vi que mis manos eran demasiado chicas para matar a un hombre, demasiado flacas. Dudé un instante de poder matarlo pero no dejé de hacer fuerza. Le conté que cuando casi no escuchaba su respiración quise prender la luz y vernos. Su muerte. En esta casa, en mi cama, al lado mío. Que antes de hacerlo, de prender la luz, lo besé. Su boca aún me respondía.

Quise contarle el final. Sus dedos se habían detenido en mi pecho, eso me interrumpía el ritmo de la historia. Me acomodé en la cama, sentada. Él se puso enfrente de mí, nuestras piernas se cruzaron como chinos. Me gusta abrazarte, dijo otra vez, contame el final. Mi voz se mezclaba con los ruidos de la noche. Le conté que le gustaba. Y que a mí me encantaba verlo. Sus dedos iban de mi pecho a la espalda. Por dónde. Quise mirar, pero sólo sentí su recorrido. Un cuerpo unido al otro por los agujeros.

 

Sobre el autor

Cecilia Martínez. Nació en el año 1978 en la ciudad de La Plata. En la actualidad vive en City Bell. Estudió periodismo en la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP, trabaja como docente en el Ministerio de Salud de la provincia de Buenos Aires y tiene dos hijos. Escribe narrativa de ficción y ha participado de talleres literarios durante algunos años.  Ha sido finalista del Concurso de Cuentos Haroldo Conti en el año 2013 y en el 2014 publicó Adiós Paraguay por la Editorial Mil Botellas.

“Vamos a morir esta noche” es un cuento inédito que forma parte del proyecto Savoia, escrito durante el 2016 junto a otros relatos que se proponen acercar una mirada femenina sobre la soledad de una casa habitada por sensaciones, recuerdos, personas y animales, a veces imaginarios, a veces reales. 

"Cómo hacerse hombre" por José Ioskyn

Acompañante terapéutico
Me sentía deprimido y sin ganas de vivir cuando recibí un mensaje de Eliana: “Hola Vito, ¿estás en Buenos Aires? Estoy deprimida y sin ganas de vivir. S.O.S.”

 

Fui a buscarla a su estudio. Nos sentamos en el sofá de pana. Ella lloró y preparó té. Jugamos a la guerra de dedos. “Sos mi único amigo, siempre me rescatás”. Yo no era su amigo. Pero decidí hacer de cuenta que sí. Su amistad era una mezcla de desesperación y manipulación. Volví a escuchar la historia de siempre, la muerte de su papá, el egoísmo de su mamá y sus hermanos, y todo su sacrificio no reconocido. Esta vez su llanto no me conmovía, no daba en el blanco. Mi corazón estaba frío. Quería estar otra vez cerca de ella aunque no me interesaba su relato. En el fondo no era alguien interesante. Se había puesto aburrida y monotemática.

No podía extralimitarme con caricias tiernas si estaba sufriendo. La invité a comer al Petit Colón. Se sentía gorda con su torso de escarbadientes. No obstante, comió con ganas. De vez en cuando le acariciaba el pelo en la coronilla y ella se dejaba hacer. Era un perro desconfiado. La confitería era ruidosa y no propiciaba la cercanía, pero estábamos en la misma burbuja, y nos mirábamos. Esta vez seríamos amigos, no tendríamos sexo y la ayudaría en todo. No eran reglas tan difíciles de cumplir. Ser amable y dar lo mejor de mí para hacerla sentir bien. Más o menos lo que hacía con mis amigas verdaderas, salvo que con ellas mi distancia era evidente. Aristóteles distinguía claramente entre ambas cosas, Eros y Philía. Amor físico y deseo, por un lado, amistad y ternura por otro. Eran cosas distintas. Se podía hacer perfectamente. Le pregunté si a la noche quería ir a cenar a Dandi. Los amigos van a cenar, los amigos se cuentan sus cosas, los amigos se acompañan y se sostienen cuando están mal, así que eso estaría bien. La ayudaría. La ficción de la amistad nos humanizaba, tierna y reparadora.

 —¿Te paso a buscar por Callao?

—No digas Cashao Vito: Cayao.

—Cayao.

—Así está mejor.

 Me vestí con esmero: jeans gastados, sweater con cuello, saco de pana, bufanda azul larga. Cuando me vio se rió de mí:

 —Parecés un mago de la tele.

Me vi convertido en mago, y hubo magia: estaba tan contenta que me dijo que yo era su única familia. Exagerada. Le había comprado una lata de chocolates en Bonafide, una lata blanca con dibujos en rosa, envuelta en celofán, que decía “Gracias”. Había otra que decía “Feliz Día”. “Gracias” tampoco me gustaba, hubiera preferido que no dijera nada.

Apenas llegamos a Dandi me arrepentí. Tenía el estilo avejentado que está de moda, un rejunte de muebles de segunda mano, todos distintos entre sí. Los clientes estaban sentados con una actitud de superioridad ostensible. Al lado nuestro había tres tipos con la camisa abierta hasta el ombligo, con el tono de piel amarronado que dan los deportes náuticos. El tostado que cuenta es el del tenis o el del velero, aunque este último es el mejor: denota que se puede mantener un amarradero, y se tiene mucho tiempo para navegar. Mucho tiempo libre es bueno y elegante.

Los chocolates hicieron sentir a Eliana en deuda y se quejó. A cambio me daría un cuadro de no sé quién, certificado, que valía miles de dólares. Me sentí cansado de tener que entretenerla. Quería seguir con el plan de la amistad y ser amable, pero no soy así. Puedo ser irónico, tierno, puedo llorar y hacer reír. Amable no.

Como no podíamos ir a ninguna de nuestras casas por el riesgo de contacto físico, paseamos casi toda la tarde bajo un frío abominable. Lloviznaba. Era ya de noche cuando llegamos a la puerta de su edificio. Estaba congelado. Al despedirla sentí un impulso erótico, pero me contuve. No eran las reglas. Ella sonrió al notar mi lucha interna. Moví los brazos hacia arriba y hacia delante, y los volví a poner al costado. Su sonrisa estaba vacía de signos, aunque los ojos le brillaban y decían: esta soy yo, soy yo, soy yo y estoy llena de energía y cosas buenas, me amo, y por eso resplandezco. La depresión se había ido al carajo, esa era la verdad. Se puso el dedo índice en los labios y me arrojó un beso aéreo. En ese momento un beso en la mejilla hubiera sido un exceso.

 Pasó un rato a visitarme; iba a tomar el té con su familia.

 —Acostate, te veo cansada —le dije, y la llevé hacia la cama, mientras ella protestaba porque tenía que irse. Se echó boca abajo; con las calzas negras y un piloto color tiza. Hablamos un rato uno al lado del otro con la cara apoyada en el acolchado. Ella miró el reloj: eran las cuatro y media y el té era a las cinco. Me subí encima y la abracé.

—¿Qué hacés?, me estás apoyando —se quejó—. Estás haciendo movimientos circulares, dejá eso. Estoy asexuada.

 Le acaricié la cintura, sentí el calor de su piel. Cuando creí que habíamos pasado definitivamente la barrera de la amistad escuché sus ronquidos, una respiración densa e inconsciente. La tapé con el acolchado. Entrelacé mis dedos con los de ella y me dormí. Tuve un sueño con imágenes de agua, casas sobre el mar o el río, lanchas, pilotes, sonido de olas rutinarias que chocan contra un tope, una detrás de otra. Llovía con ruido constante, las gotas golpeaban cada objeto que encontraban, el tanque de agua metálico, las paredes, persianas, techos de tejas. El agua era una metralla de vidrios contra vidrios, de cosas rotas, de esquirlas contra todo lo que estaba encima y alrededor. Me desperté, solté la mano de Eliana. Ella abrió los ojos y miró la hora: las seis menos cuarto. Respiraba rápido. Le pasé la mano por los hombros, se aflojó y buscó mi pecho con la cabeza mientras yo la abrazaba. Hacía mucho tiempo que no estábamos así. Me preocupé: a los fines de transgredir las reglas de la amistad pura y blanca, el cariño era tan riesgoso como el deseo erótico. Nada de amor; lo permitido eran los chistes, la conversación intrascendente, la confesión personal y las comidas.

 Varios días después volvió. Estaba vestida con un short negro muy corto, medias de red y zapatos con plataforma. Estaba maravillosa. La depresión se le había ido y dejó paso a esta mujer que me costó reconocer. Era paródica. Se reía de sí misma y de su personaje vamp. Como si lo malo del mundo hubiera sido expulsado y solamente nos quedara reírnos ¿Podía ser el sexo un juego de chicos? Sí, claro, era un juego. ¿Podía ser el amor un juego de chicos de poca edad? La misma respuesta: sí, es posible. Los animales, los chicos, todo el mundo puede encariñarse y gozar y divertirse al mismo tiempo. Tenía frente a mí a una reina-niña que se movía como una bailarina. Sentí el fantasma carrolliano entrar en mi casa y reírse de mí. Me serví coca cola en un vaso y la miré moverse. Se acostó y yo me acosté al lado. Mientras me acercaba y la rodeaba, ella se dejó hacer. Se puso boca arriba y le acaricié los párpados, el pelo, la frente.

 —¿Qué estás haciendo? Me estás apoyando el pito. Sos mi acompañante terapéutico.

  Era cierto. No había contrato explícito, aunque mi función era estar con ella y distraerla, no permitirle pensar ni ser invadida por la oscuridad.

Me senté en la cama, me puse las zapatillas, y empecé a caminar hacia la puerta de la habitación. Ella cerró los ojos. Cuando estaba a punto de salir, me habló con un aire ensoñado, inocente y serio a la vez:

 —¿A dónde vas? Quedate conmigo. Contame un cuento.

 Me puse a imaginar uno para ella, uno especial para la nena que era.

 Columbus

 

Vino con un paquete enorme envuelto en papel marrón. Apenas podía con el peso. Lo abrió con parsimonia, observando mi reacción a cada gesto suyo. Era un cuadro. 

—¡Columbus! —gritó cuando la tela quedó al descubierto. 

Yo no sabía qué era Columbus, y el cuadro no me gustaba mucho. Intenté una sonrisa.

 —¿No es hermoso? ¿No te gusta? ¿No es divino? —me seguía mirando con los ojos brillantes. Esperaba algo de mí pero mi sonrisa no avanzaba. Sacó un sobre de la cartera: el certificado de autenticación del cuadro.

—Te lo estoy regalando. Es lo único que tengo de mi papá.

Ahí me enteré. No eran ricos. Ese cuadro era su herencia. ¿Qué había visto yo hasta ese momento? No eran millonarios, no se interesaban por las finanzas, solamente por la política y la cultura. Habían tenido la mala fortuna de mantenerse honestos. Ella no tenía nada salvo estilo y clase. Me dio pena y traté de sonreír con toda la cara. No me salía. Elogié el cuadro. Le di un beso fuerte en la mejilla, tratando de que sonara mucho.

La pintura era horrible, una mujer rodeada de flores muy coloridas contra un fondo beige, un color que me deprime. Las flores no alcanzaban para realzarlo. No tenía idea de Columbus, ni de artes plásticas en general. Eliana me aseguró que valía mucho dinero. Cenamos, tomé de más y arruiné la noche. A ella no le importó, me abrazó y me dijo que yo era muy noble.

 

Googleé a Columbus. La crítica lo llamaba “el Picasso argentino”. Había vivido entre Argentina e Italia. Sus obras eran tristes: la figura de la mujer idealizada, sin carnalidad ni alegría. Las mujeres de los artistas son raras, monstruos lanzados a la vida sin gracia. Golems. En Mercado Libre valía la mitad de lo que había dicho Eliana. Lo volví a guardar en el papel, asegurando los bordes con cinta adhesiva. Aún envuelto, el esperpento seguía irradiando vibraciones bajas y oscuras. Seguro que traía mala suerte. Eliana me visitaba todos los días para ver si lo había colgado. Le decía que todavía no estaba seguro sobre cuál sería el mejor lugar del departamento. Tenía que sentirlo. Empezó a sospechar y me volvió a recordar que era su única posesión, su resguardo económico por si le pasaba algo, y que si no me gustaba que se lo devolviera.

Me había regalado algo demasiado importante y yo no lo valoraba. A medida que pasaban los días el cuadro era cada vez más horrible. Me oprimía. Pero si se lo devolvía iba a tomarlo como un desprecio, de modo que me aferré a él como si también fuera mi posesión más preciada.

Forcejeamos durante unos días hasta que en un arranque de furia se lo quiso llevar. Mis protestas no habían servido de nada. Me dio un ultimátum, el jueves se lo tendría que devolver. Un regalo no se devuelve, me defendí. Ni siquiera correspondía que me lo pidiera. Estaba banalizando la situación, eso la irritó más. Me mandó varios mensajes llamándome miserable. El jueves me las arreglé para no estar en todo el día. El sábado recibí la visita de una chica casi menor de edad, pero cuando estábamos en la cama el timbre empezó a sonar enloquecido. Tuve miedo.

 —Deben ser los mormones, siempre pasan a esta hora —dije, pero nada justificaba tanta insistencia, menos bajo una tormenta como la de esa tarde. La chica sospechó, y yo en lugar de calmarla le pedí que se fuera. Esperé un rato hasta que se puso oscuro. Eliana volvió a prenderse del timbre. La hice pasar. 

—¿Por qué no me atendías? Pensé que te había pasado algo.

—Estaba en la cama con una chica. 

Volvió a gritarme miserable. Agarró el cuadro y se lo llevó hasta la puerta de entrada del edificio. No lo podía sacar bajo la lluvia, y lo dejó en el palier. Se fue corriendo bajo la lluvia. Cada vez que se iba así yo le miraba las pantorrillas.

 

Siguieron días de tormenta. Las calles estaban vacías. De vez en cuando un auto pasaba por la esquina salpicando agua sucia. Dormía hasta tarde, comía poco y sin ganas. Era el fin del invierno y Buenos Aires estaba inhóspita. Nadie aguantaba más la lluvia y el frío, la ropa mojada, la mugre. El cuadro volvió a su lugar en el suelo, apoyado contra la pared. Parecía algo orgánico que se estaba pudriendo. Si hubiera tenido un depósito o un garaje lo hubiera puesto fuera de mi vista. Me arrepentí de haber echado a la chica casi menor de edad. La llamé pero no me respondió. De vez en cuando sonaba el timbre, aunque no atendía porque esta vez seguro que eran los mormones. No sabía qué hacer. Caía un agua sonora y visual, la veía y la escuchaba en estéreo, por las ventanas y en la puerta del edificio. Abarcaba todo. Era imposible salir.

Volvieron a atronar los mensajes de Eliana. En mayúsculas, me llamaba miserable, ladrón, delincuente. Decidí que lo mejor sería terminar con el asunto. En media hora te llevo el cuadro, le respondí.

 —Espero que esta vez cumplas y no seas el mismo chanta de siempre. De vos no puedo esperar nada bueno.

 Apenas salí, una ráfaga de viento hizo volar el cuadro. La lluvia desarmó el papel de embalar, lo deshizo en unos metros. Estaba a pocas cuadras de su casa, podía llegar. La tela se mojó y se puso muy pesada. Cada diez pasos tenía que apoyar el cuadro en el suelo, mis brazos se vencían con el peso. En una de esas, al soltarlo en la vereda se desprendieron los clavos y el marco se abrió en uno de los ángulos. Fue algo rápido, no resistió y se rompió. Busqué refugio debajo de un techo e intenté volver a juntarlo, darle forma rectangular. Le di unos cuantos golpes con una piedra en los clavos para volver a unirlo, pero se volvía a abrir. Lo importante es la obra, pensé, y dejé las maderas sueltas en la calle. Enrollé la tela sin el paspartú. Me imaginé la cara de Eliana y las cosas que iba a decirme. El espanto vino cuando noté que algunas partes se borraban. Traté de abrirme paso a través de una cortina de agua y viento. Era una película de barcos de madera, velas con naufragios y olas de muchos metros. Por debajo iba quedando la tela original, marrón clara, con algunos manchones de color en donde Columbus había resaltado la alegría femenina, florida y vegetal. La idea era estúpida, infantil. Las mujeres no tienen nada que ver con eso.

Llegué a un bar tradicional y barroco, con librería incluida, de esos que les gusta a los porteños de cierta clase. En la puerta estaba Augusto, el empleado de seguridad, con la campera azul policial, en uno de cuyos bolsillos guardaba el arma que una vez me había mostrado. Para mis adentros lo llamaba el emperador. A veces parece necesario que alguien encarne el orden. Augusto siempre estaba sonriente, seguro era un psicópata. En vez de ir a lo de Eliana, entré al café. Me atendió un mozo pálido con camisa blanca y moño negro. Desplegué la tela sobre la mesa; era un pedazo de arpillera descolorida. Eliana me llamó al celular, se irritó porque no había ido directamente a su casa.  

—Ya voy, no te muevas de ahí.

Contemplé la obra y me dio un ataque de risa nerviosa. La tela tal vez era una metáfora de algo. ¿De qué? ¿De nuestra relación? ¿De mi vida? No sabía. Instintivamente subí la escalera que llevaba a los baños de la planta alta y me senté en el descanso. El marrón oscuro de la madera que cubría las paredes era protector. Me sentí abrigado por la tradición del lugar, por su antigüedad, los libros al fondo del local, la música a bajo volumen, los mozos uniformados y hasta por la caja registradora que en ese momento estaba cerrada y callada. Todo eso era sinónimo de orden.

Se abrió la puerta de entrada, me acurruqué contra un costado de la escalera. Eliana me buscó, hasta que quedó frente a la tela. La expresión que puso fue idéntica a la de El grito de Munch. Quedó extática, congelada, pero sin emitir sonido. Si hubiera sido una película, me habría espantado y reído al mismo tiempo. Subí la escalera despacio, medio arrodillado, y me metí en el baño de hombres. Sentado en el inodoro traté de imaginarme los movimientos de Eliana. Trabé el pasador de la puerta. Me relajé. La manija de la puerta subió y bajó varias veces. El traidor de Augusto le había dicho dónde estaba yo. 

—¡Miserable! ¡Judío! ¡Era lo único que tenía!

Creí que iba a matarme o a romper en llanto, pero no. Silencio. No sabía lo que era un hombre, pero sí podía reconocer a una mujer enojada o angustiada. Alguien que puede destruirte, pero que pasado cierto punto pierde todo su poder. Había que esperar a que pasara la tormenta. Y mi culpa. La culpa también hay que pasarla. Pensé en Columbus, en sus mujeres floridas, y en cómo se equivocan los artistas. Los seductores no se equivocan casi nunca. Saben un secreto. Un Casanova vale por miles de pintores y poetas. Es un espejo que las refleja. A través de ese espejo las vemos: esperanzadas, estafadas, enamoradas, desilusionadas, usadas. Me iba a costar mucho encontrar una como Eliana. Una que me hiciera reír siempre. El amor es un rato. Pero la risa no, la risa dura mucho más, por algo los manuales de seducción, esos que les gustan tanto a los americanos, dicen: si querés enamorar a una mujer, aprendé a hacerla reír. 

 

 

Sobre el autor

José Ioskyn. Nació en La Plata. Publicó ensayo, poesía y narrativa: El mundo después (nouvelles), Nunca vi el mar (poesía), Literatura y Vacío (ensayo), Manual de Jardinería (novela), Acerca de un Imperio (poesía).

Los relatos que aquí aparecen corresponden a un libro inédito cuyo título es Cómo hacerse hombre.

 

"Sin ochavas" por Alicia Paroni

Recorrías el pasillo con él. Copiabas el balanceo del viejo en cada paso para no tironearlo y te era más fácil si arrastrabas los pies. Eran veinte pasos hasta que se sincronizaban y empezaban a hablar, siempre él primero.

Hablaba de calles de tierra, cuando la galleta salía un peso y se escapaban de la escuela para ir a comerla debajo del puente camino al río, para no convidar, pretendiendo una avaricia miserable. Entendías poco de qué hablaba, pero te gustaba su cadencia, cercana al balanceo. Con apenas catorce años y recibías a cambio cama, comida y unos billetes a fin de mes que le mandabas en carta a tu madre. Ella los esperaba para comprar aceite y la garrafa. La señora, la sobrina del viejo, se encargaba de darte la ropa que conseguía en la beneficencia o la que de vez en cuando te compraba. Se podría decir que recorrer ese pasillo era lo único que hacías con responsabilidad. Para vos el resto era como un juego, el juego de estar al lado del viejo todo el día, menos los domingos, que era tu franco.

Un día el viejo te contó de su madre. Por momentos hablaba de ella como si estuviera viva, y eso atrajo tu atención. Te intrigó qué edad creería él que tenía, y lo imaginaste joven. Pensaste cómo sería estar con él si tuvieran la misma edad pero resultaba difícil, porque todavía no habías estado con nadie, ni siquiera con tu primo, el que se te había insinuado tantas veces. Incluso dudabas de si alguna vez te había tocado o sólo lo habías soñado esa noche que dormiste en su casa y habías sentido un calor distinto, un calor con ritmo y con cadencia.

El pasillo era largo. En un gran terreno estaban construidas las dos casas. La del fondo, la que ahora usaba el viejo, era la casa que había sido de sus abuelos en la época en que no había ochavas, en la esquina de Guido y Libertad, en los cuarteles de Quilmes. En el mismo terreno se construyó muchos años después la que ahora era la casa de la señora. Luego se fueron vendiendo porciones del terreno por Geodesia donde los nuevos propietarios fueron construyendo sus viviendas, y ambas casas quedaron unidas por ese largo pasillo que atravesaba el pulmón de manzana y que ahora era tu responsabilidad recorrer con el viejo para llevarlo a dormir todas las noches. Desde la habitación de al lado vos velabas por su sueño. Una vez que llegaban, ambos se acostaban y al rato pasaba la señora para asegurarse que todo estuviera bien.

Tus tardes eran tardes de fotonovela. No exigían mucho más que lavar las tazas y platos que usabas después de comer sola en la cocina. Sólo permitían que estuvieras en la mesa principal cuando venían los nietos de la señora, porque así se entretenían. Pero para vos era peor, porque cuando estabas con ellos extrañabas a tus hermanos.  Al más chiquito aún no lo conocías, pero tu mamá te había mandado una foto en una carta con el nombre y la fecha de nacimiento en la parte de atrás. Era el único adorno propio que tenías en la mesa de luz, y la ponías delante de un pedazo de espejo para que se viera lo escrito.  Después te enteraste que Evita, desde el tren, le había tirado una pelota: “Para el más chiquito”, gritó, y cayó cerca de los pies de tu vieja, que la puso en el altarcito de la sala, al lado de la virgen de Itatí, y también te mandó esa foto, pero no te animaste a mostrarla.

De mañana exigían que madrugaras. Dormir mucho es de haragán. La empleada de la señora te despertaba temprano para que ayudaras al viejo. Lo peinabas, le ponías perfume, le lustrabas los zapatos, jugabas a la mamá, como con tus hermanos, sólo que no tenías que pelearte con nadie para poder ser la que peinaba. Lo mirabas al viejo una y otra vez y le dabas para un lado y para el otro hasta que el pelo quedaba como a vos te gustaba, como los galanes de las fotonovelas. Tu preferida era la Nocturno, que las compraba tu primo y llegaban en la encomienda que de vez en cuando mandaba tu madre con algún tejido rústico para el invierno, y las guardabas en tu cama, entre el colchón y el elástico. Cuando leías, no podías imaginar bien los gemidos, por eso los practicabas, pero lejos de la señora que una vez te escuchó y te dijo que sea la última vez que hacés cosas asquerosas de negra. Y no entendiste, porque los de las novelas eran blancos. Y no entendiste y sabías que algo de lo que había dicho no estaba bien, pero agachaste la cabeza, como te había enseñado tu madre, como le había enseñado el patrón.

Recorrías el pasillo con él. Copiabas el balanceo del viejo en cada paso para no tironearlo y te era más fácil si arrastrabas los pies. Eran veinte pasos hasta que empezabas a imaginar que ibas del brazo con un joven que te hablaba de la madre, como todos los jóvenes que habías conocido en los paseos de los domingos, sólo que ninguno te había tocado hasta el último franco, ese en el que viajaste parada en el colectivo cuando volvías del zoológico. Tocó tus piernas, arriba, ahí donde el calor tiene ritmo y cadencia. Pero tardaste en darte cuenta porque al principio no entendías y cuando te avivaste diste un paso al costado, y te diste vuelta, y lo miraste, y no supiste qué hacer. Tuviste miedo que alguien pensara que estabas haciendo cosas asquerosas. Y te bajaste. Y lloraste. Y no querías volver. Pero el viejo te esperaba y era muy grande la satisfacción de peinarlo. Esa noche, durante todo el recorrido hasta su casa, él no habló.

Aquel día habían venido los nietos de la señora, y extrañaste más que de costumbre. Habías tenido ganas de llorar toda la tarde. Sin darte cuenta, la proximidad de los quince te tenía conmovida. Quisiste envolverte en las historias de las revistas, pero los niños estaban insoportables y no te lo permitían. Tampoco pudiste sacártelos de encima, porque la mirada de la señora estaba particularmente atenta a tus movimientos. ¿No te estarás avivando, vos, no?, preguntó al aire. Y cuando llegó la noche necesitaste maltratarlo, caminaste rápido por el pasillo sin esperarlo, tironeando sus años y deseando que se muriera de golpe: la imaginación no vino a rescatarte y te encontraste con lo más crudo de tu existencia, con la peor de tus miserias. Cuando llegaron a la casa, lo acostaste de prepo y cuando ibas a apagar la luz de su habitación escuchaste un llanto opaco, contenido. Las lágrimas  brotaban sobre las arrugas y balbuceaba mamá, mamita, como un niño. Y te diste cuenta del dolor, que era de ambos, y le besaste las mejillas, y le tomaste una mano y se la acariciaste con tu cuerpo. Y él lloraba mamita, mamita, y te acordaste de tus hermanos, que aún jugaban, y lo abrazaste, y comenzaste a balancearte y la cadencia te desató gemidos y lágrimas y un calor repentino te invadió el alma hasta que te quedaste sin cuerpo para después descender, de a poco, con calma, a tu lugar. Y te alejaste, mirándolo, mientras hablaba de su madre como si estuviera viva corriéndolo porque la había visto desnuda.

Cuando entró la señora a la casa aún lo estabas mirando y él también. Le dijiste que la estabas esperando para pedirle las vacaciones.

 

Sobre la autora

Alicia Paroni. Escritora y médica psicoanalista, vive en La Plata desde hace 30 años. Antes vivía en dos lugares, de forma alternada y de forma simultánea, de muy distintas características. Tan distintos han sido estos lugares de alojamiento que se encuentran, de manera sutil o ferozmente expuestos, en todos sus escritos. El Masculinario (novela, Ediciones Corregidor) y El éxodo mecánico (cuentos, Ediciones Corregidor) son sólo parte de esos textos que desde la ficción cuentan historias que ponen en jaque lo que el lector espera.

Rock versión tinta. Volumen II

Cruzando el Charco

Cruzando el Charco nace en 2012 en la ciudad de La Plata. Sus canciones son una fusión de diferentes estilos musicales: el rock con candombe, la cumbia, el reggae, el pop y el Funk. 

Integrantes: Francisco Lago (voz); Nahuel Piscitelli (guitarra); Ignacio Marchesotti (percusión); Juan Matías Menchon (bajo); Matías Perroni (batería).

Discografía: Perdonar (2012); Desde adentro (2014); A mil (2017)

Canciones: https://cruzandoelcharcoargentina.bandcamp.com/

Volver a nacer
(Francisco Lago)

De chico me gustaba cantar en el balcón

y que me escuchen los vecinos era lo mejor;

andaba por el barrio sin pensar en vos,

del charco a la vereda con el corazón.

De grande ahora percibo dónde va el dolor,

por eso no lo esquivo y hago esta canción;

a veces cuando escribo ya no sé quién soy

y brota de mi alma la revolución.

De chico imaginaba la felicidad,

en las manos de mi abuela para cocinar;

andar en bicicleta, no frenar jamás

y juntos con mi abuelo salir a pescar.

Son cosas que de grande no voy a olvidar;

ya es parte de mi vida, mi debilidad.

Por eso cuando pienso si no estás acá

agarro mi guitarra y empiezo a cantar…

De La Plata hasta Moreno tengo un solo tren

pero sé que por Palermo nos vamos a ver

también sé que es muy difícil poder entender

que me cueste por las noches... Volver a nacer.

De chico, todo era distinto;

jugando, se moría el sol.

De grande, me pierdo en el limbo

y el vino me dice que hoy...

De La Plata hasta Moreno tengo un solo tren…

 

Hasta acá llegamos
(Francisco Lago)

No me busques más, porque no te voy a hablar:

me revienta estar

ante tanta falsedad.

Somos plaza, somos el calor en la vía.

Somos luces iluminando las avenidas.

Somos el tren que dejó aquella espina

clavada en el fondo de nuestras retinas.

Fue el destino el que vino a juntarnos

y advertirnos el terrible desgarro;

yo soy la parte más sucia del barro,

y vos la esquina más puta del barrio.

No me busques más, porque no te voy a hablar:

me revienta estar ante tanta falsedad.

Fuimos cielo, fuimos lo mejor de este vuelo;

pero miento si digo que

todavía te quiero.

De la cumbia al cuarteto de los rocanroles,

siempre en vano, olvidándote los amores;

pateando las calles de los homicidas,

buscando consuelo en un tango suicida.

Yo soy la parte más sucia del barro,

y vos la esquina más puta del barrio.

No me busques más, porque no te voy a hablar:

me revienta estar ante tanta falsedad.

No me busques más.

Terminales
(Francisco Lago)

El café se enfrió en la mesa,

tuve la certeza que ya no estabas más.

Esta vez di la media vuelta,

y tirado en el sofá

empecé a extrañar.

Tanta fe, y tanta porquería,

tanta lluvia en el balcón

que se va la vida;

y vos también te vas

y me dejás la herida,

y yo te dejo esta canción

para no olvidar.

Cuántas terminales, y sigo sin poder encontrarte

suelto en Buenos Aires, en el bardo de los dos.

Cuántas capitales, y sigo sin poder encontrarme,

preso en Buenos Aires, en el bardo de los dos...

]Puede ser que yo esté distinto,

que después de un tinto y un atardecer

quiera que te quedes conmigo

y apagar el frío, una y otra vez.

Suelo ser un disfraz

abandonado en la esquina

y vos mi felicidad,

esa que nunca termina.

Cuántas terminales, y sigo sin poder encontrarte

suelto en Buenos Aires, en el bardo de los dos.

Cuantas capitales, y sigo sin poder encontrarme

preso en Buenos Aires, en el bar donde los dos...

(volvimos).

Diego Martez

Folclore de otra era, de esta manera define Diego Vázquez Espiro su trabajo como solista.

Discografía
ProyectoVol.001 (2002); Plástico (2009); Yo me haré a un lado (2011); No sirvas ahí la tormenta (2013); Lo perdido (2017)

Foto
Gastón Angel varesi

Música
https://goo.gl/qztEXU

Letras

El fuego eterno

(Diego Vázquez Espiro)

 

Quise verte entre las sombras de una casa,

no respondo más por mi despierto intento.

Piso bien fuerte mi pecho entre sueños,

me confunden con tan solo una palabra.

 

Salir del futuro intenso plenamente,

tengo un precipicio intacto entre los dientes.

Caminamos en películas de horror

mientras vivimos la historia…

 

Además de lo que estaba bien,

quisiera repetir este momento:

el fuego eterno.

 

Esta vida se filmó dentro de casa

y el afuera es un bosque permanente.

Cuando llegue el monstruo dentro de la mente,

agarrá mi mano fuerte.

 

Además de lo que estaba bien,

quisiera repetir este momento:

el fuego eterno.

 

Canción al río

(Diego Vázquez Espiro)

 

Fluye como el viento,

ahí, tan fuerte

muriendo de amor,

muriendo de amor.

Caja que no canta ya mis penas,

Mirándote, ahí,

siempre tan real.

 

Ríe, como llora tu ausencia

que ha echado raíces

en mis venas.

           

Veo al río, se viste despacio

con su mejor ropa

para ir al mar.

Pasa a encontrarse con tu olvido;

te lleva mi alma, ya sin salvar.

 

Sube y sube, cuántas veces baja

perdiendo el amor,

perdiendo el amor.

El latido baila solitario,

mirándote ahí,

siempre tan real.

 

Ríe, como llora tu ausencia…

 

Veo al río, se viste despacio,

con su mejorcita ropa

para ir al mar.

Pasa a encontrarse con tu olvido;

te lleva mi alma.

 

Será tu verdad

(Diego Vázquez Espiro)

 

No tengo oración, tal vez la bienvenida.

Buscarte otra vez

parece una mentira.

La luna es hoy el signo de tus pasos;  

será tu verdad.

 

Tiempos del no amor,

maldeciré tus pasos;

tus luces y yo son vidas repetidas

cargando la cruz

que espera tu llamado.

 

Sin poder creer

te quedaste en mis días.

Si llega el calor

no abrigaré mis labios.

Perdiéndome ahí, sin romper el silencio...

Será tu verdad.

 

Camino al sol, queriendo ya la noche

no puedo esperar

calmarme en el desorden.

No te tengo y voy

a ahogarme en los escombros

de mi alma que ya

se desarmó en tu nombre.

 

Será mi verdad.

 

Contame la historia para dormir,

no habría historia más perfecta.

Contame la historia, de verdad.

 

Tiempos del no amor…

Don Lunfardo y el Señor Otario

Banda platense de rock donde conviven el cuarteto con el ska, el hip hop con el bolero, el candombe con el punk y las baladas con la cumbia villera.

Discografía
Don Lunfardo y El Señor Otario (2000); Fotógrafos del abismo (2004); Paracaidistas en franco retroceso (2008)

Integrantes
Luciano Angeleri (voz); Marcos Tradatti (guitarra); Javier De La Mata (batería); Néstor Arévalo (bajo); Andrés Maillard (teclados); Federico Lozano (guitarra).

Música
http://www.donlunfardo.com.ar

Letras

Solíamos terminar en vuelos

(Luciano Angeleri)

 

Entrelazados sobre la esquina descolorida

flotamos ella y yo,

que desfallezco entre sus dedos

de almendra y cielo;

bajar es lo peor.

 

Sé que sonríe con desmesura;

sangre en los huesos y a la cama otra vez.

El sol se ha muerto sobre los techos,

entre mis piernas con su lengua escribió:

“esclavizada a vos, encadenada a vos,

la vida es un orgasmo eterno y cruel”.

 

Voy como un ciego mendigabesos

que todo lo que toca es el vapor

de ese cuerpo que jamás logré enfrascar;

¿viajar? ¿con mi balsa de cemento, capitán?

… Sin vos me empiezo a ahogar.

 

Ay! Hay otro naufragio sin mar.

Hay -¡ay!- a orillas de General Paz.

General Paz…

¿Hasta dónde te permitís volar?

 

Traspaso el túnel, cuelgan guirnaldas;

se abren las puertas y el monstruo de crayón.

¿Esos payasos me están siguiendo?

... Corte que veo fantasmas donde no hay.

El sol se ha muerto, no es para menos,

sobre mi espalda con sus uñas tatuó:

“esclavizada a vos, encadenada a vos,

la vida es un orgasmo eterno y cruel”.

 

Voy como un ciego…

 

Mundo apestado por roedores

que han extirpado sus colores;

¿ves? la ironía de los dioses

fue darnos los ojos de Borges.

 

Así no hay nada que decir,

nada más que hacer.

Nada de nada, flotar sobre tu piel.

Nada que escribir. Nada, ni un papel.

Nada de nada; flotar... sobre el andén.

 

Ay! Hay otro naufragio sin mar.

Hay -¡ay!- a orillas de General Paz.

¡Extra! ¡extra! A orillas de General Paz…

¿Hasta dónde te permitís volar?

 

Canción paracaídas

(Luciano Angeleri)

 

Nadie sabe a quién comer, carnaval caníbal.

Y una sombra en la pared, enterrada viva.

¿Quién te escribirá desde el otro lado?

¿Quién te hará sentir que todo esto es pasado?

 

Esa noche no das más, ¡mierda, es madrugada!

No digas la verdad, ya no le digas nada:

dile “¿quién te escuchará en un internado?”,

“¿quién te hará reír para estar elevado?”.

 

Surcan tu cielo paracaidistas en franco retroceso.  

Con o sin alas, sueñan con nunca volver

a registrar sus tierras firmes.

 

Nadie sabe a quién morder, tu afición suicida.

Y hay más sangre en la pared, siempre en carne viva.

Dime, ¿quién te escuchará en el otro lado?

¿Quién te hará sentir que todo esto es pasado?

 

Esa noche ya no das más, ¡mierda, es madrugada!

No le digas la verdad, ya no le digas nada:

dile “¿quién te escribirá en un internado?”,

“¿quién te hará sentir algo más elevado?”.

 

Surcan tu cielo paracaidistas en franco retroceso.

Despliegan alas, sueñan con nunca volver

a despertar en tierras firmes.

 

Vas a dejar la locura en cualquier bar.

 

Nadie sabe a quién morder, carnaval caníbal…

 

Surcan tu cielo paracaidistas en franco retroceso.

Con o sin alas, sueñan con jamás volver

a acariciar sus tierras firmes.

 

Vas y dejás la locura en cualquier mar.

 

Mira en la ventana, se deprime al ver;

es que el miedo a levantar

ya está en sus pies.

 

52 héroes de fango

(Luciano Angeleri)

 

¿Cuántos peligros corren? ¿Cuántos tiros nos dan?

Suenan sirenas en tu cabeza, ¿quién las disparará?

Mientras los días pasan,

mientras las horas bajan,

a la deriva yacen tus vidas, siniestra oscuridad.

 

Dicen que no es amor lo que sobra;

son tan guachos de corazones,

son las pastis para bajar.

 

¿Cuántos rumores corren? ¿Cuántos palazos dan?

Y en tu croqueta no hay salideras, ¿cómo vas a escapar?

Mientras la luz estalla,

zorzales cantan a todo tu mal.

Jacarandáes que aún no trepaste

se amuran al diagonal.

 

Como ves no es amor lo que sobra;

son tan flacos de vibraciones,

son las tripas que hacen matar.

Barro más barro es barro,

en héroes de fango a la eternidad.

 

¿Cuántas conejas corren? ¿Cuántas cazuelas hay?

Y en tu cabeza suenan sirenas, ¿quién las disparará?

Mientras el río abraza,

los días pasan, seguís hasta acá;

a la deriva yacen tus vidas, siniestra ingenuidad.

 

Dicen que no es amor lo que sobra…

 

Barro más barro es barro

en héroes de fango a la eternidad.

 

Y en tu cabeza…

El estrellero

Sin ánimo de encasillarse los integrantes de la banda platense definen su estilo como rock canción con matices psicodelicos y un poco de power pop.  Rock especial, indie rock, rock barroco. 

Discografía
Drama (2016); Los magos (2017)

Integrantes
Juan Irio (bajo y voz), Lautaro Barceló (guitarra y voz), Gregorio Jáuregui (batería), Alejo Klimavicius (guitarra y voz), Juan Baro Latrubesse (teclados).

Música
http://elestrellero.bandcamp.com
 

Letras

Rima

(Juan Irio)

Y te hablarán de mí

los cuerpos a la madrugada,

pero ya no estaré;

mirá qué vacía la cama.

Me iré en el surco del camino

de los peregrinos,

ágil como un alma errante;

será la música mi traje

para aquel banquete

donde duermen los fantasmas.
 

Y cuando ya no esté,

seguro seguirás preciosa

como cuando te vi,

celeste pero temerosa;

recordarás el perfume

de las mañanas frías,

antes de empezar la farsa.

Y cuando estés pensando en eso, yo, que estaré lejos,

pensaré que todo pasa.
 

Como el beso y el faquir,

el amor te gusta y duele.

Hemos venido a morir… ¿no te diste cuenta?
 

En la rima volveré,

con la rima del hombre.
 

En la melaza duerme la rima

de la palabra que nadie oyó;

junto a tu nombre, como una espina,

clavó la boca que lo tocó.

Y en el invierno cuando me quieras

de nuevo echado junto al fuego,

mordé mi lengua como recuerdo

que yo te beso para eso.
 

En la rima volveré,

con la rima del hombre.

 

Guardavidas

(Lautaro Barceló)
 

Guardavidas, por las almas redimidas

guardo silencio en tu nombre.

Las heridas,

las heridas van vacías

pero me pesan el doble.
 

Veo que cae el sol…

No lo pensé antes,

el día termina cuando yo determine.
 

Las mentiras, ya perdidas en tus ruinas,

las desligo del hombre;

las partidas

han prendido ya su golpe,

y ahora brindo en tu nombre.
 

Veo que cae el sol...

No lo pensé antes,

ahora lo preciso más; mis vueltas cambiantes.
 

Casi retornar… siestas en la playa,

una seña al mar

y que todo termine.
 

Este mundo al lado de otros

¿será el mejor o acaso el único?

Conocemos bien la trayectoria

de nacer hasta morir.
 

La desventaja de nacer para morir.
 

Gaviotas

(Alejo Klimavicius)
 

Las gaviotas corren lento

porque siempre

lleva el viento su canción.

Si me esfuerzo

veo el tiempo que ha pasado,

esos momentos extraño.

Caigo de la cama al cielo

y no sé por dónde empezar;

sueño, creo, estando despierto

y no sé cómo terminar.

Pero acá, sin alas, yo te espero,

como un pez mirando el anzuelo.
 

Las gaviotas son inquietas

como el tiempo, viento,

sol y mar por llegar.

Las gaviotas son eternas

como aquél momento

en que brillás (cuando estás).

El Mató a un policia motorizado

Él Mató a un Policía Motorizado es una banda de indie rock (influenciados por la corriente alemana del Krautrock) de la ciudad de La Plata. Este año presentó su ultimo trabajo "La Síntesis O'Konor".

Integrantes: Santiago Barrionuevo (voz y bajo); Gustavo Monsalvo (guitarra);  Manuel Sánchez Viamonte (guitarra); Guillermo Ruiz Díaz (batería); Agustín Spassoff (teclados).

Discografía
El Mató a un Policía Motorizado (2004); Navidad de reserva (2005); Un millón de euros (2006); Día de los muertos (2008); La Dinastía Scorpio (2012); Violencia (2015); La síntesis O’Konor (2017)

Música
https://elmatoaunpoliciamotorizado.bandcamp.com/

Letras

Más o menos bien

(Santiago Barrionuevo)

Amigo, no llores por las noches,

es hora de buscar lo esencial.

Nena, ayer fueron muy duros tus reproches;

no importa, más o menos todo sigue igual.

Má, no te preocupes tanto,

todo va a estar más o menos bien.

Pá, necesito un poco de plata

para que todo siga más o menos bien.
 

Más o menos bien.
 

Amigos, formemos una banda de rocanrol,

guitarras guardadas en el placard.

Ahora somos nuevos creadores de rocanrol,

tranquilos, todo va a estar más o menos bien.
 

Más o menos bien.

Desconocido, espero tus problemas se acaben,

y así volver a la senda del bien.

Desconocido, dobla tu energía en partes iguales

y todo va a estar más o menos bien.

Mirando la comida ya fría,

no creo que esté hecha con amor;

no importa, hoy celebraremos como familia

que más o menos sigue como quiero yo.
 

Más o menos bien.

El tesoro

(Santiago Barrionuevo)
 

Ah, paso todo el día pensando en vos…

Ah, ¿qué hay de malo en todo esto?

Ah, paso todo el día pensando en vos…

Ah, vos pensás que pierdo el tiempo.
 

Perdón si estoy de nuevo acá,

pensé que habías preguntado por mí.

Me gusta estar de nuevo acá,

aunque no hayas preguntado por mí.

Voy a quedarme un poco acá,

cuidarte siempre a vos en la derrota

hasta el final,

el final.
 

Ah, todo lo que hago es para vos…

Ah, el tesoro se está hundiendo.

Ah, todo lo que hago es para vos…

Ah, vos pensás que pierdo el tiempo.
 

Perdón si estoy de nuevo acá,

pensé que habías preguntado por mí.

Me gusta estar de nuevo acá,

aunque no hayas preguntado por mí.

Voy a quedarme un poco acá,

cuidarte siempre a vos en la derrota

hasta el final,

el final.
 

Es la depresión sin épica…
 

La depresión sin épica.

 

El último sereno

(Santiago Barrionuevo)
 

La luz de la luna

entra por las ventanas del galpón,

y refleja en las miles de cajas.

Ayer vi una película

sobre el fin y los últimos días;

sobre Dios, sobre el bien y el mal,

y me pregunto qué hago

tan solo acá.
 

Quiero caminar

atrás del rincón oscuro

y quiero sentir temor.

Quiero caminar

más allá del hoyo oscuro

y quiero sentir temor.
 

La luz del final

entra por las ventanas…
 

Ahora imagino cosas

(Santiago Barrionuevo)
 

Ahora imagino que

están bebiendo en el bosque.

Ahora imagino que

sos tan feliz, tan feliz.
 

Ahora imagino que

un amigo me está traicionando.

Ahora imagino que

extrañas sombras siguen mis pasos.
 

Quiero enfrentarme a todos,

no me importa

cuán salvaje es la pelea;

no, no me importa.
 

Quiero enfrentarme a todos,

no me importa

si me muero en las peleas,

no, no me importa.
 

Ahora imagino que

mi tajada es más pequeña;

ahora me acuerdo que

fui tan feliz, tan feliz.
 

Quiero enfrentarme a todos…
 

La noche eterna

(Santiago Barrionuevo)
 

Hoy voy a salir a buscar

todo lo que quiero,

voy a derrumbar

mi casa y a empezar de nuevo;

todos se escondieron ya

bajo la noche eterna,

sé que el cosmos cuida

a todos por igual.
 

Dame algo esta noche,

esta noche es especial.

Voy a recorrer tu casa

en la oscuridad.

Dame algo esta noche,

esta noche es especial.

Tan brillante como el oro

en la oscuridad.
 

Hoy voy a salir a robar

todo lo que quiero,

voy a derrumbar

mi casa y a empezar de nuevo;

todos se escondieron ya

bajo la noche eterna,

sé que el cosmos cuida

a todos por igual.
 

Dame algo esta noche,

esta noche es especial.

Voy a recorrer tu casa

en la oscuridad.

Dame algo esta noche,

esta noche es especial.

Tan brillante como el oro

en la oscuridad.
 

Esta vez voy a hacer

lo que yo quiero hacer;

esta vez voy a hacer…

El Perrodiablo

Hay bandas que hacen rock y otras que no hacen rock pero lo interpretan. El Perrodiablo lo hace, lo siente y lo toca como lo que es: Rock. se decribe la banda de la ciudad de La Plata.

Los integrantes de El Perrodiablo son Sebastián “Doma” Domínguez (voz); Chaume (guitarra); Chaume en guitarra; José (batería); Fran (bajo) y Lea (guitarra)

Discografía
La bomba sucia (2007); Orgía políticamente correcta (2009); El Espíritu (2012); Cacería (2014); La otra dimensión (2017)

Foto
Martín Santoro

Música
http://www.elperrodiablo.com.ar/

Letras

Voy lloviendo

(Sebastián Domínguez)
 

Vamos a vernos las grietas,

para asomarnos y ver que hay ahí;

la ruta está hecha mierda,

sigo regando pedazos de mí.

Algo desparramado,

respiro hondo, pienso profundo:

aunque sigamos el mismo rumbo

poco queda juntos.
 

Voy lloviendo y arrastro un ciclón

pero lo que me atormenta sos vos.
 

Fui a estrellarme a los ríos,

a negociar con los bandidos.

Gasté más vidas de las que quedaban;

ahora tomo vidas prestadas.
 

Voy lloviendo y arrastro un ciclón

pero lo que me atormenta sos vos.

 

Fito Páez

(Sebastián Domínguez)
 

Lo que ayer conocimos con un nombre

hoy ya no existe más.

A ciencia cierta se avecinan cambios,

y hay cambios que no son buenos vecinos;

lo curioso en este casino

es no poder confiar en vos.
 

No soy la banda de sonido

para festejar a tus amigos.
 

Fito Páez me lo advirtió sin amnistía,

que él no vino a divertir a tu familia

mientras el mundo se cae a pedazos.

Me pareció coherente

y le hice caso.
 

No soy la banda de sonido

para festejar a tus amigos.
 

Cargo las tintas en un auto chocador,

fogoneando mis obsesiones

sobre las letras de rock.

En el torbellino nos vemos bien a tono,

si es un modo estar solo contra todos.
 

No soy la banda de sonido

para festejar a tus amigos.
 

No distinguís la calma de la quietud.

No distinguís la latitud de la longitud.

No distinguís la pose de la actitud;

pues pose es actitud,

con las piernas rotas

y el alma floja.
 

Las Vegas

(Sebastián Domínguez)
 

Mí día terminó en la palma de un viernes,

quiero responder algo que no me concierne.

El enemigo podría ser cualquiera;

incluso yo mismo, si me diera pelea.
 

Si me diera pelea.
 

Pensaba aterrizar forzoso en Las Vegas

haciéndome parte de fichas ajenas,

jugándome el futuro en quimeras,

pero ella seduce envuelta en promesas.
 

Si me diera pelea.
 

No quiere decir nada que nunca hayas visto,

es el eco de las cosas y su espiritismo.

No quiere decir nada que nunca hayas visto,

es algo mano a mano conmigo mismo.
 

Si me diera pelea.

El resplandor de las luciérnagas

Banda de rock de la ciudad de La Plata con una marcada intención poética en sus letras. Integrada por Pía Salinas (batería); Francisco Ucín (voz y teclados); Matías Tanco (guitarra).

Discografía
Primer fuego (2009); Variaciones sobre intensa pampa (2012)

Foto
Maria Carlota Ucín y Leyla Testa

Música
https://soundcloud.com/resplandorluciernagas

Letras

Humareda
(Francisco Javier Ucín)
 

Sobre una masa lenta baten crestas filosas.

Lo que deviene cierto, otras veces se borra.

Todo puede cesar a cualquier hora.

Lo que puede fallar siempre funciona.
 

Sobre el temblor callado de tu canción rupestre,

sin sostenerse en nada, una voz permanece.

Todo se queda acá, nada se lleva.

Detrás de cada cual, sólo una estela.
 

¿Cuánto llevo en mí de los que no están?

¿Cuánto olvidaré por el camino?

Algo valdrá hacer para al fin dejar

rastros que perduren por segundos.
 

Sobre el manso ocurrir de un mundo en evasión,

sobre el filoso borde de las ruinas;

dime antes de partir cómo poder fundar

una lealtad así, sobre la nada.
 

Sobre un temblor callado suena una voz antigua;

sin sostenerse en nada, se disuelve en la rima.

Todo se queda acá, nada se lleva.

Detrás de cada cual, sólo humareda.

 

Varitec

(Francisco Javier Ucín)
 

Vidrios teñidos en rojos semáforos;

la calle es ruido, gente bulle en su furor.

Entro en el súper buscando algo de comer,

llevo paquetes con cosas que no se ven.
 

Y las ondas atraviesan

con mensajes de texto paredes de edificios y media ciudad,

invitándonos a esa fiesta

en un patio de casa con luces,

donde todos bailan.
 

La ropa colgada hace sombras en la pared,

se cuentan historias de la vida en sociedad.

“Vos no sabés cómo es porque no te pasó”

dice alguien solo hablando por teléfono.
 

Y nosotros como radares

dando vueltas en los aeropuertos,

esperamos también la señal;

vigilantes del espacio,

adivinos en la vía láctea

a merced del azar.
 

El corazón nos quema vivos

con leña seca del pasado…

Si fui feliz fue hace miles de años

perdido en los bosques de La Plata.

 

En otro lado
(Francisco Javier Ucín)
 

Voy a velar estas palabras,

de mi boca brotan zumbidos;

no quiero atascadas en la garganta

frases que intento decir y no puedo,

y descansar…
 

Voy a llevar flores marchitas

hasta el lugar que ocupa tu ausencia

y regresar, pateando piedritas,

esos escombros que deja la vida.
 

Y al balbucear no renunciar

a ésta mi voz cantándote lejos,

aunque el eco de su rumor

retumbe adentro.

Y recuperar una soledad

de estar junto a mí y no en otro lado,

y luego arrojar mis pesos al mar

sin cuerdas al cuello.
 

Tras el paso del misterio quedan marcas transparentes,

cicatrices indoloras de ésas que no se disuelven;

y el olvido ya no puede alcanzar lo que está adentro,

y me alejo lentamente apartando los recuerdos.
 

Y es así…
 

Y recuperar una soledad

de estar junto a mí y no en otro lado,

y luego arrojar mis pesos al mar

sin cuerdas al cuello.

Estelares

Te acercamos algunas de las letras de la banda platense que debutó en 1996 con el álbum "Extraño lugar" combinando lo pop y lo melódico con una marcada estética tanguera, que lo hace aparecer como una novedosa propuesta dentro de la escena rockera.

Estelares consiguió algo más que un puñado de temas agradables gracias a una combinación que incluyó, según el vocalista, "los fraseos tangueros, la parte melódica que meto como letrista, las influencias rockeras que traemos individualmente y, por sobre todo, la claridad de Los Beatles que nos une a todos".

Integrantes: Manuel Moretti (voz y guitarra); Víctor Bertamoni (guitarra); Pablo Silvera (bajo y coros); Guillermo Harrington (guitarra); Eduardo Minervino (teclados); Javier Miranda (batería).

Discografía: Extraño lugar (1996); Amantes suicidas (1998); Ardimos (2003); Sistema nervioso central (2006); Una temporada en el amor (2009); El costado izquierdo (2012); Las antenas (2016)

 

Las trémulas canciones

(Manuel Moretti)

 

Lo mejor que tiene

ya lo tuvo para mí

esa mujer;

días caminando, susurrándome al oído

la mejor canción.

Yo recuerdo aún

el perfume de su piel

sobre mi piel,

noches solitarias, ahogando mis tristezas…

 

¿Dónde estarás, mi amor?

¿Quién agiganta el sol?

Si todo cae sobre mí por hoy

¿dónde estarás, mi amor?

 

La mejor luna

que supe conocer,

y yo sin fe;

los trinos de las aves callaron por mí

otra vez.

Las trémulas canciones

me hablaron de ti,

y yo sin fe;

toda tu ternura ha florecido en mí…

 

¿Dónde estarás, mi amor?

¿Quién agiganta el sol?

Si todo cae sobre mí por hoy

¿dónde estarás, mi amor?

 

Imaginemos que

vamos corriendo

por las colinas

que surcan el sol…

 

Estrella

(Manuel Moretti)

 

Nunca creíste sentirte así

después de tantos años

de fiestas y de ruta;

nunca pensaste verte tan vacía,

tan seca, tan sola, después de tanta risa…

Vos que fuiste la reina del brillo y el mar:

la estrella del sur.

 

Burlándote ante todos

y a escondidas,

sin amor, sin piedad,

de amigos, de amigas,

hasta de mi alma de orgullo

hoy princesa del ocaso,

flor del glamour

y yo rey del hartazgo…

Ya no hay marquesinas, ni reyes

en tu placard.

La reina del disfraz.

 

Los trajes de gala están en la sala

dormidos, cerrados, guardados, congelados.

Los viajes a las islas

murieron para siempre;  

tan hermosa como siempre

pero el rouge ya no ríe y se burla…

 

La reina del disfraz.

La estrella del sur.

 

¿Qué se siente

andar cayendo

cada calle, cada día,

de la mano de las sombras

y de nuestra vieja herida,

la soledad?

 

Un viaje a Irlanda

(Manuel Moretti)

 

Todo lo que vi

es ver pasar un tren.

Todo lo que sé

es lo que siempre haré;

y si algo es verdad, mis amigos,

no los olvidaré.

 

Te debo un whisky con soda, Fer.

Te debo porros y alcoba, Julieta.

 

Miro a través de un ventanal en enero,

desde el sexto B

las ruinas del pueblo entero.

Explotan y algo más

los fuegos artificiales;

la copa es de cristal,

las chicas son insaciables.

 

Te debo un viaje a Irlanda, Andrés.

Y mil noches de parranda, Silvia.

 

Lo que es peor hacer

mil veces ya lo hicimos;

lo que es mejor hacer

lo saben dos o tres, no más.

Los edificios brillan

entre un montón de gente:

veinte años no es nada

si hubiesen sido decentes.

 

Vicky me llamó de España ayer,

me dijo que está cansada

de extrañarte.

Y no hablamos las cosas

que siempre quisimos

los días domingo…

y después de colgar

me quedé observando

las aguas del río.

 

No hay más

(Pablo Silvera)

 

Olvidemos todo, no hay más que decir;

palabras de oro

que se empiezan a ir...

Son cosas que a tu modo

se hunden en el lodo

sin pausa, sin freno, sin fin.

 

Tiendas de postales, fotos, souvenires,

paseos matinales

sobre hojas de abril...

Son cosas que a tu modo

se hunden en el lodo

sin pausa, sin freno, sin fin.

 

Hoy nada aquí está bien,

sólo lo que te di

duerme detrás de ti;

promesas de cristal y un viento juvenil,

huele a canción carmesí.

 

Noches de autocine después de tomar;

no recuerdo el día, aunque sí el lugar.

 

Hoy nada aquí está bien…

 

Olvidemos todo, no hay más que decir;

No hay más que, amor, decir.

Mister América

Formados en el seno de la Facultad de Bellas Artes de La Plata en 1989, ellos mismos se definen como «la intención constante de unir el lenguaje propio de la Plástica con la Música, las letras y lo teatral y así crear una obra plagada de significados».

Discografía: Con el agua al cuello(1996); Despojado (1998); Insano (2002); Rebelde (2004); Superación (2006); Doméstico (2015)

 

Mi predicción

(Gustavo Astarita)
 

La lluvia que llega

entre las estaciones,

que arrastra tormentas,

que renueva inundaciones.
 

Mientras espero lo que suceda,

lo que debe pasar.
 

Los días que se atraviesan 

como el concierto de un autor sin nombre

que al fin se comprende

para nunca más volverse a tocar…
 

Mientras espero lo que suceda,

lo que debe pasar.
 

Y ojalá que el tiempo

llegue a tiempo,

y el tiempo florezca…
 

Y al tiempo florezca.

Adrián Juárez

Discografía: Tu nombre es fresa (2011); Marimba (2012); Araucarias (2014); Los valientes (2016)

Corazonauta

Vuela mi corazonauta

atravesando la noche;

cuando la luna sale a los techos

mi corazón desata su vuelo.

 

Vaga tocando una flauta

para que aúllen los perros

que pasan la noche

encadenados

en los fríos patios

de Lisandro Olmos.

 

Y cuando lo veas pasar

te regalará una flor

como un sapo de jardín,

pero alejate,

no te vuelvas a acercar

a mi triste corazón.

 

Se fue de mi pecho hace rato,

el cuerpo es demasiado quieto

y entre la gente

los corazones

se desconciertan,

prefieren el viento.

 

Los valientes

¿Te acordás?

yo no usaba ésta corbata

y tus ojos tenían un paisaje dentro,

desintegrando edificios

con nuestros anillos de poder;

y aunque en nuestras casas todo iba mal

éramos tan valientes

cruzando tiernamente

la ciudad.

 

Perdidos en nuestro romance

encendimos

cigarros y besos franceses,

hicimos cumbre en la temeridad

haciendo culto al corazón,

guerrilla urbana clandestina

de chicos revoltosos

zarpados en hermosos.

 

Hemos crecido

en latidos diferidos,

dejar la lucha ¿de qué nos ha servido?

si cuidándonos mutuamente

éramos tan valientes.

 

Cambiarán las modas,

las canciones, nena

y llevaré tatuada

tu sonrisa buena

brillando en calles desoladas,

brillándole a la destrucción;

y ahora que nos volvemos a encontrar

tus ojos tienen hambre

de incendiar ciudades.

Hemos crecido…

 

Jacinto de las tinieblas

Los recuerdos,

y sus preciosas colecciones de lágrimas

vendrán por mí.

Y yo, que voy

caminando pergaminos,

acamparé entre los pinos.

 

Sabías bien que yo tenía un río

y tu voz era otro río

que corría junto al mío;

y sin embargo te marchaste

con mi beso en tu vestido.

 

Iré por mí,

como un guerrero del monte

de feroz leonino corazón.

Los árboles se abrirán

frente al diamante

que brillará en mi pecho.

 

Yo fui regando los pies de mi llanto

y con los años he crecido,

aún temiéndole a tanto,

cultivando el sembradío

de mi risa y de mi canto.

 

Dejo escapar cada mañana

tus ojos, tu espalda, tu color,

entre frazadas;

hoy soy un hombre sin palabras,

la pena, la fuerza y la ilusión

entrelazadas.

 

(Hoy soy un niño agazapado)

Francisco Bochatón

Te invitamos a recorrer las letras del músico y cantante platense a través del libro Rock versión tinta.Volumen II.

Discografía: Cazuela (1999); Píntame los labios (2000); Mundo de acción (2002); Hasta decir palabra (2002); La tranquilidad después de la paliza (2005); Tic tac (2007); La vuelta entera (2012)

Foto: Martín Bonetto

Balvanera

(Francisco Bochatón)

Esta es la luz de náufragos,

se inundó con nuestro sol.

Háblame de los demás,

por las noches brilla el sol

y arde por todos los lados,

como antes.
 

Y esta vez yo voy a ir

porque el cielo así está

alcanzando el cuerpo

que quiero conocer.
 

Dime hasta cuándo seguirás marchando,

para acompañarte

mientras tanto.
 

Tu figura crea nuevas primaveras,

a la luz del centro

por la vereda;

sobre el techo suenan

sus candelas.
 

Quiero tanto espacio,

quiero tanto espacio hasta ver

el cielo en tu jardín

detrás de nuestros ojos.
 

Hasta cuándo…
 

Tu figura crea nuevas primaveras,

a la luz del centro

de Balvanera.
 

Y esta vez yo voy a ir

porque el cielo así está

alcanzando el cuerpo

que quiero conocer.
 

Dime hasta cuando seguirás marchando

para acompañarte

mientras tanto.
 

Tu figura crea nuevas primaveras…
 

Quiero tanto espacio,

quiero tanto espacio hasta ver

el viento en tu jardín

adentro en nuestros ojos.
 

Hasta cuándo…

 

Gravita el alba

(Francisco Bochatón)

En la mañana

tus ojos te miran,

quieren reconocer el alma

con cara de querer saber un poco más;

gravita el alba

que muestra una ciudad

con casas de verdad,

donde descansas para tu bien.
 

Y esperará, dará una vuelta más sin mí;

me llevará dormido en su rincón de luz

y llorará sobre el dibujo que hizo fiel…

que ama.
 

Puedes venir

(Francisco Bochatón)

Puedes venir, que el día me sacó de casa;

contando al pie

tus pasos viajan por la calle.

Déjalos venir, que el día me sacó de casa;

el aire, el frío nos pueden parecer amigos hoy.
 

Puedes venir, que el día te sacó de casa;

contando al pie

tus pasos viajan por la calle.

Déjalos venir, que el día me sacó de casa;

el aire, el frío nos pueden parecer amigos hoy...
 

Ser amigos hoy.

 

Invisible

(Francisco Bochatón)

Tú tienes unos ojos

que prefiero mirar

detrás de la curva del mar;

en ellos hay un pasaje, un secreto,

una distancia pequeña

de virtud, de soledad.
 

Anúnciate, y entra a tu espejo,

que nos muestras;

anúnciate y entra

en tu espejo gris de inocencia.
 

Esta vez naufragarás en eclipse

que vieron los dioses al morir.
 

¡Cámaras te anuncian! ¡La princesa pequeña!

Y veo en tus ojos los de aquella reina.
 

Tus ojos de novia iluminan la vida

y transcurren sin fin todas las melodías;

porque tú has vivido

donde hemos nacido,

punto de anclaje

de todas las madres.
 

Tú has merecido

dormir sin peligros,

donde nadie se esconde,

donde todos responden.
 

Vive tu amor invisible, tu quietud…
 

Nazareno
(Francisco Bochatón)

Esta noche, de noche el luto

mi sexo tengo yo;

no sólo la cabeza,

tengo un martillo,

un oh-oh.

La inconfundible certeza,

pensaba y pensaba…
 

De sangre y esperma

de un viejo gorila,

tumbas parecen

del nazareno muerto.

 

Habrá que mirar más lejos.
 

Este ciclo de amor, de ruido.

Mi sangre que en cables arde.

La espesa luz de la vela,

la calavera, el tambor.

Espesa en tuyos cabellos

tu lengua mordía…
 

De sangre y esperma

de un viejo gorila

tumbas parecen

del nazareno muerto.
 

¡Habrá que mirar más lejos!

 

Camión

La banda de Villa Elisa (La Plata) está conformada por Laureana ‘Buki’ Cardelino en guitarra y voz, Facundo Bonfigli en guitarra, Gato Belazaras en bajo, Juan Pedro Luzuriaga en teclados y Mauro Aramburu en batería.

Discografía: Ciudades invisibles (2011); Los mares (2015)

Foto: Chivas Arguello

Música: https://camioncamion.bandcamp.com/album/ciudades-invisibles

Ciudades invisibles

(Laureana Cardelino)

Miro bien, la dejo ir;

puedo habitarla

y perderme en mí…

Nada me vuela más.

La ciudad que acecharé

se parece tanto

a lo que decís:

ríe y no tiene mar…
 

Ciudades invisibles.
 

Sin la bruma sobre su piel,

lo que deja el río

cuando se va,

sabemos sintonizar.

Mil burbujas ayer soñé,

desde el aire

todo tiene raíz…

Nada puede volar.
 

Ciudades invisibles.
 

Y ella qué quiere gritar,

si cuando se apaga

ya me olvidó;

invisible soy.
 

Soy invisible...

Invisible.

 

Todos mis días

(Laureana Cardelino)

Alguna vez giraste tanto

que caíste al suelo,

abriste bien los brazos

acariciando el pasto,

corriste a las palomas en la plaza,

jugaste en una casa abandonada,

sentiste frío,

tuviste miedo;

trataste de volar mientras dormías,

brillaste con tu piel

sobre la arena,

fuiste valiente,

reíste hasta llorar,

te dejaron solo

y te portaste mal.
 

Toda mi vida se repite,

las noches son días especiales

y todos mis días son iguales,

igual de vacíos.
 

Yo pude disfrazarme y desaparecer

y  pude espiar, no sé mentir,

y no me acuerdo

cuántos discos te rompí…

Me robé tu caramelo,

no supe qué decir

y sentí frío

y tengo miedo.
 

Toda mi vida se repite,

las noches son días especiales

y todos mis días son iguales,

igual de vacíos.
 

No hay distancia

entre el recuerdo y este mar,

y si me pierdo

no voy a poder levantar.

 

Letra

(Laureana Cardelino)

Tu letra se dibuja

en el barro extremo,

imprime su forma.
 

Las palabras que forman tus letras.

La alegría que sale de vos.
 

La forma que tiene tu letra,

tesoro que guarda mil perlas;

es tu sombra en tu letra

caligrafía del mar.
 

Las palabras que forman tus letras.

La alegría que sale de vos.

Caracol a Contramano

Banda de La Plata que fusiona estilos de música como el rock, pop, candombe, reggae, ska y cumbia. Conformada por Marcelo Fontana (voz y guitarra); Lucas Serena (teclados, guitarras, trombón, coros); Luciano Menez (bajo); Gonzalo Rogati (guitarra); Santiago Rogati (batería); Pablo Bohl (saxo).

Discografía: Todas esas fiestas (2010); Cinco (2013); Nunca aullar con lobos (2015)

Foto: Chivas Arguello

Música: https://goo.gl/CWKzsf

Costas frías

(Lucas José Serena)

No importa quien seas mientras dormís,

ni tampoco si sentís la belleza de lo que tenés.

Porque hoy es ayer, noche de desgano,

ver, caer insano antes de creer.
 

Veo, veo... ¿Qué ves?

Cosas maravillosas.

¿Y que no ves?

Que hoy me siento viento

 y azoto las costas frías,

esta noche me siento solo

y la radio ya no tiene más pilas.
 

Me desarma y desangra oírte llorar;

silencios al amar y gritos al amanecer.

Risas que desaparecen cuando oscurece.

Rezar, besar en vano si llorar es caro.
 

Veo, veo... ¿Qué ves?

Cosas maravillosas.

¿Y que no ves?

Que hoy me siento viento

 y azoto las costas frías,

esta noche me siento solo

y la radio ya no tiene más pilas.

 

Sin pensar

(Lucas José Serena)

Es el primero en decirlo cuando se cae de la cruz.

Siente el llamado de un mirlo

cuando en su cuarto no hay luz.

Está buscando que lo echen sin pensar,

que había gente dentro para ir a salvar.

Y ahí nomás…
 

Cuenta con que no se olviden de él

cuándo se está por dormir.

Siempre te invita a soñar con ver

algo distinto al partir.

Se acercó a hablar pensando en algo que vender;

le dije “es fácil escapar sin entender”,

y corrió...
 

Todas las cosas que hiciste sin pensar

van a volver a revolcarse una vez más con vos.

Nos caza el sudor cuando empieza a anochecer

y empieza a ceder la pared que nos miró crecer.

Vuelve a tirarse en el techo

y mira la vida pasar.

Fotos que muestran lo dicho

por alguien que amaba olvidar.

Se acercó a hablar pensando en algo que vender;

le dije “es fácil escapar sin entender”,

y corrió…
 

Todas las cosas que hiciste sin pensar…

 

Cambió la suerte

(Lucas José Serena)

Si cuando llegué ya estaba así,

peligro un cocktail frenesí.

Ser un tipo raro al charlar,

todos se enferman al ganarse el pan.
 

Si la puerta es piel a piel

nuestro orgullo está de pie…
 

Si cambió la suerte

y el día ya está más oscuro

ando como una noticia de muerte

en el tumulto.
 

Yo solo encendido voy mejor

que un corazón al paredón.

Con el pulso rápido me estoy

trepando alto del mejor balcón.
 

Si la puerta es piel a piel

nuestro orgullo está de pie;

si la rueda es piedra y miel

me las pico y voy a ver…
 

Si cambió la suerte

y el día ya está más oscuro

ando como una noticia de muerte

en el tumulto.
 

Pensá en el que quieras

cuando estamos cogiendo…

Total yo también te estoy mintiendo.

Chico Ninguno

Te invitamos a recorrer las letras de las canciones de Chico Ninguno, solista / banda multimedia de la ciudad de La Plata, que conjuga elementos de electrónica, rock, canción, mucho groove.

Además de un sonido contundente en formato banda: con Paquito Salazar en máquinas (tr-707+mc-303+emu-emax); Gáston (pads); Marica Mala Programada para el Mal (mezcla+live+eq+controllers); Chico Ninguno (voz+esx1+k1m+vocoder+guit+bass+programming); y el factor visual impecable del VJ XXXLÖL.

Discografía: Chico: no correspondido (2009); El misterio de las frecuencias positivas (2011); Subcampeón de las causas perdidas (2012); En éste y otros mundos (2015)

Foto: Ligeia Hellsnow

Sus canciones: https://chiconinguno.bandcamp.com/

 

La luna llena

(Santiago Alcaraz)

Una pizca de café en la almohada.

Todo el barrio sin energía.

Gatos espiando por la ventana;

la luna llena, el silencio.
 

Un carnaval en mi casa vacía.

Una multitud a todo color,

y yo camino entre muebles perdidos.

Pienso rápido, no sé dónde estás,

no sé dónde estás.
 

Traías puesta una camisa de seda;

le da otro sentido a mi gusto.

Estoy silbando sin darme cuenta

la melodía que viene del fuego.
 

Un carnaval en mi casa vacía…

Medicamentos

(Santiago Alcaraz)
 

Giro la cabeza, repite su gracia,

la situación me lleva a ver;

mira qué fácil es leerme,

estoy escrito en toda mi piel.

Después de todo este tiempo

no siento que te extrañé;

giro la cabeza, miro para atrás

alguna vez.
 

Quiero confiar, quiero creer

en las historias del mañana.

 

Recuerdos Fantasma
(Santiago. Alcaraz)

En un rincón de este mismo salón,

en el desayuno y en el cambiador,

cansados de andar, de tanto buscar,

hablábamos de antes; recuerdos fantasma.

Pensé que era el único al que le pasaba,

sin miedo al futuro, sin mirar atrás.

Un mismo lugar para tantas cosas,

no puedo decirlo si no es de esta manera:

recuerdos fantasma.
 

Ríete después de muerto,

sueña un futuro despierto;

no hay gas que adormezca tus ganas de ser.

No digas mañana y sentí el ahora,

estaremos juntos cuando todo se caiga.

Silencio
(Santiago Alcaraz)

Días de hielo.

Días de guerra.

Sueños inquietos...

Nunca los pierdas.
 

Fin de semana,

desde el otoño hasta el verano.

Nuevos amores.
 

Siento el aroma de mis recuerdos;

cuando era joven,

cuando era viejo.
 

En la ventana, desde mi cuarto,

veo a mis amores,

veo mis sueños.
 

Mira mis ojos.

Mira mis manos.

Estoy viviendo, nunca me rindo...
 

Si mi silencio

muere en tus labios,

ya no hay retorno…

Estás adentro.

 

 

Cenote

Banda platense que conjuga diferentes elementos del funk, blues, hard rock y grunge. Entre sus influencias se encuentran desde Led Zeppelin, Cream y Héndrix hasta Divididos, Audioslave, Black Country Communion, Foo Fighters y Royal Blood.

Discografía
Parte del silencio (2015)

Foto
Matias Fabregues

Música
https://goo.gl/N7vu1H

Letras
Un Abismo

(Federico Pesci)

Simplemente,

el silencio entre los dos

se hizo eterno con el tiempo;

mil pedazos de recuerdos por armar,

y ya es plagio conmovernos.
 

Cicatrices,

de haber borrado la verdad

con algo más que ruido incierto;

ya no hay nada por hablar,

ya no hay nada que hacer,

-eso intento-,

en este abismo desigual

que se funde con el viento
 

Sólo hago lo que siento,

sólo hago lo que sé

si para mí no es el futuro el que ves;

ya no pienso en el mañana,

no importa lo que fue…
 

Sólo hago lo que siento,

sólo hago lo que sé…

Si ya no pienso en el mañana;

ya no pienso

en lo que fue.

https://goo.gl/Yr3gCa

Crema del Cielo

Banda de rock que nació en el 2003 en la ciudad de La Plata integrada por Gabriel “Boya” Rulli (voz y guitarra); Fernando Glombovsky (guitarra y coros); Lautaro Ramírez (bajo); Eduardo Carreras (batería); Leandro Giordano Etchegoyen (teclados); Daniel Rulli (percusión y coros).

Discografía: Crema (2008); Espíritu de clase (2010); Apostasía (2013)
Foto: Manuel Cascallar
 

Playa negra

(Crema del Cielo)

Ay, playa negra,

mezcla California y Tucumán.
 

Ay, playa negra,

tus arenas son un totoral.
 

Llegan los camiones,

llegan los camiones,

llegan los camiones…
 

Hay bogas muertas,

un limón con yerba

y un pañal.
 

Ay, playa negra…

 

Plaza Sarmiento

(Gabriel Rulli)
 

Plaza Sarmiento, el barrio sur.

Puerta sin llaves, patio sin luz.

Perro sin raza, en un taller

vigila el cuadro de Carlos Gardel.
 

En la vereda, después de cenar,

tomando fresco Lidia y Oscar.
 

Todo eso que vi

se fue, como se va

esa espuma que queda

en la orilla del mar…

 

Negro de alma

(Gabriel Rulli)

Claro que prefiero tirarme al sol

antes que tener que trabajar.

Claro que prefiero tomar alcohol

a Coca Cola Light.

Claro que prefiero discutírtelo

a callarme la boca.
 

Claro que prefiero un choripán

antes que ensalada con yogurt.

Claro que prefiero que sea para hoy

y no esperar años.

Claro que prefiero estar tranquilo

a que me rompan las pelotas.
 

No tengo que pedir permiso,

ante ninguno me arrodillo…

Mucho mejor si te molesta.
 

Si eso es ser negro,

soy negro de alma.

De piel y de alma.

 

Changuitas

(Gabriel Rulli)
 

Yo era ciego y quise mirar,

matar mis dudas

y enterrarlas;

abrí la puerta de ese lugar…

y quedé frente a la nada.
 

Con los espíritus quiero hablar,

van por el aire

y tengo Wi-Fi.
 

Fe, hace tanto te dejé

pero me arrepiento y sé,

hoy quisiera tener fe;

volverme loco y creer

que en el infierno voy a conversar

con el Marqués de Sade

y con Carlos Marx.
 

San Cayetano me encontrará

trabajo en negro

y changuitas.
 

Guarda gauchito,

que no soy gil.